E n Instrucciones para vivir en México, Jorge Ibargüengoitia, lúcido e irónico desmitificador de los relatos nacionales mexicanos, explicaba en 1974 qué era el “Teatro PRI”: una obra escrita “chueca” con actores que hablan de perfil, empleando palabras herméticas que ellos mismos no entendían, y donde “no se sabe nunca si lo que está pasando en el escenario es farsa o sacrificio ritual –con muerto y todo”. Cuarenta años después, este teatro político consolidado bajo la escenografía de un Estado democrático heredero de los ideales de la Revolución Mexicana, está fuera de quicio.
La noche del 26 de septiembre de 2014, en Iguala, municipio del Estado de Guerrero lindante a la región de Tierra Caliente, al suroeste del país, fueron asesinados tres estudiantes. Dos de ellos con disparos a quemarropa; el tercero apareció torturado, y con sus ojos sacados de las cuencas. Aquella noche también desaparecieron 43 estudiantes. Todos tenían entre 17 y 33 años y provenían de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, fundada en 1926 para formar maestros. A un año de estos crímenes, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), nombrado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), presentó los resultados de su investigación de seis meses. Y reveló fallas, inconsistencias y negligencias en la versión oficial, a cargo de la Procuraduría General de la República (PGR). El GIEI determinó que los crímenes en Iguala revelan un “sistema de coordinación” entre la policía municipal, estatal, federal y el Ejército, en el que además participaron agentes de la policía ministerial, dependiente de la propia PGR.
En un país donde los asesinatos se cuentan en decenas de miles (150 mil en la última década) y las desapariciones son frecuentes desde la llamada “guerra sucia” contra la guerrilla (concentrada en Guerrero) a fines de los sesenta, y desde la guerra contra el narcotráfico durante el gobierno panista de Felipe Calderón (25 mil desaparecidos entre 2006 y 2012), los asesinatos y desapariciones de los estudiantes en Iguala evidenciaron las ruinas del “Teatro PRI”. Iguala exhibió la ineficacia y la agonía de aquel sistema, y mostró las vísceras de una nueva forma política en Guerrero, la narcopolítica, consolidada luego de décadas de violencia ilegal en las sombras de la democracia.
vamos a matarlos a todos
La tercera semana de septiembre del año pasado los comités de estudiantes de las 17 escuelas rurales normales de México se reunieron en Morelos para organizar su participación en la 46 conmemoración de la masacre de Tlatelolco, en la Ciudad de México (el 2 de octubre de 1968, diez días antes del inicio de los Juegos Olímpicos, francotiradores de civil a las órdenes del gobierno federal mataron a más de 300 personas, en su mayoría estudiantes que se movilizaban en la Plaza de las Tres Culturas contra las políticas autoritarias del PRI). Los comités acordaron reunirse el 30 de septiembre en la Normal de Ayotzinapa para ir juntos a la manifestación. Necesitaban entre doce y quince micros.
El 23 de septiembre, los estudiantes de Ayotzinapa salieron de la escuela hacia la capital de Guerrero, Chilpancingo, a 15 kilómetros. Su objetivo era retener micros: la toma de buses en las carreteras es una práctica habitual de los normalistas cuando participan de viajes de estudio o movilizaciones sociales. Por disposición de las empresas, los choferes deben quedarse en los camiones mientras estén tomados. El 25 había ya ocho micros en la escuela: cinco los habían tomado los normalistas y los restantes fueron traídos por otros estudiantes. Faltaban al menos cuatro.
La mañana del 26 de septiembre los normalistas fueron a Chilpancingo para tomar más buses. No tuvieron éxito y regresaron. Cerca de cien estudiantes, casi todos de primer año, volvieron a salir a las 17:30 hacia el mismo destino en dos micros de la empresa Estrella de Oro (1568 y 1531). Divisaron patrullas de la policía federal y cambiaron de rumbo. Se dirigieron por la autopista Chilpancingo-Iguala a otro punto habitual para las tomas, el cruce con la ruta que conduce a la ciudad de Huitzuco, a cien kilómetros de Chilpancingo. El tráfico los demoró. Decidieron que el micro 1568 se quedase en la zona de un restaurant, al costado del cruce, y que el 1531 se dirigiese al peaje para entrar a Iguala. A las 20, entre cinco y seis estudiantes que estaban en el cruce tomaron un tercer bus, el Costa Line 2513.
Negociaron con el chofer ir hasta Iguala, dejar a los pasajeros y regresar a la escuela. Según los estudiantes, cuando llegaron a la terminal a las 20:30, el chofer desconectó el encendido, bajó y los encerró.
Desde su salida a la autopista, los estudiantes habían sido monitoreados por las fuerzas de seguridad: a las 17:59, la policía estatal de Chilpancingo informó a la de Iguala que los micros 1568 y 1531 se dirigían hacia allí. Se trató de un reporte del Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo, el C-4, un sistema de coordinación de información entre diferentes policías y el Ejército. Los estudiantes del Costa Line, al verse encerrados, llamaron a sus compañeros para que los ayudasen. Desde puntos diferentes, los micros 1568 y 1531 llegaron a la entrada de la terminal de Iguala a las 21:16. Según la investigación oficial de la PGR, los estudiantes habían ido a Iguala con la intención de boicotear un acto público de la esposa del alcalde José Luis Abarca, del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Pero el acto había terminado a las 19:40.
Los normalistas encerrados en el Costa Line lograron salir y abandonaron el micro. Cuando llegaron sus compañeros tomaron entre todos tres buses más: los Costa Line 2012 y 2510 y el Estrella Roja 3278 (este quinto bus representó una novedad del informe del GIEI: la PGR había registrado cuatro micros). A partir de las 21:22 salieron los cinco micros de la terminal hacia la autopista Iguala-Chilpancingo en dos direcciones: tres hacia el Periférico Norte (2012, 2510 y 1568) y dos hacia el Periférico Sur (1531, 3278). Los tres primeros fueron interceptados por seis patrullas en un cruce de calles antes de llegar al Periférico, donde había más policías con pasamontañas, cascos, y chalecos antibalas. A partir de las 21:50 y durante veinte minutos los policías tirotearon los buses con rifles semiautomáticos R-15 Colt (utilizados en la guerra de Vietnam) que tienen un alcance de 500 metros. Rompieron los vidrios, las llantas, las carrocerías. Mientras tanto, el intendente bailaba cumbia con su esposa en una fiesta organizada luego del acto político donde la banda guerrerense Luz Roja, tocaba los temas “Tu mal proceder”, “¿Por qué sufrir así?”, “Se muere”.
De los primeros dos micros se bajaron entre 16 y 20 estudiantes, e intentaron protegerse entre los camiones. Uno de ellos, Aldo Gutiérrez Solano, de 19 años, recibió un disparo en la cabeza; demoraron más de diez horas en atenderlo, y hoy permanece en coma. Para ese momento habían llegado policías de Cocula, un pueblo a 20 kilómetros de Iguala. Los estudiantes del último micro de la caravana, el 1568, fueron obligados a bajar por la policía. Uno de ellos, herido, fue trasladado al hospital. Al menos otros 21 fueron llevados a las 22:50 en seis o siete patrulleros y están desaparecidos. Los estudiantes que habían escapado regresaron. Querían preservar las evidencias de los micros baleados. Se reunieron con maestros y periodistas. A las 00:30 del 27 de septiembre dieron una improvisada conferencia de prensa. Mientras hablaban, encapuchados comenzaron a dispararles desde dos vehículos: dos estudiantes murieron, Daniel Solís Gallardo, de 18 años, y Julio César Ramírez, de 23, con disparos a menos de 15 centímetros de distancia. Acababan de llegar de Ayotzinapa, ante el pedido de auxilio de sus compañeros. Maestros, periodistas y estudiantes corrieron, entre ellos, Julio César Mondragón, de 22 años. Su cuerpo fue encontrado a las seis: lo torturaron, lo desollaron, le fracturaron el cráneo y las costillas, le provocaron hemorragias internas, le cortaron las orejas. Y le sacaron los ojos. Tenía una hija de dos meses.
Los otros dos micros (1531 y 3278) salieron hacia el Periférico Sur por dos caminos distintos. El primero fue interceptado a las 22 en la salida hacia Chilpancingo, frente al Palacio de Justicia de Iguala. Al grito de “los vamos a matar a todos”, policías encapuchados destruyeron el bus, arrojaron gas pimienta y lacrimógenos, y bajaron a catorce estudiantes, que habrían sido llevados en dirección a Huitzuco y permanecen desaparecidos. Aún no se sabe en qué micros iban otros ocho estudiantes, que también siguen desaparecidos. El quinto bus, 3278, fue interceptado cerca de las 22:15 en el mismo lugar donde estaba el 1531. Los catorce estudiantes de ese colectivo escaparon a un cerro; luego bajaron y fueron perseguidos por la autopista. Para ese momento, ya habían salido varias camionetas del batallón 27 del Ejército hacia donde estaban los micros. A las 00:45 los estudiantes se refugiaron en las casas de otro cerro de la región.
A las 21:45 terminó en Iguala el partido entre el equipo local y Los Avispones de Chilpancingo, de la tercera división del fútbol mexicano. A las 23:00, 12 kilómetros después de haber salido hacia Chilpancingo, el micro de Los Avispones fue detenido. Desde ambos lados de la autopista lo balearon, probablemente porque los confundieron con los estudiantes. Uno de los jugadores, David Josué García Evangelista, “el zurdito”, de 15 años, murió en el momento. El chofer del micro falleció cuando llegó al hospital. Dos taxis que pasaban por la autopista fueron tiroteados y una de las pasajeras murió.
la historia como fosa
En noviembre de 2014, el ex titular de la PGR, Jesús Murillo Karam, había presentado “la verdad histórica de los hechos”: según esta versión, por orden de Abarca la policía municipal reprimió a los estudiantes y entregó a los 43 desaparecidos a miembros del cártel narco Guerreros Unidos, que los asesinaron, calcinaron en el basurero de Cocula y arrojaron sus restos en bolsas al río San Juan, supuestamente porque creían que habían sido infiltrados por una banda rival. Murillo Karam concluyó: “Iguala no es el Estado mexicano”.
Pero el GIEI afirmó que la hipótesis sobre la incineración de los cuerpos en Cocula no se basó en pruebas científicas y sugirió que los crímenes podrían vincularse al tráfico de heroína desde Iguala hacia Chicago (una ruta habitual del narco), a partir de las inconsistencias del testimonio del chofer del quinto bus. También instó al gobierno mexicano a considerar el caso Ayotzinapa, donde la mayoría de los 111 detenidos son juzgados por delitos de secuestros y homicidios, como un crimen de lesa humanidad. En octubre pasado, la CIDH pidió entrevistar a los soldados del batallón 27 de Infantería de Iguala, pero el General del Ejército Salvador Cienfuegos se negó a que se interrogase a “sus soldados”. Una de las hipótesis sobre los 43 desaparecidos sugiere que sus cuerpos habrían sido incinerados en hornos de cremación públicos y privados en Guerrero; y que el Ejército podría estar involucrado.
Rodeado de costa y montañas, Guerrero es el segundo productor mundial de amapola, con cuya resina se fabrica la heroína. Según la DEA, casi la mitad de la heroína consumida en Estados Unidos viene de allí. También concentra recursos forestales y un proyecto de construcción de la mayor mina de oro en América Latina, a 50 kilómetros de Iguala. Gobernado durante dos décadas y hasta este año por el PRD, Guerrero concentra regiones rurales y de difícil acceso que, ante la ausencia del Estado desde las reformas neoliberales de los ochenta, se convirtieron en territorios narcos con una cuasi soberanía local. En la actualidad existen 26 grupos narcos identificados. Después de los crímenes de Iguala, Abarca y su esposa María de los Ángeles Pineda Villa estuvieron prófugos durante un mes. En enero pasado, la PGR la identificó como jefa de Guerreros Unidos, creado en 2009 a partir de la disolución del cártel de los Beltrán Leyva (a su vez un desprendimiento del cártel de Sinaloa, del Chapo Guzmán) tras el asesinato de su líder. Tanto Abarca como Pineda Villa fueron procesados en octubre de este año por crímenes vinculados con la delincuencia organizada.
Desde los noventa el vacío estatal también fue ocupado por nuevas guerrillas (en paralelo al surgimiento público en 1994 del EZLN en Chiapas) y más tarde por autodefensas o policías comunitarias, encargadas de la seguridad y la justicia en sus pueblos, basadas en la tradición indígena de usos y costumbres legalmente reconocida desde 2011 (47 de los 81 municipios guerrerenses cuentan con estas policías). Luego de Ayotzinapa, las guerrillas de Guerrero (Ejército Popular Revolucionario –EPR- y Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente –ERPI-, entre otras) acordaron una ofensiva militar común que llamaron “Brigada Popular de Ajusticiamiento 26 de septiembre” para enfrentar al “narcoestado mexicano”, representado por Guerreros Unidos –a los que llaman “sicarios del Estado” – y a los funcionarios que participaron del asesinato y la desaparición de civiles y normalistas. Tanto para luchar contra el narcotráfico como contra las guerrillas, el gobierno aseguró una presencia permanente del Ejército en Guerrero. La región se convirtió así, junto al Estado de México, en la más violenta del país: entre 2011 y 2013, se registraron 44 homicidios cada 100 mil habitantes, el doble que el promedio de México; en ciudades como Acapulco y Chilpancingo, la tasa se cuadruplica. Antes de Ayotzinapa, entre 2006 y 2014, hubo 148 desapariciones forzadas y más de la mitad ocurrió en Iguala. Durante las investigaciones de Ayotzinapa, se descubrieron varias fosas con cuerpos sin identificar que no pertenecían a los estudiantes.
Este año México alcanzó el 13º lugar entre las economías más grandes en tamaño del PBI. La economía se expandió con el inicio del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1994. Pero desde entonces la pobreza no bajó y el país es uno de los más desiguales del continente: el 1 por ciento de la población concentra el 43 por ciento de la riqueza, mientras que el 76 por ciento de los 18 millones de indígenas son pobres. Este modelo de crecimiento coexiste con la violencia de la narcopolítica, donde se fusionan el crimen organizado, las fuerzas de seguridad –legales e ilegales–, los principales partidos (el PRI, el PAN, el PRD) y el gobierno. Más que una excepción, Guerrero es un ejemplo radical de esta coexistencia.
Como nación, México se construyó a través de un culto a la muerte. La muerte se escribe, se lee, se observa, se huele, se come, se pinta, se esculpe, se festeja. De forma perversa o no, el “Teatro PRI” se inscribía en esta celebración. Hoy, la narcopolítica la eclipsa: su sacrificio anula la farsa; sus fosas invaden el escenario; y sus cuerpos mutilados y desaparecidos son parte de un nuevo guion, con muerto y todo.