Transmitido en algún momento por la Radiotelevisione italiana y encapsulado por un héroe anónimo en YouTube, El diamante blanco (2004) es uno de los documentales mejor consumados de Werner Herzog. Aún así, es difícil encontrar detalles o comentarios sobre este film que valgan la pena leer. La ausencia es llamativa, porque El diamante blanco parece esquivar en silencio el cauce centrífugo de información aparejada a la “resurrección” de Herzog en la web —gracias a la cual, vía Netflix, llegó a una generación poco acostumbrada a la imaginación creativa de los alemanes de 76 años—, y después porque es Herzog en persona el que, en cuanta ocasión queda a su alcance, elabora un sentido crítico sobre cada una de sus películas. ¿Por qué, entonces, se ha dicho tan poco sobre El diamante blanco? El hecho de que en este documental se reelabore, además, “una articulación con claridad de esas imágenes impronunciadas que son nuestros sueños colectivos”, como él mismo diría sobre una cinematografía que acaba de cumplir 50 años desde Signos de vida (1968), vuelve el caso más extraño.
Si uno ignora quién es Werner Herzog, El diamante blanco puede mirarse como un documental sobre los esfuerzos técnicos y espirituales del ingeniero aeronáutico inglés Graham Dorrington para sobrevolar la sabana de la República Cooperativa de Guyana con un zepelín miniatura. Pero la película es más atractivo si uno conoce también qué es Fitzcarraldo (1982), y cuáles fueron las peripecias en las que Herzog quedó envuelto antes, durante y en especial después de su filmación. Desde hace al menos 36 años, Herzog da entrevistas y cuenta anécdotas —y publica libros— acerca de lo que significó en su vida y en su obra producir y dirigir esta película cuya historia se centra en la imagen de un gigantesco barco que atraviesa una montaña, desafiando las leyes más básicas de la naturaleza. Fitzcarraldo es, también, la historia del triunfo de la ingravidez de los sueños sobre la pesadez de la realidad. Sin embargo, de acuerdo a los mitos y los equívocos arrastrados por la figura de Herzog, aquellas, las de la naturaleza y el supuesto principio de realidad, no fueron las únicas leyes “desafiadas” por el proceso de filmación de Fitzcarraldo.
el triunfo de la ingravidez de los sueños
Para llegar a El diamante blanco, entonces, habría que deducir primero de qué modo las historias del melómano imaginario Brian Sweeney Fitzgerald (alias Fitzcarraldo), el director Werner Herzog y el ingeniero Graham Dorrington se cruzan. La trama detrás de esta trama es simple: Fitzcarraldo cuenta la historia de un amante de la ópera que quiere abrir a finales del siglo XIX un teatro en plena jungla amazónica, para lo cual necesita reunir una fortuna con el exitoso negocio del caucho. El plan es conseguir un barco y una tripulación para trasladar el caucho por el Amazonas, pero esto lo enfrenta a otro problema: el río en el que consigue comprar un barco no es el mismo río que necesita navegar, y lo que separa a esos dos ríos es una pequeña montaña. Fitzcarraldo decide entonces contratar a los indios de la zona para que suban el barco de un lado de la montaña y lo bajen del otro, con sogas, troncos y poleas. La tarea es monumental, y fuera del plano de la ficción Herzog transformó este delicado detalle narrativo en el epicentro de toda la producción de su película (en la que, en una primera versión, actuaba Mick Jagger).
Aunque Hollywood le propuso filmar las escenas en un estudio con efectos especiales, Herzog rechazó la oferta y se empecinó en subir un verdadero barco a vapor de 320 toneladas a través de un istmo entre los ríos Urubamba y Camisea, en lo profundo de la selva peruana, con el uso de cables de acero y tractores, e invirtiendo sus propios recursos para contratar a cientos de indios a los que organizó desde un campamento perdido en Iquitos. En Conquista de lo inútil, el diario de filmación de Fitzcarraldo (y la frase que los colegas de Fitzgerald usan en la película al describir su sueño de una ópera en medio del Amazonas), Herzog escribe: “¿Tendría yo el temple y la fuerza como para empezar todo de nuevo desde el principio? Yo dije que sí, de lo contrario sería alguien que ya no tiene sueños, y sin ellos no querría vivir”. En ese punto de la preproducción, que se alargó durante cuatro años, el primer campamento en Iquitos había sido incendiado por otro grupo de indios, algunos actores habían decidido retirarse para siempre del proyecto y el ingeniero civil que había calculado los requisitos técnicos para mover el barco lo había abandonado.
este peligroso director de cine europeo
Herzog siguió adelante y terminó la que, hasta hoy, es su película más famosa. Pero antes, una parte no menor de esa odisea fue traduciéndose en una forma de exposición muy distinta para Werner Herzog, a quien durante años se acusó una y otra vez de haber explotado a los indios con los cuales había trabajado, sometiéndolos a peligros insensatos y a veces letales, y pervirtiendo y tiranizando a una comunidad cuyo contacto con este peligroso director de cine europeo, al final, solo habría reconfirmado los funestos lazos de abuso entre Europa y América. Sin embargo, “yo veía algo que los otros no veían”, escribe Herzog. Y es con esa visión en mente que deberíamos repensar, finalmente, el lugar del ingeniero aeronáutico Graham Dorrington en El diamante blanco.
Emparejados en el corazón de la sabana guyanesa 22 años después de Fitzcarraldo, ¿no son Werner Herzog y Graham Dorrington una misma figura duplicada en la pantalla? ¿Acaso el hombre que soñaba con subir un barco sobre una montaña no nos cuenta, ahora, la historia del hombre que sueña con volar un zepelín sobre la jungla? Si se acepta este juego de espejos, se debe aceptar también que El diamante blanco no es un documental de Herzog filmado a partir del experimento aeronáutico de Dorrington, sino un experimento aeronáutico de Dorrington filmado a partir del documental de Herzog. Y esto abre la estética del cine documental hacia otro asunto: la performance, una estrategia a través de la cual Herzog reelabora siempre su figura como cineasta. En otras palabras, si el director y el ingeniero funcionan en espejo, ¿acaso la voz de Herzog que narra a Dorrington no es, en definitiva, la voz de Herzog narrándose a sí mismo, a veces como alguien demente y otras como alguien brillante, y también casi siempre como alguien excéntrico, e incluso algo ridículo?
y también hay estupideces estúpidas
Una de las escenas más impactantes de El diamante blanco nos muestra a Herzog, por única vez en cámara, confrontando a Dorrington por un asunto que con extrema sutileza vuelve a llevarnos hacia las leyes presuntamente “infringidas” durante la filmación de Fitzcarraldo. Repasemos. Dorrington acaba de ensamblar su zepelín, pero no cree que sea seguro subir acompañado durante el vuelo de bautismo. Sin dejar de hacer gala de la idea de que él jamás le pediría a alguien que hiciera algo que él no hubiera probado antes —y de que, como suele repetir en sus entrevistas, los riesgos físicos a veces son necesarios en el cine—, Herzog le dice a Dorrington que “sería estúpido aceptar que volara sin una cámara a bordo”. El diálogo es tan irreal que no cuesta entender que está guionado: “Hay locuras”, le dice Herzog, “y lo acepto”. “No, esto no es una locura”, lo interrumpe Dorrington. “No es una locura, pero sería estúpido aceptar que vueles sin una cámara”, le responde Herzog. Y entonces dice también, en un típico soliloquio herzogiano: “Hay estupideces dignas y hay estupideces heroicas, y también hay estupideces estúpidas. Y sería una estupidez estúpida volar sin una cámara. Yo voy a volar”.
La escena siguiente nos muestra a Herzog con una cámara en el endeble zepelín de Dorrington, ejecutando así uno de esos gestos severos de profesionalismo y responsabilidad que sus críticos han puesto en duda desde los rumores alrededor de Fitzcarraldo. Herzog decide tomar el lugar de uno de sus camarógrafos para evitarle el riesgo potencial de estrellarse, y esto es más serio de lo que aparenta porque, tal como nos relata Dorrington al principio de El diamante blanco entre lágrimas, en un accidente ocurrido varios años antes otro director de cine alemán, con el que trabajaba filmando animales salvajes, había muerto con un zepelín similar en África. La del coraje físico y la responsabilidad ética es apenas una entre varias cuestiones reelaboradas como performance en El diamante blanco, y si bien me gustaría dejar para otra ocasión las que también tienen que ver con el espacio natural —¿qué tipo de romanticismo nos propone Herzog? ¿Uno que idealiza a la naturaleza o uno que idealiza a la civilización?—, deberíamos terminar con un punto importante: el papel de los aborígenes, contratados para colaborar con el experimento aeronáutico de Dorrington y con el equipo de filmación de Herzog, exactamente igual que en Fitzcarraldo.
los misterios de las cataratas Kaieteur
Una de las acusaciones más graves contra Herzog es que hubo indígenas que murieron bajo su responsabilidad durante la filmación de Fitzcarraldo en Perú. La acusación es falsa pero verosímil, lo cual explica la resiliencia a través del tiempo. Entre animales peligrosos y ríos imprevisibles —“todo acá está preparado para el tipo más espeluznante de turismo”, escribe Herzog en Conquista de lo inútil—, las únicas muertes reales durante los cuatro años de producción de Fitzcarraldo fueron las de dos indios que, después de robar unas canoas que no sabían usar, se ahogaron entre los remolinos del río Urubamba en la madrugada. Herzog explica la tragedia como un episodio muy lateral de su tiempo en Iquitos, aunque basta recordar que si los machiguengas hubieran creído que el responsable de esas muertes era Herzog, seguramente lo habrían matado (como estuvieron a punto de matar a Klaus Kinski, dice el mito). En tal caso, esta es la mácula de violencia colonial que El diamante blanco reelabora con mayor énfasis. Los machiguengas de Perú, ahora, son los rastafaris de Guyana, una población nativa que trabaja en las minas de diamantes y proveen a la película nada menos que del título (cuando le preguntan a uno de los rastafaris qué ve cuando mira el zepelín, dice “un diamante blanco”).
El epicentro de esta cultura se sostiene, en buena parte, sobre los misterios de las cataratas Kaieteur, a las que los rastafaris asignan sentidos míticos. Bajo ellas, nos cuenta también la película, hay unas cuevas a las que nadie logró llegar jamás, y que Herzog, aunque logra filmarlas gracias a un escalador alemán de su equipo, opta por no mostrarnos. Por supuesto, esta decisión es una nueva performance, otra puesta en escena de la ética de la responsabilidad. Después de consultar a un “antiguo líder tribal” que dice que “la esencia de nuestra cultura se perdería si todos pudieran ver el interior de las cuevas”, Herzog elige respetar el deseo de los rastafaris y demostrarnos que su curiosidad y la de su documental jamás se atreverían a transgredir la voluntad de los nativos. Ahora bien, ¿por qué Werner Herzog, a pesar de todas estas concesiones sobre su pasado, no convierte El diamante blanco en otra pieza vacía de la ideología de la corrección política en el contexto de los diálogos interculturales? Precisamente porque, para el final, nos reserva una última escena, que no solo nos recuerda que los documentales son tan falsos como la ficción, sino también que la realidad es más feroz e incontrolable, y sobre todo menos sagrada, que lo que nos gustaría imaginar. Eso es lo que trasunta el joven rastafari que baila un rap sobre las cataratas Kaieteur, y lo que nos repite Werner Herzog en sus películas desde hace ya medio siglo.