Mañana los británicos conocerán el resultado de la elección interna para elegir al nuevo líder del Partido Conservador. Esta votación, en la que participarán solamente los 160.000 afiliados a la escudería Tory, decidirá de hecho quién es el próximo Primer Ministro. Debido a que en el sistema electoral británico se elige a un partido y no a un candidato en sí, en este momento le corresponde al 0,3% del electorado británico tirar la moneda para nombrar al reemplazante de la mandataria Theresa May, figura debilitada hasta la renuncia tras sus sucesivos fracasos para resolver la cuestión Brexit. El favorito es Boris Johnson, seguido de lejos por Jeremy Hunt.
Es un poco irónico que el nuevo Primer Ministro se corone de una forma tan poco popular para llevar a cabo una separación de la Unión Europea vendida al público en Gran Bretaña como la recuperación patriótica y democrática de la soberanía, amenazada por el yugo dictatorial del viejo continente. Pero, ¿cómo se llegó a esta crisis política e institucional?
Si bien los orígenes deberían ser rastreados en las tensiones políticas que nacen con el ingreso de Gran Bretaña a la Unión Europea en 1973, fue en febrero de 2016, en plena campaña por el referendo sobre el Brexit, cuando quedó en evidencia lo que algunos comentaristas venían advirtiendo durante años: la decisión de permanecer o no en Europa es más una interna del Partido Conservador que una causa de interés nacional, como demostró la reacción del electorado británico tras el resultado del primer referendo. La fecha es importante porque fue entonces cuando Boris Johnson –en ese momento alcalde de Londres– sorprendió al cambiarse de bando. Quien días antes se jactara de ser un eurófilo, se distanció de su viejo aliado David Cameron para sumarse a una extraña troupe euroescéptica y compartir escenarios con derechistas como Nigel Farage –por entonces líder del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) – y laboristas como George Galloway –cara visible de la izquierda proBrexit.
Para quienes lo conocen, Johnson tiene en la mira el rol de Primer Ministro desde la cuna, por así decir. Como el rol de conservador “liberal” en 2016 lo ocupaba cómodamente Cameron, la única forma de acercarse a Downing Street para Johnson consistía en fortalecer al bando opuesto, es decir, perfilarse como una voz renovadora dentro de una facción “momificada” de los Tories, y esperar lo imposible: que los británicos –conocidos hasta junio de 2016 por su pragmatismo– votaran por dejar atrás al mayor mercado común del mundo. Lo imposible a veces ocurre. Y los estereotipos raramente se ajustan a la realidad.
Resta esperar que Johnson se consagre como la versión británica de una elite disfrazada de populismo estilo Donald Trump. Las similitudes con el mandatario estadounidense no se limitan a cuestiones de clase o “accidentes” de peluquería: ambos se oponen a la Unión Europea, sufren de verborragia, se jactan de la relación cercana entre las dos potencias del norte y reconocen su mutua simpatía. Para un Reino Unido que tiene entre ceja y ceja al mercado de los Estados Unidos como reemplazo del que perderá cuando abandone la UE, estos no son detalles menores para el nuevo mapa de la economía mundial.
el sinuoso camino a Downing Street
Boris cumple con el trillado Bildungsroman de la aristocracia británica: inicio en la escuela privada de Eton, nudo en la universidad de Oxford, desenlace en el Palacio de Westminster. De los 54 Primeros Ministros que el Reino Unido tuvo hasta la fecha 19 estudiaron en Eton y 27 en algún colegio de Oxford; si las encuestas son correctas, con Johnson se sumará un poroto para cada institución. El detalle es importante porque en Eton y Oxford (y en menor medida en las escuelas de Harrow y Winchester, y en la universidad de Cambridge) la clase alta británica todavía se forma en la certeza de que el poder le corresponde como “derecho divino”. Y esto no se limita a los Primeros Ministros.
Un gran porcentaje de los miembros del Parlamento –institución ruidosa, tan parecida a una sociedad de debate escolar– llega a sus asientos transitando el mismo camino. “Una cosa que se aprendía en Oxford... era cómo hablar sin mucho conocimiento”, dice Simon Kuper en un excelente artículo para el Financial Times. No se trata de una habilidad menor en un parlamento donde la práctica del filibustering –hablar sin pausa hasta que se acaba la sesión– muchas veces decide la suerte de una ley. Uno de los mayores talentos de Johnson, de hecho, es del hablar sin conocimiento previo ni temor al ridículo. Quizá en este sentido lo suyo sea un talento natural.
Luego de su paso por Oxford, Johnson se embarcó en una carrera periodística en varios de los medios gráficos más importantes del país. La falta de rigor y de ética profesional tampoco detendrían su ascenso, quizás debido a una prosa refinada con el latinismo heredado de su licenciatura en Clásicos... o por una cuestión de contactos. Despedido del Times en 1988 por el pecado borgeano de inventar citas en un artículo, Johnson acabaría como columnista del Daily Telegraph gracias a su amistad con Max Hastings, el editor. Pronto sería enviado como corresponsal a Bruselas, donde comenzaría a flirtear estratégicamente con el euro-escepticismo a través de artículos plagados de libertades creativas, muchas de las cuales resuenan hasta la fecha, recicladas por brexiteers de imaginación tan fértil como la suya. Más tarde, asumiría el rol de asistente de edición y columnista político principal en el mismo medio. Seguirían columnas en GQ y The Spectator, revista en la que asumiría como editor en 1999.
Bajo Johnson el Speccy –publicación que en la década del noventa había perdido su esplendor para convertirse en un panfleto de la derecha más rancia– se renovaría y encontraría un nuevo público. Era solo cuestión de tiempo para que el carismático Johnson comenzara a convertirse en una figura mediática, ocasión que aprovecharía para meterse finalmente en Westminster, como Miembro del Parlamento por Henley, un distrito eternamente conservador de Oxfordshire. Este puesto lo ocuparía de 1999 a 2008, año en que el City Hall de Londres lo recibió como alcalde, para ser reelecto en 2012. Por último, en 2015 volvería al Parlamento como representante del distrito londinense de Uxbridge and South Ruslip, en un regreso que muchos leyeron como una señal de que iría por el lugar que ocupaba Cameron.
la derecha en el poder
Su paso por la jefatura de la ciudad tendría la impronta cosmética de los gobiernos de derecha en pose progre. Como parte de su herencia podemos citar la renovación de los clásicos Route Master (colectivos de dos pisos) por aproximadamente £350,000 la unidad, prácticamente el doble de un autobús regular, con un costo total de más de £321 millones; el poco frecuentado teleférico que une Greenwich con Royal Docks, estrenado durante las Olimpíadas de 2012, con un costo de £24 millones; la introducción de un sistema de bicicletas de alquiler que funcionan en el área central de la ciudad y son usadas mayoritariamente por turistas, a un costo de £225 millones; el infame Garden Bridge, proyecto de puente semi-privado, cancelado por la administración siguiente debido a controversias financieras, con un costo de £53 millones, entre otras megalomanías.
Estas políticas vanidosas tendrían su contrapunto en recortes típicamente conservadores, como el plan para la clausura de 268 boleterías en el “tube” de Londres; o el cierre de 10 cuarteles de bomberos y la venta de 27 autobombas, que cobra significado en relación a la tragedia de Grenfell.
Hace unas pocas semanas, en medio de la campaña actual, la policía debió acudir a la casa que Johnson comparte con su pareja en el sur de Londres, alertados por vecinos acerca de una disputa doméstica, con gritos, vidrios y platos rotos incluidos. Hasta el momento Johnson ha rehusado dar explicaciones sobre el incidente. Pero esto difícilmente lo haga tambalear. De la misma manera que no lo hará tambalear su reticencia a aclarar cuántos hijos extramatrimoniales tiene. Ni sus jocosos insultos racistas, homofóbicos, o islamofóbicos.
En cuanto a su accidentado período como Canciller, aquellos dos años suelen ser recordados por los reiterados “bloopers” diplomáticos que van desde recitar un poema de la época colonial en un templo de Burma y clasificar a África como “país”, a comparar al expresidente francés François Hollande con un guardia de campo de concentración. Fue en este rol que Johnson se convertiría en el primer Canciller británico en visitar la Argentina luego de 25 años para homenajear a los caídos argentinos durante la Guerra de Malvinas, un gesto que pasó casi inadvertido para la prensa británica. Aun así, la posibilidad de que Johnson esté abierto a conversar sobre la soberanía de las islas, como sugirió el ministro de Relaciones Exteriores Jorge Faurie, está lejos de afectar su ascenso político. Si bien se trata de un tema delicado tanto en el Reino Unido como en Argentina, es sabido que Boris puede cambiar de posición sobre cualquier tema siempre y cuando ese volantazo lo beneficie estratégicamente. En otras palabras: nadie al otro lado del Atlántico toma esas declaraciones en serio.
Mientras tanto, el gran candidato a Primer Ministro del Reino Unido exuda excepcionalismo de clase y la convicción de que es la persona para el trabajo más importante del país. Boris, como prefieren llamarlo sus acólitos, parece invencible. Los antecedentes, por el momento, están lejos de ser auspiciosos.