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el eterno retorno de lula
Las elecciones en Brasil se aproximan y se vive una euforia por el posible regreso a la presidencia de Lula da Silva. Ruy Braga, un destacado sociólogo del país tropical, ha investigado con rigurosidad los gobiernos petistas desde sus inicios. Su lectura hipercrítica, sin concesiones, nos permite comprender también las mutaciones estructurales del gigante continental como nave de proa de lo ocurrido en países como el nuestro.
Fotografía: Mídia NINJA
12 de Julio de 2022

 

La ansiedad es explicable: luego del golpe parlamentario contra Dilma Rousseff en 2016, una ola reaccionaria se instaló en el país. Un excapitán de las Fuerzas Armadas nostálgico de la dictadura cívico-militar instaurada en 1964 se encaramó a la cabeza del Estado, canalizando frustraciones contenidas a lo largo de lustros progresistas y torrentes pulsionales de un inconsciente colonial que persiste. El cuatrienio presidencial de Jair Messias Bolsonaro dejará tierra arrasada.

Ante semejante espanto, es difícil disimular el apoyo incondicional al retorno del condottiere operario. Después de todo, ¿quién no extrañaría, hundidos en tamaña catástrofe, a quien supo rescatar de la miseria al equivalente a dos tercios de la población argentina? ¿Quién se atrevería a ensayar una sospecha sobre el futuro, desde el espejo del pasado reciente?

Ruy Braga es un destacado sociólogo brasileño, que tuvo grandes mentores como Chico de Oliveira (con quien entrenó la mirada sobre la singular trama del capitalismo dependiente). Tal vez por eso entona una voz disonante frente a la algarabía desatada por la candidatura de Lula y Geraldo Alckmin (exgobernador de San Pablo). ¿El argumento? La destreza para conseguir concesiones que favorezcan a los subalternos amasada en el cotidiano fabril de los años setenta tiene sus límites. Y difícilmente le alcance a Lula hoy con la promesa de una sociedad salarial que nunca llega para aplacar el nivel de insatisfacción.

 

la era de la indeterminación

Desde los años 2000 venís investigando la era Lula. Para empezar, quisiéramos que nos contases sobre el significado de la idea de “indeterminación” presente en un proyecto colectivo de investigación que buscaba plantear preguntas sobre los inicios de la experiencia “petista” en el gobierno.

-La noción según la cual la elección de Lula habría iniciado una era de “indeterminación” en la vida política y social del país viene de una comprensión colectiva. Decidimos enfocar las metamorfosis de la economía popular en las periferias y el debilitamiento de los sindicatos en un contexto de globalización capitalista con el objetivo de alertar para el peligro del cierre de cierto horizonte a futuro de las clases subalternas brasileñas. Contradictoriamente Lula había sido elegido en medio de una evidente ola de optimismo en cuanto al futuro.  La “indeterminación” dialogaba con esta contradicción en relación a lo que vendría.  De una cierta manera, el pesimismo de nuestro análisis chocaba con el optimismo de los petistas. Por esto asumimos que nuestro análisis podría estar equivocado y que deberíamos mantener una puerta abierta a la indeterminación. Para hacerlo, nuestra apuesta tenía que ser condicional: en caso de que el gobierno invirtiera en políticas públicas como la distribución del ingreso, por medio de la tasación de los ricos y de los bancos, impulsase inversiones masivas en políticas universales de salud, educación, viviendas populares, etc., había chance de que “desde arriba” el gobierno movilizase a los “de abajo” en un intento de revertir el desmantelamiento neoliberal y garantizar un futuro en el cual las aspiraciones de los subalternos se reconciliasen con los derechos de la ciudadanía. Sin embargo, muy pronto nuestra apuesta por la indeterminación se mostró bastante equivocada por los rumbos del primer gobierno Lula y, me acuerdo bien, en 2005, cuando presentamos el libro, el clima en el auditorio era de velatorio. La era de la indeterminación duró pocos meses.

Más o menos en la misma época escribís un texto donde calificabas el fenómeno político petista como un tipo de “liberalismo social” sostenido por la incorporación de importantes dirigentes sindicales a cargos jerárquicos en el gobierno y a la gestión directa de jugosos “fondos de pensión”. En la base del experimento del primer mandato de Lula estaría entonces la conversión de la militancia sindical al rol de gerentes del “capitalismo financiero globalizado”, según tu planteo en ese momento. ¿Podrías reconstruir los principales ejes de esta visión?

-El artículo que publiqué junto con Álvaro Bianchi en 2005 respondía a la provocación de Chico de Oliveira en su conocido ensayo de 2003, “El Ornitorrinco”, donde él hacía su ajuste de cuentas con ciertos análisis que aun veían la posibilidad de superación del atraso del país por medio de un proyecto conducido por un gobierno “desarrollista”. Oliveira atacó las bases de la tesis desarrollista argumentando que en la nueva fase del capitalismo financiarizado, los sindicalistas que controlaban los fondos de pensión de las empresas estatales se habían acercado de tal manera a los economistas tucanos, quienes durante los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso (FHC) se habían transformado en socios de los bancos de inversiones, que no había que esperar cualquier proyecto de transformación de la sociedad.  Esa “nueva clase”, formada por sindicalistas petistas y economistas tucanos, consolidaría el nuevo proyecto neoliberal en el país. Yo aposté a una variación de la tesis de Oliveira. Argumenté que la financiarización de la burocracia sindical tornaba inviable el proyecto neodesarrollista porque quien decidía sobre la inversión era en última instancia el mercado, es decir, la tasa de retorno sobre el capital invertido, y no el gobierno Lula. Con todo, la imposibilidad real de consolidación del poder de esa burocracia sindical por medio de la posesión privada de los activos financieros, los forzaría a mostrar cierta permeabilidad a las demandas de los trabajadores. De allí que hayamos propuesto la idea de social-liberalismo para caracterizar ese fenómeno, o de un neoliberalismo de izquierda, con sensibilidad social, si preferís. En el fondo, la diferencia era la siguiente: para Oliveira la “nueva clase” habría liquidado al PT como partido de los “de abajo”. Para mí, esto aún no había ocurrido, ya que los sindicalistas no se habían transformado en una “nueva clase”. Continuaron siendo una fracción de la clase trabajadora, aun actuando en un mundo económico financiarizado, donde el control político de las empresas estatales había puesto la llave de la caja fuerte en sus manos.

 

el consentimiento

Se suele recurrir a la fuerza magnetizadora de Lula para explicar la resiliencia de su apego popular. La escena épica del cerco al Sindicato de los Metalúrgicos de São Bernardo do Campo, en abril de 2018, el calvario en la cárcel, y su posterior absolución no hicieron más que entronizarlo como emblema plebeyo. A Braga también le pareció importante volver a São Bernardo en sus investigaciones, pero por otros motivos.   

En “La política del precariado. Del populismo a la hegemonía lulista”, publicado en 2012, invitás a entender el lulismo a partir de una incursión arqueológica a la segunda mitad de los años 1970, y más precisamente al universo tenso y turbulento de la fracción precarizada de la clase obrera del ABC paulista (zona muy industrial en San Pablo). ¿Podrías volver a estas formulaciones y contarnos por qué le parecía importante entender el lulismo desde allí?   

-El hecho de no haber apostado a la tesis de la “nueva clase” sino a la noción de burocracia operaria, me forzó a retroceder más acá de los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso (FHC). Es decir, al período de formación de aquella burocracia en la cual se forjaron Lula, el PT y la CUT. Pero mi interés no era el de un historiador. No me interesaba reconstruir la historia del ABC en los años 1960 y 1970 a partir de nuevas fuentes o algo por el estilo. Me interesaba analizar el surgimiento de una relación política que me ayudase a entender el tipo específico de dominación social que Lula reproducía en los años 2000 y que en mi visión conservaba una capacidad notable de realizar concesiones a los subalternos. ¿Cómo entender la génesis de esto que llamé “hegemonía lulista” a partir de la idea de una tensión entre estructura e historia que fuera capaz de identificar la permanencia, esto es, la “invariancia”, de ese tipo de poder? Estudiando las etnografías del trabajo operario fordista de los años 1950 hasta los años 1980 fue quedando más claro para mí que la “invariancia” del poder lulista se apoyaba en su capacidad de actualizar la relación entre el consentimiento activo de los liderazgos burocráticos –reproduciendo el control del aparato (sindicato, Estado, etc.)– y el consentimiento “pasivo” de las clases subalternas- que sin proyecto hegemónico propio asumían como suyo el proyecto de la burocracia sindical. Para que la hegemonía lulista se reprodujera, tanto en los años 1970 como en los años 2000, era necesario que la burocracia fuese capaz de realizar ciertas concesiones que alimentasen la percepción popular de que la capacidad de conducción era de cierta manera suya por intermedio de la burocracia y no del capital. No obstante, afirmé que este tipo de hegemonía se apoyaba sobre bases precarias, pues dependía, finalmente, de la negociación de pequeñas concesiones por parte de burocracia. Cuando dichas concesiones pasasen a no ser posibles, esa relación de poder sufriría un desgaste y podría ser rápidamente desmantelada.

Avanzando en el tiempo, tu interés de investigación se dirigió al estudio detallado de los trabajadores de la industria de los call centers. ¿Por qué te interesó este sector en específico y qué nos permite ver sobre el modo de acumulación desplegado por los gobiernos del PT?

-Se trata del sector que sintetizó las principales tendencias percibidas en términos de reconfiguración de la clase trabajadora brasileña en los años 2000. Con la desindustrialización de la economía en los años 90, verificamos una degradación del empleo que puede ser medida por el nivel de los salarios.  Mientras que en los 1980 los empleos formales pagaban un promedio de entre 3 y 5 salarios mínimos, en los años 2000 se remuneraba en promedio hasta 1,5 salario minino. De hecho, 94% de los cerca de 20 millones de empleos generados por los gobiernos petistas remuneraban este valor. De este porcentaje, 12 millones eran empleos tercerizados. Como el valor del salario mínimo es muy bajo en Brasil, verificamos esa “combinación esdrújula” entre la formalización del empleo y la precarización del trabajo. Además, el sector que más creció fue el de servicios, absorbiendo una masa de trabajadores compuesta, sobre todo, por mujeres, jóvenes y negros. En la industria del call center era posible estudiar los principales efectos de la combinación entre formalización del empleo y precarización del trabajo. A partir de mi investigación de campo pude percibir las microfundaciones de la macrohegemonía lulista y el papel desempeñado por las políticas públicas de los gobiernos del PT, en especial el Programa Universidad para Todos (PROUNI) y los préstamos deducibles de nómina, en la reproducción del consentimiento pasivo de las masas en el país. De esa manera tuve la oportunidad de estudiar la contradicción entre un modo de regulación del conflicto laboral apoyado en las expectativas de los sectores más precarizados de ascender socialmente por medio del trabajo formal y de la educación -vías clásicas para avanzar hacia una profesionalización y hacia cierta seguridad de clase media- y un régimen de acumulación despótico apoyado en el despojo de los derechos laborales a través del deterioro del empleo formal (salarios bajos, sindicatos débiles, altas tasas de rotación en el trabajo, etc.). En síntesis, mi estudio de la industria de los call centers, en la ciudad de São Paulo, me permitió analizar las bases movedizas de lo que llamé la hegemonía precaria de los gobiernos del PT. De cierto modo, al estudiar el crecimiento de la inquietud de las bases sociales del sector que más sufría con las contradicciones del lulismo, terminé preparando mi investigación subsecuente sobre las Jornadas de junio de 2013 en el país.      

Además de precaria se la llamó “aviesa” a esta forma de hegemonía. O sea, un tipo de dominación en el cual “mientras las clases dominadas asumen la ‘dirección moral’ de la sociedad, la dominación burguesa se hace aún más desfachatada”.

-La sociedad civil brasileña había conquistado una victoria con Lula. Esa victoria fue posible porque los movimientos sociales habían obtenido una especie de hegemonía moral antes de que el PT asumiera el control del aparato político del Estado. Un buen ejemplo de eso fue la movilización de la sociedad civil por la universalización del acceso al sistema de salud durante el período de la Constituyente de 1986. Los movimientos sociales fueron capaces de ejercer una especie de hegemonía moral que condujo los debates parlamentarios y garantizó la creación del Sistema Único de Salud (SUS). Esto es: la hegemonía moral precedió la hegemonía política. La victoria de Lula fue la oportunidad de que finalmente las dos hegemonías se pudieran encontrar. Pero con la conversión del PT en una versión mitigada del neoliberalismo, esto no ocurrió. La hegemonía intelectual y moral seguía con los subalternos, pero sus representantes ponían en práctica un programa económico que profundizaba la explotación y el despojo de los trabajadores por medio de la financiarización del capital. Y todo eso bajo un gobierno supuestamente “de los trabajadores”. Si decirle “aviesa” a esa forma de hegemonía sonaba ambiguo, la idea central, a mi juicio, era bastante clara. Se trataba de un tipo de hegemonía burguesa que concedía al PT el control del aparato de Estado, permitiéndole al gobierno Lula poner en práctica algunos puntos de aquel proyecto de los años 1980, el de la “era de las invenciones”, sin la necesidad de una confrontación con las fuerzas capitalistas. Para ese modelo de reproducción sería necesario un crecimiento económico y alguna redistribución del ingreso para la parte de abajo de la pirámide social. Esto era posible por medio de una integración aún mayor del país a la globalización neoliberal y, por tanto, al ciclo de la financiarización del capital. Esta parte de la ecuación lulista era problemática, pues la financiarizaión tiende a erosionar las bases económicas del crecimiento sostenido, en la medida en que privilegia la acumulación de los bancos y de los propietarios de activos financieros en desmedro de la inversión. Cuando el gobierno de Dilma Rousseff intentó modificar los rumbos de ese modelo, terminó encontrando mucha resistencia de una parcela mayoritaria de los empresarios rentistas asustados con los efectos de la crisis de 2008, y terminó pegando un volantazo neoliberal que la derrumbó de la presidencia. Yo simplemente busqué indicar algunos de los puntos más débiles de la hegemonía lulista, en especial la cuestión de los límites del modelo financiarizado para generar empleos de calidad y absorber las expectativas de los grupos sociales subalternos que estaban más o menos amparados por las políticas públicas de los gobiernos petistas, como el crédito o el financiamiento para la educación universitaria.  

 

espejo sudafricano

Peso pesado de la última constelación progresista gestada en nuestro subcontinente, la trayectoria política del ex líder sindical se parece bastante a la de otro prócer al que le tocó gobernar un país incendiado en la orilla de enfrente del Atlántico Sur. Estudioso de la transición democrática en el país del apartheid y su devenir neoliberal, le preguntamos al sociólogo paulista qué nos podía contar a respecto de sus investigaciones sobre los parecidos entre Mandela y Lula. Sostiene, entre otras cosas, que no solo de consentimiento vive el progresismo.    

Recordás que Patrick Bond, autor de “Elite transition: from apartheid to neoliberalism in South Africa, quien fuera asesor de Mandela en los inicios de su gobierno, solía provocar a sus compañeros de gestión diciendo: “Ok, nosotros tenemos el gobierno, pero ¿dónde está el poder?”. Sería interesante que contases un poco sobre los impasses del desarrollismo en este país del continente vecino y su parecido con los dilemas brasileños.

-Escribí un libro comparando Brasil, Sudáfrica y Portugal, desde el punto de vista del análisis de la transición entre procesos de democratización liderados por fuerzas populares que confluyen hacia un modelo neoliberal, aunque absorbiendo parte de las demandas de los de abajo. Tal como en el caso de Sudáfrica, donde un gobierno conducido por la principal fuerza democratizante surgida de un larguísimo proceso de liberación de casi un siglo, esto es, el Congreso Nacional Africano (CNA), pasó a implementar un programa económico neoliberal (menos evidente en el gobierno de Mandela, es cierto, pero totalmente explícito a partir del gobierno de Thabo Mbeki). En Brasil, la victoria del único partido realmente popular creado por los trabajadores en la historia del país también se transformó en una victoria de la financiarización y de la subordinación aún más cruda de la economía nacional a la globalización neoliberal. En ambos casos, era preciso analizar las razones del proceso y terminé enfatizando, sobre todo, las que tenían que ver con el crecimiento del proletariado precarizado y con el debilitamiento del sindicalismo en estos países como forma de reflexionar sobre la relativa facilidad con que las direcciones partidarias adherían a la ortodoxia neoliberal. Pero también como forma de exponer las nuevas tensiones creadas entre los gobiernos y sus bases sociales. Además, tanto en el caso brasileño como en el caso sudafricano, el control del aparato de Estado por partidos originariamente representantes de los “de abajo” consolidó algo muy importante para la discusión sobre la revolución pasiva: garantizó el consentimiento activo de las direcciones al proyecto neoliberal. En el caso brasileño, debido a la financiarización de la burocracia sindical y en el caso sudafricano por medio del programa de creación de una burguesía negra capaz de dirigir las empresas del país llamado Empoderamiento Económico Negro (BEE, por su sigla en inglés). Asimismo, la adhesión del movimiento sindical (tanto en el caso de la Central Única de los Trabajadores, la CUT brasileña, como el del Congreso de los Sindicatos Sudafricanos, el COSATU) al proyecto neoliberal de los gobiernos de turno también configuraba un elemento clave en la interpretación tanto del comportamiento del movimiento sindical, pero, sobre todo, de las tensiones entre las bases y las conducciones de los trabajadores. En el caso sudafricano investigué -además del surgimiento de los nuevos movimientos sociales críticos al CNA, como el Foro Anti-Privatización y el Movimiento Sin Tierra- la “Masacre de Marikana”, en la cual 43 mineros de la empresa Lonmin que estaban de paro fueron asesinados por fuerzas policiales bajo la orientación del sindicato de los mineros, el NUM, y del presidente del consejo directivo de la empresa en ese momento, Cyril Ramaphosa, actual presidente del país y líder histórico del NUM. Comparé estos casos con las huelgas que ocurrieron en Brasil durante los primeros años del decenio de 2010, en especial en los casos de las grandes obras de infraestructura como las usinas de Jirau y Belo Monte, por ejemplo. Es necesario mencionar también los paros de los carteros de Johannesburgo y de los recolectores de basura en la ciudad de Rio de Janeiro y tantos otros ejemplos semejantes de movilización de los trabajadores precarios en los dos países, enfrentando gobiernos que reprodujeron la dicha “hegemonía a las aviesas”.

 

fin de ciclo

Las insurrecciones que sepultaron la paz social desarrollista en Brasil en junio de 2013 siguen siendo objeto de controversias. Impulsada desde la crítica a la mercantilización de los servicios públicos en las grandes ciudades, el acontecimiento político destapó la olla derechista que surfeó la marea verde y amarilla hasta afluentes macabros. Braga se niega a asimilar las rebeliones a un “rayo en un cielo azul” y sostiene una lectura interesante sobre el evento que jaqueó la Nueva República.

Leés las manifestaciones de junio de 2013 como un síntoma del fin del lulismo. ¿Nos podrías contar un poco sobre los elementos que lo llevaron a hacer esta afirmación?

-En primer lugar, es necesario definir qué fue el “lulismo”. Intenté interpretar los gobiernos del PT a partir del concepto de modo de regulación de los conflictos clasistas. Los gobiernos petistas consiguieron articular dos formas de consentimiento (la activa, de las direcciones sindicales y de algunos movimientos sociales; y la pasiva, de las bases sociales) de una manera orgánica y más o menos coherente mientras la economía crecía y los sectores exportadores del país se beneficiaban del superciclo de las commodities.  Sin embargo, a partir de la crisis de 2008, la economía mundial sufrió temblores y el impacto sobre la estructura social del país fue muy serio. El gobierno de Dilma Rousseff tentó de alguna manera improvisar un plan de obras públicas y firmar pactos con empresarios para garantizar inversiones. Pero la realidad es que el régimen de acumulación del país estaba exigiendo un radical ajuste estructural, comenzando por el mercado de trabajo, en ese momento aún pujante, que el gobierno del PT no conseguiría realizar sin enajenar totalmente su base social. Esto es, sin desmantelar aquella articulación más o menos coherente entre el consentimiento activo y el pasivo que garantizaba la reproducción del modo de regulación lulista. En 2013 vimos la explosión de las tensiones de este modo de regulación cuando la mayor ola de huelgas de la historia reciente del país se encontró con un ciclo de protestas que inundó las principales ciudades brasileñas a partir de junio. Es decir, las direcciones de los sindicatos no pudieron más controlar sus bases y la revuelta de aquellos sectores que más crecieron durante los gobiernos del PT, a saber, los jóvenes trabajadores precarios, que comenzaron a protestar contra los límites muy estrechos de un modelo de desarrollo neoliberal apoyado sobre la mercantilización del trabajo, de la naturaleza y del dinero. Si el lulismo era un modo de regulación capaz de articular los consentimientos activo y pasivo, el retorno de una era de intensas luchas de clases anunciaba el fin del lulismo. Ya no había manera de entregar ganancias records para los bancos y al mismo tempo invertir en políticas públicas redistributivas. Además, el ajuste exigido por las finanzas imponía una mutación muy radical en la estructura de la acumulación capitalista en el país. Una transformación de un régimen basado en la explotación económica hacia otro dominado por el despojo social. Básicamente fue ese el programa de transición que salió victorioso del impeachment a Dilma Rousseff y que pasó a ser aplicado por los gobiernos Temer y Bolsonaro. En síntesis, ya no era posible sostener el juego del “gana-gana” propio del lulismo. Ahora era momento de hacer elecciones que exigirán un posicionamiento claro del PT y de Lula. O estaban del lado de los trabajadores o quedarán del lado de los bancos y del programa neoliberal privatista. No había más espacio para una tercera vía.

Muchos en ese momento clasificaron las manifestaciones como una sublevación de la derecha con el estricto fin de derrumbar a más un liderazgo progresista en la región. ¿Cómo leés este tipo de análisis?

-Junio de 2013 fue una protesta plural, pero claramente concentrada en las camadas populares de la población. Los datos son muy claros en cuanto a eso. Fue una revuelta popular, no de la elite o de las clases medias. Del punto de vista de la composición social y del programa político estuvo claramente marcado por la demanda por más inversiones públicas en transporte, salud y educación, etc. Además, se trató de una protesta nacional que fustigó todo el sistema político y no este o aquel partido. Luego de junio, está bueno recordar, Dilma Rousseff fue reelecta presidenta. Es decir, el pueblo le ofreció todavía una chance para corregir los rumbos. ¿Y qué hizo ella? Adoptó un programa neoliberal radical que había criticado durante toda la campaña. Esto enajenó las bases populares que la apoyaban y fortaleció los sectores de derecha que aprovecharon la fragilidad de un gobierno surgido de una defraudación electoral para derrumbarla e implementar un programa neoliberal sin intermediarios. Por último, los que ven las Jornadas de Junio como un complot de la CIA para derrumbar a Dilma y apropiarse del presal precisan presentar datos capaces de probar sus alegaciones. Cómo millones de personas fueron llevadas por la CIA a las calles es un misterio para mí. Además, por qué las reservas del presal no fueron vendidas todavía para las empresas estadunidenses configura otro enigma. Para interpretar junio de 2013 es necesario movilizar datos y teorías factibles. Las alucinaciones se las dejo a la gente que cree en el terraplanismo.   

 

trabajadores plataformizados

La relación del progresismo latinoamericano con el empresariado “autóctono” es una historia de amor no correspondido. El caso brasileño reciente tal vez ilustre a la perfección el infortunio. Impuesta por su antecesor en el cargo, Rousseff les habló a los empresarios brasileños con la chequera del Estado y le contestaron con un sablazo que la derrumbó de su puesto. En tiempos de gobernanza capitalista y uberismo laboral, el llamado insistente y vetusto a alianzas imposibles ya empieza a recobrar tintes maníacos…

¿Cómo leés el primer mandato de Dilma Rousseff y sobre todo su intento de llevar adelante lo que se llamó su “ensayo desarrollista”?

-El ensayo desarrollista de Dilma Rousseff fue un plan improvisado apoyado sobre dos patas: aumento de las inversiones públicas en infraestructura que no se mostraron rentables para el país –al contrario, fueron dispendiosos y ambientalmente desastrosos– y un paquete de bondades para los empresarios –exoneraciones de impuestos sobre la nómina salarial, reducción del precio de la energía eléctrica, etc.– que simplemente no los convenció de volver a invertir, pues ellos saben evaluar sus oportunidades de inversión mejor que el gobierno. Con el paquete de bondades hicieron dinero rápido y continuaron comprando bonos de la deuda que, para ellos, es una “inversión” más segura que cualquier plan neodesarrollista improvisado por un gobierno frágil.  

 

En tus trabajos venís llamando la atención para una característica del empresariado brasileño vinculada a cierta opción por la superexplotación de la fuerza de trabajo y el bajísimo interés en el incremento de tasas de productividad que garanticen más beneficios que pérdidas para los sectores subalternos. ¿Qué idea de futuro se puede proponer frente un escenario tan complejo, y cuáles intuís que podrían llegar a ser los márgenes que tendría Lula, si llegase a ganar el próximo pleito presidencial, para maniobrar en este tablero vidrioso que se diseña?

-El futuro del trabajo ya llegó y se llama uberismo. Una estructura económica globalizada y monopolizada por empresas de tecnología que explotan trabajadores en todo el mundo pagándoles salarios miserables sin reconocerles vínculos laborales. A partir de la crisis de 2008, aquellos capitales que estaban siendo invertidos en el mercado inmobiliario subprime estadunidense migraron hacia las start ups, empresas de tecnología que se especializaron en la explotación global de una fuerza de trabajo plataformizada. Al mismo tiempo, entre 2011 y 2015, asistimos en 111 países a reformas en las diferentes legislaciones laborales, la mayor parte atacando la protección de los trabajadores. En Brasil, el encuentro de estas dos tendencias, esto es, la plataformización y la precarización del trabajo creó una nueva economía informal. Es decir, un conjunto de prácticas laborales cada día más distantes de los derechos previsionales y laborales y cada vez más dependientes de las grandes empresas monopolistas globales de tecnología. Creo que se trata de una novedad en relación a la vieja informalidad por lo siguiente. La vieja informalidad estaba moldeada por la economía formal. Los trabajadores, aun en la informalidad, frecuentemente entraban al sector formal a lo largo de su trayectoria ocupacional. La formalización fue una tendencia hegemónica hasta recientemente, cuando alcanzó 60% de la fuerza de trabajo en Brasil durante el gobierno de Dilma Rousseff. Existía una permeabilidad, una porosidad entre los sectores formal e informal que habilitaba la promesa de la ciudadanía salarial, por lo menos para una parte mayoritaria de las familias trabajadoras. Muchas veces el trabajador comenzaba la vida en la informalidad, trabajando en la construcción, por ejemplo, pasaba a la formalidad, entrando en una nueva fábrica de autopartes; luego era demitido, retiraba su indemnización y montaba un pequeño negocio. Finalmente, la pareja conseguía jubilarse y vivir una vejez digna. Hoy en día, después de las reformas laboral e previsional, esto ya no es posible. Además, como el trabajador plataformizado no consigue trabajar de otra manera, tiende a permanecer en la informalidad indefinidamente, sin contribuir para la jubilación. Yo entrevisté a varios trabajadores que me dijeron que toda la familia trabaja por medio de aplicaciones de celular.  Nadie contribuye para el sistema previsional. Si antes el sector formal de la economía plasmaba el sector informal, hoy es el sector informal que plasma el sector formal, plataformizando cada vez más profesionales y trabajadores calificados, ayudando a tercerizar y a “pejotizar” (en referencia al acrónimo de persona jurídica, PJ) un contingente creciente de arquitectos, publicistas, periodistas, abogados, docentes, etc. Sin una reversión radical en los rumbos de esta historia, el futuro del trabajo será cada día más parecido al presente: una economía de subempleos en la que nadie tiene un futuro, pues todos viven lo inmediato, sin condiciones de ahorrar para poder jubilarse. 

 

En línea con lo anterior, en la “Rebeldía del Precariado. Trabajo y neoliberalismo en el sur global (2017)”, comparás los casos de Brasil, Portugal y Sudáfrica. Mapeando la transición de la “crisis de la globalización a la globalización de la crisis”, según tus propios términos, señalás una tendencia común entre los tres países que tiene que ver con la consolidación de nuevas formas de explotación muy marcadas por procesos de mercantilización de lo que Karl Polanyi llamó en su momento de “mercancías ficticias”. Como esto se da en el caso brasileño en particular y cómo pensás que pueden ser articuladas luchas y resistencias que desafíen este proceso corrosivo en términos sociales. 

-El caso brasileño es bastante parecido al de otros países: desde los años 1990, la sociedad se fue quedando cada día más marcada por la combinación de diferentes modos de mercantilización: el trabajo se fue precarizando, la naturaleza se fue degradando, y el dinero se fue financiarizando. En todos los casos, se deterioró el valor de uso de estas mercancías, llamadas “ficticias” por Polanyi. De igual manera, tal como ocurrió en Sudáfrica (CNA) y en Portugal (PS), la ola de mercantilización también fue piloteada por el partido que salió victorioso de la lucha contra la dictadura, esto es, el PT. Innecesario decir que, en los tres casos, estos partidos defendían soluciones reformistas para los dilemas sociales, pero terminaron adoptando un programa neoliberal que fortaleció la ola de mercantilización. De una forma parecida a los otros casos analizados en el libro, las tensiones que se acumularon a lo largo de los años 2000 explotaron al inicio de los años 2010: en el caso brasileño, una ola de huelgas inédita en la historia enfrentó la mercantilización del trabajo y una ola de protestas populares urbanas desafió tanto la mercantilización de las tierras urbanas, de los transportes y habitación, como también su descontentamiento con el endeudamiento de las familias trabajadoras para adquirir servicios que deberían ser gratuitos, como la educación y la salud. Cada uno a su manera, los tres casos analizados presentan lecciones que deben ser aprendidas por las izquierdas. Por ejemplo, no hay solución burocrático-sindical para las contradicciones traídas por la actual ola de mercantilización. O bien los movimientos sociales se articulan y forman nuevas coaliciones orientadas a la justicia social, o fenómenos electorales como Bolsonaro continuarán a atormentarnos, amenazando la democracia en diferentes países.    

 

Bismarck brasileño

El atributo carismático acompaña la fortuna de la huella digital. Es intransferible. Más cuando ciertos vaivenes de la historia hacen que algunas decisiones personales catapulten sujetos políticos a estaturas sobrenaturales. Pero desde que Lula dejó el gobierno con cerca de 85% de aprobación popular en 2010, mucha agua corrió bajo el puente. Brasil también supo construir su pueblo de la Segunda Enmienda y una derecha envalentonada desde las manifestaciones de 2013 amenaza con arruinar los augurios de una recauchutada concertación nacional.

Sugeriste en algún momento la lectura de un texto del inicio de los años veinte del siglo anterior para pensar el fenómeno Lula y su relación con la formación de la subjetividad subalterna. Me refiero a “Parlamentarismo y gobierno en una Alemania reconstruida”, donde Max Weber le habría endilgado a Bismarck, según la lectura que planteás, la proeza de construir una “nación sin cualquier voluntad política propia”. Nos interesa en especial la idea de “voluntad política” que evocás. En trabajos recientes hablás de “insatisfacción proletaria”, de “pulsión plebeya” como afectos o traducciones subjetivas populares que, por lo menos en las últimas tres décadas, vienen poniendo en jaque, desde abajo, los mecanismos de representación política más tradicionales, incluidos los sindicatos. ¿Qué perspectivas les ves a este tipo de manifestaciones de resistencia y cómo pensás que un eventual gobierno del PT tendría que relacionarse con ellas?   

-El PT tiene que aprender de sus errores, pero, sobre todo, precisa entender que si opta por revivir la experiencia de conciliación de los años 2000, un eventual gobierno Lula irá fatalmente colapsar. La crisis social brasileña actual es dramática y la economía global no crecerá como en los años 2000. Los sectores populares están totalmente desorganizados y la extrema-derecha brasileña encontró un líder nacional. Es decir, el gobierno “Paz y Amor” de 2003 no funcionará en 2023. Además, Lula es un liderazgo envejecido con dificultades para aceptar ideas nuevas. Es un poco como Bismarck en Alemania. Un liderazgo que no fue capaz de estimular ningún otro liderazgo a su alrededor. Al contrario, impide que lideres alternativos emerjan. El gran desafío de un gobierno de izquierda en Brasil hoy es, sin dudas, qué hacer para organizar los trabajadores sin derechos, aquellos que fueron despojados en los últimos 30 años de hegemonía neoliberal. Para ello, es necesario un programa que enfrente los tres pilares del neoliberalismo. Es decir, que sepa desmercantilizar el trabajo, la naturaleza y el dinero, por medio del fortalecimiento de la protección del trabajo, de la adopción de medidas ecosocialistas y de una fuerte regulación pública del sector financiero. ¿Cuáles son las chances de un eventual gobierno Lula adoptar políticas concretas en esta dirección? Bueno, solo el futuro nos dirá…

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