Haroldo Conti en el país de las sombras | Revista Crisis
crisis eran las de antes / abril de 1986 / homenaje a 10 años
Haroldo Conti en el país de las sombras
El gran escritor argentino fue secuestrado el 4 de mayo de 1976 y desde entonces continúa desaparecido. Los trabajos que aquí se publican, incluyendo el testimonio de su esposa y la selección de cartas, es la manera en la que Crisis mantiene viva la presencia de su entrañable amigo.
20 de Mayo de 2022

 

El día anterior

Porque había nacido para el mar, cuando no navegaba, escribía; o sea que contaba la historia de la gente como si estuviera en medio de un gran camino, despojado de toda pretensión. Y por las noches soñaba que volaba. Lo hacía por un cielo de inmensa transparencia, formado por millones de filosas astillas de cristal, pero que a él no lo dañaban. Aunque no hubiera testigos para confirmarlo, sabía que había dejado su viejo cuerpo y que ahora estaba cubierto por escamas, como uno de esos enormes peces de invierno que desvelaban a su amigo Lirio Rocha, allí en la Punta del Diablo, al norte del Cabo Polonio, en esa zona donde el Atlántico se mostraba siempre turbulento para las chalanas, pero que se abriría a él con infinita dulzura, la voz oceánica así lo prometía, apenas terminara de cruzar el cielo que al alba brillaba como los dientes de un ángel.

Sintió que el frío se le metía en los huesos. No recordaba un despertar semejante. Que fueran las seis de la mañana y en mayo, no bastaba para explicar el cuchillo de dolor que ahora obraba en su pecho. Menos, la presencia de ese pájaro negro con su pico ensangrentado pugnando por destrozar el vidrio de la enorme ventana que daba a la calle Fitz Roy.

Fuiste catequista, pensó. Fuiste remero, pensó. Sos un militante, dijo. Tomó aire, desechó los presagios y saltó de la cama. Un sol pobre pero sol, reemplazaba al pájaro y la primera alegría del día se puso a cabalgar en su alma. Miró a Marta, la besó suavemente. Tan cansada la pobre. Ernesto, sus tres meses y su hambre infinita eran una cosa seria. Sonrió mientras se vestía. Le gustaba ser un veterano y tener un hijo tan pequeño en tiempos esquivos para la fe. Es una apuesta al mañana, casi gritó, y puso yerba en el mate. Marta, entrando en la cocina, le acarició la cabeza como a un niño perdido.

Llevó en el Renault claudicante a las hijas de Marta hasta la Escuela Nuestra Señora de la Misericordia. Comprate cigarrillos buenos, linyera, le dijo Vivian tosiendo por el fuerte humo. Afeitate mejor, protestó Miriam mientras lo besaba en la mejilla. Se llevaba bien con ellas y la tristeza se arrimó a sus ojos al pensar en Marcelo y Alejandra, los hijos de su primer matrimonio. ¿Los tendré a todos alguna vez alrededor de la misma mesa? ¿Habrá un gran asado bajo la parra y yo repartiendo el pan y la carne?

Volvió a su casa. Desayunó con Marta. Leyeron el diario. ¿Tendría que borrar otro nombre de la agenda? ¿Quedaría alguien vivo si las cosas seguían así? Marta se fue a crisis a llevar su nota y él se sentó frente a la máquina. Ya tenía escrito el primer cuento y los otros siete claritos, en la cabeza. ¿Le darían tiempo para terminar el libro? ¿Valdría la pena? Otra urgencia pudo más que su disciplina profesional y casi corrió hasta la pieza de Ernesto. Lo levantó con cuidado. ¿Cuándo me vas a llamar papá?, es una pavada pero la necesito. ¿Querés la leche? Bueno, pendejo, te la caliento. Sabés una cosa, te voy a enseñar a nadar en el Tigre y a remar en bote y a conocer los pájaros. Tenés que comer, atorrante; tenés que crecer y ponerte fuerte para defender a tu madre. ¿Por qué no me llamás papá, guachito; por que me mirás tan serio?

Marta lo sorprendió hablando con su hijo. Haroldo encogió los hombros, avergonzado. Que querés, le tuve que dar la mamadera porque lloraba de hambre, lo tenés malcriado.

Después de las milanesas se fue a dar clases. Latín. Volvió a las ocho. Marta, vamos a ver el Padrino II, la están dando al lado de la escuela, en Chacarita. Juan Carlos, el Gordo, el huésped de turno, el cordobés loco por el teatro, el militante que ahora estaba en Buenos Aires y necesitaba una casa amiga por unos días, se ofreció para cuidar a Ernesto. Y aunque Marta estaba cansada, fueron. Apenas llovía.

¿Por qué no me despertaste?, se quejó Marta. Estabas planchada, me dio lástima, dijo Haroldo.

¿Fue buena?, preguntó ella.

No mejor que tu sueño, afirmó él. Y apoyó, sintiéndose Humphrey Bogart, el brazo sobre los hombros de su mujer.

A la salida del cine se encontraron con un viejo amigo. Tomemos un café, invitó Haroldo; a ver si le encontramos sentido al mundo.

Es tarde, Flaco, tengo que trabajar temprano… Y las cosas no andan bien… Mejor otro día.

Se despidieron mirándose fijamente a los ojos. En esos tiempos nunca se sabia si habría otro encuentro.

Viajaron en silencio Haroldo con su cigarrillo negro casi apagado en la boca, Marta acurrucada a su lado, sintiendo la firmeza del cuerpo de ese hombre grande que concucía el pequeño coche en la ciudad hostil y desierta con la misma serenidad con que abordaba los canales del Delta fueran como fueran la noche y la tormenta. Tengo ganas de que pare el coche y dormirme aquí a su lado, pensó ella pero rechazó la idea al recordar que Ernesto podía estar llorando, que el Gordo seguramente no sabía nada de chicos y que Haroldo tenía planes de empezar un cuento esa noche aunque no le sobraran las fuerzas.

Se veían estrellas, La Cruz del Sur y las Tres Marías. Marta se bajó del auto y tocó el timbre de la casa. Nadie contestó. Intentó con la llave, pero no pudo. Se dio vuelta, extrañada buscando a Haroldo. El hombre besó la imagen de la Virgen de Luján pegada al lado del volante. Aspiró el perfume de otoño y llegó hasta donde estaba su mujer Empujó con el hombro la puerta que se abrió rápidamente y cuando cinco, o seis, o diez se les fueron encima supo enseguida que eran profesionales preparados para matar, que aunque se defendiera su causa estaba perdida y sintió la extrañeza de estar despierto, ensangrentado y soñando que volaba por un cielo transparente, un cielo que tocaba fin frente a un mar que se abría como se abren los ojos de un ángel ciego.

Buenos Aires, marzo de 1986.

 

La noche del secuestro

Luego, un ruido de cadenas

Apenas entramos, unos diez hombres estrafalariamente vestidos con vinchas, gorras y ropas raras se nos vino encima. Inmediatamente me ataron las manos detrás de la espalda y me cubrieron con ropa la cara y la cabeza. Escucho que hacen lo mismo con Haroldo; aunque él se resiste, no es fácil reducirlo, es muy fuerte, pero le dicen que se quede quieto por el pibe, se referían al bebito. Escucho luego un ruido de cadenas. Pasados los primeros momentos de sorpresa yo también intento resistirme, pero las dos personas que me sujetaban me arrojaron al piso y comenzaron a patearme y a gritarme que me quede quieta. No sabía de qué se trataba. Pensé que era un asalto porque cómo revisaban toda la casa y rompían objetos, quizá buscando dinero. Les dije que no teníamos dinero, que no era una casa de ricos pero seguían buscando y rompiendo. El otro muchacho gritaba, les decía: “dejen a la señora, cobardes, que ella no tiene nada que ver, no le peguen, déjenla” y le respondían con fuertes golpes. También pedía agua, aterrada alcancé a pedirles que le diesen agua, que no le pegasen. Él reclamaba por la Convención de Ginebra. Ahí mi desconcierto era total. No entendía que decía al mencionar la Convención de Ginebra. No entendía nada de toda esa pesadilla espantosa.

Distinguía dos voces entre todas, las del que al parecer dirigía todo, el “malo” del grupo, y otra suave, la del “bueno” que me sacó del comedor y me llevó al escritorio. Se notaba que era una persona con cierto nivel cultural y en todo momento tuvo un trato muy especial conmigo. Lo escuchaba romper papeles, afiches, que teníamos en los papeles, me decía: “señora, ¿Cómo una mujer de su clase se metió en esto?”. Le pedí que me explicara quiénes eran, qué querían. Me respondió que estábamos en guerra: “o nosotros los matamos o ustedes nos matan a nosotros”. Le respondí que nosotros no matábamos a nadie, que yo no conocía ninguna guerra en nuestro país. Escucho que sigue rompiendo papeles. Le suplico que no rompa el cuento que Haroldo estaba escribiendo. Después comprobé que dejó la máquina de escribir de Haroldo, junto al borrador del cuento, intacto. Quedó solo eso sin romper como un símbolo en medio de la casa revuelta, como sacudida por un terremoto.

Me preguntó de dónde veníamos. Le respondí que del cine y que en el abrigo estaba el programa. Comenzó a molestarse cuando me preguntó por qué había viajado a Cuba con Haroldo. Le dije el motivo, que Haroldo había sido jurado de novela de Casa de las Américas. Me reprochó por qué no viajaba a Estados Unidos y le respondí que sí había viajado a ese país, y que podía comprobarlo en el pasaporte. Censuró además mi colaboración con Haroldo en la novela Mascaró y le pregunté qué tenía en contra de la novela. Me respondió que era una novela subversiva e insistió en por qué había colaborado en eso. Le expliqué que trabajaba junto a mi marido ayudándolo en su tarea de escritor. Simultáneamente escuchaba cómo el “malo” le hacía preguntas a Haroldo. No podía distinguir bien las preguntas y respuestas, aunque se filtró la voz del “malo” diciendo: “Don Haroldo, ¿por qué se metió en esto? Lo va a pagar caro”. Me aterroricé al escuchar esto y le pregunté al “bueno” qué estaba pasando, qué pasaba con mi marido, por qué le decían eso. No me respondió. Seguía revisando papeles. Yo escuchaba el ruido de los libros contra el suelo.

Interrumpió el “malo” para preguntarme sobre un escrito taquigráfico que había en mi cartera. Yo, por los nervios, no podía recordar de que se trataba. Como soy taquígrafa, asi se lo expliqué, muchas de las notas que hacíamos con Haroldo para la revista las escribía yo. Uno de ellos dice que les estoy tomando el pelo, que voy a hablar cuando me lleven. Era desesperante, mi impotencia era total, no sé si me creyeron, pero yo les decía la verdad.

Me preguntaba sobre la vida del muchacho que estaba en la casa. Yo no sabía nada de él, solamente que vivía en Córdoba y que estaba de paso por la Capital, que nos había pedido estar unos días en casa mientras buscaba buenos precios porque trabajaba de decorador y hacía los arreglos de escenografía en teatros de Córdoba. Les expliqué que eran frecuentes las visitas y que yo no tenía tiempo, por el trabajo de la casa y los chicos, de conocer la vida de cada uno. Me decían que era un guerrillero, yo les preguntaba de dónde, yo no conocía su vida íntima y seguían insistiendo en que era un subversivo, que por qué estaba en mi casa. Otra vez trataba de explicarles como podía la presencia de esta persona en casa, que era muy correcto, muy bueno.

Comienza a llorar el nene. Les pido que me dejen ir con mi hijo que lloraba de hambre. Haroldo escucha y grita: “dejen que la madre esté con el nene, dejen a mi mujer, dejen que le dé la mamadera”. El “bueno” me pregunta cómo se prepara y cuando termino de darle las indicaciones, dice que me quede tranquila que él va a atender a Ernestito. Uno de los sujetos encuentra unas fotos que Federico Vogelius nos había sacado a mí y al nene dos meses atrás en Claromecó. Me dice qué lindo pibe tenía, que linda qué estaba yo en esa foto, qué bien que habíamos salido madre e hijo. Vuelve a preguntarme que cómo me había metido en esto. Vuelvo a decirle que yo no estaba metida en nada, que nuestra vida era normal, todo era perfectamente legal, que no teníamos que ocultar nada. Se aleja y me doy cuenta que estoy sola en el escritorio. Seguía escuchando como rompían los jarrones de adorno y me doy cuenta que sacan cosas de la casa, que se llevan los muebles. Ahí me confundo de nuevo pensando que podía tratarse de ladrones comunes. Vuelve el “bueno” y me pregunta qué temperatura debe tener la leche para el nene, yo le explico y le vuelvo a pedir que me deje atender a mi hijo. Me dice nuevamente que eso no podía ser, que me quedara tranquila, que él se había hecho cargo. Me quedé con la sensación de que él era padre o estaba por serlo. Estaba desconcertada. Seguían llevándose cosas y no entendía cómo podían actuar tan tranquilamente siendo que la comisaría 29ª estaba a menos de dos cuadras y el patrullaje por esta zona era frecuente. Lo que para nada era común era una mudanza a estas horas de la noche. Confiaba en que alguien se diera cuenta de la situación y que interviniera, pero no pasó nada.

Ya no escucho llorar al bebé. El “bueno” viene a decirme que me quede tranquila, que Ernestito había comido. Le pregunto por mi hija, no entendía cómo tanto ruido no la había despertado. Me dice que está bien, que no me preocupe. Vuelve el “malo” y me informa: “nos llevamos a su marido porque tenemos unas cuantas preguntas que hacerle”. Yo le respondo que había escuchado toda la noche cómo lo interrogaban y que si querían continuar con mas preguntas que lo hicieran en la casa. El “malo” pierde el control otra vez y me insulta, me grita, me amenaza. Interviene el “bueno” pidiendo que me deje tranquila. Escucho que se hablan entre ellos. No entiendo lo que dicen. Se filtran unas palabras: “no, no tenemos lugar, el coche está completo”. Yo seguía a los pies de ellos, tirada, atada y encapuchada. De pronto se acerca nuevamente el “malo” y me dice: “bueno, hemos decidido llevarnos a Haroldo y vos te quedás piola. No intentés escapar porque dejamos un coche en la puerta y en cuanto asomés la cabeza te limpiamos". Les pido nuevamente que no se lo lleven. Fueron inútiles mis ruegos. Cuando comprendí que no podía convencerlos de que lo dejaran, les pedí que se llevasen los remedios que Haroldo tomaba desde que un patrullero lo había atropellado en diciembre del '73. Me preguntan dónde están esos remedios y les digo que en la mesita de luz. No me responden. En un momento de desesperación les grité que quería despedirme de mi marido. Interviene el "bueno" y me dice "yo la voy a llevar señora”. Sigo sus pasos porque, lógicamente no veía nada. En el trayecto uno de ellos le dice al que me llevaba "¿vas a bailar el vals con la señora que está tan elegante?". Yo imagino que estaría muy elegante después de haber estado en manos de ellos. Seguimos caminando hasta que en un momento el que me llevaba se detiene y me doy cuenta que estamos en la entrada del dormitorio. Comienzo a llamar a Haroldo, le pido que se acerque, que no lo puedo ver y escucho su voz que me responde y siento su cuerpo próximo al mío. Me desespero tratando de verlo, de tocarlo, pero sigo con las manos atadas y la cabeza encapuchada. Haroldo me responde “estoy bien querida, no te preocupes por mí, cuidate vos y el nene, yo estoy bien”. Siento que Haroldo se acerca y me besa la barbilla que era la única parte de la cara que tenía descubierta. Ahí, me doy cuenta que Haroldo no estaba encapuchado ya que me besó directamente la parte descubierta. Comienzo a gritar que no me lo lleven, quiero tender mis manos hacia Haroldo pero no puedo desatarme. Siento que bruscamente nos apartan. Todo sucede rápidamente. Me tiran sobre la cama. Uno de ellos cubre mi cuerpo con el suyo y me pone un revólver en la nuca. Siento los gritos del muchacho, cuando se lo llevan siento un ruido de cadenas nuevamente y motores de automóviles que se encienden. El tipo que me estaba custodiando gritaba sin parar “no te muevas, no te muevas, no te muevas”. Pero no podía moverme. Apenas podía respirar con mi cara apretada contra el colchón. Escucho que se abre la puerta de calle y una voz llama al sujeto que estaba conmigo. Este sale corriendo y ahora escucho un portazo y que cierran la puerta con llave. Luego, un silencio de muerte me rodea. Me doy cuenta que se han ido todos. Trato, con gran esfuerzo, de incorporarme de la cama y llego al cuarto de mis hijos. No sé cómo logro desatarme y quitarme la ropa que cubría mi cabeza: son dos camisas, una de Haroldo y otra de Miriam. Veo al bebito durmiendo en la cuna, me acerco a la cama de Miriam y comienzo a llamarla a los gritos, desesperada. Ella no me responde, mis fuerzas no dan más, las piernas se me doblan y la cabeza me da vueltas. Sigo llamando a la nena, enloquecida empiezo a sacudirla y siento un olor muy fuerte. Me doy cuenta que estaba dormida con cloroformo. Ernesto comienza a llorar seguramente asustado por mis gritos, y Miriam abre los ojos enormes, sus pupilas están dilatadas. Rápidamente le cuento a la nena lo que había pasado, le pido que se levante y me ayude a salir de la casa. Sigue mirándome espantada y comienza a llorar cuando ve la casa toda revuelta. Las dos lloramos juntas, aterrorizadas. Le pongo un abrigo sobre el camisón y envuelvo al nene en una frazada. Comienzo a caminar por la casa hacia la puerta. En el piso hay que sortear objetos rotos, ropa, papeles y libros. Miro hacia el comedor y veo platos, cubiertos y restos de comida. Habrán comido las milanesas que tenía preparadas. También tomado café. El aparato de teléfono no estaba, se lo habían llevado. Dejaron un sillón grande de cuero, allí siento a los chicos y me subo al respaldo tratando de alcanzar una ventana. La abro y salto a la vereda. No veo ningún coche vigilando. La nena me pasa al bebito y salta con mi ayuda. Comenzamos a caminar. Eran alrededor de las seis de la mañana. Llovía y hacía mucho frío. Un amanecer gris y destemplado, clásico de un día de mayo. Cuando siento que las piernas no me dan más, veo pasar un taxi desocupado. No podía creer en ese milagro. Lo llamo y el taxista se detiene y baja a ayudarme. Le cuento brevemente lo que me había pasado y le pido que nos lleve hasta la casa de mis padres, pero le aclaro que no tengo un solo peso para pagarle, ya que me habían robado hasta las monedas. El taxista me dijo: "señora, yo trabajo de noche y todos los días veo casos como el suyo, yo la llevo donde sea".

El hombre tapa la banderita del reloj del taxi, me ayuda a sentarme, acomoda a mis hijos y parte a toda velocidad. No hablamos una palabra en todo el trayecto. Al llegar se baja y vuelve a ayudarme con los chicos. Me pregunta: "¿en qué puedo ayudarla?". No sé quién es este hombre, ignoro su nombre, sólo tengo este medio para agradecerle profundamente su solidaridad. Jamás lo olvidaré.

 

Lo que pasó después

“En realidad, nunca me fui de aquí”

En la madrugada del 5 de mayo de 1976, cuando se lo llevaron a Haroldo Conti, las calles de la ciudad estaban desiertas. Sus habitantes se habían recogido temprano, no tanto por el prematuro frío otoñal como por el terror desatado en el país tras el golpe militar de marzo.

Conti fue secuestrado por una brigada operativa del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército, integrada por militares, agentes civiles adscriptos y personal de la Superintendencia de Seguridad Federal (SSF) de la Policía Federal. Entre los responsables del hecho está el hoy tristemente célebre Raúl Antonio Guglielminetti que en esos años operaba bajo el apodo de "mayor Guastavino". Sus cómplices fueron el "coronel Patricios'' -es posible que este nombre de guerra oculte al coronel Roberto Roualdés, jefe de la Subzona represiva de Capital Federal- y el "teniente coronel Cabrera", cuya identidad aún permanece desconocida.

Pero ¿quién impartió la orden? Para el Batallón 601 de Inteligencia, por recomendación del Intelligence Advisory Comitee (la comunidad informativa de los servicios de Inteligencia de América Latina vinculados a la CIA) Haroldo Conti era un hombre de Fidel Castro. Para los represores carecía de interés que su propio gobierno mantuviera normales relaciones diplomáticas y comerciales con Cuba; también que Conti fuera distinguido en La Habana con un premio de carácter internacional por su novela Mascaró. Para ellos todo se reducía, todo se retorcía, todo se manoseaba. Así, Haroldo Conti, laureado y conocido en todo el mundo, se transformó en una especie de "espía" cubano. Esa era la caracterización política que la inteligencia del Ejército hacía de él, según declaró el oficial del Servicio de Inteligencia de esa fuerza Leandro Ángel Sánchez Reisse al periodista argentino Juan A. Gasparini en Suiza, entre el 26-12-1984 y el 24-2-1985. No hay lugar para dudas: la desaparición de Conti fue ordenada por el Ejército.

Tras el secuestro transcurrieron dos semanas impregnadas de sombríos presagios. Los esfuerzos de los familiares de Conti estuvieron signados por la urgencia. Marta Scavac, su mujer, formuló la denuncia correspondiente en la comisaría 29ª, con jurisdicción en el lugar del secuestro. Cuando pidió rapidez solo encontró sarcasmos.

Alejandra y Marcela Conti, hijos del matrimonio anterior de Haroldo, y Lidia Olga Conti, su hermana, presentaron sucesivos recursos de hábeas corpus en la Justicia federal y una denuncia ante el Ministerio del Interior. Todo fue infructuoso: ninguna pista, ninguna respuesta. Nadie había detenido a Haroldo Conti, pero él seguía “desaparecido”.

La Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE), según ha testimoniado en 1983 ante las Naciones Unidas el oficial inspector Rodolfo Peregrino Fernández, quien en 1976 se desempeñaba en la Ayudantía Policial del Ministerio del Interior, confeccionaba un boletín diario donde se informaba sucintamente sobre las detenciones realizadas, la fuerza participante, el lugar de operación y las primeras declaraciones del detenido. Este boletín tenía una circulación restringida (integrantes de la Junta Militar, Presidencia de la Nación, Ministerio del Interior) y era destruido de inmediato.

Es nítida entonces la culpabilidad en el secuestro de Haroldo, por acción u omisión, de los entonces todopoderosos Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Ramón Orlando Agosti y Albano Harguindeguy. También es seguro que el general Carlos Guillermo Suárez Mason, comandante del Cuerpo de Ejército, tuviera pleno conocimiento de los hechos.

Quince días después del secuestro, crisis pudo saber por infidencia de un represor de menor jerarquía que Conti estaba en cautiverio en una casa grande, tipo chalet, ubicada detrás de la Brigada Güemes de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. El testimonio de otro prisionero, Diego Julio Guagnini, que se hiciera público en forma anónima en un libro de la Comisión de Derechos Humanos (CADHU) confirmaría más tarde la información.

El 19 de mayo, el general Videla almorzó en la Casa Rosada con un grupo de escritores como parte del intento publicitario de conferir al dictador la imagen de “moderado” o “demócrata”. A la mesa del genocida se sentaron Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Horacio L. Ratti, presidente de la SADE y el padre Leonardo Castellani. Ratti pidió con valentía la libertad de once escritores presos y desaparecidos, y Castellani requirió a Videla sobre la suerte de Conti, “mi amigo y ex alumno en el Seminario”. Al término de la entrevista, además, Castellani quebró el silencio de la prensa cómplice sobre su desaparición.

Los datos que amigos y familiares de Conti obtenían, iban desflecando las esperanzas. A pesar de todo, las gestiones se intensificaron. Los directores de crisis, Eduardo Galeano y Vicente Zito Lema, mantuvieron ríspidas entrevistas con el secretario de Prensa de la Presidente, capitán de Navío Corti y con el omnipotente Harguindeguy. Corti amenazó con cerrar crisis si se mencionaba en sus páginas a Conti. Harguindeguy tuvo palabras despectivas.

Marta Scavac, por intermedio de Marcelo Gianelli, poeta y amigo de Conti, logró una entrevista con el ex presidente Arturo U. Illia. El anciano dirigente radical se interesó en el caso y pidió 48 horas para requerir informes al coronel Ramón Juan Camps, entonces jefe de la policía bonaerense. Según Illia, Camps fue concluyente: “de Haroldo Conti hay que olvidarse. No se puede hacer nada, terminantemente…”

Alfonso Barrera, embajador de Ecuador y amigo de Conti, intercedió ante Harguindeguy y debió soportar la soberbia del ministro: “Usted es amigo de subversivos… -tronó el general- nada puedo hacer por él”. Por quien se preocupó fue por Barrera que semanas después fue reemplazado en su cargo ante una protesta argentina.

¿Dónde estaba Haroldo, en tanto? Por los datos disponibles, las dos primeras semanas estuvo a disposición de sus torturadores en un lugar clandestino controlado por el Ejército, donde soportó fuertes tormentos. Se sabe que el día 20 de mayo fue trasladado al campo de concentración ubicado tras la Brigada Güemes, en las cercanías de Puente 12, más lejos del Camino de Cintura que de la Autopista General Ricchieri.

Cuando llegó, “apenas si podía hablar y no podía comer. Recién un día después pudo comer algo. Se ve que andaba muy mal porque le dieron una manta y lo iban a ver con frecuencia. En la madrugada del día 22 lo sacaron de la celda donde se encontraba. Parecía que lo iban a revisar, o algo así. Estaba muy mal y no retenía orines”.

El 8 de junio de 1976, con autorización de Videla, el padre Castellani pudo ver a Haroldo Conti. No se sabe dónde, porque el padre Castellani no lo dejó por escrito ni lo mencionó a nadie que lo haya hecho público, ni antes ni después de su fallecimiento ocurrido en marzo de 1981. Es posible que Castellani haya sido trasladado hasta el campo de concentración ubicado en las cercanías de la Brigada Güemes, dado el estado de salud de Conti, aunque también se afirma que fue en la SSF. Cuando el sacerdote lo vio, Conti tenía el pelo completamente blanco, se hallaba en un deplorable estado de salud y casi inconsciente. Pese a sus esfuerzos, Conti no lo reconoció. Castellani, piadosamente, le impartió la extremaunción.

El testimonio anónimo de otra prisionera del mismo campo de concentración, que también data de julio de 1976, señaló que se encontraban en el sótano de una casa, pero que desconocía en que zona estaba ubicada. Dijo que Haroldo “soportó torturas bestiales y vivía en un estado de semiinconsciencia. Llamaba permanentemente a Marta. Comprendimos que era su mujer. A la tortura física, los torturadores sumaron la psíquica, pues decían que ya habían secuestrado a Marta o que la iban a secuestrar. A mí me llevaron a Devoto y no supe más de él…”

En 1979 Alejandra y Marcelo Conti, junto con su tía Lidia Olga, presentaron el caso de su padre ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que por esos tiempos visitaba el país.

Ese mismo año el caso fue planteado ante la Cruz Roja Internacional, ante Videla, Massera y Agosti; se intentó interesar, además, a la Conferencia Episcopal Argentina, al Arzobispado de Paraná y al Vicariato Castrense. El silencio fue otra vez la única respuesta. En 1980 Gabriel García Márquez tomó la iniciativa de pedir a la Reina Sofía de España, en nombre de la Fundación Hábeas y en su condición de amigo de Conti, “una gestión muy simple: establecer de una vez y para siempre cuál era su situación real”. Sofía viajó en junio de ese año a Buenos Aires encabezando una delegación cultural.

García Márquez relataría después: “La gestión se hizo pero el gobierno argentino no dio ninguna respuesta. Sin embargo, en octubre de 1980, el presidente Videla concedió una entrevista al director de EFE, Luis Ansón, y respondió algunas preguntas sobre prisioneros políticos en la Argentina. Ya estaba decidido su retiro del gobierno. Por primera vez habló de Haroldo Conti. No hizo ninguna precisión de fecha ni de lugar ni de ninguna otra circunstancia pero reveló que sin dudas Haroldo estaba muerto. Fue la primera noticia oficial y hasta ahora la única. Videla pidió a los periodistas de EFE que no publicaran de inmediato la noticia y ellos cumplieron. Yo considero ahora que el general Videla no está en el poder y sin haberlo consultado con nadie que el mundo tiene derecho a conocer esta noticia”.

También 1981 fue un año duro. Así lo recordó más tarde Marcelo Conti, en una entrevista periodística. “Poca gente quería colaborar. Entre quienes nos ayudaron en esos momentos estuvieron Ernesto Sábato y Jorge Asís. No obstante la situación, seguimos reclamando el esclarecimiento (…) Recientemente mi hermana pudo conectarse con el ex cabo de la Armada Raúl David Vilariño, quien se refirió a mi padre. Ella le mostró una foto donde él estaba delgado y Vilariño afirmó que ése era el escritor importante que estaba en la ESMA cuyo expediente le quemaba las manos al contralmirante Chamorro…”

El 1 de mayo de 1981 el suboficial de la Policía Federal Luis Alberto Martínez, alias "El Japonés", detenido en Suiza escribe una insólita carta a Julio Cortázar, residente en París. A fines de ese mes insiste. En ambas notas Martínez se reconoce como represor y dice que puede proporcionar detalles sobre el secuestro de Haroldo Conti y otros hechos. Cortázar, para evitar que la investigación de estas declaraciones espontáneas quedara contaminada por el más remoto interés político inmediato, gira las misivas a la Federación Internacional por los Derechos del Hombre (FIDH) y no a la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU), de la cual forma parte.

La escrupulosidad de Cortázar, empero, le jugaría una mala pasada. La representante permanente de la FIDH antes las Naciones Unidas en Ginebra es la señora Nélida Elsa Zumstein, una suiza nacida en la Argentina que es también, en esa época, concejal municipal por el Partido Socialista del cantón ginebrino.

Zumstein se va convirtiendo poco a poco en la portavoz de los represores ante los familiares de Conti, a los que le retacea información. Martínez sabe de qué está hablando, porque describe con lujo de detalles un tapiz ecuatoriano que adornaba la casa de Haroldo. Además, da a Zumstein los nombres de Guastavino, Patricios y Cabrera, y compromete directamente a Videla en el secuestro.

La Zumstein calla. Ni las gestiones de la familia ni la de los amigos de Conti ni la de los organismos de derechos humanos de la Argentina logran conmoverla. Con el tiempo comienza a advertirse que ella es el eje de un operativo de distracción del Batallón 601, que intenta culpar al Grupo de Tareas 3.3., con sede en la ESMA, del secuestro y desaparición de Conti.

La maniobra de distracción se prolonga casi por dos años. En enero de 1983, Zumstein informó a Marta Scavac que:

1) El comando que secuestró a Haroldo estaba formado por personal de la Armada y de la Policía Federal.

2) Luis Alberto Martínez ha pertenecido desde 1968 a la Superintendencia de Seguridad Federal (SSF), ha confesado tener amplia información sobre los desaparecidos y conoce el expediente sobre Conti.

3) Rubén Bufano, que es miembro del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército, presenció la visita que el padre Castellani le hiciera a Conti y comprobó el pésimo estado de salud del prisionero.

4) Bufano y Sánchez Reisse se impresionaron al ver que el cabello de Conti se tornara blanco en pocos días, atribuyéndolo a los padecimientos sufridos.

5) Según Martínez, Conti recorrió los campos de concentración de la ESMA, Campo de Mayo y Coordinación Federal, luego fue ultimado.

Es posible que Haroldo haya estado en algún momento en la ESMA, en la SSF, en Campo de Mayo o en El Vesubio, como se afirmó. Pero siempre bajo control del Ejército.

El primer día hábil del año judicial de 1983, los familiares de Haroldo Conti presentaron un nuevo recurso de hábeas corpus ante el Juzgado Federal N° 3, a cargo del doctor Oscar Salvi, Secretaría Daffis Niklinson. Pedían, especialmente, el diligenciamiento de exhortos diplomáticos en relación con las declaraciones de “El Japonés” Martínez, y de Bufano. Salvi, un juez que por entonces gozaba de cierta fama de tener en prisión a Massera, se limitó a pedir informes sobre Conti a las tres fuerzas y al Ministerio del Interior. Como siempre, ellos no sabían nada. Los peticionantes insistieron en la necesidad de requerir por exhorto diplomático las declaraciones de los represores detenidos en Suiza. Hasta ahora, sin resultados.

Posteriormente, a fines de ese año, el doctor Atilio Librandi, abogado de la familia Conti, pidió que se llamara a comparecer, como testigos, a un grupo de oficiales de la Armada, del Ejércitos y de la Policía Federal, en base a las declaraciones que formulara el ex cabo Raúl David Vilariño. Librandi pidió que se citara a Chamorro, Arduino, Guerello, Padre Solá, Gutiérrez, Fuertes, Vildoza, Acosta, Whamod, García Velasco, Astiz, Radicci, Savio, D’Imperio, los suboficiales Borda, Pervens y Mónaco, todos de la ESMA. Requiere la citación además de Boero y González de la Policía Federal, y de Coronel Minicucci y Roualdés del Ejército, también de un médico de apellido Magnasco, otro de nombre Arberto y un dentista de nombre José Luis. Hasta ahora todo sigue dependiendo del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas.

El relevo de la dictadura por un gobierno constitucional abría nuevas esperanzas sobre la suerte de desaparecidos. Sin embargo, poco a poco, las ilusiones también se desvanecieron.

En el juicio a los nueve ex comandantes se escuchó una vez más el nombre de Conti. Un ex policía bonaerense, Carlos Hours, afirmó haberlo visto en El Vesubio con los huesos radio y cubito de un brazo expuestos. Luis Luchina, cabo de la Policía Federal declaró que “El Japonés” Martínez pertenecía a una brigada represiva con sede en la Superintendencia de Seguridad Federal. Y nada más.

El 31 de agosto de 1984 Videla fue citado a declarar como testigo en la causa abierta por la desaparición de Haroldo Conti. El juez ahora es Néstor Biondi. El abogado Librandi, a partir de las declaraciones periodísticas de Vilariño, había pedido también que Videla fuera convocado Se desconoce qué aportó el testigo a la causa.

Pese a vivir bajo el imperio del estado de derecho, los familiares de Conti –todavía en Julio de 1984- fueron sometidos a control de inteligencia. En una carta publicada en un diario de Buenos Aires, Marcelo Conti denunció que se había violado correspondencia dirigida a su nombre por el presidente de la Casa de las Américas, de La Habana, Mariano Rodríguez. "La correspondencia -protestó Marcelo- fue violada y luego armada artificiosamente (sin mucho esmero para disimular, hecho que creo se hizo con toda intención) para revisar, supongo, el material ‘terrorista’ que escondía…"

La última actuación burocrática en torno a la desaparición de Haroldo Conti es un certificado expedido el 13 de enero de este año por la Subsecretaría de Derechos Humanos de la Nación. Allí se atestigua que las denuncias referentes a Haroldo Pedro Conti, legajo N°77, oportunamente realizadas ante la CONADEP, “constan en esa dependencia”.

Algunos años antes de su trágica desaparición, Haroldo Conti había deslizado en la conversación con su amigo Carlos Vito en Chacabuco, una frase que es a la vez una sentencia: "En realidad, yo nunca me fui de aquí". Y de ningún lado. El viajero impenitente, ese gran aventurero de la vida sigue, pese a los silencios, hablando con nosotros.

 

Las cartas de Haroldo

Para vivir en la verdad y la belleza

2 de enero de 1976

Roberto, hermano:

Espero que esta carta llegue a tus manos en alguna forma y que algunos meses después llegue a las mías tu respuesta. Es increíble cómo la distancia nos separa. Este año que pasó casi no hemos tenido señales de la vida de la Casa, salvo las formales. Yo sé que ustedes nos piensan más de una vez y esa idea nos sostiene. Nosotros los pensamos casi a diario y necesitamos repetirnos constantemente que Cuba está ahí, en nuestra misma América, y que hay una porción de tierra liberada y ahí están nuestros hermanos.

Me dijo Marta que le dijo Gustavo Hernández, de la embajada, que según una carta de Beba yo daba por sentado que este año iba a La Habana. No sé de dónde salió eso pero juro que jamás se me cruzó por la cabeza. Para mí lo que decidan los compañeros está siempre bien porque se hace de acuerdo a los intereses de la Revolución. Así trabajamos aquí noche y día y esto nos salva del individualismo y las decisiones personales tan funestas a menudo. Por otra parte, mi mayor alegría es que viaje a allí gente nueva para que eso se conozca cada vez más. Sé lo bien que le hace a los compañeros y ojalá que pudiesen ir todos. Muchos se lo merecen y lo necesitan más que yo, inclusive para salvar sus vidas. Quiero que esto quede claro.

En cuanto a la situación aquí, las cosas marchan de mal en peor. Me acaba de informar muy confidencialmente mi cuñado, que es militar, que se espere un golpe sangriento para marzo. Inclusive los servicios de inteligencia calculan una cuota de 30 mil muertos.

Bueno. Otra cosa, para no alargarme demasiado, hermano. Mascaró está prácticamente agotado. Tuvo gran éxito de lectores pero los diarios y revistas no hablan de él por razones políticas. Soy una especie de contagioso. Sé de algunos órganos donde hubo órdenes expresas de ignorarme. Es curioso recibir notas desde el exterior y no tener una sola en mi país. A propósito, me sería de utilidad recibir cuanto recorte haya de La Habana. crisis reproduce lo que puede y se proyecta una campaña con ese material para la reedición en marzo.

Te abraza,

Haroldo

(de una carta al escritor cubano Roberto Fernández Retamar)

 

9-5-73

Marcelo, Capitán:

Cuéntale a la tía cómo es ese barquito y cuánto cuesta. Veré lo que puedo hacer. Ojalá pudiere regalarte la flota real británica. Espero que sea un barco razonable, que además de flotar como debe no me hunda a mí.

Los otros días tuve una aventura que te hubiera gustado y pensé mucho en vos. El mar bajó como nunca y quedó a la vista un viejo barco de fierro hundido allí, entre San Bernardo y la Lucila del Mar. No había casi nadie y yo había salido a dar un paseíto para despejar la cabeza. Me arremangué los pantalones y me metí adentro y saqué unos pedazos. Entre ellos una costilla de fierro que traje varios kilómetros sobre los hombros y arranqué con mis propias manos. Estaba cubierta de incrustaciones marinas, mejillones, algas. Una verdadera reliquia… Quedé de cama, con la espalda reventada pero contento. Parecía Jesucristo llevando aquel travesaño que olía a mar, chorreando agua por todos lados. Ya lo verás, si es que entra en el coche. Junté infinidad de caracoles, maderas, piedras. Los otros días encontré un extraño pez de color rojo que había arrojado el agua. Todavía estaba vivo. Lo metí en un balde, lo reviví y luego fui hasta La Lucila, que tiene un muelle muy largo, y lo devolví al mar. Puede ser que algún día vuelva a encontrarlo, más grande y se acuerde de mí.

Me alegra mucho que trabajes en el colegio. Eso te hará bíen. A ti y a todos los que te quieren. Trata, como tu hermana, de leer y ver buenas cosas que te ayuden en la vida, que formen tu voluntad, y eduquen tu espíritu. Nosotros nacimos para las grandes cosas, sin despreciar a nadie. Para vivir en la luz y la verdad y la belleza.

Un beso grande,

Papá

 

Felipe:

Noto en tus dos cartas que estás pasando por un mal momento y como yo soy un especialista en lobregueces quisiera decirte de moribundo a moribundo que te dejes de joder con ideas de finales y esas cosas y que te pongas ya mismo a escribir o levantar ese inconmovible rancho en la Punta del Diablo al cual ya me imagino entrando para disfrutar de las vecindades de don Lirio Rocha y otros saludables fantasmas. Mientras lo piensas podrías darte una vuelta por este Buenos Aires o irte a mi isla y charlar, de paso, con el Vasco, que debe estar por allá. He tratado de ubicarlo todos estos días y por eso demoré la carta pero hasta ahora, no di con él. Espero que aparezca de un momento a otro o me iré hasta el astillero para hablarle de tus cosas. No sé si ya te dije que me lo encontré en Tierra del Fuego trabajando en la pesca de la centolla. Con respecto a la Hermandad de la Costa quisiera saber un poco más de qué se trata. De todas maneras ya hablé con un amigo marinero viejo que me pidió la misma información. Está momentáneamente ocupado en la edición de un libro suyo sobre el río pero apenas salga eso me echará una mano. Me habló ayer un amigo tuyo y Poppy estuvo por aquí un par de semanas. Un poco entes estuvieron Ariel y Rubén y los otros amigos, exactamente para la Semana Santa. Apenas se resuelva algo de todo lo nuestro vuelvo a escribirte. Acabo de recibir una carta de María de Monserrat, que ahorita respondo. Vino carta igualmente de Alfonso reiterándome por quinta o sexta vez que lo enganche de patrón de un yate en ésta. Cosa de loco. Me apena. Supongo que la debe estar pasando muy negra. Hay una amarga tristeza por debajo de estas especies de botella al mar que me arroja, cada tanto. Olvida un poco y trastoca los tiempos. ¡Pobre mi amigo! Con el Vasco trataré de obtener la forma de traer mis cosas. Disculpame la molestia de tenerlas entretanto. A propósito, hay un favor que tiene que ver con eso y que te pido. Hace más de dos años dejé, o mejor dicho lo dejó el gordo Sciancia, una maza de carreta en lo de Montañas, el socio del gordo, un pirata que comanda el frigorífico de Rocha, si es que no está en cana. Si puedes ubicar a este Montañas y pedirle de mi parte la maza de referencia te lo agradeceré mucho. Medio perdí las esperanzas pero sería fenómeno. El gordo me aseguró la última vez que aquello seguía allí. Es una maza de la gran puta y si la tenés que cargar me vas a putear toda la larga vida que te queda y que te empeñas en acortar lúgubremente. ¡Arriba, hermano! Dale a lo que tenés entre manos y sobre todo a lo que tenés entrepiernas, y salud!

Tu amigo,

Haroldo

(Carta a Felipe Novoa, escritor argentino radicado en Montevideo)

 

Marcelo, Capitán:

Supe con tristeza que no te fueron bien las cosas en el colegio. Me preocupa mucho. Paciencia, capitán. Eres hombre y estas pruebas no te tienen que hundir el barco sino a ayudarte a hacer mejor las cosas. Ahora tienes que ponerte a trabajar en serio. Todo depende de ti. Tienes que aprender a luchar solo, hacerte tu mundo y avanzar cada día un paso. Deja esa podrida televisión, menos calle y farra y a trabajar. Tienes que tener tu rinconcito en casa, encerrarte en él y construir ahí tu mundo. No es necesario que te mates sino que aproveches el tiempo, la vida. Trabaja fuerte, lee porque la buena lectura ayuda mucho y en lugar de perder el tiempo lo gastas de una vez y bien cada tanto, viniendo aquí o yendo a lo de Maruca, es decir haciendo cosas realmente lindas que te habrás ganado trabajando. Mira a tu padre. A mí nadie me controla. Pero cada mañana me levanto temprano y mientras los demás se van a la playa yo me pongo a trabajar fuerte. Ya vendrá la recompensa. Además, así estoy contento conmigo mismo.

No te desanimes. Yo te comprendo y tengo mi parte de culpa, porque te dejé solo. No tuve más remedio que hacerlo pero me duele mucho porque te extraño y me necesitas y quiero ayudarte. Trata de esperar a que termine. Esto es como un viaje. Un largo viaje. Ya estaremos juntos. Entre tanto recuerda que yo estoy siempre a tu lado con mi corazón y mi pensamiento, que también estoy solo. La tía Pocha y el tío Casa te van a ayudar. Ellos te quieren y son muy buenos. Habla y aconséjate con ellos. Y apenas puedas ven a verme. Ya se arreglará todo y manejaremos otra vez juntos capitán. Te quiero mucho. ¡Arriba ese ánimo! ¡Sé fuerte! Apoyate también en tu hermana. Ella es muy buena, te quiere y también está sola. El día de mañana sabrás que es de las pocas gentes en las que puedas encontrar apoyo. Mire mi caso, la ayuda de mi hermana, tu tía, que me acompaña en estos momentos, que no me abandonó.

¡A navegar, capitán! Fuerte y duro. Sin desanimarte. Mirando de frente la vida.

Un abrazo grande,

Papá

(No toques las luces, cuidado con la electricidad, no juegues con fósforos, cuídate y cuida a tu hermana por mí. Reza y besa siempre a la Virgen de Luján. Lo mismo Ale. Decíselo).

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