Menem y el cine: la hora de los estudiantes (segunda parte) | Revista Crisis
historia del cine argentino / subsidios y autogestión / la nueva generación
Menem y el cine: la hora de los estudiantes (segunda parte)
Esta nueva entrega de la historia del cine argentino en democracia muestra el inesperado surgimiento de la Ley de Cine durante el menemismo. Hacia finales de los noventa sale a la luz una generación de cineastas que deja atrás la soporífica estética y el didactismo de los directores intelectuales. El Nuevo Cine Argentino hace uso de los subsidios del INCAA pero descree de lo estatal como único resorte para agarrar las cámaras y hacer películas que valgan la pena.
Ilustraciones: Brenda Greco
19 de Mayo de 2021
crisis #47

 

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Sería interesante, alguna vez, conocer los pormenores que dieron lugar a la Ley de Cine de 1994, a la que el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) debe prácticamente la totalidad de su existencia. Ayudaría a entender por qué un gobierno que pasó a la historia esencialmente por desmantelar la compleja estructura pública se permitió sancionar una ley proteccionista que literalmente salvaba de la extinción a algo que estaba lejos de resultar indispensable o simpático a la mayoría del público votante: el cine nacional. Desde luego, no es justo ni demasiado lúcido restarle importancia a la lucha de las diferentes organizaciones del sector audiovisual para defender los últimos restos de una práctica que estaba en crisis en el mundo entero. Acaso sí convenga aceptar que esa respuesta heroica es insuficiente, y que el beneplácito con que el menemismo aceptó multiplicar las bocas a las que el Ente Recaudador Cinematográfico podía recurrir, convirtiéndose en pocos años de una institución al borde de la quiebra en una institución rica, apetecible por su generosidad a la hora de coproducir con casi cualquiera de las cinematografías del mundo, implica al menos una lección: la política nunca es literal y sus vaivenes y contradicciones están llenos de pequeños enigmas cuya explicación está más cerca del azar y del descuido que lo que cualquier historiador estaría dispuesto a admitir.

En todo caso, no es el propósito de estas líneas acometer ese misterio, ni investigar sus causas. Lo que me propongo es poner en cuestión un mito fundante del Cine Argentino del nuevo siglo: aquel que dice que la Ley de Cine y el INCAA resultante de ella (en reemplazo del endecho INC al que se ocupó de rescatar de las cenizas) fueron los responsables máximos de la inocultable Renovación que el Cine Argentino experimentó en la primera década del siglo, y que no consiguió ser doblegada por las sucesivas crisis ni cambios de gobierno. Consultado para este artículo, el productor Diego Dubcovsky se ocupa de cimentar ese relato: 

Para mí la ley de cine es una ley muy exitosa  que contaba con algunos objetivos muy concretos que  se cumplieron,  como la de democratizar el espacio cinematográfico que le permite a un montón de gente joven acceder a la financiación para  sus películas,  lo que habla de una generación (que fue aquella que impulsó la ley de cine) con  una mirada muy generosa, que no se propuso  limitar el acceso de directores y los productores nuevos. En algún sentido, la ley de cine planteó durante muchos años -creo que ahora estamos en crisis por varios motivos- que  cuando el Estado se involucra una manera fuerte en el desarrollo de alguna actividad cultural o industrial con continuidad eso genera un crecimiento en todos los aspectos.  En el caso del cine, por ejemplo, eso permitió la aparición de nuevos lenguajes, directores y una nueva forma de pensar y hacer cine,  que implica además un desarrollo cuantitativo en cantidad de películas y de espectadores, y que además permite  no sólo generar algún tipo de público  sino,  además , el arribo y la legitimación del cine argentino en Festivales Internacionales durante muchos años. Lo que la Ley genera en ese momento, además, es un recambio en varios aspectos: primero en quiénes son los creadores o directores, en los equipos técnicos, nuevos productores; pero también hay un recambio en la crítica de cine -con la aparición de nuevas revistas como El Amante o Film- y en la enseñanza, con el surgimiento de Escuelas de Cine como por ejemplo la FUC. De todo eso yo hago responsable a la Ley de Cine, en el buen sentido. Si bien no están escritas esas cosas en la Ley, hay que decir que gracias al movimiento que se genera a partir de ahí  se empieza filmar a producir y a pensar de una manera que hasta ese momento no había ocurrido.

Resulta comprensible que Dubcovsky, acaso uno de los productores que mas virtuosamente aprovecharon los caminos ofrecidos por la Ley a partir de la sucesión de películas que realizó junto a Daniel Burman (que perfectamente pueden ser tomadas como modelo de audacia comercial y de olfato popular) tenga una visión tan optimista de las consecuencias  venturosas del proceso iniciado en la segunda mitad de los años 90. Si aquí nos ocuparemos de disentir con él, no será por negarle valor al aspecto legislativo de la Renovación Cinematográfica sino para reconocérselo a innumerables factores dispersos que acaso hayan contribuido a ese fenómeno con mayor fuerza y mayor imaginación que las modificaciones en la Administración Publica a las que Dubcovsky coloca en el centro de la escena. 

Lo más discutible del relato en cuestión es que puede sugerir a algún lector desprevenido que la Renovación Cinematográfica (aquello que en su momento se conoció como Nuevo Cine Argentino) figuraba de manera mas o menos manifiesta en el espíritu de la Ley.

 

lo malo y lo nuevo

Si el efecto más evidente que tuvo la Ley fue el de quintuplicar el presupuesto con el que el flamante y rebautizado ente autárquico (INCAA) contaba para desarrollar sus mecanismos de fomento, es preciso recordar que el destino de ese apetecible dinero fue dirigido a la refundación de un sistema de grandes productoras concentradas. Las por entonces recientemente creadas Patagonik Film Group y Pol-K, por ejemplo, establecieron gracias a ese soporte estatal convenientes acuerdos con los aún todopoderosos canales de televisión. El paisaje cinematográfico de esos primeros años tiene como imágenes icónicas el rostro del cantante Diego Torres gritando “¡Guardias!” frente a los barrotes de la cárcel, horrorizado ante la sodomía inminente y la figura de Adrián Suar (aún más identificado con el galán joven de Pelito que con el Tycoon que llegaría a ser en pocos años) volando ante la onda expansiva de una espectacular explosión. Sin duda, para cualquier espectador la comparación entre esas imágenes efervescentes y el desvaído panorama de unos años antes (en los que el cine argentino solo podía ofrecer la confusa dicción de Funes, un gran amor o las mujeres voladoras de Subiela), representaba la evidencia de un cambio de rumbo. Más difícil es aceptar la idea de que ese cambio fuese hacia algún tipo de renovación estética y generacional. Los primeros films de Pol-K (el policial Comodines, la comedia costumbrista Cohen vs. Rossi, el melodrama romántico Alma mía) eran aún ajenos a cualquier tipo de movimiento estético que no fuera la reconquista de un público perdido ante el avance de los films de Hollywood, cuya política de supervivencia ante la crisis del fin del milenio y el crecimiento de las tecnologías de reproducción hogareña fue hacer objetos cada vez más grandes y más saturados de efectos visuales. Lo mismo puede decirse de la productora Patagonik, cuyas naves insignia en los primeros años de la Ley fueron la tercera película del entonces exitoso Marcelo Piñeyro y las dos entregas cinematográficas de un popular personaje televisivo: Dibu, la película y Dibu 2: La venganza de Nasty. Esa fue la estrategia más palpable del INCAA en sus primeros años: la confección de objetos gigantescos que pudieran hacerles frente a sus hipertrofiados modelos californianos.

Mientras aquella todavía endeble alianza entre el cine y la televisión daba sus primeros pasos, la renovación cinematográfica se gestaba por caminos extremadamente laterales. Aunque la historia sea medianamente conocida, nunca está de más referirla: en 1994 (es decir, antes de la puesta en práctica de la Ley de Cine) el entonces llamado INC llamó al Concurso Nacional de Cortometrajes. Al año siguiente, los pequeños films ganadores fueron exhibidos (por iniciativa de sus jóvenes directores) como un único largometraje, al que titularon Historias breves. Esos cortometrajistas de veinte años eran, en muchos casos, quienes protagonizarían años después la Renovación: Lucrecia Martel, Adrián Caetano, Bruno Stagnaro, Ulises Rosell, Jorge Gaggero, Daniel Burman, Sandra Gugliota. Acaso esa muestra colectiva no hubiese tenido la importancia epocal que tuvo de no ser por aquello que en estos días suele conocerse como una “operación de prensa”: la revista El Amante/Cine, en la tapa de su número correspondiente a junio de 1995, mostraba dos imágenes: la primera, correspondiente al film de Subiela No te mueras sin decirme adónde vas, estaba subtitulada lapidariamente como “lo malo”; al lado, un fotograma de Historias breves rezaba “lo nuevo” (significativamente aún los editores no se arriesgaban a declararlo “lo bueno”). Ese gesto editorial, en una revista de pocos lectores pero enorme influencia en los pequeños círculos de pensamiento cinematográfico, tuvo el efecto de una proclama revolucionaria. Si hasta ese momento El Amante se había caracterizado por una actitud irreverente hacia las películas argentinas, la tapa del número de junio implicaba, por primera vez, la postulación de un camino a seguir. Historias breves, un hecho casi insignificante en la cartelera, tenía la potencia suficiente para ser considerado “lo nuevo” y no el film de Subiela, al que el Instituto y todo el canon cinematográfico argentino otorgaban un lugar central.

Desde luego, ese movimiento no estuvo exclusivamente digitado por El Amante, ni por los jóvenes cortometrajistas: respondía a una sensación general de agotamiento con respecto a las estructuras cinematográficas nacionales que llevaban a establecer como único camino posible la disidencia. En efecto, para la cada vez mayor cantidad de estudiantes de cine que se repartía entre las escuelas nuevas como la FUC o el CIEVYC y la recientemente creada carrera de Imagen y Sonido de la UBA, la sanción de la Ley de Cine estuvo lejos de ser una noticia central. Nadie esperaba nada del Estado y todavía era palpable el axioma tácito que indicaba que entre las experiencias amateurs de los estudiantes de cine y los cineastas de paso reducido y lo que el Estado argentino consideraba “películas nacionales”, existía una brecha infranqueable. Ciertamente tanto el film de Subiela como Historias breves existían gracias a la política de subsidios del INCAA, pero la subversión propia de El Amante consistió en poner en el centro de las expectativas a aquello que hasta ese momento había sido pensado desde el Estado como un mero apéndice, casi como una dádiva.

Era palpable el axioma tácito que indicaba que entre las experiencias amateurs de los estudiantes de cine y los cineastas de paso reducido y lo que el Estado argentino consideraba “películas nacionales” existía una brecha infranqueable.

 

festival estudiantil

Esta alianza entre los críticos y los directores jóvenes a la hora de gestar la Renovación y su compleja relación con los organismos estatales puede rastrearse con toda nitidez en uno de los escenarios más visibles de la política cinematográfica del menemismo: el reaparecido Festival de Mar del Plata. Desde su regreso en 1996 (es decir, en pleno relanzamiento del INCAA, ahora rico) el Festival se presentó en sus aspectos más exteriores como una excentricidad anacrónica, acorde con la personalidad de quien fuera su máximo impulsor, el conductor televisivo y de espectáculos folklóricos Julio Maharbiz, cuya gestión en el Instituto durante el segundo gobierno de Menem puso fin a un largo derrotero de directores fugaces. En efecto, a tono con el estilo nostálgico y conservador de su director, el Festival estuvo desde el comienzo atravesado por un perfume a museo de cera que parecía remedar los festivales de cine de los años cincuenta. Las visitas de antiguas vedettes como Raquel Welch, Elsa Martinelli y la propia Gina Lollobrigida, conferían al acontecimiento una inconfundible máscara grotesca que lo acercaban a las retóricas coreografías del Ballet Brandsen en la plaza central de Cosquín. En otras palabras: nada parecía menos dedicado al espíritu de Renovación que esas melancólicas ceremonias crepusculares.

Sin embargo, las multitudes de estudiantes que sistemáticamente viajaban cada noviembre a las playas atlánticas (y para los cuales los oropeles oficiales eran por completo irrisorios) acabaron por construir una suerte de Festival paralelo en cuya efusión y entusiasmo acaso estuviera cifrada la esperanza de Renovación. Y fue allí, en esa anárquica masa de estudiantes, en donde la crítica militante encontró su lugar y su público. En efecto, a partir de la existencia del Festival, la revista El Amante dejó de estar esencialmente consagrada a la tradicional cinefilia porteña y pasó a ser una secreta herramienta cuyo estilo siempre irónico no estaba reñido con una manifiesta defensa de la renovación. ¿Quiere decir esto que se dirigía a los estudiantes? No necesariamente: no eran muchos los estudiantes que compraran El Amante y menos aún los que se ocuparan de leerla. Más bien se trataba de que la revista veía a los estudiantes con extrañeza y esperanza y mantenía con ellos una silenciosa interlocución. De repente, después de ignorarlos por completo durante sus cuatro primeros años de vida, la nueva crítica parecía comprender, a partir de Historias breves, que los estudiantes de cine se estaban convirtiendo en una entidad colectiva compleja, con reglas y códigos propios que en muchos casos enfrentaban a los críticos con su propio conservadurismo.

Me explico: en 1996 la Argentina presentó en la competencia del Festival tres films: la extraña y atractiva Sotto Voce, dirigida por Mario Levin, y las opuestas Buenos Aires Viceversa y El sueño de los héroes. Buenos Aires era la primera película hecha en el país por Alejandro Agresti después de un largo exilio holandés. Agresti era el niño mimado de El Amante, un director relativamente joven que años atrás había deslumbrado a gran parte de la crítica con la ambiciosa El acto en cuestión. El sueño de los héroes era una adaptación de una novela de Bioy Casares, dirigida por Sergio Renán, con un elenco prolífico en figuras de la televisión y una costosa reconstrucción de la década del treinta. Los estudiantes y los críticos rechazaron por ridícula esta última y se dieron cita frente al film de Agresti con un apriorístico fervor. El film de Agresti, sin embargo, dividió las aguas. El Amante se rindió ante él, no sin alguna benevolente tibieza.

Los estudiantes, en cambio, se mostraron decepcionados: no era lo suficientemente renovador. Una placa al comienzo informaba a sus espectadores de que “En los años de la dictadura en la Argentina desaparecieron y fueron asesinadas unas 30.000 personas” –un curioso prorrateo que homologaba a muertos y desaparecidos, y que hubiera sido escandaloso una década después– y dedicaba el film a sus hijos “que recién hoy están en condiciones de pedir respuesta a la sociedad”. La forma en que las imágenes posteriores llevaban a cabo semejante dedicatoria no honraba su encomiable intención. En una escena, un personaje llevaba a una ciega a un hotel de alojamiento y (a la manera de los films de Rodolfo Ranni de la primera posdictadura) se excitaba sexualmente torturándola y llamándola repetidas veces “zurdita”. Sobre el final, el guardia de seguridad de un centro comercial mataba a sangre fría a un niño que acababa de robar una cámara de video: la escena sucedía en cámara lenta, con un gran torrente de sangre y con una obra coral de Glück como única y almibarada elección sonora.

Contrariamente a lo que suele decirse sobre una hipotética “despolitización” propia de los años noventa, los estudiantes de cine repudiaron por abyecta esa vulgar manipulación. No hacía falta una placa que les informara ni les dedicara nada: el mero hecho de detectar en el film rasgos de esa prepotencia demagógica del cine viejo lo convertía en una decepción, en una pieza obsoleta antes de nacer, empapada de condescendencia y didactismo. Los jóvenes a quienes el film estaba dedicado rechazaron masivamente el premio consuelo que el cine nacional les ofrecía. Los críticos, al poco tiempo, dejaron de defender a Agresti. Los estudiantes se les habían adelantado, una vez más.

Pizza, birra, faso fue un film que despertó, en cada estudiante que la vio, la certeza de que hacer cine era algo posible e inmediato. La sospecha de un camino alternativo al oficial, la evidencia de que la desobediencia y el desorden podían ser más eficaces a la hora de filmar que la prolija y aletargada sucesión de peldaños que prometía la burocracia oficial.

 

el futuro llegó

Al año siguiente, dos jóvenes de la camada de Historias breves (Israel Caetano y Bruno Stagnaro) procedían en la dirección contraria y esta vez tenían éxito. La película Pizza, birra, faso, que no tenía dedicatorias ni obituarios sino una dureza y un rigor que nadie parecía haber sido capaz de poner en escena en años, utilizando actores desconocidos y esquemas de rodaje que parecían desobedecer todas las máximas de la industria, se convertía en un objeto efectivamente renovador. Esta vez sí las multitudes de estudiantes de cine y los críticos intuyeron juntos la novedad tan largamente esperada. Al comienzo de un reportaje a sus directores, un crítico de El Amante, Quintín, admitía haberse sentido incómodo frente a sus entrevistados e intuir que cada una de sus preguntas era irrelevante y retórica. Ese desconcierto, confesaba Quintín, le resultaba fascinante y advertía en él una arrogancia y un desdén en los cuales cifraba la promesa de un cine por venir.

Pizza... estaba sostenida, en efecto, en una sucesión de desobediencias: había sido filmada con un concurso de la Ley de Cine pero destinado a la realización de telefilms. Se esperaba que su duración fuese de menos de una hora y que se exhibiese por algún canal de TV. No estaba pensado como un objeto cinematográfico y menos aún como aquel que podía representar al país en una competencia internacional. Si su éxito fue casi unánime –además de sus numerosos méritos cinematográficos– acaso se deba a la forma en que el film sintetizó las expectativas y las convicciones de sus jóvenes contemporáneos. Pizza, birra, faso fue un film que despertó, en cada estudiante que la vio, la certeza de que hacer cine era algo posible e inmediato. La sospecha de un camino alternativo al oficial, la evidencia de que la desobediencia y el desorden podían ser más eficaces a la hora de filmar que la prolija y aletargada sucesión de peldaños que prometía la burocracia oficial. Fue esta una hipótesis que tomó a la crítica por sorpresa pero cuya causa abrazó con astuto fervor.

Dicho de otra manera, si Pizza… fue un film histórico se debió a la existencia de una generación que lo volvió histórico: eso es lo que los críticos comprendieron y a ese tren, que intuyeron imparable, decidieron enganchar sus hasta entonces erráticos vagones. Al igual que en la definición de la poesía escrita un siglo antes por Lautréamont, parecía un film hecho por todos. Los críticos eligieron, con un olfato hasta entonces desconocido, sumarse a eso y si bien los directores de la Renovación nunca dejaron de mirarlos con alguna desconfianza, lo cierto es que esa alianza, durante algunos años, se reveló como inesperadamente fructífera.

La parábola de la Renovación no apunta solo a derribar el mito de que son las políticas oficiales y no la imaginación puesta en su aprovechamiento, lo que redunda en mecanismos novedosos y cambios revolucionarios. Sobre todo, espero, puede funcionar como testimonio a una generación demasiado confiada en la esperanza de un Estado sacrosanto.

 

qué onda, fiera

La parábola de Pizza… y de los inicios de la Renovación no apunta únicamente a derribar el mito de que son las políticas oficiales y no la imaginación puesta en su aprovechamiento lo que redunda en mecanismos novedosos y en cambios revolucionarios. Sobre todo, espero, puede funcionar como testimonio a una generación demasiado confiada en la esperanza de un Estado sacrosanto. En otras palabras: el Nuevo Cine Argentino, que no nace del corazón de una Ley sino de sus arrabales y sus desvíos, sirve como ejemplo prístino acerca de cómo pueden mezclarse las políticas públicas y la iniciativa independiente. Es cierto: el film no hubiera existido sin el premio otorgado por el INCAA, pero el INCAA entregó otros tantos premios y no todos se convirtieron en Pizza… La mayoría se contentó con realizar opacos telefilms y esperar a que la tómbola de los subsidios se aviniera a bendecirlos con los fondos necesarios para su verdadero proyecto.

La desobediencia de Pizza… y de los jóvenes de Historias breves consistió esencialmente en echar mano de los recursos disponibles (económicos pero también simbólicos y prácticos, además del conocimiento de un campo gestado en diez años de pequeñas filmaciones independientes) y lanzarlos a rodar sin pedir demasiado permiso, con la audacia de un buscador de oro o de un tahúr. Ese ímpetu, cuya relación con el Estado fue siempre de desconfianza mutua y de recíproca incomprensión, no resulta únicamente atribuible, una vez más, al mayor o menor arrojo de sus Caetano y Stagnaro: encuentra sus bases en una generación entera, formada a lo largo de una década de orgullosa autogestión.

Me permito, pues, una pregunta, ya que me está vedada la moraleja: ¿Tendrá la misma astucia y el mismo arrebatado fervor la nueva generación de cineastas cuando en menos de lo que cante un gallo el INCAA deba repensar todo de nuevo, deba reconvertirse y redefinir sus metas y otra vez ellos deban contentarse –como le pasó a otros hace veinticinco años– con las migajas? ¿Sabrán convertir esas migajas en obras que cambien la historia del cine para siempre? ¿Habrán aprendido a moverse como fieras nocturnas entre el desorden, tomando lo disponible y huyendo a celebrar sus festines en la oscuridad? ¿O procederán en cambio obedientemente, sentados en silencio en sus caballos de madera mientras gira la calesita, esperando a que alguno se digne, piadosamente, a cederles la sortija?

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