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Bruno Stagnaro y las variaciones de lo real
Mientras Netflix reestrena Okupas a casi 21 años de su irrupción en la televisión argentina, su creador salta a la ciencia ficción y rompe con una postergación que parecía eterna: escribe la primera adaptación audiovisual de El Eternauta para el streaming de toda Latinoamérica. En este perfil polifónico, pasado y presente de un artista chúcaro que sigue golpeando en el centro de la industria.
Ilustraciones: Nicolás Daniluk
19 de Julio de 2021

 

Es posible que ninguna persona en este bar le conozca la cara aunque seguramente algunas conocen su nombre y varias conocen su obra. Bajo perfil y no figurar por figurar: así se manejó siempre Bruno Stagnaro. Más temprano estaba dentro del bar, desayunando y escribiendo en su vieja computadora, una que no funciona si no está enchufada, pero a la hora de la entrevista se pasó afuera, al aire libre, como recomienda el protocolo por el Covid-19.

—Me había olvidado de lo que era escribir en bares, y la verdad es que me funciona bárbaro. Me doy cuenta de que deambular es importante en mi proceso de escritura, pero es algo que fui perdiendo a medida que crecí.

Stagnaro, 48 años, director y guionista de cine y televisión, creció. Pasaron más de veinte años desde que codirigió la película Pizza, birra, faso y dirigió la serie Okupas, dos ficciones de bajo presupuesto que en su tiempo cayeron como bombas de autenticidad en medio del acartonamiento general de lo que se hacía en el cine y la TV nacionales, y en las que por primera vez se habló el idioma vivo y espontáneo de los bajos fondos de la gran ciudad. En aquellos años, Stagnaro deambulaba: salía a caminar de noche por el microcentro, tomaba trenes aleatorios hacia las afueras, observaba en silencio a los personajes de la calle, anotaba.

Ahora es distinto. Ahora salir, incluso escribir en un bar, es ocasional. Trabaja más bien encerrado en su casa. Durante el año de pandemia se enfrascó en la escritura de un proyecto de gran calado: está guionando la primera adaptación audiovisual de El Eternauta. Llegará al streaming en toda Latinoamérica como una serie de varias temporadas de Netflix, que nunca antes había comprometido tanto dinero para un producto en la región. La plataforma acaba de reestrenar Okupas en versión remasterizada.

Dar entrevistas no es algo que le interese particularmente a Stagnaro. Tiene una colección de argumentos por los que preferiría no hacerlo. Siente que expone su proceso creativo. No siempre expresa bien lo que quiere decir. Le cuesta ser coherente consigo mismo. Cree que ya habló suficientes veces y que no tiene mucho más para contar.

—Es tal la necesidad de contenidos que existe hoy que es un plomo ser parte de ese engranaje. Además hay cuestiones a las que puedo ponerles palabras pero no las tengo claras. Y me gusta no tenerlas claras. En el fondo es más interesante.

En aquellos años, Stagnaro deambulaba: salía a caminar de noche por el microcentro, tomaba trenes aleatorios hacia las afueras, observaba en silencio a los personajes de la calle, anotaba.

 

en el nombre del hijo

Es la noche del 25 de marzo de 1985. Bruno tiene 11 años. En el Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles se celebran los premios Oscar. En Buenos Aires son las dos de la mañana y Bruno sigue la ceremonia por TV junto a sus padres y hermanos. La película argentina Camila, dirigida por María Luisa Bemberg y guionada por Beda Docampo Feijóo y Juan Bautista Stagnaro, el padre de Bruno, está nominada a mejor película de habla no inglesa y puede convertirse en la primera argentina en ganar el Oscar. Plácido Domingo y Faye Dunaway presentan la categoría y anuncian el premio. “And the winner is… ¡Switzerland! Dangerous moves”.

—Fue un bajón cuando no ganamos —recuerda ahora Juan Bautista Stagnaro, cineasta, 76 años, a través de una videollamada. Me acuerdo del consuelo de Bruno esa noche: “No te preocupes, papá, ya vas a ver que lo vas a ganar”. Eso obviamente nunca ocurrió —ríe. Y bueno… por ahí algún día lo gana él.

Juan Bautista Stagnaro tiene cuatro hijxs, tres de los cuales se dedican al cine y la televisión. La infancia de los hermanos Stagnaro coincidió con el crecimiento de su padre en la escena del cine local de la posdictadura, primero como guionista y luego como director. Al éxito del guión para Camila siguió su debut en la codirección de un largometraje con Debajo del mundo, una película filmada en la Checoslovaquia comunista en la que Stagnaro incluyó a su segundo hijo, Bruno, de 12 años, en el elenco principal de actores.

—Me gustaba mucho la convivencia con mis compañeros actores más grandes, para mí era como una ventana hacia la adultez —dice Bruno Stagnaro, cuyo papel fue el de un hijo de una familia judía en la Polonia invadida por los nazis. Y al mismo tiempo, ya de chiquito, aparecía esa sensación de no saber si estaba ahí porque lo merecía o porque era el hijo del director.

La incomodidad ante la posibilidad de ser visto como “el hijo de” regresaría unos años más tarde, cuando se iniciara por su propia cuenta en el cine. Según su padre, a Stagnaro le inquietaba que pudiera pensarse que sacaba ventaja por su apellido y no por sus méritos.

—No usufructuaba para nada el antecedente familiar —dice Juan Bautista Stagnaro. Te diría que al revés: para él era más bien un elemento como para ocultar. Siempre escapó de eso. En algún sentido le molestaba.

Una cierta fijación con la idea de valerse por uno mismo, de embocar el propio camino, se convertiría tiempo después en un tema recurrente en la narrativa de Bruno Stagnaro, atravesada por personajes en tren de autoexploración, de experiencias iniciáticas, bastante conflictuados con encontrar su lugar en el mundo.

 

un viajero de la eternidad

La primera parte de El Eternauta, la célebre historieta argentina de ciencia ficción creada por el escritor y guionista Héctor Germán Oesterheld e ilustrada por el dibujante Francisco Solano López, se publicó en la revista Hora Cero entre 1957 y 1959. Trata sobre una invasión extraterrestre a Buenos Aires durante la que el protagonista, Juan Salvo, un hombre condenado a viajar eternamente en el tiempo, libra batallas contra criaturas alienígenas en escenarios como el estadio de River Plate, las Barrancas de Belgrano o la Plaza del Congreso.

El Eternauta se reeditó en 1975 y su éxito llevó a que la editorial le propusiera a Oesterheld escribir una segunda parte. Para ese momento la represión ilegal arreciaba en el país, el golpe militar se daba por seguro y Oesterheld se había unido a Montoneros. La primera entrega de El Eternauta II se publicó a fines de 1976, en plena dictadura. En el nuevo guión, la alegoría política estaba al alcance de quien quisiera verla: Juan Salvo tenía visos de héroe revolucionario y sus enemigos metaforizaban al régimen en el poder.

Durante el año siguiente, las fuerzas armadas arrasaron con la familia Oesterheld. Sus cuatro hijas, dos de ellas embarazadas, fueron desaparecidas. El guionista también fue secuestrado y trasladado a un centro clandestino de detención, donde se presume que lo mataron, mientras el Eternauta II seguía publicándose cada mes en la revista Skorpio, a partir de los guiones que Oesterheld había dejado listos.

Después de la desaparición del autor, el dueño de la editorial que había reeditado la historieta se apropió de los derechos y la marca de El Eternauta, una maniobra que años después obligaría a los nietos de Oesterheld y los hijos de Solano López a emprender una batalla legal para recuperar la potestad sobre la obra que les fue negada por casi cuatro décadas. El conflicto impidió que la historieta fuera llevada jamás a la pantalla. En 2007, Lucrecia Martel llegó a escribir una adaptación casi completa, pero al final los productores desistieron debido a la disputa jurídica.

En 2018, la Corte Suprema por fin devolvió el derecho del uso de la marca a los herederos. Martín Mórtola Oesterheld, nieto del guionista, entabló negociaciones con Netflix para concretar la idea de la adaptación. La elección de Stagnaro como director se anunció en febrero de 2020, cuando la empresa anticipó además que esta versión de El Eternauta transcurrirá en el tiempo histórico actual. Aunque el Covid-19 no formará parte del argumento, las reminiscencias pandémicas serán inevitables: en la historieta, los protagonistas deben encerrarse en una casa para sobrevivir y deben utilizar máscaras y trajes especiales para afrontar los peligros del afuera.

—La pandemia invadió un poco el territorio de lo que estoy escribiendo —dice Stagnaro. Toda la atmósfera del encierro, de que afuera hay una amenaza… si pudiera elegir, preferiría que no existiera este antecedente. Una cosa es cuando el espectador tiene una experiencia que puede resultar análoga al mundo que vos planteás, y otra es cuando llega a lo que construís desde un lugar de inocencia total.

¿Te presiona el hecho de que la tuya sea la primera adaptación?

—Hago el ejercicio de ver a la historia como un relato y entender cuáles son las reglas que puedo construir dentro de eso. Trato de hacer funcionar el material captando el corazón de la historia y siéndole leal, pero sin quedar preso de lo literal, porque sería un error.

¿Habías leído la historieta cuando eras chico?

—Sí, y ahora varias veces más. Pero te dije que no quería entrar en detalles sobre El Eternauta y eso es exactamente lo que estamos haciendo —se sonríe. Todavía es un proceso muy replegado en la escritura… así que basta, ya está.

 

la sangre tira

El microcine del Colegio Nacional de Buenos Aires está repleto de estudiantes. Es una tarde de 1991 y hoy se proyecta otro capítulo de El rey tuerto, un programa hecho por alumnos en el que se narran fragmentos de la vida escolar y se mezclan el estilo documental, la ficción y la frescura experimental de un grupo de adolescentes aficionados. Uno de ellos, Bruno Stagnaro.

El capítulo de hoy es una parodia del reciente caso del ingeniero Santos, asesino de dos jóvenes que le habían robado un pasacasetes del auto tras diez asaltos previos iguales. En el comedor del colegio, la cámara muestra a un supuesto cadáver mientras un joven muy exaltado, “el alumno Santos”, revolea un cuchillo y grita: “Lo maté, ¿y qué? ¿Sabés lo que me hizo? Me robó como ocho veces la birome”. De pronto el alumno Santos embiste contra el móvil y desde atrás de cámara se oye la voz socarrona de quien está grabando: “¡A la cámara no, eh!”. La transmisión se interrumpe. Fundido a negro y créditos. El microcine aplaude.

Al principio Stagnaro no había pensado en serio en dedicarse al cine ni a la televisión. Las opciones que había imaginado para su futuro eran estudiar ingeniería o vivir de la música, o las dos cosas. Pero al final, cuando terminó el colegio y tuvo que elegir una carrera, se anotó en la Universidad del Cine, una escuela recién creada en la que ya cursaba su hermano Matías y de la que pronto egresaría una nueva y talentosa camada de realizadores y realizadoras audiovisuales.

—Me atormenta un poco pensar qué habría sido de mí si hubiera seguido el primer instinto de dedicarme a algo que nada que ver. Como que me hubiera gustado hacer algo sin tanto antecedente familiar. La música me gustaba mucho, la practicaba y la sigo practicando. No sé por qué carajo terminé arrastrado al mundo audiovisual. Supongo que… bueno, la sangre tira.

Paula Español, economista y actual secretaria de Comercio Interior de la Nación, era amiga de Stagnaro en el secundario y pertenecía al grupo que editaba El rey tuerto. Aunque hoy ya no se frecuenta con él, lo recuerda en la adolescencia como “un diferente” para el juego audiovisual.

El rey tuerto era una creación colectiva pero totalmente ordenada por Bruno y Peni [Alejandro Carrillo Penovi, hoy editor audiovisual] —cuenta Español. El motor del programa era reírnos de experiencias del colegio, pero más allá de la gracia grupal había alguien que pensaba cómo contar las historias, alguien que ponía el hilo conductor. Y esa era su marca. Bruno tenía un liderazgo cero pavo real, cero chocante, no lo recuerdo nunca bajando línea o diciendo “esto es así y asá”. Pero su liderazgo claramente existía.

 

el paria

Base Naval de Puerto Belgrano, Bahía Blanca. Primavera de 1992. El conscripto Stagnaro acude al servicio médico. Tiene 19 años y está cumpliendo el servicio militar obligatorio. Ha llegado a la base hace un par de semanas. Es alérgico al polvillo primaveral. Pasó la noche tosiendo. El doctor del servicio médico lo revisa y, para su suerte y sorpresa, lo diagnostica como asmático. Aunque la evaluación clínica es incorrecta, Stagnaro recibe el sello de “Deficiente Aptitud Física” y festeja por dentro: se termina su fugaz paso por la conscripción. No está en condiciones físicas para la rutina militar. Debe regresar de inmediato a su casa en Buenos Aires.

Y de esa experiencia, de esos pocos días inmerso en la vida castrense, de ese ambiente grotesco, opresivo y estancado en el tiempo, Stagnaro se lleva consigo el origen de una idea. Guarisove, los olvidados, su ópera prima, es un corto de ficción de diez minutos que narra la historia de un grupo de soldados argentinos que permanecen en las islas Malvinas sin saber que la guerra ha terminado. Stagnaro envió el texto a la primera edición de “Historias Breves”, un concurso lanzado en 1994 por el INCAA para dar impulso a directores jóvenes, y Guarisove fue uno de los cortos ganadores, que se proyectaron juntos durante un mes en una sala del microcentro porteño por la que pasaron casi 20 mil espectadores.

Además de Stagnaro, el éxito de “Historias Breves” incluyó nombres como los de Lucrecia Martel, Israel Adrián Caetano, Daniel Burman, Sandra Gugliotta, Ulises Rosell y Andrés Tambornino, cineastas que más tarde serían catalogados por la crítica como referentes del llamado “Nuevo Cine Argentino”. Una etiqueta de la que Stagnaro rehúye porque, según dice, entre todos ellos nunca hubo mucho más que algunas afinidades generacionales y porque, según dice, él no se siente parte de ningún grupo ni movimiento: él no se siente parte de nada.

Stagnaro dice que los meses de aislamiento forzado por la pandemia de Covid-19 no le resultaron difíciles de sobrellevar.

—Digamos que no me mortifica mucho el enclaustramiento. Tengo muy pocos amigos. Me encantaría ser más dado a lo social, pero me cuesta cada vez más. Siempre me costó muchísimo, hay un no entendimiento de eso. De alguna manera está en todo lo que hice como director. El tema de los vínculos y las relaciones tiene un lugar muy importante en lo que escribo.

Si le preguntan cuál es el tema de Pizza, birra, faso o de Okupas, Stagnaro dice algo como “la amistad, la lealtad, el sentirse parte o excluido, la búsqueda de una identidad, de un lugar de pertenencia, la dificultad para encontrarlo”. Lo cual habla de un cierto equívoco alrededor de su obra, siempre asociada de manera casi excluyente al tópico de la marginalidad, un asunto que a él, sin embargo, nunca le “interesó especialmente”.

¿Y entonces por qué tu obra fue hacia esa zona, hacia personajes caídos del sistema?

—En un plano personal debe tener algo que ver con mi vieja. Es asistente social y cuando era chico ella trabajaba en el instituto Garrigós, una especie de orfanato femenino. Tengo el recuerdo de esperarla en la puerta y de ver a esas chicas de mi edad mirando por la ventana: un contacto con un mundo que no tenía nada que ver con el mío pero con el que tenía una cierta conexión. Y después concretamente ocurrió que, cuando empecé a escribir, me gustaba mucho la atmósfera bukowskiana. Era algo que acá no se había explorado.

 

una historia en un grabador

Una noche, en una parada de ruta en el Chaco, un hombre le cuenta una anécdota personal que le ocurrió en Buenos Aires. Cuando el tipo empieza a hablar, por pura intuición, Stagnaro prende el grabador. Unas semanas más tarde, ya de regreso en la capital, se entera de que el INCAA ha lanzado un nuevo concurso, esta vez para financiar un telefilm. El plazo para enviar los guiones vence pronto, en menos de un mes. En las reuniones de “Historias Breves”, Stagnaro ha conocido a Adrián Caetano, un director cuatro años más grande que él que tampoco tiene experiencia en largometrajes. Deciden presentarse en coautoría al concurso. Stagnaro tiene una historia en su grabador que les servirá para empezar a escribir.

—La anécdota del tipo del Chaco era demasiado contundente como punto de partida para dejarla pasar. Sentí que valía la pena agarrar eso y ver hacia dónde nos conducía.

De manera que así es como empieza el guión de Pizza, birra, faso: un hombre de traje y maletín toma un taxi, dos ladrones se suben al auto, apuntan y amenazan al hombre, lo obligan a bajarse los pantalones, le encuentran el dinero que tiene escondido y justo en ese momento el taxista comienza a discutir con otro taxista, uno de los ladrones se mete en la discusión, recibe un insulto, se baja del auto, saca el arma en plena calle, le pega un balazo a una rueda del otro taxi y vuelve a subir al suyo. La escena −la anécdota− termina cuando los ladrones tiran en medio de la autopista al hombre asaltado, con los pantalones aún bajos.

—Después tomamos la decisión narrativa de seguir el derrotero de los ladrones del taxi. Fue como tirar de una cuerda, estar sentados de noche en la Plaza de la República y decir: “Bueno, vamos a hablar sobre unos pibes como esos que están ahí”. Para mí es fundamental el momento de la escritura en el que algo baja en bloque e insinúa una forma. Por lo menos brumosamente vos entendés que hay algo ahí que te va a guiar. Después el estirón final viene sin tanta elaboración cerebral, sino más bien volcándome, vaciándome.

Escribieron la película en un par de semanas. Cuando quedaba un día para el cierre del concurso aún les faltaban unas treinta páginas. Tenían la historia completa en la cabeza pero no habían terminado de volcarla. Evaluaron no presentarse. Pidieron unas horas de gracia al INCAA, que les fueron concedidas, y llegaron con lo justo.

Con el dinero del concurso, la película se filmó en un mes y medio, con un equipo cuyos miembros eran casi todos debutantes, con recursos técnicos rústicos, con las calles de Buenos Aires como gran set (en la película sólo hay un par de escenas que no transcurren en exteriores) y con varios actores que no eran actores.

Jorge Sesán, uno de los dos protagonistas, jamás había actuado. Stagnaro estaba preocupado porque no encontraban a nadie con la personalidad suficiente como para hacerle contrapeso al otro actor, Héctor Anglada, un cordobés bravo y profesional que se comía las escenas con su presencia. Sesán tenía 17 años y hacía changas como albañil cuando un conocido del equipo técnico lo invitó al casting. La primera prueba que le pidieron fue plantarse con el Cordobés. Terminaron revolcados en el piso, casi a las piñas.

—Lo que me hizo progresar desde el casting fue la forma de transmitir las cosas de Bruno —dice Sesán, quien luego también actuaría en Okupas. Tiene clarísimo lo que quiere contar, pero si en el camino ve que funciona mejor de otra forma, te va llevando. En la forma de hablar de los personajes de Pizza, por ejemplo, había mucho juego libre nuestro. Pero siempre en función de lo que él quería transmitir: “improvisaciones” súper controladas, que nunca cambiaban el sentido.

¿La voz de Stagnaro era la que más pesaba en el rodaje?

—Yo creo que Bruno se montó la película como nadie, tanto filmándola como para lograr que se estrenara después. Su temple lo colocó en una capitanía natural. Bruno es un director muy particular… a la hora de filmar es la energía más presente que hay. Está en el guión, en la cámara, en la música, en la edición. Su sello es tan fuerte que exige que él juegue en todo, desde hacer un plano hasta poner un tema o meter un corte de edición.

Aunque Pizza había sido concebida como un telefilm, encontró destino de pantalla grande en cuanto empezaron a circular las primeras copias. Sobre su estreno en el Festival de Cine de Mar del Plata, en 1997, escribieron los críticos Sergio Wolf, Diego Lerer y Horacio Bernardes en el libro El nuevo cine argentino: “Dos estudiantes de cine y un grupito de actores desconocidos habían hecho algo que parecía casi imposible: una película viva, original, vibrante, sincera, honesta. Una película que no olía a naftalina, ni a fórmula ni a discurso viejo y repetido. Una película sin deudas, sin traumas, sin cuentas pendientes y sin miedo. Sobre todo, sin miedo”.

Pizza debutó en las salas comerciales en el verano de 1998, al mismo tiempo que Titanic, y aun así permaneció más de dos meses en cartel y convocó a 100 mil espectadores. A los 24 años, Stagnaro había saltado al centro de la escena del cine argentino. La crítica festejaba su irrupción. Pizza, birra, faso, sin embargo, iba a ser su única película, al menos hasta hoy.

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Martín Mórtola Oesterheld fue una de las últimas personas en ver con vida a su abuelo Héctor Oesterheld. Cuando él tenía tres años, una patota militar asesinó y desapareció a sus padres, Raúl Mórtola y Estela Oesterheld. Ese mismo día los represores lo llevaron a visitar a su abuelo, que permanecía cautivo en el centro clandestino de detención “El Vesubio”, y después lo entregaron a su abuela, Elsa Sánchez, con quien el niño se crió.

Mórtola Oesterheld, cineasta y artista plástico, encabezó durante años la batalla legal para que los derechos y la marca de El Eternauta regresaran a manos de los herederos. En el rol de “consultor creativo” del proyecto para Netflix, vela desde los primeros contactos con la empresa porque la megaproducción televisiva conserve el espíritu original de la idea de su abuelo. Su palabra fue decisiva para la elección de Stagnaro como director.

—Lo que más me interesaba de Bruno era su capacidad para entramar argumentos y personajes bien urbanos —dice Mórtola Oesterheld. En su obra hay una actualización muy natural de la idea del “hombre común” presente en El Eternauta.

Los plazos previstos originalmente se retrasaron por la pandemia y ahora se espera que la serie entre a etapa de producción en 2022. Mientras tanto, Mórtola Oesterheld sigue reuniéndose por videollamada con Stagnaro para conversar sobre los avances del guión.

—Es un trabajo a dos escalas. Hay una dimensión importante de lo cotidiano, de la calle, de la relación de amistad entre los protagonistas. Pero al mismo hay que hacer despegar eso y darle el volumen de una obra de ciencia ficción, y de una ciencia ficción latinoamericana… en el género no existen antecedentes. El desafío es integrar ambas cosas, igual que en El Eternauta original: de los amigos jugando al truco a un extraterrestre descubriendo una cafetera.

 

crecer de golpe

Un llamado y todo vuelve a empezar. Aún es 1998. Pasaron pocos meses desde que Pizza, birra, faso bajó de cartelera y Stagnaro y Georgina, su primera pareja, esperan su primer hijo. Claudio Villarruel, gerente de contenidos de Ideas del Sur, lo contacta y le pregunta si tiene alguna propuesta en la línea de Pizza que pueda servir para una miniserie. El sentido de la oportunidad vuelve a orientarlo: en una carilla, Stagnaro escribe lo primero que se le ocurre y se lo envía por fax a Villarruel.

—Y lo primero que se me ocurrió tenía que ver con una idea que me daba vueltas desde que habíamos editado Pizza en un caserón de Palermo donde funcionaba la productora de (Ulises) Rosell, (Andrés) Tambornino y (Pablo) Trapero, un lugar que era cruce de caminos. En esos días ellos habían hecho una fiesta ahí… toda esa atmósfera fue lo que me vino a la cabeza al escribir esa carilla sobre un pibe que recibe por encargo una casa.

La historia propuesta: un joven de clase media porteña abandona la casa familiar y la universidad y se instala a vivir en un caserón recién desalojado que una prima le ha ofrecido para cuidar. En vez de eso, invita a ocupar la casa a tres sujetos más, todos ellos personajes curtidos por la calle, a diferencia del protagonista, quien a partir de entonces inicia un camino de búsqueda personal y experimentación que lo hace tomar decisiones estúpidas y peligrosas y que lo conducen a submundos urbanos que él ni siquiera sabía que existían.

Claudio Villarruel recibió la idea pero justo en esas semanas dejó su puesto en la productora. El contacto de Stagnaro con Ideas del Sur se congeló hasta que su dueño, Marcelo Tinelli, lo reactivó personalmente varios meses después con una propuesta concreta: quería llevar la estética de Pizza, birra, faso a la TV con una miniserie que reflejara el “mundo real”, lo que en plena crisis nacional de fin de siglo significaba la vida baja y marginal de Buenos Aires.

—El argumento de Okupas desemboca en la marginalidad, pero hay un cambio de punto de vista respecto de Pizza, con una mirada desde un protagonista más clasemediero. Creo que eso vino dado por mis propias dudas sobre lo que significaba acceder al mundo adulto. El encargo de cuidar una casa… en el fondo se trataba del desafío de convertirse en adulto. De pendejo eso me conflictuaba mucho. Veía gente a mi alrededor convencida de que lo iba a lograr, ansiosa por lograrlo, y yo lo vivía como un verdadero problema, me sentía demasiado frágil.

Stagnaro implementó un método con los cuatro actores elegidos para los protagónicos que ya había utilizado en Pizza, birra, faso: los puso a convivir durante varios días y noches en la casa donde rodarían la serie, con el objetivo de generar una intangible dinámica de grupo, y les encomendó tareas para que se fueran mimetizando con sus personajes medio lúmpenes, como salir a pedir monedas por la calle o viajar en tren mientras se filmaban con una cámara oculta.

Tinelli le ofreció libertad total en casi todos los aspectos del proceso excepto en los plazos de entrega de los capítulos. Los tiempos para hacer Okupas fueron tiranos, bestiales. Stagnaro llegó al último día de rodaje con apenas la quinta parte del guión escrito para el capítulo final, que debía entrar de inmediato a edición. Tenía clara la estructura y lo que iba a ocurrir, pero no sabía exactamente cómo. Mientras el equipo avanzaba en las grabaciones, en 26 horas corridas de rodaje, él se retiraba de a ratos a un bar para escribir lo que faltaba junto a los otros coguionistas.

—La zozobra de estar filmando a la vez que escribiendo… visto en retrospectiva es simpático, pero en el momento la pasás como el orto. Lanzarse al vacío puede resultar mal o bien, pero incluso si te va muy bien, al menos en mi caso no fue una experiencia inocua. Me terminó jugando como una especie de lugar al que no estaba seguro de querer regresar.

Okupas se estrenó el 18 de octubre de 2000. Fueron once capítulos emitidos los miércoles a la noche que marcaron picos de rating históricos para la televisión pública. Sin grandes inversiones ni actores famosos, y en un contexto de derrumbe económico y social que conectaba con las líneas narrativas del programa, el prestigio de Okupas venía de la mano de su promesa de verosimilitud: de que allí se narraba la vida misma. La serie ganó tres premios Martín Fierro ese año y fue retransmitida en distintos canales en 2001, 2002 y 2005.

Desde entonces, dos o tres generaciones de fanáticos de Okupas predicaron su valor, circularon copias truchas de los capítulos, memorizaron escenas, idolatraron personajes, aplicaron diálogos de la serie a situaciones cotidianas, desearon su postergado reestreno por casi dos décadas y mantuvieron inoxidable el culto hasta hoy. El “fenómeno Okupas” llegó a producir un tipo de conexión identitaria con una parte de su público, quizás comparable a lo que pasa en otra escala en Argentina con ciertas bandas musicales o ciertos clubes de fútbol.

Después de Okupas, Stagnaro pasó 17 años sin volver a llevar un proyecto propio a la pantalla. A los 27 años, con dos obras consagradas, se marginó de la escena. Su nombre desapareció de la oferta televisiva. Desde una especie de ostracismo autoimpuesto, se dedicó a trabajar a pedido, sin visibilidad y ganando el dinero suficiente como para vivir razonablemente bien, primero en el rubro publicitario y luego con su propia productora audiovisual, Boga Bogagna.

—Cuando terminamos Okupas me sentí como el orto durante más de un año, algo un poco hipocondríaco de estar convencido de que tenía que pagar el costo por todo ese proceso tan border. El grado de exposición fue muy desestabilizador, y a la vez Okupas me dejó medio vacío. Sentía que habíamos alcanzado algo con su trascendencia, y no tenía ganas de volver a hacer por hacer. Por supuesto que es una mierda, porque parece la enunciación de dormirse en los laureles… y puede ser, qué se yo.

¿Dejaste de escribir después de Okupas?

—Me dediqué básicamente a ver cómo mierda hacía para ser un adulto, tener una casa, sostener una familia. Llegué a bocetar otros proyectos, pero nunca sentí el fuego como para llevarlos adelante. Y tampoco sentía la urgencia, porque a la vez estaba pudiendo, digamos, vivir, primero con la publicidad y luego con mi productora. Al no existir una necesidad material, sólo estaba mi propia exigencia y a la vez la sombra de lo que había hecho. No sentía necesidad de decir cosas. Y la mirada de los otros sobre lo que uno hace… tanta visibilidad me rompe un poco las bolas, sinceramente. Por no terminar preso de eso habré terminado preso de otras cosas.

¿Por no terminar preso del éxito de Okupas?

—De tener que responder a la expectativa de los demás. Y eso se combinaba con una autoexigencia muy fuerte sobre lo que yo mismo iba produciendo. Sentía que nada justificaba dar el siguiente paso. Los proyectos truncos fueron decantando en una especie de coro de personajes que no fueron, flotando a mi alrededor y pesándome cada vez que quería poner una mano en una hoja: “Mirá que antes no pudiste, eh”. Se transformó en una rueda extrañísima.

En la medianía de su parálisis creativa, Stagnaro aceptó dirigir Impostores (2009), una serie por encargo sobre una idea original del fallecido director Fabián Bielinsky que se emitió en un canal de cable. La serie fue un fracaso de audiencia y cayó rápidamente en el olvido.

—En mi cabeza era una forma de volver a la ficción sin arriesgar tanto en lo personal. Me gustaba la idea del proyecto por encargo, de la cosa medio industrial de ser uno más en una estructura. Pero después en la dinámica no funcionó para nada. Tuve que ceder en cosas con la productora que resultaron en errores garrafales. Pero bueno… a Impostores le puse exactamente el mismo corazón que a todo lo demás, y me fue mal.

La vida siguió: “recluido”, dice él, “editando cosas pequeñas e intrascendentes que sin embargo me fueron formando”. Alejado del mundillo artístico, sin ponerle su nombre a casi nada, sosteniéndose económicamente con los servicios audiovisuales ofrecidos a empresas y medios de comunicación desde su productora, que hoy sigue activa.

En la página web de Boga Bogagna figuran clientes como Nike, Ford, Unilever, Playboy y RedBull, y otros como la Fundación Huésped, la Televisión Pública y el Canal Encuentro. Figura, también, un breve texto de presentación de la productora: “Nos gusta mirar. Es lo que hacemos. A veces miramos las cosas de un modo apasionado. Otras, preferimos cierta distancia. Nos gusta detenernos a reflexionar sobre aquello que miramos. Creemos en la pausa”.

Cuando terminamos Okupas me sentí como el orto durante más de un año, algo un poco hipocondríaco de estar convencido de que tenía que pagar el costo por todo ese proceso tan border. El grado de exposición fue muy desestabilizador, y a la vez Okupas me dejó medio vacío.

 

otra vez en la trinchera

Ariel Staltari, uno de los cuatro protagonistas de Okupas, tiene la misma edad que Bruno Stagnaro y hoy es uno de sus amigos más cercanos. Se conocieron durante la serie y después dejaron de frecuentarse, hasta que se reencontraron en una fiesta de cumpleaños de Staltari en 2014 en la que Stagnaro, que para entonces tenía un hijo y una hija y estaba divorciado, conoció a Alicia, una compañera de trabajo de la esposa de Staltari. Esa noche no sólo fue el origen de la relación de Stagnaro con su actual pareja y madre de su tercer hijo, y de su fraternidad con Staltari, sino también, en alguna forma, de su lenta reconexión creativa.

—A veces la peor forma de destruir proyectos es asfixiándolos de posibilidades. En un momento no sabés dónde mierda estás parado. Es muy agobiante esa sensación. Yo había asumido que era algo que debía resolver sí o sí desde la soledad. Después me sirvió entender que no era así. Con el tiempo logré armar un equipo, y eso fue clave para volver a entrar en sintonía.

Primero tomó impulso con la escritura de un guión para una película de terror inédita en coautoría con Alicia. Luego encontró en Staltari a un socio narrativo con un talento natural para las voces de los personajes, al que descubrió durante una serie de viajes que hicieron juntos para un proyecto sobre una comunidad gitana en el sur de Buenos Aires, y con quien empezó a escribir “desde un lugar más lúdico, sacándole toda la carga”. Finalmente, en 2015, una década y media después de Okupas, Stagnaro se decidió a regresar a la televisión.

Se propuso reflotar un viejo protoproyecto que había abandonado hacía diez años, Un gallo para Esculapio, cuyo título se inspiraba en el nombre de un bar, que a su vez remitía a una famosa frase de Sócrates en su lecho de muerte. Había imaginado ese título como disparador de una narración que involucrara gallos. Diez años después, visualizó la segunda pata narrativa que hasta entonces le había faltado a la historia: además de gallos, habría piratas del asfalto.

Stagnaro y Staltari se informaron sobre el rubro del asalto a camiones a través de fiscales y policías que les revelaron las especificidades del accionar de las bandas, desde el funcionamiento de las máquinas que se utilizan para pinchar una radio policial hasta las maniobras típicas de los autos piratas en las bajadas de las autopistas. De las riñas clandestinas de gallos supieron, en cambio, de un modo más directo. A través de una videollamada, Staltari recuerda ahora la noche en que por primera vez presenciaron una riña real.

—Bruno quería palpar una riña desde adentro —cuenta Staltari. Conseguí el contacto de un gallero y terminamos un domingo a la madrugada internados en lo profundo del conurbano, al fondo de una casa donde se abrían unas gradas enormes con el reñidero ahí y todos los galleros amuchados. Era una situación tensa, había personajes medio pesados, rostros inquisidores. Nos miraban tipo: “¿Estos dos no serán polis?”. Bruno estaba en éxtasis total, agudizando la atención en todos los detalles: “Mirá acá, mirá allá, mirá aquéllo, mirá aquél”.

¿Y después cómo es a la hora de filmar?

—Lo mismo: va, viene, se enloquece, hace cámara, está al lado tuyo, te arenga. Siempre como ensimismado, metido en su mambo. No habla demasiado pero cuando te habla sabe dónde tocarte. No es de comentar mucho después de las escenas. Es raro que Bruno venga con un “te felicito”, por ejemplo. Algunos compañeros de Un gallo me preguntaban después de grabar: “Che, qué onda, Bruno no me dijo nada”. Y yo: “Si no te dijo nada, la rompiste”.

Estrenada en 2017, Un gallo para Esculapio es la historia del cruce de los caminos de Nelson, un joven gallero recién llegado de Misiones a Buenos Aires, y Chelo Esculapio, un gallero viejo que lidera una banda de piratas del asfalto en el Oeste bonaerense. Con un elenco famoso y una producción millonaria, la serie abandonó la impronta artesanal de Pizza y Okupas y desplegó un estándar técnico y visual de alto vuelo para la televisión local. Un gallo fue la primera ficción argentina con lógica de binge watching, con la posibilidad de ser vista de un atracón on demand.

El regreso de Stagnaro a la TV fue efusivamente recibido por la crítica y el ambiente televisivo. Salvando las distancias tecnológicas, Un gallo venía a actualizar el tema principal de Okupas: al igual que a Ricardo, lo que mueve a Nelson es el deseo de descubrimiento personal, y aunque su personaje es mucho más sagaz que el de Ricardo, la búsqueda de una trinchera propia, de algún sentido de identidad o pertenencia, le termina resultando igualmente peligrosa y dañina.

En 2018, Un gallo para Esculapio ganó siete premios Martín Fierro. Esa noche Stagnaro subió cuatro veces al escenario. Igual que 17 años atrás, fue el más ganador de la jornada. Al recibir los premios sólo tomó la palabra para mencionar en distintas tandas −como si de antemano hubiera previsto que recibiría varias estatuillas− los nombres de varias personas a las que agradeció. No dijo nada sobre sí mismo. No usó el micrófono más de dos minutos en total.

Esa noche Stagnaro subió cuatro veces al escenario. Igual que 17 años atrás, fue el más ganador de la jornada. Al recibir los premios sólo tomó la palabra para mencionar los nombres de varias personas a las que agradeció. No dijo nada sobre sí mismo. No usó el micrófono más de dos minutos en total.

 

Durante todos estos años, Okupas sólo estuvo disponible en copias truchas de VHS y DVD y después en YouTube, siempre en pésima calidad de reproducción. Nadie había querido reeditarla porque las leyes sobre derechos musicales imponen un costo demasiado alto al uso de su banda de sonido original. Stagnaro tuvo que renunciar a varios temas que musicalizaron la serie para lograr su relanzamiento: Rolling Stones, Beatles, Hendrix, Pescado Rabioso, Vox Dei, Sui Generis, Sumo. La versión de Netflix llega con un soundtrack que él le encargó a Santiago Barrionuevo, cantante de Él Mató a un Policía Motorizado, para reemplazar las canciones originales. Con el reestreno de Okupas resuelto, Stagnaro pasa estos días abducido por la escritura de El Eternauta.

—Algo que me funciona mucho para escribir es salir a correr y grabarme. Me voy de casa con preguntas y vuelvo con algunas intuiciones. Aunque es un arma de doble filo, porque llega un punto en el que acumulo grabaciones y notas por todas partes, por miedo a olvidarme de las cosas, y eso se transforma en un caos tremendo. Justo ahora es un buen momento porque acabamos de empezar una etapa nueva del texto y borré a la mierda todas las anotaciones viejas, así que la cosa está manejable. Pero dentro de dos meses…

Dice que en el futuro, tal vez no dentro de mucho, después de El Eternauta, le gustaría filmar una película. Tiene terminado el guión inédito de la película de terror que escribió junto a Alicia.

—Todavía está muy verde pero empieza y termina, que ya es un logro. No sé si esa u otra, pero una película es definitivamente lo próximo que quisiera encarar. Una de terror me correría del lugar previsible, me daría cierto margen para ver qué onda.

¿Escribir terror o ciencia ficción te implica muchas reglas nuevas?

—No lo siento tan así. En el fondo siempre es un tema de cómo administrás la información. Se trata de establecer primero una normalidad y luego algo que irrumpe y produce un universo con reglas nuevas. En eso el esquema es similar en todo lo que hice, y vale igual para Okupas y para El Eternauta. Siempre trato de no quedar atado a la cosa cien por ciento naturalista, porque me interesa el punto en el que la realidad se manifiesta de un modo más absurdo. O no tan lineal.

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