“Del PO no me sacan ni a los tiros”, dijo esta semana el fundador y hasta hace poco líder del Partido Obrero (PO). Varias veces candidato a presidente, Jorge Altamira se transformó con los años en una figura conocida –a veces excéntrica– de la izquierda argentina. Pero esta vez su nombre llegó a los titulares porque la mayoría de su organización decidió excluirlo de la dirección partidaria, en medio de una violenta división interna y denuncias que lo sindican como líder de una “fracción antipartido”. Tras varios años de tensiones, la crisis se hizo pública cuando el sector “mayoritario” decidió “ir por todo” y dejar a Altamira virtualmente fuera del partido. José Saúl Wermus, tal su verdadero nombre, decidió hablar desde las redes sociales para denunciar el abandono del “proyecto histórico” del PO y los ataques contra sus seguidores.
Entrevistado por Reynaldo Sietecase, a Altamira le resultó difícil explicar las razones del quiebre y, sobre todo, las discrepancias estratégicas con la nueva dirección liderada por Gabriel Solano y Néstor Pitrola. Y lo mismo le pasa al bando contrario. En realidad, los argumentos no son lo central en esta disputa de poder político/generacional –más allá de que Altamira acuse al “nuevo PO” de electorero y estos acusen al altamirismo de sectario–; si el PO cruje es debido a una serie de presiones internas y externas.
El trotskismo está más preparado, por su propia psicología política, para resistir en la adversidad –a menudo con consecuencia y coraje– que para crecer y expandirse. Dicho de otro modo: cuando se logra meter un concejal conviene simplemente dedicarse a la denuncia, pero cuando se gana la primera minoría de un consejo deliberante –como tuvo el PO en Salta– la exigencia es otra y requiere de una armadura teórica más adecuada, sobre todo si el contexto de una revolución bolchevique no está en el horizonte y hay que hacer política dentro del “sistema”. De hecho, hay en marcha algunos debates sobre la manera en que el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT) se estabilizó como una referencia electoral de la izquierda vernácula.
signos en el horizonte
El debilitamiento de Altamira comenzó con su derrota política y personal en las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) de 2015 que se libraron en el seno del FIT, nacido en 2011 como un frente electoral entre las dos principales corrientes rivales del trotskismo argentino: por un lado el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS) e Izquierda Socialista (IS), que provienen de la corriente “morenista”; por la otra parte el PO, que para ese entonces era la fuerza más grande. El objetivo inicial era “pasar las PASO”. Fracasadas las discusiones por una lista de unidad, Altamira se enfrentó en 2015 con Nicolás del Caño, un joven dirigente del PTS que había ingresado sorpresivamente a la Cámara de Diputados luego de una inédita elección en Mendoza, en la que obtuvo el 14% de los votos. La pelea parecía desigual –por biografías, por experiencia y por saberes políticos– pero la dinámica abierta de las primarias y el efecto novedad del “pibe trosko” definieron la partida en contra de Altamira. El discurso de “renovación generacional” propuesto por Del Caño alcanzó para ganarle, contra todo pronóstico, al “hombre-símbolo”, desgastado por su participación ininterrumpida en infinidad de campañas y su tono pontificador en los medios.
Al mismo tiempo se experimentan cambios sociológicos en el PO, especialmente tras su crecimiento en el movimiento universitario (sector de Solano) y piquetero/territorial (Pitrola), además de su participación activa en el movimiento de mujeres (Romina del Plá, Vanina Biasi). El liderazgo personalista de Altamira resulta funcional a un pequeño partido de cuadros ultraconvencidos, pero representa un bloqueo para un partido más grande. No es trivial que la nueva dirección haya acusado a Altamira de mesiánico y sectario; tampoco que el “nuevo PO” se distancie del catastrofismo de los análisis altamiristas: un partido más grande debe articular en mayor medida su línea con el sentido común popular. Si antes los porcentajes de votos apenas se movían, ahora hay que explicar dinámicas electorales complejas que dependen mucho de la coyuntura, con resultados que llegan a los dos dígitos pero también caídas en picada como en las recientes elecciones de Mendoza, Salta o Jujuy. Además, hay otros dirigentes con peso propio que no están dispuestos a seguir de manera acrítica al líder.
nuevos trapos
Por último, hay un elemento más estructural y programático: el crecimiento electoral del trotskismo no va acompañado de procesos de radicalización social ni del “doble poder” de tipo soviético, única forma imaginada de avance estratégico dentro y fuera del Estado. La teoría y la práctica no se modificaron y las adaptaciones a la “imposibilidad de la revolución” son inestables y siempre fuente de conflictos internos (como ya ocurrió con el Movimiento Al Socialismo a finales de los años ochenta). Como en el Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, las figuras del presente se visten con antiguos trajes y hablan las lenguas del pasado. Esa dificultad de renovación teórica va acompañada de un “agitacionismo” permanente, que reemplaza debates más profundos sobre las dificultades para pensar el poscapitalismo. Un exmilitante lo definió como “trollización de la izquierda”: el desplazamiento hacia las redes, con su lenguaje chicanero, superficial y efectista.
Como alguna vez escribió Horacio Tarcus, analizando otra de las periódicas fracturas del trotskismo, lo usual en períodos de crecimiento es pasar simplemente de ser una “secta chica” a una “secta grande”, eludiendo así la necesidad de imaginar una organización de nuevo tipo que habilite una cultura partidaria donde las diferencias puedan tramitarse de manera fraterna sin que las denuncias y las fracturas se conviertan en destino inevitable. En este sentido, quizás la decisión de “matar a Altamira” asumida por sus hijos políticos, no augura por ahora ninguna renovación real.