Colaboración especial: Marta Acuña
Los lugares son como las personas. Comparecen un buen día en la vida de uno y a partir de ahí fantasmean, es decir, se mezclan a la historia de uno que se convierte en la quejumbrosa historia de lugares y personas. Esto es, los lugares y las personas se incorporan en los adentros y se establecen como sujetos persistentes.
Ahora paso a contar y de hecho voy a descubrir uno de esos fantasmas. Refiero la fantasmagórica isla Paulino que algunos, los más alejados, mal dicen Paulina. La cual isla un día se me apareció en persona y tres después se desapareció tan de repente como cualquier aparición, y aunque todavía me pregunto si verdaderamente estuve allí pues todo lo que me queda es un montón de papeles, unos diarios viejos y una cinta magnética y cierto regusto metálico a vino de uva americana, yo sé que consiste perenne allá frente a Berisso y que el que me desaparecí soy yo, pero para el caso es lo mismo.
Lo cosa pudo empezar con un cantito del Chango Rodríguez, una "marea" titulada "La Balandra" que dice por ahí:
Las cuatro bocas del río,
cruzando la lancha
la Isla Paulino,
cubierta de flores allá entre los lirios
igual que las aves
yo tengo mi nido.
Lo de los lirios supongo que es una licencia. Además no sé de ave que haga nido entre los lirios. Pero conociendo la isla uno pude imaginar tales extravagancias y muchas otras.
En realidad, el que me dio la pista fue Roberto Cuervo que filmó hace unos años un breve documental. Mencionó la isla Paulino mientras corríamos en mi Renault sobre avenida del Tejar y yo pregunté, alejado, ¿qué isla es esa Paulina? Y él corrigió Paulino y ahí empezó la aparición. La tal isla Paulino no existe de jure. He revisado cuanto mapa y cuarterón junté en mi vida de vagabundo y no aparece ese nombre. Lo más cercano, por ahora, es una carta del Puerto de La Plata de 1945 sobre un reconocimiento aerofotográfico de la aviación naval. Ahí figura sólida como una tortuga la vasta e inexistente isla Santiago atravesada al medio por el canal Santiago que después del río Santiago se continúa en el canal de entrada al Gran Dock con Ensenada a la derecha y Berisso a la izquierda. Tres días después ahí estaba yo con un grabador, un cuaderno, el propio Cuervo con su Nikon y María Acuña tomando notas a diestra y siniestra, aunque por el momento todo era más bien a siniestra. Estábamos a orillas de un arroyo ciego de aguas espesas sembrado de barcos muertos, al lado de una especie de garita ladeada, casi una jaula, que resultó en definitiva la boletería de las lanchas que cruzan a la isla y hasta la cual había llegado el mismo Renault en el que andaba por avenida del Tejar unos renglones más arriba y que ahora quedaba bajo un plátano hasta nuestro regreso, se suponía al siguiente día.
aviso: última lancha Berisso 19 hrs. última lancha regreso 19.45 hrs.
Hay 4 lanchas que hacen el cruce que tarda unos 20 minutos: Tigre, Sta. Teresita, Golondrina y Picaflor. Estas son. Se trata de pequeñas embarcaciones con cascos de líneas reconocibles como de los años 30, con motores nafteros adaptados. Nosotros embarcamos en la Santa Teresita, equipada con un Ford A con capacidad para 30 personas haciendo fuerza. Tiene un letrero al frente que dice: “Al que madruga Dios lo mira con asombro". Embarcan con nosotros una serie de personajes que luego tropezaremos en cada recodo de la isla, de manera que terminamos por tener la sensación de que la isla fue a habitarse con nosotros.
El Bocha Tesorieri que hace 46 años anda comandando una de estas lanchas nos informa por encima del ruido del motor a qué se reducen esos 46 años. Sus perspectivas en esta argentina polenta es si le da el cuero, seguir cruzando otros 46 años entre banda y banda sin que le sobre un mango para sentarse algún día a mirar el río, beber a sorbitos el vino de la costa y recordar viejos amigos o, como se acostumbra hoy en día, viejos precios. En bulto, saca unos 2 palos por temporada. Paga derecho de amarre entre los cuatro lancheros un boletero para los fines de semana que les sale unos 20 mil por jornal.
Pasamos frente a las oxidadas ruinas del frigorífico Armour y hay una mención, de las mil que habrá. En otros tiempos, otra Argentina cuando las lanchas iban cargadas de gente que venía a tirarse unos pesos a la isla en copas y asados y bailantas y eso parecía normal, que la gente tuviese su tiempo para trabajar y su tiempo para rajarse una farra.
El río se ensancha y navegamos por la primera estrofa del Chango Rodriguez. En tres altos barcos que lanzan sus proas sobre nuestras cabezas y estiramos el cogote para ver de ver la isla Paulino, muy de aparecida. En realidad no hemos hecho otra cosa, desde que salimos, que costear la isla, pero recién ahora se abulta y verdea como una verdadera isla, a la derecha, muy bonita, media isla, medio barco encallado con su verde arboladura a este viento del verano que sopla caliente desde el oeste, pampero para nosotros, viento de bajante, "maestral", y más probablemente mistral, para los pescadores de la zona, que lo nombran de oído. Ahora entramos al canal Santiago propiamente dicho, que se empezó a pala y lo siguió después una draga holandesa de baldes, esas desmesuras de entonces, y que dividió en dos la Isla Santiago haciendo de una dos, la Santiago o Monte Santiago o Fanessi, a la izquierda, que es donde está la Escuela Naval Militar y a la derecha la Paulino. El nombre proviene, digamos de una vez lo que oímos mil, de don Paulino Pagani.
Y ahora ya navegamos sobre memorias, sobre la parte sumergida de la Isla Paulino, la verdadera isla posiblemente, la que vivió y brilló hasta el 40, cuando la hundió la puta creciente del 15 de abril, esa negra fecha que está en la memoria de todos y que es el acontecimiento más notable de la isla. Muchos nos hablaron de don Paulino pero, de todos, preferimos la versión de don Augusto Galli, su sobrino, que hace 77 años nació en la misma isla. En realidad lo fuimos a ver, al final del viaje, a Berisso pues se lo habían llevado por unos achaques y lo encontramos saltando sobre la punta de los pies, apurando a doña Dominga para volver a la isla. Ni él ni nadie recuerda con exactitud cuándo apareció por aquí don Paulino Pagani. Su madre, es decir la hermana de don Paulino, vino de la Lombardía en el 87 en un barco a vela, el “Giuseppe Maggi”, y quedó un tiempo en Montevideo antes de bajar a Buenos Aires. Don Paulino debió hacer el mismo camino por el mismo tiempo, más o menos. Todo es más o menos. Hasta aquí don Augusto. Para adelante sigue el nieto de Pagani, en una charla al atardecer, entre árboles que se revuelven como grandes pájaros, sobre la vía oxidada del Decauville que instaló el propio Paulino para acarrear las mercaderías con destino al gran recreo Pagani. Paulino trabajó de capataz en la construcción del puerto de La Plata, junto con su paisano Fanessi, que luego le dejaría el nombre a la otra isla. No está claro si estableció almacén o algo parecido en Río Santiago. El hecho es que un buen día lo desalojan de allí y se cruza a la isla y establece el gran recreo Pagani que con el tiempo desparramara su fama hasta más allá de la Plata. La gente decía "Vamo de Paulino" y en las cartas que eran para ese lado de la Santiago se ponía, para mayor precisión, isla de Paulino y entonces vino a quedar isla Paulino. Así se nace.
Todavía no desembarqué de la Santa Teresita y ya me estoy contando la charla que tuve aquel atardecer con el memorioso Juan Paulino Pagani, nieto del primer Pagani, sobre esa vía Decauville que se quiebra a la izquierda apuntando con sus muñones oxidados hacia otro pedazo de historia que viene después y dobla a la derecha hacia unas casillas, entre unos árboles envejecidos, y se pierde entre los fierros retorcidos que pertenecieron al armazón de la florida glorieta que conducirá hasta el recreo y que hoy esperan que los carguen en el Decauville rumbo a alguna fundición a tantos pesos el kilo. Y en estos tiempos superpuestos ya mismo estoy pasando por debajo de la glorieta, mientras desde el recreo del viejo Pagani me llegan los compases del vals "oca de amor" que provienen del pabellón de la orquesta (que en ese tiempo cobraba de 15 a 20 pesos por función).
Acabo de llegar un 8 de diciembre en uno de los remolcadores que zarparon desde la Boca (el San Martín y el Belgrano. de la Mihanovich). Yo transcurro bajo la parra de uva chinche, en la perfumada noche de otro verano que alumbran unas lámparas de carburo. Vengo por los tallarines al uso nostro con aceite Bresciano que le han dado larga fama a don Paulino, por el arroz con funghetti y por el pucherito de gallina alimentado a maíz. Hasta don Julio A. Roca vino por lo mismo. Dicen que la gente abría los tenedores para cargar más tallarines. El recreo tenía casi una cuadra de largo y lo arrancó entero la creciente del 40. He podido recuperar una vieja y polvorienta fotografía del bar, con muebles lustrosos y retorcidos como los de la vieja estación Pacífico, con el viejo Paulino, casi un fantasma con barba, en una punta a la izquierda. Antes de subir al bar en este otro tiempo de vino y rosas y en el momento que la orquesta arremete con la mazurca “Eres amable” me vuelvo y al fondo de las vías que se esfuman sobre una claridad verdosa veo a la hija de Paulino, encorvada por el reuma sobre sus 85 años preparando un fuego de leña, al lado del cascarón podrido de una de las tremendas cocinas económicas del antiguo recreo Pagani. “Como buen genovés daba bien de comer”, dice su nieto para justificar su fama, tallarines amasados a mano con huevitos de gallinas criadas en el fondo, alimentadas a maíz, aceite importado, un risotto a la valenciana como para entrar en combustión hecho a fuego de leña, como Dios manda, y los gallegos también, en sartén de hierro honda. Estos y otros platos regados con Chianti o Barbera o Grinolino o Freisa, que el viejo importaba sin reparar en costos.
Después del 40, con los restos del recreo los Pagani que quedaron hicieron una churrasquería, del otro lado de la vía, y se pusieron de moda los pic-nics, cuando un cordero costaba $3,50. Pero para entonces ya no estaba el viejo, que murió en el 28, exactamente el 2 de septiembre de 1928. Lo velaron en la isla y lo transportaron a Ensenada en un pailebote, después lo enterraron con una carroza de 6 caballos de lo empresa Osácar que está todavía en la Plata.
Me vuelvo para mirar el río e imaginar a aquel soberbio pailebote desplazándose lentamente con el cajón del viejo a bordo. Y lo que veo es la lancha que atraca y yo que llego con el grabador en la mano cuando todavía no sé casi nada de esta historia y tropiezo por primera vez con los rieles del Decauville y un pedazo de fierro retorcido que fue de la glorieta que arrancó la creciente del 40. Ya me hablaron de la creciente, por supuesto. Todos hablan de lo mismo, tarde o temprano. En general, todos viven de recuerdos, de la isla que fue y hablan de los tallarines de Pagani, o del vino de la costa, que ya casi no se cosecha, y de la gran creciente del 40 como si hablasen del viejo o de la vieja. Viven entre recuerdos. Pateando sombras que se cruzan por los sendero y se descuelgan de las paredes de chapa de zinc, lo cual ya es una antigüedad. ¿Quién diablos puede darse hoy ese lujo? Antes eran las casas de los pobres. Una casa de esas, sobre terrenos fiscales, hoy día, una como la de don Ernesto Trillo. Por ejemplo, que es la que vamos a habitar en los próximos días de la memoria se cotiza en unos 6 palos. Hace dos años Trillo la compró en 300 mil pesos. Compró el derecho de arrendamiento, se entiende. En realidad no se sabe bien lo que compró. Nos llevará un tiempo aclarar la propiedad de la tierra aquí en la isla.
Las tierras son fiscales, lo dicen todos. Eso, en el fondo, parece protegerlas contra cualquier despojo mayor. Preguntando y escarbando llegué a tener en mis manos una copia de un contrato de arrendamiento entre un señor Danat Santo y la Compañia Dock de Tránsito del Puerto de La Plata, que en el art. 1 aparece como propietaria de la tierra. Hasta el fatídico 40 venía un representante de la Compañía al recreo Pagani y cobraba allí las anualidades por la arrienda. Después del 40 no volvió más. Parece ser que la Compañía traspasó los terrenos al Estado. A partir de aquí el derecho se torna confuso y en resumen los isleños, hasta que aparezca algún avivado, se rigen por la costumbre. Entre las pocas cosas que reclaman de la autoridad que debe haber en alguna parte de la otra orilla son títulos sanos, como se hizo por Palo Blanco, si mal no recuerdo. Que la tierra donde nacieron, en la que trabajaron y casi se ahogaron les pertenezca por entero con sus casitas de chapas y su pedacito de quinta y su retazo de agua al frente y su lote de fantasmas. Tal vez si hicieran fuerza todos juntos. Pero todos juntos no alcanzan a llenar el salón del recreo “La Alicia”. Además nunca estuvieron juntos. Divagan unos por los estrechos senderos, se recruzan como sombras dolientes, se reconocen en el pasado y se confunden en lo presente. Todos invocan al viejo Pagani, que se fue de última navegación, gran comandante, en el 28 como si todavía, desde el cementerio de La Plata, pudiese enderezar sus vidas, sanar sus tierras, restablecer el fuerte esplendor de los años que se llevó la creciente del 40.
Descendemos en el muelle, amplio y bien trabado, que queda de aquel tiempo, casi en la punta del canal, frente mismo al destacamento de la Prefectura en la isla Fanessi. Antes había un resguardo en la Paulino pero ahora sólo queda de él el tanque del agua, medio sumergido en el río. Por este muelle pasa la mayor actividad de la isla, que consiste en ir y venir entre la tierra firme y la isla. Por este muelle se fue el viejo Pagani sobre aquel espléndido pailebote amortajado en velas de lona, muy señor del río, llevándose para siempre los tallarines al uso nostro y los valses y las elegantes parrandas de aquellos años locos. Puede ser que vuelva algún día con alguna otra creciente enarbolando un dorado palo de amasar y un tenedor de oro con los dientes abiertos. Yo creo que sueñan con eso. Don Galli, don Trillo, el Justo, todos esos sobrevivientes que navegan estas aguas del recuerdo, de este lado del 40.
Nos vamos entre sauces añosos y encumbrados eucaliptos hacia la casilla de don Trillo que se amanece cuando nosotros llegamos. Cuervo estuvo unos días antes para reservar la casa. Pero don Trillo no recuerda nada. El día antes se pescó una esbornia festiva, inducido por amigos del verano, y se salteó un día. Cuervo reconstruye lentamente ese día para asombro de don Trillo que por suerte tiene la casa vacía. Conseguimos una cama por 5 mil pesos diarios y nos establecemos frente al río, detrás de la escuela No 13. Monte Santiago.
A partir de ahí empezamos a reconstruir pacientemente la historia de la isla, como quien tantea un cuerpo en la oscuridad. Nadie sabe a ciencia cierta la cantidad de habitadores que hay en la actualidad. Según unos andan por los 180, según el documental de Cuervo para el 71 estaban en los 30, "El Día" de La Plata consigna para el año 70 alrededor de 400 habitadores entre las dos islas, y un total de 60 viviendas en la Paulino. En este último tiempo se alquilaba una habitación por 400 pesos y se almorzaba por 300 en las parrillas Mi Rincón, Tío Galli, El Toro o El Arroyito. La isla tenía para entonces 23 alumnos y un maestro y ya se había jubilado el único enfermero de manera que no había servicios asistenciales de urgencia. Tampoco los hay hoy, cuando el enfermero además de jubilado debe ser difunto. Nosotros vamos a tratar de ser más exactos y diremos en consecuencia que los habitadores de la isla Paulino son pocos, sólo que se le cruzan a uno tantas veces en el camino que parecen muchos. Se explica porque en realidad no hay muchos lugares donde ir, y cuando a uno se le ocurre cruzar al recreo “La Alicia” es probable que al mismo tiempo se le ocurra a don Gatti.
Don Segundo Gatti es otro de los sobrevivientes del 40. Nació en la isla en 1906, hijo de italianos como casi todos. Eran 9 hijos en la familia pero queda él solo en la isla. Trabajo 50 años aquí como quintero. Recuerda con entusiasmo esas cosechas en las que levantaban de 30 a 40 mil bultos, por mes, de ajíes, tomates o papas con destino al mercado del Abasto o de La Plata. Ahora vive de una pensión de 75 mil pesos y algo que le tiran los hermanos. Él nos facilita el ejemplar de "El Día" ennegrecido por el humo de la cocina. Le convidamos una copa de vino en el florido recreo "El Faro" y se larga a hablar para la posteridad preguntando a cada rato si estamos grabando. En su puta vida vio un grabador. Trata de poner cara solemne y cada dos palabras dice "Lisa y llanamente", lo cual le parece pomposo. Le preguntamos si hay alguna fiesta en la isla, una en especial. Nos responde lisa y llanamente que las había antes, bien de rompe y raja, sin motivo aparente, y que todos terminaban en el boliche donde cantaba "Galleguita". "¿Querés que te cante ‘Galleguita’?", pregunta mirando al grabador. La canta tres veces y después lo quiere hacer siempre que nos encontramos de camino al recreo o en el mismo mostrador del recreo. Cuando se escucha a sí mismo cantando "Galleguita" no puede creerlo. Su voz brota carraspienta entre las viejas maderas del recreo y sale a la noche arbolada y se pierde sobre el río que se llevó a don Paulino. La historia de Galleguita, la divina, termina por entristecernos.
Volvemos a la realidad con un platazo de tallarines que prolongan la tradición de aquellos gloriosos de don Paulino en el recreo "La Alicia", de Tosti Hnos. Los regamos, como corresponde, con un troli de vino de la costa, lo que da lugar a nuevos recuerdos. Según don Gatti en el 40 se producían unos 10 mil litros de vino, lo cual anda cerca de la cifra que nos dará luego, en Berisso, don Augusto Galli (de 12 a 15). Después los viñedos se secaron, la gente se marchó, sobre todo la gente joven, y ahora nadie quiere trabajar la tierra. Los intermediarios se llevan el trabajo. Esto lo cuenta bien don Domingo Antonio Pussi en una charla que tuvimos mientras esperaba la lancha. La simple historia de despojo de la isla Paulino que en el año 70 tenía un 30% de su población dedicada al monte, un 25% a viñateros, un 20% a quinteros y un 10 % a floricultores. Todo ese trabajo dejó sus frutos, si los dejó, del otro lado, en tierra firme. En la isla no quedó nada.
Mientras se acerca la lancha, que viene tosiendo desde Berisso, charlamos con otros quinteros. Anotamos, al pasar, algunas cifras. El intermediario les paga por bulto 1.500 pesos, de lo cual deduce un 10% de comisión. Ellos deben pagar además 500 por el camión, la lancha y 1.000 por cada bolsa rejilla. En febrero del 75 vendieron el tomate a 300 pesos el kilo. Ahora están vendiendo arvejas a 1.200. Pagan, en resumen, el camión, la bolsita, la lancha y la comisión. Cobran cuando le canta al intermediario. Una bolsa de abono les cuesta 80 mil pesos y un kilo de Fluidor 50 mil. La mayoría vive de una jubilación y con las cosechas redondean una cifra como para tirar mejor. Si se quejan los revientan, como acaba de suceder ahora mismo en el mercado de Berisso con unos verduleros que levantaron la voz. Lo que se llama justicia distributiva dentro de nuestro estilo de vida. Les preguntamos si nunca se les ocurrió juntarse en una cooperativa o algo parecido para hacerle frente al acopiador. La única entidad que llegó a agruparlos alguna vez fue el Club Unión Isleña del cual don Pussi fue su mejor centroforward. "El Día" menciona la Unión Polaca, la Sociedad Búlgara, Camoati, la Sociedad Mariano Moreno pero eran organizaciones que tenían sus sedes en Berisso o Ensenada y que venían a la isla de festejo, por los tallarines y el risotto de don Paulino, que fue la más firme institución de esta tierra de vejeces.
El testimonio de un quintero de más arriba, 27 años, 3 pibes, 10 años trabajando la tierra, es más preciso. Cultiva una quinta de una hectárea que no le pertenece. Siembra tomate y chaucha para este tiempo y para el invierno lechuga, espinaca, nabo. Lo encontramos detrás del arado, arrimando tierra a las hileras de tomates. Gana unos 3 palos al año, de los cuales entrega el 15 % al propietario, más 200 mil pesos por el arriendo. Un caballo le cuesta 600 mil y el arado 400. El tarro de insecticida le sale 7 mil el de bajo tierra y el Parathien, insecticida-acaricida para arriba 40 mil. Ahora está peleando con la isoca blanca, que gusta del tomate tanto como nosotros. Le preguntamos qué espera de la vida, después de tanto trabajo. Nos responde, con la misma cara de tristeza que su caballo "Noble", que todo lo que él desea tener algún día es un televisor, un caballo más y un bote más grande. Se nos caen las medias. Si todo va bien producirá esta temporada unos 100 cajones diarios de tomates. Estamos cerca de Navidad. La Navidad en la que el pueblo pagará 7.800 pesos por el kilo de tomates. El último cajón se lo pagaron a nuestro quintero 5 mil pesos.
Los fantasmas y los tallarines nos retuvieron tres días en la isla, dos más del previsto. Vale la pena aunque más no sea para ver mirar pasar, echado en la galería de la casa de don Trillo, a los grandes barcos que navegan por el canal, como si surcaran las copas de los árboles. Y después los tallarines y el vino de la costa en “La Alicia” mientras Jonhy Albino canta por milésima vez "Veneno".
Los barcos embocan el canal despaciosamente y si en el semáforo hay bandera amarilla siguen de largo hacia el río abierto. Acerca del semáforo, que está en la punta de la isla que mira al río abierto, recuerdo una de esas tardes macilentas, envueltos en la luz amarilla que se filtraba por los árboles, parados sobre los rieles del Decauville. Ahí estaba otro pedazo de historia.
Al lado del muelle, por el que se fue don Paulino en su última audacia, hay otro de maderas carcomidas a través de cuyas tablas se ve el agua parda que durante la noche ha dejado algunas ramas y cajones entre los rieles del Decauville, que termina ahí. Termina o empieza. Es difícil, si no imposible, poner en claro los orígenes de esta vía. Tal vez escribiéndolo se aclare un poco o con los pedazos sueltos yo invente otra historia. Parece ser que don Paulino Pagani compró el artificio a un tal Borrone. Al final no se sabe si en realidad fue Borrone que lo implantó ahí para sus areneros. Hay un dato que apunta en esa dirección. El adoquinado de La Plata está asentado sobre arena de la isla Paulino, arena más fina que la oriental. Pero sucede que en la reconstrucción se cruza un tal Antonio Eschiffino, que posiblemente se escriba de otra manera, dueño de otros areneros, que mandó traer una chata desde Italia, en pedazos, y la armó aquí y luego le sacó el molde y con remachadores de la base naval construyó otra igual, cosa de tanos cabezones. Cualquiera de los tres pudo establecer las vías sobre las que pasó buena parte de la historia de la isla. Lo concreto es que don Paulino en algún momento comenzó a emplear el Decauville para cargar las mercaderías de su legendario recreo. Ahí van y vienen las zorras a través de los años, hasta llegar incluso a donde yo estoy parado ahora, este atardecer de 1975, primero bajo las arcadas del parral alumbrado a carburo y después del 40 bajo el recuerdo del parral. Hay dos desvíos que son otros dos tramos de la historia. En el 55 o 54 se curva hacia la derecha y penetra en la churrasquería que se construyó con los restos del recreo. Ahí mismo termina ahora, entre las penumbras de los árboles añosos y los fierros retorcidos que esperan su último viaje a la fundición. Un poco antes de la curva se insinúa otro desvío. Quedan dos muñones oxidados que apuntan hacia el río abierto. En esa dirección se va hacia el semáforo por el lomo de un murallón carcomido cuyos primeros tramos encontramos entre los yuyos y los árboles. Es como caminar sobre una inmensa y maltrecha dentadura.
Este murallón o espigón que conduce al semáforo o que termina ahí porque en realidad la gente del semáforo va en lancha, si no tendrían que pagarles horas extras nada más que por el tránsito sobre esta ruina, fue construido alrededor del 55. Tiene 1.100 metros de extensión. Mil cien metros que cubrían las vías del Decauville para transportar el material de la escollera y que recorrimos nosotros como los alambristas de un circo puteando a derecha e izquierda, es decir a la Paulino y a la Fanessi respectivamente. Cuervo casi se zampa en un hueco y Marta llegó dos horas después, arañando el aire a falta de mi cara. No sé por qué pienso en esa escollera tendida sobre el ancho río y me acuerdo de la Samba de Sausalito, de Santana. Es algo así de apacible y sereno, a pesar de las acrobacias.
Mientras avanzamos el negro armazón del semáforo va creciendo sobre nuestras cabezas. El semáforo está allí desde 1905 y tiene una altura de 40 metros que agranda el fondo vacío del río abierto. El viaje valió la pena cuanto más no sea para saludar y conocer a esos dos tipos de oro, los muchachos de Quilmes, semaforistas de 4°, Pedro Lamanuzzi y Héctor Longobardi que nos reciben en la casilla como a un par de náufragos, nos invitan a matear, nos ofrecen una cucheta para hacer noche y nos convidan a pasar allí el Año Nuevo que se avecina. Nos muestran las instalaciones como si efectivamente fuésemos a hacernos cargo de ellas, sin descuidar los balones, ni el radioteléfono, ni el paso majestuoso de los barcos. Me llevo de recuerdo una planilla donde consta que el río crece, que el cielo está despejado, que la visibilidad es de 10 km, que el viento tiene una intensidad N6 y sopla OS, todo lo cual me llena de un humor vagabundo y como otras veces me pregunto por qué mierda la vida me trajo hasta aquí por una escollera averiada, sobre recuerdos y sombras, y no como a ellos, por qué no soy ellos, igual de pobre y argentino pero en el vagante oficio de bienvenir o despedir barcos de gran porte. Desde estas líneas ¡un abrazo quilmeños! Ya vamos a volver por el asado que nos juramos. Si un día me ven pasar a toda máquina por el medio del canal háganse a un lado y pongan una bandera amarilla bien grande que no paro hasta el culo del mundo...
Pasa por el canal un tremendo barco de bandera griega y agitamos las manos como náufragos en una isla desierta (casi es eso la Paulino, metáfora aparte) y yo le grito a un tipo que nos saluda desde la popa ¡Salve!, en latín, que es lo más parecido o por lo menos lo más cercano al griego, cuyos tres años de facultad se me borraron de la memoria como tantas otras cosas que aprendí al cohete en lugar de aprender el código de señales y el manejo de un generador Trenton.
Desde el semáforo se aprecia en toda su extensión la magnífica y despejada playa de la isla Paulino, la mejor costa del Río de la Plata según los muchachos de Quilmes, de lo cual doy fe. Sobre ella estamos pateando a la mañana siguiente bajo un sol despiadado que se ha propuesto licuarnos antes de llegar a la quinta de Martineli, adonde vamos encaminados para conocer uno de los últimos productores del vino de uva chinche. La uva chinche americana es la variedad Isabela de la uva tinta, crece en suelos húmedos como éste y sirve para producir un vino reputado por los catadores de escasa calidad. Sin embargo para nosotros, los de las islas, es el vino de la memoria y el vino del río y cuando uno siente ese golpecito amargo en el paladar, apenas un pellizco, se enciende por dentro y se torna memoria y río, barco vagabundo y mundo rante, es decir, con más sustancia de hombre, ¡de manera que vaya vino! La playa se extiende interminable, perdiéndose hacia Palo Blanco en una claridad neblinosa sobre la que planean furtivas gaviotas. El perro de la churrasquera EL FARO nos sigue al trote, espiando a las gaviotas que corre como loco cuando remontan vuelo un metro antes de su deseo. Perro y gaviotas se deslizan como trapos empujados por el viento sobre el fondo de espumas que divide el agua de la arena. Es uno de esos perros gentiles, nuestro amigo, que se acopla al primero que pasa y golpea los dedos. En el camino encontramos los restos de un salvavidas Inglés y estiramos el cogote para ver si un poco más allá está el propio inglés aferrado a una valija de libras esterlinas. Pero no hay nada hasta donde alcanza la vista y por fuerza nos preguntamos cómo diablos puede vivir aquí el señor Martineli. Por fin, como caído del cielo, aparece un ciclista, algo, ahora que lo pienso, bastante extravagante en ese lugar, y nos indica que hemos pasado de largo la quinta Martineli, que queda entre aquellos árboles de atrás.
Vamos hasta los árboles y en un hueco en un montecito de cañas encontramos la entrada a la quinta, protegida por un árbol tumbado sobre el que hay un par de letreros. Uno dice "Quinta Martineli" y el otro "Prohibido entrar perros". Más allá hay otro que dice "No corte cañas". Y a lo largo del camino hasta el casco de la quinta encontramos otra hilera de letreros que dicen: NO FUME, NO SE FIA, NO TOCAR, NO MOLESTE, NO INSISTA. Marta los copió uno por uno. Nosotros lo del perro lo tomamos como se toma generalmente el "Prohibido escupir en el suelo" o "No fija carteles" ¡Para qué! De pronto emergido por detrás de un árbol un enano con cara de estrangulado que blandiendo un pedazo de caño se arrojó sobre el pobre animal. Era el señor Martineli. En resumen, en lugar de los pormenores del vino de uva chinche conocimos brevemente al chinche del señor Martineli, un absoluto pormenor. En fin, desde ahora yo creo que toda la maldad del mundo está resumida y concentrada en esta solitaria porción del mundo y que ha sido arrojada ahí y sepultada ahí como un residuo atómico o algo tan dañino y perverso. No creo que el señor Martineli lea CRISIS pero en todo caso, si la lee, porque los enanos son curiosos, el resultado será otro letrerito que diga entre los árboles de su reducto "Prohibido leer Crisis", con lo cual se habrá puesto al día con las fuerzas de este mundo constituidas sustancialmente por enanos.
Entre el perro de EL FARO y el perro de Martineli optamos por el primero nuestro amigo, y volvemos sobre nuestros pasos todavía húmedos en la arena, rumbo a los tallarines del recreo "La Alicia” y el veneno de Jonhy Albino. A la mañana siguiente, mientras cargábamos los bolsos y nos revestíamos con el luto de la partida sostuvimos una última y quejumbrosa charla con don Trillo que va y viene entre las paredes de chapa, sobre la crujiente galería, echando cerrojo a las puertas, trancando las ventanas.
De ella queda en claro algo importante resumen de tantas otras charlas que sostuvimos allí, entre los árboles, mientras se consumía la tarde y la noche, que remontaba desde Berisso y se coloreaba con el anaranjado resplandor de la chimenea de YPF, a la que llaman "el fósforo de Berisso", una antorcha de 104 metros. Todo lo que quiere esta gente de los que mandan en tierra firme es: agua, luz, un baño público y una sala de primeros auxilios. Sala de primeros auxilios la tuvieron en realidad y aun hoy la tienen, aunque simbólica, en la escuela N° 13. Claro que nadie se enferma simbólicamente. Vinieron la gente del otro lado, la autoridad, hasta unos capitanes de la base y hubo discursos. Don Trillo discurseó en nombre de los isleños. Y se abrió la sala. Pero el personal al principio venía a pasar el fin de semana y después sencillamente dejó de venir. En cuanto a la luz unos opinan que la misma base que surte a la isla Fanessi podría tirarles un cable y hasta un caño de agua pero otros dicen que es imposible por las dragas y que debiera hacerlo el municipio de Berisso pasando posiblemente caño y cable por el arroyo muerto que no frecuentan barcos, ni dragas.
La isla está ahí, fantasmosa, pero entre sus árboles viven hombres de carne y hueso que esperan a pesar de todo esas ligeras amarras que la salven de irse a pique para siempre. Yo mismo mientras recruzo el río no pierdo la esperanza porque, vaya vulgaridad, todavía creo en el hombre y creo en este país y me juro sobre el tembloroso Ford A que empuja nuestra frágil madera que volveré un día a echar la meada inaugural en el baño público de la invicta y soñadora isla Paulino.
Antes de trepar a nuestro leal Renault que no se ha movido, ni lo han movido de debajo del plátano me vuelvo por última vez y dedico una última mirada a la isla que asoma por detrás de los barcos podridos. Y pienso, antes de girar la llave de contacto, con una punta de la isla en el espejo retrovisor, que si don Pedro de Mendoza le hubiese chingado por unos grados habría fundado Buenos Aires en la isla, lo cual habría sido peor para esta que la creciente del 40, y yo en este momento estaría partiendo de la tumultuosa ciudad de Paulino hacia un lugar nostálgico y desconocido llamado Buenos Aires.
un placer de arena
"La punta de Santiago era entonces un placer de arena cubierto con 3 a 3.9 metros de agua, dejando canal de 3,6 metros de profundidad con otro banco de menos agua, que en el día el uno es continuación del otro, y los dos están secos en bajamar.
PUNTA DE SANTIAGO. Forma, como se acaba de decir, la parte Norte de la ensenada de Barragán, desde la cual se prolonga hacia SE. 1/4 E. el monte de Santiago, que arranca de dicha punta y termina en el arroyo de la Balandra. Desde aquí sigue la costa muy rasa, con playitas de arena, y presentando a poco dos montoncitos de talas y un ombú con dos ranchos. Esta es la punta de la Atalaya, que indica, viniendo del SE., haberse pasado el banco chico."
(Derrotero de las costas del Brasil y Río de la Plata, de don Isidro Posadillo. Teniente de navío de 15° clase - Madrid, Depósito Hidrográfico - 1872.)
De la fenomenal batalla de don ernesto domingo trillo contra la puta creciente del 40
"El 15 de abril de 1940, a las 12 del mediodía empezó a crecer. Yo estaba con mi señora y mis dos hijos. Empezó a crecer, a crecer... Yo estaba en el resguardo, estaba de encargado. Tenía ella los padres que vivían más adelante, allá en el arroyito, más adelante. Digo vieja agarrate los chicos y andate para allá, para la casa de tus viejos, porque no me gusta como viene el río. Yo había oído de la creciente, me habían hablado de una creciente del 14 que no dejó una casa sana, de la creciente del 23, que hubo otra grande, hasta me enseñaron fotos de cómo quedó todo el chaperío y maderas todas amontonadas. Yo entre mí veía cómo entraba el agua, y yo veía desde la escollera que divide el canal y que estaba muy hundida, que siempre la iban a hacer, que siempre la iban a hacer y no la hacían y entonces yo veía cuando bandeó así las piedras ¿no?, el agua entraba así, dando vueltas, no me gustaba nada. Estaba así recostado en la baranda y pensaba, ¿no se vendrá una creciente de las grandes?, ese era mi pensamiento, ¿no?
Entonces agarrá, le dije, vieja andate para allá. Y no quería irse. Bueno, tanto protestando, protestando, se fue. Y yo agarré, tenía un pibe, un pibe que lo crié yo, ¿no? Nadábamos como pescado los dos, sinceramente, hasta tirábamos la piedra en el canal, y ya le digo hacíamos lo que queríamos en el agua, que esa fue la salvación. La cosa que este, ya le digo, después que me vine un rato para el hotel, seguía creciendo. Tuve que sacarme todas las pilchas e irme a nado. Me dice el pibe: yo no voy. Hace lo que quieras, hacé lo que quieras. Como había otro señor que vivía ahí cerca, que tenía una casita, yo me quedo por acá me dice. Y le digo yo: vamosnos, vamosnos para allá, para el resguardo. Ahora, le digo, el piso del resguardo tenía una altura que yo así, ¿ve?, con el brazo en alto, no alcanzaba a tocar y tenía unos durmientes así, ¿no?, que yo hacía cosa de unos 6 meses había pedido una reparación y le habían hecho en cada poste una base de hormigón, abajo.
Bueno, entonces yo agarré y me acosté a dormir y el pibe también. Por ahí siento que me estoy mojando. Che, che, le digo, ila creciente! Me mojaba todo. ¡La flauta que está bravo esto! Entonces miro el semáforo y marca parado, que no subía ni bajaba. Bueno, eso fue lo que agarró a todos los isleños mal. Porque, figúrese, empezó el domingo y esto ya era el lunes. Para como a las 4 de la mañana, por ahí más o menos, paró, entonces todo el mundo se acostó a dormir y ahí fue cuando se vino con todo. Ahora el semáforo marca con luz, en aquel tiempo marcaba con bandera. Tiene unos aparatos que marcan y mientras no crece unos 10 centímetros más siempre está marcando lo mismo. Hay gente permanente ahí, día y noche... Bueno, jah amigo!, a tomarse el olivo. Yo me puse un pantaloncito de baño y le digo al pibe, bueno, nos vamos a nado para el lado del hotel, creyendo encontrar todo como de costumbre. Y me veía la gente que venía con todas las cosas así por esta calle, y el hotel lo había volteado, ¡al hotel de Pagani que era media isla lo había volteado! Acá venían todas las autoridades, ministros, todos venían a parar acá, ¡y lo había volteado todo!
Y el pibe se me había desaparecido, y ¿sabe por qué? Porque yo había ido a decirle a una familia que tenían que salir, y ellos me decían que no y el hombre, desde la ventana, pescaba los tirantes que le llevaba el río. La señora era una señora grande, pesada, gorda. Y yo veía el asunto ¿no?, veía las casas que se venían al suelo y veía el asunto mal y agarré y lo llamé al pibe y le dije: tenemos que rajar de acá. Y me dice ¿por qué? Le digo ellos no quieren salir y esta casa no va a tardar mucho que la va a tirar abajo. Le digo voy a ver si consigo una embarcación para poder salir de ahí y me quede enredado entre un parral, un alambre y una cobija que se me quedó en los pies. Me quedé enredado, ¿no? Bueno, ahora andaban perros, caballos, vacas, todos desesperados. Entonces yo me saqué todo como pude y salí. Ahora, el pibe creyó que yo me había ahogado. Él llegó hasta otro hotel y le alcanzaron una madera y pudo subir arriba el techo. Yo lo perdí al pibe hasta que llegué al hotel. Y me empezaron a gritar ¡el pibe está acá! Entonces me dio ánimo y subí a una canoa, pero no me di cuenta que estaba atada con cadena. Entonces me subí a otra pero primero me fijé en el amarre, ¿no? Vi que estaba atada con soga, entonces la desaté, le saqué el agua, vino un golpe de marejada iy al agua otra vez! Entonces fui nadando hasta enfrente, donde tenían una lancha con motor.
¿Sabe lo que pasaba? Yo no me crié boleando cachilas, quedé huérfano de padre y madre de 11 años, yo anduve en todas, cosechando maíz, de tambero, juntando trigo. Hay gente que se embatata. No conocí el peligro, no me mareo, y eso fue lo que me salvaba a mí. Ya era de día. Yo digo ¡mi familia, mi familial Agarro, pensé, y vamos para Ensenada, ¿no? Entonces voy y le digo a un marinero, necesito ese bote. Pero antes me fui a la dueña, la señora Tesorieri, y le digo necesito un favor, un remolcador. ¡Si, cómo no! Y me dio un arenero, se llamaba San Antonio, hecho por unos italianos más brutos que no sé qué... Hasta acá llegamos, ahora aquí quédense ustedes, yo voy con el bote a buscar la familia. Bueno, me dice un marinero de abordo, yo te acompaño. Entonces fuimos. Había 24 arriba una canoa. Y adónde los tíos hacían el vino, que tenían el galpón del vino, era de paja, el techo, ¿no?, parecían ratas que estaban arriba el techo. Sacaban la cabeza por arriba...
Lloviznaba, eso era lo que me acobardaba a mí en el río, esa lluvia finita, viento sud. Parecía que le clavaban alfileres en el cuerpo a uno, ¿no? Bueno, en una canoa tenían un chancho, en otra canoa tenían otros animales, ¡bah!, lo que pudieron salvar porque les volteó casas, les volteó todo. Estaban adentro el monte. El agua llegaba calma, sabe. Donde tenían la bodega del vino, los embarcamos a todos y los trajimos para el remolcador, los llevamos para Ensenada. Yo me vine para acá otra vez y empecé otra tarea, ¿no? A nado, ¿no? ¡Pero no había nada que hacer, nada que hacer! Fue el error que cometió la base, que cometieron todos, el error más grande de sus vidas. Mandaron barcos y los barcos tocaban pito de ahí, del medio del canal, como diciendo a la gente que vaya. ¿Cómo iban a ir? Tendrían que haber traído embarcaciones chicas, con remeros, falúas, como esas que tienen para practicar los conscriptos, para sacar la gente y llevarla al remolcador. ¿Cómo iba la gente nadando? ¿Iban a ir las mujeres con las criaturas? No podían, ¿no? Venían remolcadores grandes y tocaban pito en el medio del canal, ¿pero quién los llevaba? Por eso digo que se cometen siempre errores, porque no piensan como uno que ya ha sufrido.
Entonces yo llegué acá para ver de ayudar a la gente en lo que se podía hacer. Pero ya a las 11 empezó a bajar y al empezar a bajar mermó la correntada. Si le digo francamente yo tengo la vida ¿sabe por qué?, ¿por qué tengo la vida? Yo no sé cómo la tengo. Cuando venían los golpes de marejada venía nadando. Venían los golpes de marejada y me tenía que agarrar de las puntitas de los sauces. Parecía un barrilete, ¿no? Andaban chapas con tirantes boyando, ya le digo. Vacas y caballos, cualquier cantidad, que donde veían un bote se querían subir arriba, ¿no? Empujaba con una mano, ¿no? Porque hay que empujar. Y después que le viene una chapa de esas le saca la cabeza limpita a uno. ¡Huy!, pero esto yo no quisiera contarlo, quisiera que se lo contara otra persona...
¿Y después de la creciente como quedó la cosa? ¿Cómo quedó? Lo que quedó fue un cementerio, un cementerio de chapas y tirantes y animales. Ahora, los únicos que se ahogaron fue ese matrimonio que yo le dije, que no pude sacar, sí, se ahogaron nomás, los dos se ahogaron... ¿Y después la gente que hizo? ¿Volvió a reconstruir? ¿Qué hicieron? Muchos sí, porque no tenían otra cosa, porque acá el quintero, el que más el que menos tenía su casita acá, en el pueblo, ¿no? Porque acá ahora lo tienen como veraneo, viene acá la gente, en el verano, con la familia, en el verano. Pero ya se fue mucha gente. Antes esto era un pueblito. Porque esto era desde acá, desde donde desembarcaron ustedes, todos arcos así, ¿ve? Como un pabellón, como una galería... Como una galería, con luces y todo, porque Pagani lo iluminaba todo..."
(Ernesto Domingo Trillo, encargado del resguardo de la aduana hasta la creciente del 40.)