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Memorias del Parakultural: Búsquenme en Google, estuve ahí
En los ochenta, Luis Aranosky tenía una doble vida: de día era profesor en un colegio religioso, de noche, una figura que latía al compás de los afiebrados días de la cultura gestada alrededor del Parakultural. Crónica de una vuelta por la muestra que recupera aquellos días y una pregunta por los modos en los que vivieron y sobrevivieron quienes no eran Charly García.
Fotografía: Gala Abramovich
07 de Junio de 2022

 

Era marzo de 1986 y algo nuevo estaba pasando. Nadie decía las palabras primavera radical, simplemente se respiraba el perfume. En el cine, la televisión, la calle, el teatro o la radio: todo había cambiado desde diciembre de 1983. Parecía haber un futuro (hasta un presente) mejor, más divertido y propio. Llegaba el cometa Halley, en el peronismo se hablaba de renovación y López Rega era detenido en Miami. Ajenos a todo eso, en el 4° grado del colegio Dr. Herzl -nombre en homenaje a uno de los padres del sionismo-, en la zona más ortodoxa del Once, la ansiedad era otra. En la puerta decía “Escuela de Religión e Idiomas”. La religión era la judía y los idiomas inglés, hebreo e idish (sólo en séptimo grado). Se había ido una profesora muy rigurosa, nadie quería otro año así. Por todo eso, cuando apareció Luis Aranosky la sorpresa fue mayúscula: ¿Un maestro varón? Eso sí que nunca lo habíamos visto. No fue la única sorpresa.

Luis tenía bigotes, era alto y flaco. Los alumnos no lo sabíamos pero por las noches trabajaba en el Parakultural, Cemento, New York City, Trumps y tantos lugares más. Era performer, actor, clown, cantante, poeta. Más que eso: era joven y protagonista de una escena under que estaba en su mejor momento. Amigo de Batato Barea, de Tom Lupo, de las Gambas al Ajillo, Luis era, por lejos, la persona más graciosa y original que habíamos visto. Nadie en el Herzl (padres, docentes, directivos o alumnos) estaba al tanto de ese tipo de arte, mucho menos de que Luis era capaz de comer un plato de fideos en escena, vomitarlo y terminar con una estrellita luminosa, de esas que se venden a fin de año, insertada en el culo, tal como hizo en alguna de sus performances trasnochadas. El desborde escénico, lo escatológico, la democracia joven (con las razzias de siempre), los ochenta y el judaísmo de izquierda se mezclaron en una jarra loca de la que Luis tomó y nos convidó.

 

el profesor under

Al poco tiempo de clases nos dimos cuenta de que era distinto a todas las docentes que habíamos conocido. La maestra Sara decía que en el aula el único ruido permitido era el de las lapiceras mientras escribíamos. Luis propuso todo lo contrario. Si estábamos tan copados con Zas, teníamos que cantar todos juntos. Con su aprobación, nos paramos sobre los pupitres y gritamos tirá para arriba. Ya no había horas perdidas con él. Cuando no improvisábamos una obra de teatro, él nos leía un cuento medio loco. Para el Día del Niño se pintó la cara, hizo su número de clown y con la guitarra cantó algo inolvidable: Naftalina, naftalina, quiero tener yo muchas minas. En la escuela de religión e idiomas nunca habíamos escuchado algo así, el mensaje más bien era tener una sola.

Luis llegó al Herzl por recomendación de una colega que lo vio en un campamento en Macabi, donde trabajaba como educador no formal (madrij). El curriculum vitae que llevó a la entrevista escondía su versión rockera, resaltaba su formación en la primera promoción del profesorado del Mariano Acosta y la experiencia en el trato con los chicos a partir de su trabajo en distintos clubes y escuelas. Nada decía de sus presentaciones desde 1984 en boliches de la zona oeste (Pinar de Rocha, Jeese James, Juan de los Palotes) ni de la vez que se lo llevaron preso en Palladium por exhibiciones obscenas: “Le mostré el tujes a un tipo y justo al lado estaba el comisario. Terminé en la comisaría dos días casi en bolas en pleno invierno”.

En el 84 y 85 había trabajado en una escuela en una villa de González Catán, incluso iba a dar clase luego de haberse presentado de noche en boliches. La realidad ahí era opuesta a la del Herzl y tenía muchas libertades para aplicar recursos creativos en el trabajo grupal y docente. Con nosotros también intentó trabajar con esos métodos desestructurados. De parte de la comunidad educativa, más afín al templo de la calle Paso que a Cemento, con el correr del año fue creciendo una resistencia a tanta informalidad, ya fuera por la ropa colorida, los contenidos que elegía o sus propuestas más cercanas a la expresión oral y corporal que a las matemáticas. Todo se desmadró a partir de una clase de Lengua en la que invitó al grado a escribir en una cartulina todas las malas palabras que sabíamos. Cada uno podía elegir las que quisiera para incluir en una composición. En los días siguientes fueron varias las familias que se acercaron a pedir una explicación. Ese ejercicio marcó la suerte de Luis, la presión para que se fuera resultó insostenible. Cobró la indemnización y se la gastó a lo largo de tres meses en Brasil. Al año siguiente apareció otro docente varón, Fabio, pero no sabía cantar, ni era mimo ni tan ocurrente.

Luis se convirtió en nuestro mito rockero. Aparecía en publicidades, en programas de tele, como Crema Americana o Videomatch, o con su banda de rock, Los Triciclos Clos. Seguía siendo muy zarpado, y eso quedaba claro en su programa de radio de Rock & Pop (en la época pre Google, cuando se podía perder el contacto con alguien). Ya en el nuevo siglo, nos pusimos en contacto a través de las redes sociales y cambiamos algunos mensajes llenos de recuerdos. Por todo esto, la inauguración en el Museo Nacional Histórico de la muestra Los 80, el rock en la calles fue el momento perfecto para activar el Plan Reencuentro. Para recorrerla no había mejor compañero que él, protagonista sin puntería en el tiro al blanco del marketing, sobreviviente de una época y una generación marcadas también por la irrupción en el mundo del vih/sida y el reviente de post dictadura. Aceptó el plan.

 

estuve ahí

“Qué letra de mierda que tenías”, recuerda en el medio del abrazo al bajar de su casa en San Cristóbal. El bigote más largo que cuando era maestro, la cresta blanca de canas, remera negra ajustada, muñequera de cuero, borcegos altos sobre el jean achupinado: todavía le sobra rock. Aranosky odia el transporte público así que el viaje al museo es en bicicleta. A sus 59 años, lleva cuarenta de ciclista. Tiene una italiana marca Piazza, con manubrio de carrera, y una linga casi tan pesada como la bici. Le robaron catorce y no quiere que esta joya retro italiana corra la misma suerte.

Ya en el museo, la muestra comienza en 1982, con la separación de Seru Girán. Los carteles sobre la guerra de Malvinas, la prohibición de la música en inglés y el inminente regreso democrático ponen al día a los visitantes. En esos primeros metros le preguntan a Luis si quiere participar de la visita guiada, él responde bien punk: “No necesito que me expliquen, estuve ahí”.

La curaduría del fotógrafo Carlos Aspix Giustino y los historiadores Ricardo Watson y Gabriel Di Meglio (también director del Museo) apuntó directo al corazón y también a atraer visitantes nuevos para las instalaciones de Defensa 1600. Los 800 objetos fueron ordenados, en dos pisos, con criterio cronológico (hasta 1991, con el show récord de Soda Stereo para 250 mil personas), pedagógico e inevitablemente histórico al estar en el Museo Nacional.

 

Luis mira las fotos de Pappo, los posters de los primeros festivales (Pan Caliente, BA Rock) y se interesa especialmente por las guitarras eléctricas, no discrimina entre la que compartieron Spinetta y Lebón, la de Gustavo Cerati o la de Walter Giardino (de la banda Rata Blanca): todas le fascinan. Los artistas más hippies le interesan menos, sin embargo cuando pasa por al lado de una foto de Baglietto le agradece por haberle puesto música y palabras a tantos encuentros con tantas chicas. “La pasábamos bien, orgías maravillosas, fiestas interminables”, se ríe. En las salas siguientes espera el rock de los ochenta en todas sus formas: vestuario original, instrumentos, letras manuscritas en cuadernos u hojas de carpeta, anuncios gigantes de los shows, las entradas, los simples, las tapas y los sobres de los vinilos, los cassettes, los discos de oro, las revistas especializadas, las propagandas. Todo aquello que hace treinta años fue innovador, moderno, rebelde, comercial, veloz, luminoso, expuesto en vitrinas y cuadros pierde inevitablemente su potencia, su carácter de juventud. Así visto, fue un movimiento que sucedió en otro siglo, bajo otras normas y costumbres, en una sociedad que no existe más.

A medida que caminamos por el museo aparecen recuerdos de cuando entrevistó a Charly para Crema Americana y él, inesperadamente, le pateó la cámara (“Dejalo, es mi amigo”, lo defendía Fabi Cantilo), o cuando se encontró con Spinetta en una tienda de instrumentos y el Flaco le pagó un cable de seis metros porque Ara no tenía un mango, o cuando en Pinar de Rocha compartió camarín con los Decadentes y se enojó con ellos porque se lo dejaron más descontrolado que nunca, o cuando Los Twist ensayaban en una sala en Billinghurst y Corrientes en la que Luis trabajaba y también vivía. Los conoció a todos: a Luca le sirvió una ginebra en el Parakultural, ahí mismo recuerda a Palo Pandolfo vestido con un frac que había encontrado en la calle y, en lugar de ropa interior, bodypainting. Semejante cantidad de anécdotas no pasan desapercibidas. Las chicas de seguridad se acercan, lo tratan de usted y le hacen algunas preguntas. “Búsquenme en Google, van a ver que estuve ahí”, les dice justo antes de encontrarse con el piano de Fito Páez, con el que pide que le saque una foto. Vuelven flashazos de 1987, cuando participó del corto Ciudad de pobres corazones, dirigido por Fernando Spiner. “Grabamos en calidad humatic y la locación fue Palladium. Convocaron a un montón de actores del under y en los tiempos muertos de filmación yo hacía algunas perfos. También estuvo Daniel Barceló, una de las primeras transformistas”.

 

La línea del tiempo va avanzando y los que aprovecharon la apertura en la época de Malvinas se fueron mezclando con los solistas, con los grupos exitosos que llevaron el mensaje por América Latina. Surgieron bandas más numerosas, también otras menos preocupadas por el look, con urgencia por decir algo. Se ampliaron los géneros: dark, reggae, ska, heavy. Entre todos, Aranosky se busca y no se encuentra. ¿Cómo puede ser que Los Triciclos Clos no aparezcan entre los punks? Tampoco está su nombre en una reproducción de la agenda de fin de semana de 1988 del suplemento Sí!, de Clarín.

El profe se empieza a poner de mal humor, apura el paso cuando pasamos por las fotos más clásicas de los Abuelos, Virus o Soda, se queja de que hay demasiado espacio para las propuestas más comerciales y que faltan un montón de bandas, como Cadáveres de niños, Doble fuerza o Parálisis infantil. Para colmo de males, reaparece la guía con el relato oficial y Luis se aleja unos metros, no la quiere ni escuchar. Mejor nos vamos para la sala que recupera el espíritu contracultural del under. Para eso hay que bajar las escaleras y pasar por la muestra de Cándido López. Sus paisajes resultan un relajo en medio de la sobredosis de TV.

 

Bajar no es lo peor

Seguimos las flechas que dicen “Under” y en el descanso de la escalera aparece una gigantografía con el frente del Parakultural. La puerta de metal, las rejas, Lisa, la peruana, como le decían, que era la encargada de vender las entradas, todo se ve tal cual, también el cartel que decía: “Hoy Omar Viola presenta a: Diego Biondo, Miguel Fernández Alonso, Olea Nacy, Olkar Ramírez, Alberto Sanfuentes y Luis Aranoski. Y tal vez la presencia de Frankenstein”. Cuando se ve, pega una carcajada aguda de emoción, al fin se le va la mufa. “Sacame una foto” es lo primero que dice cuando ve su nombre. Se tira al piso y cruza las piernas mientras la gente le pasa por al lado. No se apura en levantarse y seguir recorriendo, más bien se lo ve cómodo, como si estuviera en el lugar original.

La reproducción del Parakultural incluye el anuncio de un show de V8 (banda pionera del heavy) que Luis recuerda a la perfección: “Esa noche rompieron las rejas que daban a la calle, esos ventiluces de las antiguas construcciones. Se armó un quilombo con toda la gente arriba del escenario. Trompadas por todas partes, era una cosa maravillosa y horrorosa a la vez. La monada con camperas de cuero cortándose con botellas de vidrio, esa fue una verdadera fecha de heavy. El Parakultural nos dio muchísimo a todes y nos educó en términos de la producción artística desde la autogestión. Esa fue una de las cosas que me maravillaron”.

Su performance en el Para empezaba con una mesa, un mantel estilo italiano, pan, fideos y un vaso cargado de jugo de tomate. Un rato después, con música de la Mona Jiménez de fondo, nada de eso estaba en su lugar y el público no salía intacto de semejante enchastre. “También tiraba fuego, trabajaba con carnes, lenguas de vaca, pedazos de achuras, era una metáfora del consumo”.

Con mejor ánimo encaramos la salida, pasamos por las salas con los suplementos y las revistas (las más conocidas y las que duraron un suspiro) y, casi por último, por una parte dedicada a la repercusión en distintas provincias. La reproducción de una habitación de la época (con los poster Pagsa, la campera de jean con corderito y un teléfono fijo), la valija que trajo Luca Prodan cuando llegó al país, las consolas de grabación, el skate de Boom Boom Kid, los flyers hechos a mano, la proyección de una película, el piano colorido de Miguel Mateos, todo nos empezó a parecer demasiado. Quedamos empachados de tantos peinados altos, de la ropa brillosa, las caras pálidas, las noches duras, de la alegría machucada que se vivía en post dictadura.

 

Volver

El regreso no es tan veloz como la ida, tanto impacto visual y emocional tuvieron su consecuencia. De una bici a la otra, cuenta todos los amigos que acaba de volver a ver en la muestra y que se murieron. Muchos de ellos, de sida. Él se considera un sobreviviente, tuvo todas las enfermedades venéreas, se curó y acá está, pedaleando. El efecto boomerang e inesperado de la muestra, el bajón después de semejante ola de color y energía, así también fue esa década. ¿Qué se siente ser de un museo? “Obviamente me pone contento pero creo que la muestra no llega a reflejar todo lo que pasó fuera del mercado. Igual, bienvenida sea. En Argentina hay múltiples realidades culturales, algunas quedan rezagadas y luego olvidadas. No todos somos Charly, eso no se discute, pero no perdamos de vista lo que hicimos por el intercambio de culturas en lugares como el Parque Rivadavia. Pasamos por infinidad de plazas y ámbitos abiertos donde siempre éramos perseguidos por la policía. Nos mezclábamos los punks, rockeros, metaleres, jazzeros, una turba importante de gente pensante. Hablábamos no solo de lo musical sino también de lo político y social”.

 

De distintas formas, el consumo que señalaba Aranosky en sus performances en el Parakultural fue tomando esta cultura. Surgieron las góndolas de la nostalgia, esas que incluyen los conciertos a 25 años del lanzamiento de un disco, los documentales rockeros por streaming o la vuelta de todas las bandas, incluso con proyecciones de quienes ya no están. Luis, qué sorpresa, no tiene ganas de seguir esas reglas, ni se le ocurrió, por ejemplo, reunir a Los Triciclos Clos. “Es un bajón si sólo queda la melancolía y la avidez de los jóvenes de ayer por lo que fue ese movimiento increíble”. El under fue, durante décadas, el espacio en el que la audacia podía aparecer de cualquier forma, incluso entre la gente, ya no sólo en el escenario. Para esa movida resultó casi imposible sobrevivir al post Cromañón, ya no hubo tantos boliches chicos, oscuros, con bandas a deshora y descontrol escénico. Los protocolos son cada vez más difíciles de cumplir y los productores buscan dinero en otros rumbos musicales. ¿Dónde se puede encontrar ese estallido creativo, esa juventud necesitada por expresarse, por mostrarse distinta a la generación anterior? “El Salón Pueyrredón, El ZAS en la calle Moreno, El Pacha que luego se llamó la Casita de los Chasquidos, El Emergente fueron los últimos espacios de creación y compromiso. Algo de ese espíritu noté en festivales de poesía independientes en los que participé. Buenos Aires se desparramó en una decadencia que seguro dará paso a otras culturas. No soy nostálgico, más vital me parece recordar el pasado para construir un presente”, dice el profe, ya de nuevo en San Cristóbal.

Antes de la despedida le pregunto si se acuerda de aquel Día del niño de 1986. Cuando terminó su actuación en el aula, repartió flyers (como los que estaban en el museo, en blanco y negro, con la imagen de una mujer mayor). Se anunciaba a Peinados Yoli, un grupo performático, en el Parakultural. Primero, nada: cero archivos encontrados en la memoria de Ara. Insisto: le canto la letra que me quedó grabada desde entonces (“quiero tener yo muchas minas”). Y él se ríe y confiesa que la canción original decía “mescalina, mescalina”, pero la había adaptado para la ocasión.

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