toda esta sangre en el monte | Revista Crisis
la guerra por el m2 / le han hecho pum / la estrategia del mocasín
toda esta sangre en el monte
En apenas once meses, Cristian Ferreyra y Miguel Galván fueron asesinados en Santiago del Estero. Los motivos son calcados: empresarios sedientos de tierras convencen a unos pocos pobladores, los convierten en sicarios, y los arrojan contra campesinos que resisten, ante la pasividad cómplice del Estado desarrollista. No hay errores, no hay excesos. Son los mojones de una matriz productiva que aniquila.
06 de Enero de 2013
crisis #12

Dice Sergio que Cachito era carrerista. Que corría lindo. Que él le hacía de hinchada en las cuadreras. Que era bueno. Que se ganó unos cuantos pesos, unas cuantas veces. Y que se divertían. Dos caballos tuvo, Cachito. La Bienvenida se llamaba la guapa y El Infiel, el otro, el que todavía anda por ahí, en el paraje San Antonio. Ahora a El Infiel lo cuida Marcos, el más chiquito de los hermanos de Cachito, el que ahora tiene diez, el único varón que quedó en la familia después del asesinato. Porque Cachito murió desangrado en medio del monte. Y Sergio, su primo predilecto, estuvo ahí. Peleó con el asesino. Recibió un culatazo que le voló la dentadura. Y, así y todo, lo frenó al matador. Y se quedó con Cachito. Lo escuchó pedir que le hicieran un torniquete, una vez, dos. Esperó por una camioneta a su lado, en vano, horas. Lo escuchó decir: “Que yo ya me voy”. Y también lo escuchó decir lo último que dijo Cachito, lo que repitió: “Prometeme que no lo vas a desamparar nunca a Matías”. Matías, el hijo de Cachito. El que ahora tiene tres años. El que andaba por ahí ese mismo día: el 16 de noviembre de 2011. Matías, el que en esos minutos dijo: “A mi papá le han hecho pum”.

El que le disparó a Cachito cerca de la cancha de fútbol donde solían jugar con Sergio, el que le hizo pum con una Itaca, fue Javier Juárez, vecino del lugar, el hombre que le había dado entrada a la zona donde viven veinte familias campesinas al empresario santafesino Jorge Ciccioli, el hombre de negocios que quería alambrar y alambrar, el que había hecho promesas que nadie había escuchado. Los habitantes del monte viven allí hace cincuenta, sesenta, setenta años. Y a veces más. Es por eso que saben que esa tierra que comparten para que los animales vayan buscando su alimento, para que beban agua, con sentido de comunidad, es de ellos: por ley. De nadie más. Es por eso que Ciccioli y los Juárez, y otro grupo numeroso de alambradores armados, algunos con fojas criminales conocidas en Santiago del Estero, con fama de bravos, pasaron de la invitación ilegal, de la presión amigable para lograr la estafa, de las promesas de unos pocos pesos y ayuda para vender los animales, a la violencia estrepitosa, a la siembra del miedo para conseguir los desalojos. Tenían, el empresario y sus empleados, como suele ocurrir, la venia del gobierno provincial de Gerardo Zamora, que les había permitido, sin apego a las normas vigentes, desmontar lo que no era de ellos. Zamora, el radical pero oficialista nacional, el hombre que gobierna la provincia que padeció a los Juárez y a Musa Azar, el que maneja el distrito donde todavía manda el empresario Néstor Ick.

“Mi primo”, dice Sergio, parado en la caja de una vieja pick up Ford roja, a poco de cumplirse el año de su muerte. Y se le viene Cristian Ferreyra, Cachito, a la cabeza. Y suspende el relato. Y llora. Putea. Y vuelve a putear. Hace rato que la camioneta va por un camino de tierra casi imposible, de nombre ruta 4, monte adentro, hacia el territorio campesino. Hace rato que los tendidos eléctricos desaparecieron. Que todo desapareció, excepto los árboles bajos, los arbustos, la tierra reseca, el polvo, los burros, los ranchitos de tanto en tanto, los cabritos a veces, las pocas vacas, el sol tremendo, los alambrados puestos por los empresarios y cortados por los campesinos: la geografía de la guerra. Sergio, 27 años, más bajo que alto, morocho de pies a cabeza, medicado contra la epilepsia, en otro tiempo buen entrenador de gallos, ahora creyente, desde hace un año testigo clave de un asesinato, no la pasó nada bien los otros días. Tomaba una gaseosa en un bar de Monte Quemado. Y la cosa se puso fea. Le preguntaron por qué criticaba por la radio del Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero (Mocase). Por qué criticaba a la gente de “Fabucho” Palomo, el hombre que oculta topadoras y armas de terratenientes frente a la escuela rural en el monte. Lo golpearon. Un hombre, acompañado de otros siete. El comisario Argañaraz, la autoridad policial, le dijo a Sergio que no podía tomarle la denuncia. Porque era del Mocase.

—¿Por qué no le metieron un tiro al asesino de Cristian que así se iba a hacer Justicia? –se despidió el policía, lenguaraz.

Sergio salió de la comisaría. Y vio, lo que ve siempre que va allí: el monumento de un hachero forzudo, entre el destacamento y el juzgado de Monte Quemado. Entre los policías que no actúan frente a las guardias armadas de los empresarios que desmontan y los funcionarios judiciales que permiten los desalojos y no buscan a los asesinos. El hachero que hace postes: de pantalón y pañuelo verde, de camisa blanca, gigante, parado sobre un tronco. El monumento al hachero como la afirmación oficial de una tradición. Una forma de dejar de lado que el campesino produce alimentos, cría animales, ocupa ancestralmente esas tierras. Un monumento, custodiado, que, sin embargo, fue intervenido. Porque el hachero ahora tiene un sello azul. Un stencil que dice, que avisa, casi que recuerda: Mocase.

—A mí no me importaba entregar mi muerte- cuenta Sergio, parado junto a un puñado de ladrillos y flores coloridas de tela, en el lugar del asesinato-. A mí me dolió el alma cuando lo vi a mi primo Cristian. Cuando entramos en lucha, el tipo me mete la escopeta en la cara. Me quebró la dentadura. Todos los dientes quebrados tenía yo. Yo le quito el arma. Y no tenía más cartuchos, por eso no siguió matando. Vete a la mierda hijo de puta no te quiero ver más por aquí, le dije. La hora del desastre fue a las 3 de la tarde. La policía recién llegó a las 12 de la noche. Decían que no venían porque no tenían gasoil. Ahí está metido el turco Carlos Hazam, el intendente de Monte Quemado. Yo les dije: ustedes son unos sin vergüenzas y les pregunté: ¿es ésta hora de venir? El matón todavía se paseaba por acá. Y, ahora en estos días, me han pegado y me han amenazado. Pero yo no tengo miedo, no tengo miedo yo. Soy un testigo clave. Y soy el único que no la ha desamparado a la Mirta, la mamá de Cristian. A los otros los ha comprado el gobierno. Por una miseria de plata. Zamora es un sinvergüenza. El ha dicho que esto era por problemas familiares. ¡Pero si es por la tierra que lo han matado! El primer culpable es el gobierno de Zamora. Siguen mandando terratenientes aquí. Y yo tengo que tener los ojos abiertos. Me pueden hacer cagar.

El rancho vacío

En apenas un año, Mirta Salto perdió a su esposo y al primero de sus diez hijos: Cristian Ferreyra. Los dos están enterrados a pocos metros de su rancho, en el paraje San Antonio, a dos horas y media de la ciudad de Monte Quemado. Las dos tumbas tienen los mismos cerámico marrones. Las dos tienen sus fotos. La de Cristian, que tenía 23 años al ser baleado, que por un día no cumplió los 24, tiene también muchas flores coloridas de tela. Ahí mismo, a un costado de sus restos, está parada Mirta, que le pide al cielo.

El rancho que Cristian estaba terminando de levantar está cerca. A pocos pasos del corralón de vacas y caballos. A otros más del corral para las cabras. El rancho, de postes y ladrillo, tiene linda sombra y detrás: el infinito, rural, marrón, verde, azul. El de Mirta, pequeño, tiene unas fotos de Cristian a la entrada. Y una decena de plantas radiantes en tarritos, latas, botellas cortadas, colgadas de las ramas de un árbol, altas, para que los animales no las paseen por sus órganos digestivos. En este pedazo de tierra vivió el papá de Cristian, antes de conocer a Mirta, que vivía un poco más allá, en un paraje cercano. Y vivieron también sus padres.

Fueron once meses endemoniados. Sin consuelo. Once meses que la dejaron así: con los ojos hermosos, de color impreciso, casi cerrados. Con la espalda cargada de sed. Con un hilito de fuerza que, sin embargo, la mantiene en pie. Porque Beatriz, la esposa de Cristian, aceptó la propuesta del gobernador Gerardo Zamora, que le ofreció trabajo y una vivienda social, a cambio de que no pusiera un abogado del Movimiento Campesino de Santiago del Estero, para que fuera representada por otro doctor, un doctor que no denunció al señalado como el autor intelectual del crimen: el empresario sojero, hoy detenido, Jorge Ciccioli. El arreglo de Zamora con Beatriz implicó también otra lejanía para Mirta: la de su nieto, Matías. Un chiquilín.
Dice Mirta que, por suerte, está Sergio. Que Sergio, el primo de Cachito, no se fue. Que no se vendió. Que está al lado suyo siempre. Como la organización campesina a la que hace años adhirieron para tratar de compensar el desamparo y defender sus tierras. Porque en Monte Quemado, la capital de departamento norteño de Copo, de poco más de 10 mil habitantes, un municipio fundado en los años 30 pero que ya tenía pobladores rurales desde hacía más de cien años, el presente es ominoso. No sólo Sergio fue amenazado y golpeado. Otro primo, Maximiliano Gastón Ferreyra, fue abordado hace poco en la plaza del pueblo por cuatro hombres encapuchados que lo agarraron, le quitaron las llaves de la casa y el celular donde tenía las fotos del otro campesino herido de bala la tarde en que Cristian murió: Darío Godoy. Y la hermana de Cristian cuenta que las hijas de “Pirinchicho”, como se conoce al hermano del asesino Javier Juárez, llevaron balas a la escuela en Nueva Esperanza y amenazaron a las hermanas menores de Cristian. “Les mostraron las balas y les decían que cuando den la sentencia del juicio, con eso iban a seguir matando, que ellas también andan aprendiendo a usar las armas”, dijo Noelia Ferreyra. Entretanto, Hugo Juárez, uno de los prófugos de la causa por el asesinato de Cristian, sigue trabajando para el intendente Carlos Hazam: hace perforaciones y en cada oportunidad que se le presenta amenaza a Sergio.

Desde que la extensión de la frontera agropecuaria llegó a Monte Quemado, y a los departamentos de Copo y Pellegrini, hace ya unos años, las escenas se repiten: atentados, amenazas, tiros, campesinos muertos, heridos, detenidos con causas inventadas, matones armados sueltos. Los empresarios del agro desembarcan buena parte de las veces con títulos truchos, cuestionados, en montes donde hay familias viviendo y produciendo alimentos que, por la ley veinteañal, ya son poseedores de hecho de las tierras (aunque en su mayoría no tengan títulos). Y desmontan montes ancestrales, y siembran, en su mayoría, soja. Después de cuatro o cinco años, cuando la tierra ya no da para más (porque la tierra del lugar, dicen los expertos, no es apta para ser tratada como la de la Pampa Húmeda): venden. Y se van. Como termitas. Según el último censo, de 2010, en Santiago del Estero, entre el 35 y el 39 por ciento de los habitantes viven en comunidades rurales. Desde 2008, año del conocido Septiembre Negro (un despliegue de desalojos, detenciones y tiros en una decena de parajes: 27 detenidos, 150 órdenes de captura contra campesinos del Mocase Vía Campesina) se desataron 400 conflictos por la tierra.

En ese escenario vive Mirta. Con su rancho sin luz, sin gas, sin agua corriente, sin línea de teléfono. Con las sábanas a modo de puertas y ventanas. Con el Estado a años luz de su casa. “Pero nosotros vivimos bien”, dice Mirta. Y esas dos palabras encierran tanto: las carencias y la austeridad, la tradición de criar animales y producir alimentos, de entender que la tierra es un tesoro pero en un sentido inverso al de un hombre de negocios con dificultades para manejar su voracidad, las habilidades aprendidas, la comunidad, el monte como una bendición, el orgullo de no ser otra cosa que un campesino, de ser un campesino a pesar de los tiempos. “Vivimos bien”, dice Mirta, la mamá que ahora, con esfuerzo, cuenta sobre Cristian, el hijo varón mayor, el que ya no está.

—El ayudaba en todo –dice Mirta. Le sacaba las crías a las vacas. A él le gustaba hasta cocinar: guiso, tortillas, milanesas. El trabajaba en el monte. Todo, todo: potreros, postes. Uno aquí no está sentado, trabaja y trabaja y vive bien. El cumplía años el 17 de noviembre, justo el 17 de noviembre. Todo esto es muy duro. La organización me está ayudando. Pero mi nuera y Godoy, el otro baleado, se fueron con el abogado del gobernador. Están separados. Yo con el Mocase la vamos peleando. Vamos a ver. Que quede preso el que me lo ha muerto a mi hijo. No tenían por qué. A sangre fría me lo han matado. Viera usted como estaba, como una criatura. ¿Por qué? Jamás los ha molestado. Ellos viven de cosas fáciles. Cristian estaba preparando la reunión del Mocase. Ha de ser que sabían, porque siempre había alguien que les avisaba todo. Y el asesino ha pasado antes por otra casa y dijo que iba a matar. El fue a matar. Cristian tenía proyectos de todo. Quería comprar un tractorcito para trabajar. Y no ha llegado. Y acá siguen las amenazas. Dicen que van a quedar viudas las mujeres. Y ahora dicen que van a secuestrar al chiquito, al hijo de Cristian. Y así hablan y dicen cosas. Se enojan porque lo han llevado preso a Javier Juárez. Y sí, si no ha muerto un perro. No ha muerto un perro, les digo. No es de gusto.

Los hombres justos

Sentado en su escritorio, en una oficina más bien chica, pueblerina de pueblo pobre, a pasos del monumento del hachero gigante, a poco más de la comisaría donde nadie pero nadie está autorizado a hablar, está el fiscal Ricardo Lissi. Hace un año que vino desde la capital santiagueña. Ganó un concurso. Su antecesora prefirió buscar nuevos aires. El juez con el que debía trabajar, renunció en medio de una plaga de acusaciones y denuncias tras el asesinato de Cristian Ferreyra. Los campesinos le imputaban la defensa de los empresarios que los están fusilando. El mismo Lissi denunció que el doctor Alejandro Sarría Fringes había prejuzgado y perdido pruebas vitales en la investigación por la muerte de Cristian. “El juez antes tenía muchos defectos, había muchos comentarios, se ha demorado en algunas medidas”, reconoce Lissi. Pero pide no decir más.
Lissi, desde hace algunas horas, es testigo de peso de otro crimen. En la frontera entre Santiago, Salta y Chaco, en el paraje El Simbol, degollaron al campesino Miguel Galván, de 40 años. El asesino, indican todos los testigos, es Paulino Risso Patrón, un vecino, de 19 años, que, desde hacía meses trabajaba para La Paz Agropecuaria, una empresa salteña que intentaba comprar por poco dinero a las familias de la zona, a cambio de buena parte de sus tierras. A cambio de alambrar. Risso Patrón le clavó el cuchillo a Miguel Galván cerca de la yugular y lo empujó hacia abajo. Acto seguido, apuntaron los peritos, lo volvió a clavar y le destrozó el hígado. La primera puñalada había sido suficiente para matarlo.

—El matador estuvo aquí -admite Lissi.

Es que los Galván habían denunciado a Risso Patrón, y a la empresa, por amenazas. Muchas veces. Y Lissi intentó una conciliación.

—El apoderado de La Paz Agropecuaria, un tal Figueroa, quería las tierras de la familia Galván- añade Lissi, que, así y todo, de momento, se inclina a pensar que el asesinato “se trató de un conflicto familiar” y no de tierras. Y piensa así, a pesar de haber tenido una buena actuación en el caso de Cristian. A pesar de que Lissi, si sólo hubiera dos grupos de funcionarios, estaría del lado de los buenos.

No es el único que elige la hipótesis del conflicto familiar para explicarlo todo. Es la manera que elige el gobierno de Santiago del Estero y los medios de comunicación locales, para restarle entidad a lo que pasa: una serie de asesinatos por dinero, el apoyo de oficinas estatales a los que mandan a matar, el verdadero ¡bum! del agro. El argumento se monta sobre el hecho de que Risso Patrón, de 19 años, se había criado en el monte con los Galván. Que hasta los unía un vínculo familiar. El detalle es que en los 16 parajes de la triple frontera, las 35 familias campesinas que viven tienen, casi todas, algún vínculo familiar. Así son las cosas en el monte, lejos de todo, en comunidades pequeñas. Del mismo modo que, admite Lissi, los lazos de sangre son muy comunes en una ciudad pequeña como Monte Quemado. La coincidencia macabra es que los asesinos, en los dos casos, eran empleados de un empresario que presionaba para quedarse con las tierras.

El de Galván fue un asesinato anunciado varias veces. Una semana antes del crimen, el Comité de Crisis del gobierno de Santiago del Estero visitó la comunidad El Simbol. En su informe, admitió: "Un párrafo aparte merece, la situación de gravedad que significa el conflicto latente, relatado por pobladores, poniendo en riesgo constante sus bienes y la vida de las familias."

Por una cuestión de metros, de menos de cien metros, la causa que investiga el asesinato de Miguel Galván no entró en el juzgado de Monte Quemado. Está a cargo del juez Mario Dilacio, de Metán, Salta. El magistrado tardó poco en cometer su primer gran yerro. Risso Patrón estaba internado en el hospital chaqueño de Sáenz Peña, a raíz de los golpes que recibió después de matar a Galván. Y al recibir el alta, salió, como si nada. No tenía custodia. Ante las quejas del Mocase, el juzgado libró una orden de captura y, cuatro días después, Risso Patrón volvió a aparecer en el hospital. Se dice que tiene nuevas molestias físicas. La gran sorpresa judicial se la llevó Gabriel Galván, el hermano menor de la familia. Gabriel fue quien encontró a Risso Patrón, segundos después de que asesinara a Miguel. Le pegó con una herramienta hasta desarmarlo. El juez, luego de tomarle declaración, decidió encarcelarlo por las lesiones. Está detenido en Salta.

 

El largo adiós

En el paraje El Simbol, cruzado al medio por el Canal de Dios que señala el límite norte entre Santiago y Salta, un acueducto que se convirtió en frontera apenas diez años atrás y que de un zarpazo volvió habitantes de Salta a muchos santiagueños, velaron a la luz de las velas a Miguel Galván. Miguel vivía en Mendoza, con su esposa y su pequeña hija. Había regresado a El Simbol tres meses atrás para el entierro de su madre. Y allí se quedó, hasta el día de su muerte.

En el ranchito de los Galván sin agua y sin luz, sin señal de teléfono, entre gallinas y cabritos, pavos, perros, gallos, Julia, la esposa de Miguel Galván, lo explica con el cajón de su compañero de fondo:

—Mi esposo va a ser enterrado acá, en el lugar que se crió, para que vean que acá vive gente. Mi esposo se quedó a ayudar a sus hermanos porque les quieren robar la tierra. Mi esposo nunca peleó. Creía en Dios, era evangelista. Y amaba este lugar, su lugar: El Simbol.
A la hora de las flores sobre el cajón, de los ladrillos y el cemento sobre la tumba, del último y largo adiós, con los llantos de fondo, el pastor que llegó desde Mendoza, el que daba los sermones que Miguel aceptaba, pidió que alguien escuchara lo que estaba pasando. “Que la Argentina sepa”, dijo, a modo de ruego.

De tarde, con el sol implacable, Rafael Galván, de pantalón y camisa azul ombú, parado junto al puñado de ladrillos y flores artificiales que señalan donde cayó su hermano, sobre la tierra manchada con sangre reseca, a unos 70 metros de su vivienda, admite que él cree que Risso Patrón lo esperaba a él. Que todos los días él, a esa misma hora, acostumbra llevar a una parte de la hacienda a tomar agua del pozo. Pero que ese día lo había hecho por la mañana.

—Por acá no sabían andar ellos nunca -cuenta Rafael. El ha venido a hacer lo que hizo. Yo creo que él ha venido a buscarme a mí. Pero ahí estaba Miguel. Cuando yo lo veo, él viene mirando hacia el pozo. Yo estaba en la casa. El vino en moto. Con un revólver en la cintura. Con un cuchillo en la cintura. Y ahí estaba mi hermano. Después nos enteramos por la Policía que el revólver tenía dos balas martilladas que no habían salido. No sé si fue en ese momento que intentó tirar. Después, sacó el cuchillo.

Al mediodía, en la mesa, mientras almorzaban, los tres hermanos varones Galván habían hablado sobre las amenazas. Miguel había contado que lo había visto pasar al hombre de La Paz Agropecuaria con su camioneta y un tractor hacia la casa de los Risso Patrón. “Muchachos no respondamos. Cada vez que nos amenacen, hacemos la denuncia. Alguna vez la policía nos tiene que prestar atención”, propuso Rafael. Y el resto asintió. Los Galván ya habían denunciado ante el juez de Monte Quemado a los Risso Patrón y a Facundo León Suárez Figueroa. El magistrado había tomado nota de que tenían armas en la casa. Y, de hecho, las secuestró. También convocó a una audiencia de conciliación. Allí los Risso Patrón se comprometieron a no molestar más. El juez, sin embargo, no quiso confeccionar un acta. Adujo que los Galván y los Risso Patrón eran “familia”.

—Los Risso Patrón no podían hacer nada contra el tipo, contra el empresario y han arreglado –explica Rafael, dando cuenta de que los Risso Patrón también fueron presionados en un principio para llegar a un acuerdo–. Eso se lo ha dicho el padre de ellos a mi hermano. A nosotros nos ha ofertado el tipo, el tal Figueroa encargado de La Paz Agropecuaria. Nos dijo que iba a sembrar pasto, que nos iban a alambrar, un montón de cosas, a cambio de que cedamos una parte de la tierra. Le dijimos que no, que si el quería arreglar con otro vecino, nosotros no nos vamos a oponer, pero nosotros no. Entonces al tipo se le cerró toda la posibilidad. “Usted aquí no va a entrar”, le he dicho yo al tipo. Le dije: “Usted tendrá que pasarme con una topadora”. El problema es que nosotros le estábamos trabando el arreglo que los Risso Patrón tienen con el tipo.

La convicción de los Galván se basa en que la empresa había llegado al lugar con un título de propiedad surgido de una sucesión de hace 40 años, de una familia a quienes ellos no habían visto nunca vivir ahí. Los Galván se afincaron en el monte en 1978. La ley les otorga el beneficio legal conocido como usucapión, por habitar y producir en el lugar desde hace más de veinte años.

—Si la Justicia no hace Justicia no sé qué vamos a hacer. Estamos abandonados. No existimos. Se creerán que somos animales. Yo creo que los gobiernos cuando venden un lote se hacen los que no saben que vivimos acá. Porque saben: porque nosotros votamos y tenemos domicilio acá. Y han dejado una niña huérfana. Ese es el dolor más grande que tengo yo. Y hoy día tengo que tratar de estar entero para luchar por él, sea como sea, luchar por él. Y como digo: ahora menos me van a sacar la tierra. Me van a tener que matar a mí para sacármela. Porque es mi tierra, me corresponde por los años que vivo yo acá. Lo voy a hacer en memoria de mi hermano.

Los modales y el modelo

En apenas once meses, Cristian Ferreyra y Miguel Galván fueron asesinados en Santiago del Estero. Y no fue la única sangre en el monte. Y tal vez no sea la última. Un estudio del Ministerio de Agricultura con la Universidad Nacional de San Martín, un trabajo fresco, un muestreo que aún no fue oficializado, establece que hay unas 9.293.233 hectáreas en disputa (una zona en alerta máxima equivalente a la superficie total de la provincia de Neuquén). Que 63.843 mil familias campesinas e indígenas son amenazadas por actores privados y públicos, a pesar de que la enorme mayoría de ellos o son propietarios o viven y trabajan sus tierras hace más de veinte años. El trabajo identifica 857 focos de conflicto. Reconoce la presencia de guardias armadas. Alerta sobre las implicancias de una suba del precio de la hectárea que, en algunos casos, desde 1998 a esta parte, trepó hasta un 600 por ciento. Y sobre las implicancias del avance de la frontera agropecuaria. Y la necesidad de políticas de apoyo en infraestructura, salud y sostén crediticio para los campesinos.

En ese mismo lapso de tiempo, en estos once meses, se allanó el camino para la próxima sanción de una ley de semillas que cede ante las presiones de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV), una organización intergubernamental con sede en Ginebra (Suiza). La ley privatiza las semillas –un viejo reclamo de las multinacionales del sector- y pone en peligro los usos y costumbres tanto de las comunidades indígenas y campesinas como de los agricultores argentinos. En este tiempo también hubo guiños del gobierno nacional a la empresa Monsanto (el gigante mundial del agro transgénico): la aprobación de un nuevo tipo de maíz (cuestionado como tóxico en Europa), el anuncio de instalación de una planta de la compañía en Córdoba con una inversión de 1800 millones de pesos, más dos estaciones experimentales en otras provincias que le costarán a la firma 170 millones de dólares. El ministerio de Agricultura, en un hecho singular, difundió una gacetilla en la que destacó, en su titular, un textual de Pablo Vaquero (ejecutivo de Monsanto): “Trabajamos con un gobierno que ha abierto el diálogo”.

En estos mismos once meses, la presidenta conversó por teleconferencia con Gustavo Grobocopatel. Grobo, especialista en los juegos financieros del agro, el padre de una red de pools de siembra que hace años se extendió a Brasil, se permitió una broma: dijo que ahora ya no sólo podían decirle el rey de la soja sino también “el rey del fideo”, porque el evento era la inauguración de una fábrica de pasta seca. Pero, sobre todas las cosas, el empresario de Carlos Casares, elogió el Plan Estratégico Agroalimentario 2010-2016 (PEA) lanzado por la Casa Rosada.

—Señora Presidenta, usted ha lanzado con el PEA un gran desafío –se envalentonó Grobocopatel. Para el 2020 podríamos aumentar la producción de granos de 100 a 160 millones de toneladas, los stocks y producción de ganado bovino, porcino, aviar, de pescado, de leche, de múltiples productos de nuestras economías regionales. Debemos aumentar el porcentaje de valor agregado respecto del total a la producción primaria del 22,8 por ciento al 41,0 por ciento. Nuestras exportaciones agroalimentarias podrían subir de 40 a 100 mil millones de dólares, especialmente por el aumento de ventas provenientes de las Manufacturas de Origen Agropecuario. El PEA le dice a la Sociedad que parte de las soluciones pasan por el desarrollo cuanti y cualitativo del sector agroindustrial y que este proceso puede y debe ser para todos y no solo para unos pocos.

La presidenta, desde la Casa de Gobierno, en vivo y en directo, repasó ante Grobo algunos datos sustanciales.

—Dentro de unos instantes me van a venir a anunciar una inversión de Syngenta, que es una multinacional, son 400 millones de pesos que van a invertir en la República Argentina, en semillas. Están eligiendo si lo van a hacer en Córdoba o Santa Fe. Vienen a anunciarnos una inversión muy importante, como la que me anunció Monsanto. No sé Gustavo si lo escuchaste, pero el otro día, en Nueva York, me entrevisté con la gente de Monsanto, que también anunciaron una importante inversión –ya con los prospectos– y están trabajando en la semilla de maíz invicta, que es un evento que está próximo a aprobarse y que va a generar un maíz muy potente que va a ser muy resistente a la sequía, que va a tener alta productividad y que estamos trabajando. Por eso digo que en este mundo estar haciendo todas estas cosas, en el día de hoy, nos da una idea de la fortaleza del modelo, que sigue teniendo en el mercado interno, en la demanda agregada su puntal –apuntó Cristina y, enseguida, analizó y enumeró variables y estadísticas del modelo económico.

Entre tanto afán de desarrollo, entre tanta desprotección, las comunidades indígenas están protegidas por ley ante eventuales desalojos, siempre y cuando se reconozcan a si mismas y sean reconocidas, a su vez, por el Estado. Pero los campesinos y agricultores familiares y pequeños productores rurales, no. Hubo, poco tiempo atrás, suspensiones por un tiempo determinado. Pero ya no. Están librados a su suerte. En un país cruzado por las contradicciones: la tierra como un trofeo, los alimentos y la soberanía alimentaria, las divisas imprescindibles de las exportaciones de granos para sostener el andamiaje económico del modelo, el auge de los transgénicos, las multinacionales, la concentración de la economía rural con los capitales financieros comandando el negocio, el éxodo incesante de las poblaciones rurales a los conurbanos de las grande ciudades.
El abogado Ramiro Fresneda (del Movimiento Nacional Campesino Indígena, que tiene al Mocase como miembro) abrió mencionando algunas de esas contradicciones su intervención en una conferencia de prensa, días pasados, para pedir la urgente sanción de la ley de desalojos, un proyecto elaborado por consenso por todas las organizaciones campesinas y de agricultura familiar del país. Un proyecto rebautizado, desde noviembre del año pasado, como ley Cristian Ferreyra. Y habló de dos modelos antagónicos: del agro-negocio versus la soberanía alimentaria, de la necesidad de cambiar el paradigma y de modificar la escenografía: “El desierto verde de soja va avanzando”, graficó.

En la sala del Congreso Nacional, el diputado Edgardo Depetri, del oficialista Frente Transversal, acompañado de una decena de legisladores del bloque del Frente para la Victoria, y del flamante subsecretario de Agricultura Familiar, Emilio Pérsico del Movimiento Evita (una designación bienvenida por las organizaciones campesinas) prometió aprobar la ley antes de fin de año. “Presidenta, nosotros la votamos, ahora vote nuestra Ley”, pidió, ese mismo día, en ese mismo salón, entre llantos, Mirta, la mamá de Cristian Ferreyra. Ahí nomás, unos bancos más allá, estaba Sergio, el primo de Cachito.

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