Bergman en el ojo de Bergman | Revista Crisis
crisis eran las de antes / agosto de 1986 / un director, una persona
Bergman en el ojo de Bergman
En 1986, el mítico director sueco había cambiado de piel. Más bien, se la había arrancado. El teatro pasaba a tomar el lugar que durante toda su vida había ocupado el cine. En esa etapa lo encontró Walter Goobar y armó este monólogo del director de El huevo de la serpiente que por momentos parece hablarle a sus fantasmas futuros o pasados.
18 de Junio de 2021

 

Ingmar Bergman ya no arroja sillas por la ventana, ni arranca los teléfonos de la pared cuando algo le desagrada. Él mismo asegura que no se comporta de esa manera desde que era un joven y temperamental director de 26 años, algo inseguro y bastante ambicioso, por cierto. En aquellos tiempos cualquier pregunta que remotamente rozara el tema de la influencia de su conflictiva vida privada en su creación como director quedaba automáticamente sin respuesta. Bergman se ponía de pie y -en el mejor de los casos- daba por finalizada la entrevista con un portazo.                                                                   

Si bien aún conserva de aquella época una fobia maníaca hacia las entrevistas, así como un odio irreductible hacia los críticos de cine y de teatro, hoy Bergman se manifiesta como un burgués apacible, feliz y algo introvertido que ha roto definitivamente con lo que fue su pasión demoníaca durante los últimos cuarenta años: hacer cine. "Jamás volveré a someterme a la esclavitud de tener que hacer una película", asegura el hombre que no vaciló en dedicar 130 días de su vida para rodar Fanny y Alexander.                                  

A los 67 años, lngmar Bergman podría querer retirarse del bullicio de las grandes ciudades que siempre declaró odiar. Podría decidir radicarse definitivamente en la remota isla de Faro, en el Mar Báltico, donde desde hace más de dos décadas tiene su casa. En la pequeña isla de sólo 17 kilómetros de largo, Bergman ha filmado varias de sus películas. La casa cuenta con su propia cinemateca con más de trescientas películas en 16 milímetros, incluyendo medio centenar de su propia autoría. Confinado en la soledad espiritual de su refugio en una isla del Báltico, junto a su sexta esposa y secretaria, viendo sus propias películas acompañado por un gato al que genuinamente teme aburrir, Bergman solamente lograría convertirse en involuntario protagonista de una de las situaciones que describe. Quizá, como muchos otros directores veteranos, podría dedicarse a escribir jugosas memorias, o tal vez abocarse de lleno a las especulaciones intelectuales que tanto le fascinan. En cambio, se ha puesto a dirigir teatro como un poseído. Ha vuelto a su antiguo cuarto de trabajo en el Teatro Dramático de Estocolmo para dirigir la puesta en escena de La señorita Julia, de August Strindberg, en lo que podría describirse como un retorno a las fuentes, un reencuentro con sus orígenes. De alguna manera, él ya lo había anticipado cuando, en cierta ocasión dijo: "Mi trabajo en el teatro es como las raíces de las que crece un árbol, el cine". Tal vez Fanny y Alexander, ahora convertida en su testamento cinematográfico, cerró un círculo en la vida del artista, tal vez se trata, simplemente, de un retorno al punto de partida.

Resulta una paradoja que la carrera de este maestro de la humillación, familiarizado con los demonios y los ilusionistas, que retrata con un dejo de crueldad el drama de quienes han perdido la capacidad de comunicarse, se sitúa entre dos películas alegres: Sonrisas de una noche de verano y Fanny y Alexander, esta última basada más que nunca en las experiencias de su propia niñez. Pocos artistas han obtenido tanta inspiración de las experiencias de su infancia como Bergman. La mayoría de sus películas toman la forma de obsesivas confrontaciones con su propio origen social. En ese sentido existe una gran afinidad con la obra de Franz Kafka, que al igual que Bergman fue incapaz de liberarse de sus orígenes. Ambos libraron batallas desiguales contra sus propias actitudes hacia la autoridad y tuvieron relaciones ambivalentes de amor-odio hacia el medio social acomodado en que crecieron.                                                               

Bergman concede poco valor a las cosas que dijo en el pasado. Sobre todo a sus viejas opiniones sobre la religión, el amor, la búsqueda de Dios y el miedo a la muerte, pero es evidente que la ideología patriarcal, en la que se desarrolló su infancia y adolescencia, emerge constantemente en su concepción de la familia, en la naturaleza de la relación hombre-mujer, en su preocupación por los problemas teológicos, íntimamente vinculados a los problemas de la autoridad. A través del estudio del mundo de las emociones, Bergman ha logrado capturar el complicadísimo sistema de sueños y mitos que prevalecen en la perspectiva consciente y subconsciente de una clase social: la propia. Así, ha logrado retratar la comprensión que tienen -de sí mismas y del mundo- la burguesía y muchos intelectuales.                                                                      

Una de las claves para interpretar las palabras -y por cierto la cinematografía- de Bergman, es la notoria vaguedad e inconsciencia con respecto a su definición de la sociedad. Ideológicamente, Bergman se afe­rra a un protestantismo puritano tradicional combinado con un humanismo liberal. Unas veces se definió como socialdemócrata y otras se desdijo de ello. Tal vez sea justamente esa falta de perspectiva social lo que le permite realizar una verdadera vivisección de las angustias individuales o colectivas, radiografiar la incomunicación o la dicotomía entre el cuerpo y la mente con la precisión de un cirujano. Pero, a pesar de que los problemas fundamentales que plantea el director sueco sean en realidad comunes a todos los grupos sociales, sus soluciones deberían ser diferentes para cada uno de ellos. De lo contrario cuando Bergman despliega su humanismo con el que pretende abarcar a toda la humanidad en abstracto, cae en la mitificación.   

Cuando uno ha vivido un tiempo en Suecia, descubre que Bergman no goza precisamente de las simpatías de los suecos. Cuando uno ha vivido un tiempo largo en Suecia se cae en la cuenta de que Bergman no es un genio, pero que solamente un sueco podría haber hecho una película como Silencio o cualquier otra de las películas que Bergman hizo. Porque solamente un sueco es, por ejemplo, capaz de concebir el infierno, no como el caos social, "sino como una pesadilla en la que una docena de personas son incapaces de hablar entre sí, mientras el sol se pone a las dos de la tarde" (Vernon Young, Cinema Borealis). Luego de someterse a esta dura prueba durante años, entrevistar a Bergman no es tarea difícil. Bergman piensa y habla rápido. Una simple pregunta basta para provocar una avalancha de frases. Así, una entrevista en la que se respira la misma magia que en todas sus películas se convierte fácilmente en un profundo monólogo interior.

 

“Alexander soy yo”

Desde que tengo memoria he sentido una constante necesidad de contacto... de tocar a otras personas y ser tocado yo mismo. En ese sentido el mensaje que recibí durante mi niñez fue extremadamente ambivalente. Mi padre era un eminente señor pastor luterano, un hombre sumamente intuitivo; sin embargo, confieso que no creo que haya sido un hombre inteligente. Tal como me ocurre a mí, mi padre era muy capaz en su profesión pero no en su vida privada. Era un ser inquieto y atormentado, de allí que mi educación en gran medida se llevara a cabo a través de castigos y malos tratos.

Mi madre tenía una casa grande con muchas personas a las que dirigir y mandar. Lo hacía estupendamente y era extraordinaria organizando fiestas y excursiones. Era una persona explosiva y realmente viva, pero estaba prisionera en el chaleco de fuerza que implicaba ser la esposa del pastor. En esa época todo el mundo mandaba a sus hijos a estudiar a casa del pastor y esto obligaba a mis padres a vivir permanentemente expuestos a la opinión pública. Mi madre, enérgica y rebelde, no aguantaba aquella jerga religiosa. Él la quiso siempre. Fue un matrimonio estable, pero también infeliz porque los dos tienen caracteres fuertes y muy emotivos.

Las mujeres hablan mucho de la opresión de la que han sido víctimas durante generaciones. Sin embargo, yo diría que, a pesar de ello, en general han logrado mantener intacta su vida emocional porque han podido ejercer su papel como mujeres; mientras que los hombres, prescindiendo de lo que han sido, lo que han sentido o pensado, fueron obligados a asumir su identidad masculina. Y el papel del hombre en nuestra sociedad es extremadamente limitado en lo que a emociones se refiere.

Yo estaba enamorado de mi madre, eso está claro. No se trata de ningún pequeño Edipo, pero no cabe duda de que estaba enamorado de ella. Fue mi primer gran amor, y se remonta a mis primeros años de vida. Gran parte de mi habilidad para lo que podría llamar "Instrucción de personas o de actores" proviene justamente de esa relación. Dado que mi madre tenía un carácter dual, tanto frío como cálido, y yo quería estar cerca de ella, pronto descubrí la manera de atraer su atención, de hacer que se dedicase a mí y recibir su ternura. Creo que alcancé bastante habilidad en ese terreno. Intuitivamente aprendí a manipular para obtener la ternura de mi madre. Este deseo de manipular a la gente y la realidad es, en verdad, una enfermedad que padecen todos los directores que quieren hacer una buena película.   

Mucha gente dice que hice Fanny y Alexander solamente para reconciliarme con mi infancia. Es cierto que hay en ella elementos de mi juventud. Alexander, en cierta forma, soy yo. Pero esas son cosas sin importancia. No tengo por qué cerrar heridas de mi infancia, porque· no las tengo. Fue muy divertido.

La escena de la estatua en la primera parte de la película, saludando a Alexander con la mano, la recuerdo de cuando era muy pequeño. No es una fantasía. Lo vi de verdad porque los niños ven esas cosas. Alexander dice mentiras, dice que sus padres quieren venderlo a un circo ambulante. Yo les decía lo mismo a mis amigos en el colegio. Me enloquecía el circo y mentía. Quería ser importante a los ojos de mis pequeños amigos. Tenía un tío que apagaba las velas a pedos... y su matrimonio fue desgraciado.

La abuela de Fanny y Alexander tenía muchas características comunes con mi propia abuela, a pesar de que la mía no era una mujer de teatro. Tuve una relación muy cálida con ella, incluso cuando era muy pequeño. En casa de mi abuela, en Uppsala, la vida era muy tranquila. Estaba a solas con ella, la amaba y me amaba. Hablábamos mucho de la vida, el muchachito de siete años y la cariñosa anciana. Me trataba como si fuera un adulto. A veces no comprendía lo que me decía. No importaba, contactábamos. Era paciente. inteligente, una mujer fuerte. Quise que apareciera así en la película. Yo, igual que Alexander, tenía un miedo mortal a los fantasmas. Los veía, me perseguían, no podía escapar.

 

“Las palabras son resbaladizas”

Cada vez que escucho la palabra amor pienso, pienso justamente en mi relación con las palabras y el lenguaje. Desde la infancia he tenido una suerte de aprensión hacia esa palabra. De chico pensaba que las palabras podían tener tantos significados... esto era algo que me causaba mucha inseguridad. 

Tengo un recuerdo muy fresco, por ejemplo, de la primera vez que mentí. Cuando descubrí la existencia de la mentira, la vida, de pronto, adquirió una dimensión mucho más práctica. En una de las escenas cruciales de Fanny y Alexander, el padrastro de Alexander, un clérigo, le da una paliza al muchacho por una mentira que no es tal. En esa escena hasta el más mínimo detalle, cada movimiento, proviene de mi propia infancia. Mi padre que era clérigo me castigaba así por mis fantasías. Sin duda, los adultos que castigan a los niños con esos actos de humillación, están convencidos de que lo hacen por amor.    

Mi ambivalencia hacia el lenguaje se ha ido acentuando durante los 45 años que abarca mi vida profesional. Cuando trabajo sobre un texto lo hago con la seguridad plena de que, en general, las palabras inducen a error. Son resbaladizas, ambivalentes... siempre ocultan enigmas, fórmulas mágicas y otras dimensiones. Por eso cuando me preguntan en qué pienso cuando escucho la palabra amor, sólo puedo decir que tiene miles de significados. Quizá mi primera asociación sea con la música, con el ritmo, con la sensación musical que envuelve a esa palabra; después puedo pensar en otras cosas…

Creo que el amor por uno mismo es importante. Pero la educación protestante ha convertido en algo moralmente dudoso la autoestima, el auténtico amor por uno mismo, ¿no es verdad? Se lo ha desvalorizado. Los niños antes de ser brutalmente transformados por el envejecimiento y por los adultos, suelen tener un explosivo e irreflexivo amor por sí mismos. Y recién a través de sí mismos aprenden a amar al mundo, ¿no es así? Indudablemente, el amor tiene que ver con la fuerza: seguridad, autoestima, identidad, una vivencia positiva del propio yo.

Mucha gente cree encontrar, o al menos ver reflejado, "el amor" en mis películas. ¡Como si esto fuera un hallazgo, algo extraño! Yo siempre he amado a los actores con los que trabajo, y esto no es ninguna exageración. Siento por ellos muchísimo afecto, ternura, necesidad de serles útil cuando trabajamos Los actores son gente muy sensible, son como antenas parabólicas que recogen ondas en todas direcciones.

El amor, en sentido profesional y también en sentido privado, no tiene nada que ver con la consideración. Casi podría decirte que el amor y la consideración se enfrentan. El amor está totalmente desprovisto de consideración porque no puede existir al lado de la mentira. Los actores, los artistas importantes dependen constantemente de que se les diga la verdad, de que uno sea sincero con ellos. Si un actor siente que se le quiere, se le puede decir prácticamente cualquier cosa y él lo aceptará. Inclusive aquellas verdades dolorosas. El así lo exige.

Muchos piensan que soy extremadamente severo con mis actores. Creo que no es así Sólo me comporto con dureza cuando ellos lo piden: si uno está enfermo y el médico dice· "Hay que extirpar", nadie le pide al médico que sea bueno. Se le exige que emplee instrumentos

limpios, que sea objetivo, que no tenga miedo, pero que extirpe y lo haga rápidamente. Con los actores ocurre lo mismo: veo que hay algo que está mal y tengo que cortarlo. Naturalmente que extirpar una parte enferma duele, pero hay que hacerlo.

 

“He construido una realidad sin fracasos”

Durante, prácticamente, toda mi vida he tenido la suerte de trabajar con seres humanos que quiero. He llegado a querer mucho a los actores, los fotógrafos, los montadores, los técnicos con los que he trabajado. Ellos me ayudaron a modelar una realidad que no era un fracaso y que yo he construido desde la base hasta el más mínimo detalle. Ahora en la vejez lo veo muy claro, porque todavía tengo dificultades con el mundo que me rodea. En realidad, yo nunca me he movido mucho fuera del ámbito de mi profesión. Casi te diría que no he ido más que a la esquina.

Para ser sincero, diría que en mi vida privada me he sentido una figura tremendamente fracasada. Fundamentalmente, he fracasado en mis relaciones con otros seres. Por eso sentí una abrumadora obsesión de compensar en el cine mis fracasos privados, mis eternas falencias en la realidad. Mis fracasados intentos corno autor, el colapso de todo mi sistema religioso, mis frustradas relaciones matrimoniales hicieron que yo llegase a tener la sensación de ser un maldito fracasado y eso convirtió el terreno profesional en el único sitio donde yo creí que podía obtener mi revancha.                                                                   

En cierta ocasión dije que empecé a hacer cine como una forma de escape de mi vida personal, que era un fracaso. A los 30 años ya había estado casado tres veces, quería convertirme en buen director porque como ser humano era una catástrofe. Sólo en el teatro o en el estudio podía vivir feliz. Aún conservo esa sensación, aunque no sé si conseguí triunfar en mi huida. Mientras estoy trabajando no huyo de mis problemas, sino que los enfrento profesionalmente convirtiéndolos en películas. Al mantenerlos a distancia, no me ahogo en ellos y puedo convertir aspectos tristes o solemnes de mi vida en cosas divertidas o viceversa.

La gente siempre piensa que uno hace una comedia cuando está de buen humor y una tragedia cuando anda mal. ¡Tonterías! La única vez en mi vida en que estuve a punto de suicidarme hice una comedia: Sonrisas de una noche de verano. Fue en el año 1966. Ese año fui a la casa que había comprado en la isla de Färo, en el mar Báltico. En esa época vivía con Liv Ullman. Ella se habla ido a Noruega y a los Estados Unidos para filmar Los Emigrantes. Estuvo fuera dos años y durante ese tiempo prácticamente no nos vimos. Vivía solo. De vez en cuando la esposa de algún granjero o pescador de alguna de las cien familias que viven en la isla, venía a limpiar la casa o a prepararme la cena. Algunas veces comíamos juntos. Pero por primera vez en mi vida pasaba las 24 horas del día a solas con lngmar Bergman.  Al principio fue horrible, pero poco a poco empecé a saborear la soledad.

Dos años antes, había sufrido otra crisis. Tuve una infección grave que me provocó la pérdida del equilibrio. Durante esos meses cuando movía la cabeza tenía la sensación de que el mundo estaba al revés. Hasta me resultaba difícil hablar. Había sido director del Teatro Nacional de Estocolmo durante tres años. La tarea de reorganizarlo me había agotado, estaba muy enfermo y no quería moverme. Fue entonces cuando escribí Persona. Esa película me salvó la vida.

 

“Las películas son lombrices solitarias”

Claro que puedo odiar, ya lo creo, y mucho. Y, además, me sienta bien. Me permito el lujo de hacerlo de vez en cuando. Si pienso en ello digo que odio porque me produce cierta satisfacción; pero si reflexiono aún más, el odio se transforma en indiferencia y no gasto más energía en ello. Si pudiera matar a ciertas personas sin consecuencias para mí mismo, lo haría sin que me temblara la mano.

Pero como ya he dicho, en realidad no me importa demasiado. Esto me recuerda el caso de un viejo director de orquesta, uno de los últimos grandes, polaco por cierto. Estaba ensayando con una orquesta sueca cuando de repente tiró la batuta, que cayó sobre la cabeza de uno de los músicos. No era su intención, naturalmente, y entonces dijo: ''Señores, no se trata de tocar, se trata de amar''. Aun siendo un acto puramente temperamental de este polaco autoritario, creo como él que de amar y querer se trata. De lo contrario nada funciona.

Hay grandes artistas que han creado sus obras a partir de un odio enorme, pero la relación entre el amor y el odio no la tengo del todo clara: no sé qué ha engendrado qué. Bach también pensaba así. Estando en un lugar de recreo porque tenía que curarse del reuma, creo, se encontró al regresar después de dos meses que su primera mujer y sus dos hijos habían muerto. Entonces escribió en su diario: "Dios mío, haz que no pierda mi alegría" Y es eso lo que quiero decir, todo está relacionado.

Es evidente que los artistas muchas veces han vivido en condiciones terribles, y a pesar de ello tienen un deseo sin límites de formularse por medio de la palabra, de poner sus signos musicales en las partituras o acercar extremadamente elemental que por diferentes razones encerramos, limitamos y renegamos de él. Ese deseo nos da miedo y en él se incluye naturalmente lo demás: el deseo erótico, la alegría de ver, de usar los sentidos, la sensualidad. 

Hacer una película es duro porque hay que cumplir, ir todas las mañanas al estudio, sabiendo de antemano que hay que estar allí 9 o 10 horas. Sabés que tenés que acabar tres minutos de la película cada día y eso durante 50, 80 ó 100 días seguidos. Al final estás muerto.

Una película es una lombriz solitaria, una tenia de 2.500 metros que me chupa la vida y el alma. Por eso hacer cine es un trabajo enloquecedor. Es una obsesión, una pasión. Se sufre, no es un trabajo sano. Es malo para el cuerpo y el alma. Constantemente hay que intentar hacer lo mejor. Ningún otro artista tiene que asumir tanta tensión. Un violinista sólo piensa en su instrumento, a veces en la orquesta, pero sólo es responsable por sí mismo.  El director de cine, en cambio, maneja una máquina extremadamente compleja y es responsable de todo lo que pasa en y con ella: actores, técnicos, el equipo de filmación. Normalmente hay buenas relaciones, pero a veces surge la tensión y la úlcera revienta.

Esto del cine se ha acabado para mí. La razón por la que he dejado de dirigir es por­ que ya no puedo hacerlo: estoy viejo. Fanny y Alexander me llevó 130 días de trabajo. Decididamente, no volveré a someterme a esa esclavitud. Sin duda que resulta difícil decirle adiós al cine, pero aún puedo refugiarme en el teatro.

 

“Soy una hormiga en una piel de serpiente”

Estuve ocho años en Alemania y durante ocho años vi el abismo existente entre los jóvenes del Este y los del Oeste. A ambos lados del muro se les enseña a odiar, a impedir contactos reales. En otras épocas era Dios quien me mantenía despierto por las noches. Eso ya se acabó. Dejé de pensar en Dios hace veinte años, cuando pensé en suicidarme y, finalmente, escribí Persona. Hoy el conflicto Este-Oeste no me deja dormir. Mientras no rompamos el bloqueo, la tensión, seguirá aumentando día a día. El gran peligro está en una cáscara de nuez.

¿Política? Mi única película política fue El huevo de la serpiente realizada durante mi estadía en Alemania; cuando me marché de Suecia a causa de los impuestos. El huevo de la serpiente analizaba el golpe de Hitler, las raíces del nazismo. Fue un fracaso. Salieron mal las cosas que se podían haber solucionado de manera sencilla. El guión tenía defectos, pero no se los voy a contar. Es un secreto. Sin embargo, de lo que se trata es de que a mí me fascina el ser humano, no el ser político. Me interesa el instante mucho más que la estructura. Es fantástico descubrir por qué una persona se comporta de cierta forma, pero para mí no tiene interés fotografiar sus comportamientos. No comprendo por qué tengo que hacer películas políticas. Nadie culpa al pintor Edvard Munch por hacer cuadros apolíticos e irresponsables. ¿Ha condenado alguien a Béla Bartók por sus composiciones apolíticas? Como ellos, yo deseo profundizar el carácter de las personas. Un deseo honorable. Admiro a Costa Gavras (Zeta, Estado de Sitio, Desaparecido) y a Margarethe von Trotta (Las hermanas alemanas), que retratan a personas además, de situaciones políticas. Pero no es mi plato preferido. Mi ídolo es Andréi Tarkovski, un verdadero poeta; el director más fascinante en lo que va de la historia del cine. 

lngmar Bergman, en cambio, no es más que una hormiga. Una hormiga en una piel de serpiente. Me encanta la idea de ser una hormiga. Siempre me ha gustado. Y seguiré siéndolo, no por los demás, sino por mí mismo. Lo hago porque es la única forma de vida que conozco, por muerta que esté la piel en la que me arrastro. No sé quién ha visto mis películas, no sé quién las necesitaba, sólo sé que las he hecho.

Fotos al ejemplar de la revista original: Jazmín Tesone.

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