En 1548 el filósofo Étienne de La Boétie escribió el Discurso de la servidumbre voluntaria, en el que se preguntaba por qué los hombres luchaban por su esclavitud como si se tratase de su libertad. El célebre libro se distribuyó primero clandestinamente hasta que, por insistencia de su amigo Michel de Montaigne, se publicó en 1572. A partir de ese momento no hubo experiencia política de resistencia que no haya tomado en cuenta estas reflexiones para pensar los dilemas que enfrenta toda lucha al toparse con las distintas formas de alienación que bloquean las posibilidades emancipatorias.
Pero estas lejanas advertencias lucen malversadas en el tono culpabilizador con el que el progresismo intenta explicar(se) los resultados electorales de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO). En todo caso, no sabemos por qué votar a Massa sería un acto de libertad, ni por qué quienes votaron a Milei se habrían equivocado o se dejaron seducir en la bruma de ofertas estéticas electorales cuyas propuestas son contrarias a los intereses populares. Toda recurrencia bibliográfica, cuando sirve como morada tranquilizadora y autojustificatoria y no como desafío, debería ser puesta en suspenso, pues las legitimidades que de estas citas se desprenden tienden a la mala fe. Y el aire aristocrático de la condena, que supone una superioridad moral, intelectual y política, asombra por su incapacidad de revisar los supuestos en los que se erige.
la bala de Sabag Montiel
Hace un año Cristina Fernández de Kirchner fue casi ejecutada ante la mirada atónita de un puñado de concurrentes que se había congregado en su apoyo y de una audiencia televisiva que no salía del estupor. Creo que todos nos hemos preguntado por qué, frente a la magnitud de lo ocurrido, no rompimos todo. ¿Por qué no se ha cumplido, en esta circunstancia límite (como en todas las que la precedieron), el famoso “quilombo” con el que nos dábamos manija para suponer que estábamos luchando contra las derechas persecutorias y vengativas, y para defender a quien atribuíamos la condición de encarnar la justicia social resultante de una política popular? En ese ritual, reiterado en cada marcha, hacíamos de cuenta que había límites infranqueables. Y ese quilombo no se armó por muchas razones. La bala disparada por el shooter no salió de la recámara. Pero esa ejecución pública nos condujo a pensar que algo fuerte había ocurrido como para sacar conclusiones simples o ningunear sus efectos.
Mucho se ha dicho acerca de los discursos de odio que actuaron como preludio de este acontecimiento. Esta mirada, que atribuye a la palabra un carácter performativo, descuida la pregunta por las condiciones de posibilidad de su enunciación. ¿Por qué ciertas cosas pudieron ser dichas sin despertar las reacciones más elementales en todos nosotros (más allá de la condena en las redes sociales)? ¿Qué se había roto entre el kirchnerismo y la sociedad para que el matador desbordado, precedido por la lengua oscura de su tiempo, gatillara intentando pasar a la posteridad? Esa escena, que no podemos desprender de nuestras retinas alucinadas, nos señaló que estábamos ante el fin de una época. Y que nosotros, adocenados ciudadanos de una democracia putrefacta, no íbamos a hacer nada contra un poder judicial que ocultó y disgregó pruebas y conexiones, que dispersó en el tiempo las conclusiones más evidentes de una trama asesina para aislar y encapsular, en su extremo más débil, la atribución de responsabilidades.
La bala que no salió tuvo el efecto de matar una época, teatralizando un final que nadie quiso asumir. Tiempo después, la propia Cristina advirtió sobre la existencia de un Estado mafioso, jurídico, mediático y judicial, que había vaciado a la democracia. La gravedad de este señalamiento tampoco produjo efectos. Era como un ladrido a la luna ante la indiferencia de una sociedad que repartía sus preocupaciones y su atención entre los problemas cotidianos y el Mundial de fútbol. Y nada hicimos tampoco. Un poco por desidia, un poco por comodidad, porque la fantasía de cuidar las instituciones para preservar la democracia siempre estuvo en el horizonte del kirchnerismo (Cristina propuso un pacto democrático con los mismos partidos implicados en ese Estado mafioso que denunciaba incluyendo, claro, el peronismo). Y, sobre todo, no hicimos nada porque luego de un vasto período de normalización, obediencia y vida pacificada, ya no hubiéramos sabido cómo.
el dulce encanto de la reparación
La legitimidad del kirchnerismo hay que buscarla en su afán reparatorio. Es hijo de la más radical insubordinación social de los últimos tiempos. Supo interpretar, para recomponer la institucionalidad, esas demandas de quienes estábamos “afuera”. Si ya nada esperábamos de la democracia, completamente comprometida con los poderes globales y reducida a la administración del ajuste permanente, la tarea era destruir ese ordenamiento institucional que emergió de la dictadura y de las sucesivas frustraciones y derrotas democráticas. En los años noventa aprendimos a romper todo. Allí formamos nuestra estirpe. Madres, Piqueteros y Redonditos de Ricota. Creíamos más en nosotros que en la democracia y su sistema de partidos. Tampoco extendíamos crédito a las organizaciones sindicales (salvando las excepciones democráticas y combativas que parecen haber perdido la memoria).
El kirchnerismo nos dio una vida. Si éramos intelectuales nos ofreció carreras académicas y Conicet. Si éramos artistas nos llenó de elogios, conciertos y programas televisivos. Si éramos desocupados nos ofreció trabajo. Si éramos pobres nos repartió guita. A los científicos los repatrió. A los organismos de Derechos Humanos los reconoció. Hizo suya una genealogía histórica y unos enunciados que de esas luchas se desprendieron. De pronto pasamos de querer romper todo a cuidar una vida, un sistema político que la sustentaba y permitía disfrutar de las mieles de reconocimientos y consagraciones. Pasamos a tener derechos, cuentas bancarias y aguinaldos, vidas domésticas y un relato que nos comprendía y representaba. Nuestros afectos, al fin, se habían organizado en torno a la actividad estatal.
Ya no tendríamos que preocuparnos por luchar. Ahora éramos espectadores que solo debíamos obedecer. Obedecer a una jefatura política, previniéndonos de no hacerle el juego a la derecha, y obedecer los dictámenes de nuestra propia vida de plataforma, consumo y recompensas. Éramos aquello que había sido reconocido. Podríamos viajar, comer sano y entregarnos a terapias de distinta índole para compensar los pesares y desdichas de una vida encapsulada, mediatizada y cada vez más precaria. Pasamos del ardor de la rabia a la templanza pacificada. En el tránsito de ese “afuera” al “adentro”, de la intemperie a la reparación, ganamos en comodidad y perdimos en sensibilidad. Tercerizamos la política y el discurso. Pasamos de la crítica a la adhesión, del pensamiento a la opinión, y de los enunciados conceptuales a las consignas.
la casta somos nosotros
Llegados a este punto, corresponde indagar las razones por las que un elefante se incubaba debajo de nuestras narices y no fuimos capaces de verlo. Milei nos puso un espejo en el que estamos obligados a confrontarnos para preguntar quiénes somos y qué hemos hecho. No debe sorprendernos si decimos que la casta somos nosotros. Los que experimentamos una vida acomodada y cortamos la capilaridad que siempre nos comunicó con el dolor de los demás.
La trama popular, indispensable para la política y la distribución del poder, se segmentó en “sectores” y “sujetos”. Dejamos de vivir los padecimientos en nuestras propias vidas confiando en que esta vez había quien los cuidara. A partir de entonces, tendríamos “intereses” específicos. Aun si cada vez debimos laburar más para sostener los niveles de consumo y responder al endeudamiento (factor clave de la reproducción social), lo hicimos en nuestro propio rubro reconocido. Si somos profesores, cada vez debemos sumar más horas, pero mantenemos el status. Y así sucesivamente en cada actividad a la que nos dedicamos. Pero, en el reverso de esa vida, se iba produciendo todo un mundo tan concreto y evidente como invisible para nuestros ojos. Al fin de cuentas, somos el tamaño de nuestra propia burbuja y no la vimos venir. No supimos, no pudimos o no quisimos.
Vivimos la pandemia enorgullecidos de las medidas extremas que, en la incertidumbre, se tomaron para cuidar la vida. Festejamos los aviones carreteando con vacunas, nos emocionamos con los barbijos del Conicet, nos volvimos vigilantes, austeros y obedientes. Esperamos filminas e instrucciones. Leímos curvas estadísticas y escuchamos especialistas de todo tipo que pontificaban el cuidado. Pero nunca nos preguntamos, en los pliegues de esa “política pública”, por el sufrimiento de los demás. Por las consecuencias del encierro y del hacinamiento. Por la depresión y el hastío. Si fue la derecha la que supo interpretar que algo se abría en esos intersticios no fue por su lucidez sino por nuestra propia inmovilidad. Por nuestra satisfacción con quienes somos y por estar demasiado enamorados de nosotros mismos.
Milei fue el que mejor supo destapar esa olla. Porque interpretó el malestar. Porque canalizó la rabia y ofreció un instrumento para la revancha. Al nombrar la casta como lo otro de la libertad, demarcó el campo. Se hizo portavoz de la furia y el deseo de cambio. Leyó las transformaciones en el mundo del trabajo y la impotencia estatal para regular las condiciones de vida e intercambio. Es el emergente del capitalismo de plataforma y su participación decisiva en la vida de cada uno de nosotros, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Tampoco el Estado mejoró la devastada infraestructura popular de los barrios periféricos. Ni siquiera pudo cuidar el bolsillo y la capacidad de consumo. Milei fue el objetor del lenguaje de los derechos, del gastado fraseo estatal y la justicia social declamada en nombre de una igualdad que nunca llegó. Se hizo dueño del rencor y convirtió esa furia en el material de su propia combustión.
la hora de la desesperación
“Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, se canta en los mitines libertarios. Los viejos lobos del fascismo argentino se camuflan en la verba flamígera del enigmático monigote. La ultraderecha argentina, expresión criolla de los conocidos fenómenos globales, pisa fuerte ganando las elecciones. Un combo de dolarización, desregulación mercantil de todas las relaciones, desmantelamiento del aparato público y la infraestructura social, es el programa vencedor.
Milei es la perversión de 2001. Porque si en ese entonces la desesperación se conectaba con ensayos militantes que expresaban el malestar para elaborar una política “desde abajo”, ahora es el ultracapitalismo el que ofrece voz a los humillados para perpetrar su venganza. Es la salida delirante que escenifica la rebeldía para evitar sus desenlaces impredecibles, para fundar nuevas articulaciones mercantiles que repongan su mando. Habla el lenguaje de la guerra y no oculta su programa, como hacía Menem, sino que lo enfatiza. De vuelta: ¿en qué momento se franqueó un límite sensible para ciertas políticas abyectas?
Hay en Milei una malversación de la vitalidad popular, una usurpación de una lengua que no le pertenece y a la que debe apelar para sobreactuar una revolución que se propone evitar. Si las derechas pueden afanarnos las palabras (las necesitan porque las suyas están muertas) es porque primero permitimos que nos fueran expropiadas para cristalizarlas como lengua de Estado, porque no pudimos hacerlas vivir de otra manera recreando su contenido emancipador y las convertimos en slogans. Y porque en el fondo hemos dejado de pronunciarlas hace tiempo.
hermosa catástrofe, ¿verdad?
Las militancias sustituyeron la imaginación por la obediencia. Cuando todos nos vimos sorprendidos por la sociedad que emergía del rencor y de otras formas del cálculo y las expectativas, incomprendida e indescifrable para las estructuras existentes (peronismo, iglesia, sindicatos, movimientos sociales), muchos salieron a la caza de estos votantes para ver “qué piensan”, “cómo se conducen”. De repente, los traductores del mundo viscoso se ofrecieron como mercancía apetecible. Libros de especialistas, espacios televisivos de representantes truchos de ese mundo, proliferación de encuestas y un repertorio variado de hipótesis buscaron satisfacer una curiosidad inagotable por comprender el objeto ninguneado durante años.
Otros se propusieron salir a convencer a los votantes de Milei, como si no supieran lo que han votado o como si lo que pudiéramos ofrecerles como continuismo sirviera de antídoto a esa “irracionalidad”. Milei es el síntoma. La frustración no se disipará votando su programa, pero tampoco el de la “casta”. Tal vez hablando con sus votantes logremos espantarlos más. Será muy difícil evitar su victoria, pero si así fuera y la módica epopeya patriótica que se nos ofrece lograse imponerse, solo contendría y desplazaría la hecatombe. El verdadero hecho es que algo se reveló. Emergió una realidad de la que ya no podremos sustraernos. El cóctel de pobres, evangélicos, jóvenes y desahuciados se hizo presente. De aquí en más será imposible desconocer la fuerza de esa realidad.
Si a lo largo de este artículo me he atrevido a usar la primera persona del plural es para evitar ese odioso deslinde de responsabilidades que cada quien puede hacer. “Yo no apoyé a este gobierno”, “yo me relacioné con los pobres”, “yo me movilicé cada vez que me convocaron”. Podemos elegir a Macedonio Fernández, Borges o Foucault, cada quien tendrá su preferencia. Pero recomendamos suprimir el Yo para empezar a pensar, y para asumir que esta es una catástrofe colectiva, sin autor, de la que todos nos tendremos que hacer cargo para salir del atolladero y construir un recomienzo para la vida política.
Será necesario retomar las sensibilidades rebeldes y contrademocráticas de las décadas de resistencia, reencontrar una relación entre las palabras y las cosas, articular una nueva fuerza que recupere la política de los derechos e imaginar nuevas instituciones que sirvan para prolongar las transformaciones en lugar de decretar la inmovilidad. Si la derecha nos ganó con su impulso mítico, se impone empezar por salir del conservadurismo temeroso que nos guio estos años para bosquejar un nuevo vitalismo.
Suele atribuirse a Mao Tse-Tung una frase cuya veracidad nunca pudo comprobarse, pero eso ya no importa: “Se avecina una tormenta terrible. Hoy es un gran día”. Debemos aprontarnos, pues.