antropofagia del titán | Revista Crisis
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antropofagia del titán
Brasil estuvo cerca de la quimera primermundista cuando estampó la primera letra de los poderosos BRICS, pero la ilusión duró poco y ahora se hunde en una crisis estrepitosa. La guerra encarpetada entre la corporación judicial y la política ayer sumó otro polémico capítulo con la confirmación de la condena por corrupción a Lula, que pone en serio riesgo su candidatura presidencial. Apuntes sobre la posdemocracia verdeamarela.
Fotografía: Rodrigo Abd
25 de Enero de 2018
crisis #30

En una entrevista para el programa Na Sala do Zé, Lula admitió en 2017 por primera vez que el Partido de los Trabajadores (PT) se equivocó al aceptar financiar campañas según los usos y costumbres del sistema político y que uno de sus mayores errores fue no haber hecho una reforma política profunda. El dos veces presidente terminó así de revelar que en Brasil ya no hay partidos grandes incontaminados por las filtraciones judiciales o los carpetazos. Lo que durante décadas se ocultó ahora flota en la superficie y amenaza con llevarse puesta a toda la clase política y empresaria.

Sin embargo, la condena del caudillo del PT dictada por el juez Sergio Moro, y su confirmación en segunda instancia por parte del Tribunal Regional Federal de la Cuarta Región, constituyen una intervención en el proceso político de extrema gravedad. Por su dramatismo y evidente hipocresía. El líder popular más importante del siglo veintiuno en Latinoamérica está así a un paso de la prisión. Además, quedaría inhabilitado como candidato a un nuevo mandato presidencial, aunque encabeza ampliamente todos los sondeos. El desenlace se conocerá en el curso de los próximos dos meses pero la tensión y la incertidumbre están alcanzando niveles irreversibles. La posdemocracia ya llegó.

el elefante sentado

Michel Temer es el cadáver político insepulto de la Nueva República. La alianza entre el PT y el PMDB que sostuvo al gobierno de Dilma Rousseff le dio un poco más de cuerda al sistema político instaurado tras la última dictadura militar. Desde la llegada del PT al poder se avizoraba que esta componenda podía terminar como la fábula de la rana y el escorpión. El origen del impeachment que derivó en la destitución de la presidenta el 31 de agosto de 2016 significó la ruptura del matrimonio por conveniencia entre los dos partidos dominantes de una alianza entre once, que pretendía sostenerse en una suerte de “presidencialismo de coalición” amparada por la constitución de 1988.

Temer, vicepresidente y sucesor de Dilma, tapado de acusaciones de corrupción, es la ficha coronada por el PMDB, un partido de notables que funciona desde el fin de la dictadura como la columna vertebral del parlamento, y cuyo mayor logro es haber metido por la ventana a tres presidentes no electos.

Resquebrajada la retórica de los primeros meses y con la imagen de Temer por debajo del seis por ciento de aprobación, queda claro que el golpe de estado parlamentario le permitió a la derecha brasileña regresar al poder después de cuatro derrotas electorales consecutivas. Pero el sistema nacido bajo la Nueva República ha quedado al desnudo y su descomposición parece no tener retorno. La crisis está a punto de engullir de un bocado a todos los partidos tradicionales.

Sin embargo, el proceso de reconversión de la economía brasileña no se detiene. La locomotora de agrobusiness y producción de materias primas para exportación recupera el crecimiento de los tiempos de Lula, mientras consiguen aprobar reformas impositivas y laborales.

el subsuelo de la república

Marcos Nobre calificó a la dinámica política de la Nueva República como un “inmovilismo en movimiento”. La creación de nuevos Estados al final de la dictadura, un sistema electoral distorsionado por la sobrerrepresentación de las gobernaciones, la proliferación de partidos artificiales, y la imposible tarea para cualquier presidente elegido de conseguir mayoría parlamentaria, transformaron a la gobernabilidad en un mal endémico. Ministerios, cargos y nuevos gastos presupuestarios estaduales son canjeados en febriles negociaciones con los congresistas. La fragmentación resultante y la cultura del acuerdo sedimentada en el PMDB trascienden ideologías y programas políticos y constituyen un blindaje que bloquea cualquier transformación real.

Definidas por la Constitución de 1988, las elecciones para cargos legislativos en Brasil tienen elementos difíciles de comprender para el ojo argentino, acostumbrado a la disputa por la lapicera que designa lugares en las listas. Si bien los cargos ejecutivos (presidente, gobernadores y prefeitos) se dirimen por mayoría, las bancas en el congreso se obtienen a partir de un sistema proporcional con listas abiertas y posibilidades de concretar coaliciones. Las listas abiertas habilitan al elector a votar por un candidato individual necesariamente inscripto en un partido que, a su vez, integrará probablemente una coalición. El voto por su persona se contabiliza primero para la coalición y luego para sí mismo. Una vez definido el número de espacios que le corresponde a cada coalición en función de los votos obtenidos, los cargos se distribuyen entre los candidatos más votados.

Este sistema favorece la construcción de frentes sellados con saliva gracias a componendas y loteo de cargos. Se diluyen las identidades partidarias. Se tejen alianzas puramente electoralistas para obtener más lugares, aunque las diferencias ideológicas sean sustanciales. Figuras populares sin ningún tipo de trayectoria política o que pertenecen a partidos muy pequeños, como pastores evangélicos, bichos de la tv y hasta payasos, acceden con facilidad al parlamento. No es extraño entonces que la compra de votos en el Congreso y el financiamiento privado de las campañas electorales sean la norma.

El cogobierno entre el PMDB y el PT fue gestado en los años de Lula y nació con las mismas reglas. Si bien compusieron la coalición electoral recién en las elecciones de 2010, el expresidente ya había tendido puentes a partir de la oferta de ministerios y el ofrecimiento del comando de las cámaras de diputados o senadores. En el momento del impeachment contra Dilma, el PMDB contaba con la presidencia de ambas cámaras y la vicepresidencia, pero 59 de sus 67 diputados votaron a favor de eyectar a la presidenta. No fue el único socio con tal predisposición para el cambio. De los 246 diputados de la “base aliada” 184 (¡el 75%!) votó en contra de Dilma.

olviden todo lo que escribí

Ya en tiempos de la presidencia de Fernando Henrique Cardoso circulaban teorías sobre un buraco oscuro al interior de la democracia brasileña, eufemismo acuñado para referirse al sistema de componendas entre empresarios y políticos. Esa zona gris de amoralidad, para ser eficaz, debía administrar una cierta línea de tolerancia de la opinión pública. Un pacto tácito en el que algunas cosas debían mantenerse con reserva para evitar la indignación nacional. Y que impedía cualquier democratización cierta del poder y la riqueza.

Lula durmió la reforma política y en 2005 se destapó el primer escándalo. El llamado mensalão terminó con altos funcionarios presos y la desafección de una parte sustancial del electorado histórico del PT. No se trataba de una crítica de la vida privada de los dirigentes y empresarios, sino de un cuestionamiento de las instituciones antidemocráticas. Pero Lula ya había optado por un new deal para el capitalismo brasileño que incluía, en el mismo combo, garantía de beneficios para los ricos y una redistribución de los ingresos que beneficiara a los más pobres.

mecha larga

Hasta las manifestaciones de 2013, Dilma conservó altos niveles de popularidad. Sería un error establecer una continuidad lineal entre aquellas protestas callejeras espontáneas capaces de quebrar la hegemonía petista, con los grupos que más tarde clamaron por el impeachment de la mandataria. Pero quizás por esos días comenzó a cocinarse la agenda que habilitó el regreso de la derecha más rancia. Las clases medias y la gran burguesía se abrazaron a un potente antipetismo e incluso reaparecieron grupos nostálgicos de la dictadura que pedían por el regreso de los militares para terminar con “la guerrillera Rousseff”.

El Lava Jato no solo desnudó los vínculos non sanctos entre empresas públicas como Petrobras, o sociedades como Odebrecht y las instituciones, sino también el compromiso entre las principales fuerzas políticas para sostener ese sistema promiscuo. Dilma está fuera de toda sospecha por enriquecimiento personal, pero no podía desconocer la existencia de una maquinaria corrupta tan bien aceitada. Lubricadas por la elite industrial paulista y conducidas por grupos “espontáneos” como Brasil Livre y Vem Pra Rua, las multitudinarias marchas de marzo de 2015 y 2016 fueron capitalizadas por una oposición al mando del PSDB, que venía denunciando el afán lulo-petista de perpetuarse en el poder. Visto desde el futuro tiraron un chasquibum en un polvorín.

reseteo catastrófico

El telón de fondo del drama político brasileño es la guerra entre el partido judicial y la corporación política, que advierte sobre el peligro de hacer saltar el sistema por los aires. Los magistrados privilegian los recursos espectaculares. Se rodean de fuerzas de seguridad, cámaras de televisión y utilizan las delações premiadas que salpican a los principales actores políticos y empresariales. En este contexto los partidos y grupos de poder que hoy controlan el Estado no consiguen refrendar un gran acuerdo nacional que les garantice la subsistencia. Pero la falta de estabilidad institucional no parece poner en riesgo el avance de las políticas neoliberales impulsadas por Temer. El gobierno consiguió la aprobación de una reforma laboral draconiana, un rápido realineamiento geopolítico con Estados Unidos, y el espectacular avance del Proyecto de Enmienda Constitucional 241, que congeló por veinte años la inversión y el gasto público. La medida le quita al parlamento la potestad de discutir el presupuesto. Y fue anunciada por Henrique Meirelles, actual ministro de Finanzas pero también expresidente del Banco Central durante los ocho años de la gestión de Lula.

Temer resiste los desplantes. Y emite señales solo para entendidos, dirigidas a los miembros más sombríos de su actual coalición, para dejar en claro un mensaje de alerta: su rol en el drama político brasileño es contener una guerra descontrolada entre las corporaciones políticas y la judicial.

Antes de confirmar su candidatura, puesta en duda por la encerrona procesal, Lula fue consultado sobre su posible apoyo a una salida pactada por medio de elecciones indirectas. La posibilidad ni siquiera llegó a considerarse seriamente, lo cuál es un índice de la ruina del sistema de mediaciones que garantiza la estabilidad de las élites. A ellas les habló el político más popular, ahora contra las cuerdas: “Tengo que decirle a la élite brasileña: esperen porque vamos a volver”.

El final incierto al que asistimos no se debe únicamente a la crisis de un proyecto redistributivo que supo ser exitoso, o al extraordinario proceso de reconversión económica en marcha, sino también a la impotencia general para desactivar un sistema político vigente desde aquel decisivo 1988. En palabras de un experimentado economista paulista, “quien diga que sabe lo que va a pasar, está apenas mal informado”.

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