En el año 2005, durante una de las conferencias del Foro Económico Mundial en Davos, el evento en el que cada año los empresarios más poderosos del mundo pagan lo necesario para mezclarse a solas con líderes políticos y referentes sociales de primera categoría, el expresidente de los Estados Unidos Bill Clinton anunció la creación de una nueva fundación: la Clinton Global Initiative (CGI). El objetivo de esta “iniciativa”, explicó, era articular a los empresarios multimillonarios interesados en participar del compromiso directo con algún proyecto tangible “para el bien global”.
La intención de Clinton era convertirse en un filántropo con el rol de facilitador entre los intereses del mundo del dinero y las necesidades del resto de los mundos, incluido también el de las viejas políticas públicas, que era donde, bajo el imperio de las leyes del Estado primero y del mercado después, solía administrarse la distribución de la riqueza. Desde ya, en ningún momento pasó inadvertido que un expresidente demócrata de los Estados Unidos decidiera abandonar la política tradicional para entregarse a la lógica y a las plataformas de las ONGs, lo cual, si bien llevaba la máscara simpática de las buenas intenciones, también decía suficiente sobre el eclipse aparente de su antiguo mundo.
Durante su acotada existencia la CGI no logró ser más que un foro exclusivo para la élite corporativa mundial donde se reproducía el discurso único de la limosna como lazo definitivo entre los ricos y los pobres —una limosna antes llamada “beneficencia”, luego “solidaridad empresaria” y finalmente “derrame”. Pero un detalle poco recordado es que entre los últimos políticos que presentaron sus ideas ante el micrófono de la CGI estuvo el presidente argentino Mauricio Macri.
La escena tuvo lugar en 2016, en la última reunión del organismo bajo el lema “Asociación para la Prosperidad Global”, aunque según uno de los testigos directos del encuentro, el politólogo estadounidense Anand Giridharadas, un título más adecuado habría sido “¿Por qué nos odian?”.
En ese entonces la posibilidad de una “iniciativa” genuina por parte de organizaciones como la CGI para “mejorar el mundo” había caído bajo un huracán de críticas. A lo largo de los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Europea (en un mapa que iba desde Austria y Polonia hasta Italia y Hungría), este globalismo filantrópico, organizado por los máximos ganadores del capitalismo, empezaba a ser señalado como la trampa más cínica de un sistema concentrado de poder que, al desarraigar a la política de las discusiones económicas concretas, comenzaba a dejar a millones de personas en manos de una nueva ola germinal de “furia populista”, en la que cada vez más ciudadanos se refugiaban como alternativa ante la traición, el descuido y el desprecio de sus líderes.
presidente filántropo
Tal vez la CGI se extinguió como consecuencia de la derrota de Hillary Clinton ante Donald Trump en noviembre de ese mismo año (ya que, como comentaron los medios republicanos, “nadie soborna a alguien incapaz de devolver favores”). Pero a la distancia, esa eventualidad solo postergó la discusión sobre el motivo ideológico de fondo. ¿Y cuál es ese motivo? Que para el discurso empresarial de la limosna, la solidaridad y el “derrame”, de lo que realmente se trata es de instalar la idea de que no existe ningún cambio social ni económico que no sea alcanzable a través del libre mercado y el voluntarismo, antes que con la política, las leyes y las reformas del sistema bajo el cual el común de las personas viven y trabajan. Pero, ¿qué es lo que realmente puede cambiar si quienes se proponen como los líderes para el cambio del sistema son, al mismo tiempo, sus mayores beneficiarios?
Para el pasaje concreto de la teoría a la práctica, nada mejor que un veloz viaje en el tiempo hacia el discurso de Macri, a quien el propio Bill Clinton presentó como un líder ejemplar que acababa de llevar sentido común a un país afligido por “una situación política y económica totalmente desacreditada”. Antes de cederle la palabra, el expresidente estadounidense le pidió que compartiera con la audiencia “lo que encontró, lo que estaba tratando de hacer y cómo otros podían apoyarlo, en particular aquellos en el sector privado y el sector de las ONG”. Y entonces Macri empezó su discurso.
Luego de aclarar que Argentina había sufrido “décadas de populismo” y que ahora los argentinos habían decidido que “merecían vivir mejor”, el presidente argentino concentró sus palabras sobre el interés principal de la audiencia de la CGI: cómo hacer del mundo un lugar mejor. Para eso, cuenta Anand Giridharadas en su libro Winners Take All. The Elite Charade of Changing the World (que podría traducirse como Los ganadores se llevan todo. La farsa de las élites sobre cambiar el mundo), Macri habló sobre su plan para reducir la pobreza en Argentina.
Lo sorprendente, señala Giridharadas, es que en ningún momento de su discurso Macri se acercó a conceptos básicos como la igualdad, la justicia y el poder, ni al problema evidente de la concentración de la riqueza en un número muy limitado de familias. En cambio, el presidente argentino sí habló bastante sobre las facilidades para hacer nuevos negocios en un país que, tal como prometía a todas las futuras inversiones extranjeras en el horizonte, les aseguraría “un ambiente de confianza y seguridad”.
Contrastar a esta altura del gobierno de Macri las promesas iniciales con los hechos finales ya no tiene mayor sentido. Pero tal vez sí lo tenga echar algo de luz sobre la enorme paradoja que representa, al menos para el núcleo duro de esa ideología empresarial que solo promueve la limosna o el “derrame” como método de distribución de la riqueza, el colapso de un proyecto de país que reclutó entre CEOs y ONGs a muchos de sus principales hombres y mujeres.
En ese sentido, Cambiemos no solo representa a una de las versiones más perfectas de la farsa de las élites queriendo cambiar el mundo, sino que con su fracaso demuestra también la extrema banalidad de una lógica de progreso social para la que, siguiendo el razonamiento de Giridharadas sobre lo que promueven los coloquios empresariales y las fundaciones humanitarias como la CGI, “lo único mejor que controlar el dinero y el poder es controlar los esfuerzos para cuestionar la distribución del dinero y el poder”. Sin embargo, a esta paradoja le resta una última vuelta.
tarde piaste
Desde que Macri fue derrotado en las PASO, el proyecto que hasta entonces se sostenía bajo el principio de que lo único que hacía falta para lograr el desarrollo era la llegada de compañías e inversiones privadas dio un giro de 180 grados. Con aportes personales de 2000 pesos para trabajadores registrados, una reducción del impuesto a las Ganancias, mayores desembolsos para la Asignación Universal por Hijo y la suspensión del IVA para alimentos, entre otras medidas en el último paquete económico de emergencia, el vector del desarrollo pasó a ser de manera repentina el Estado, al que el gobierno de los CEOs y las ONGs convirtió finalmente en una herramienta electoral para transformar la fantasía ya lejana del “derrame” en una distribuidora desesperada de “migajas”.
Es probable que de estas medidas pueda decirse lo mismo que el físico Wolfgang Pauli dijo alguna vez sobre los teoremas falsos (“ni siquiera están equivocados”), pero lo que no se puede decir es que, al intentar llevarlas a cabo a través de la iniciativa pública y con los instrumentos del Estado, lo que el gobierno de Mauricio Macri enfrentó, casi como corolario final de su propia historia, es una de las premisas fundamentales de la ideología de la limosna que ayudó a instalarlo en el poder: la que sostiene que siempre es mejor ayudar a sostener lo que estaba bien que enfrentar lo que estaba mal.
El “nuevo líder” de la iniciativa privada que prometía hacer un país mejor ante la camarilla más selecta de filántropos internacionales de la CGI, termina desnudando en su caída la mentira que explica Giridharadas en su libro: lo que es bueno para los líderes del mercado mundial siempre es bueno para todos los demás. Entre el fracaso del sueño filantrópico de Bill Clinton y la turbulencia del sueño político de Mauricio Macri, lo que resta es la consecuencia final de poner a la democracia y al Estado a trabajar para la economía global, y no al revés.