Después de dos años seguidos de caída libre, que empezó a inicios de 2015 cuando Dilma Rousseff decidió profundizar el ajuste ortodoxo como estrategia defensiva frente al giro adverso de los precios de las materias primas a nivel global, la economía de Brasil parecía empezar a resurgir a fines del año pasado. Con un presidente al que no quiere nadie, que se aferra al Palacio del Planalto para no ir preso y a quien sostiene el establishment a cambio de su inestimable aporte al aplastamiento del salario real, las multilatinas con base en San Pablo se ilusionaron con un resurgimiento económico sin cabeza. Era el sueño del Estado corrido del medio que permite a los privados liderar. El gobierno argentino, en su propio laberinto, también proyectó sus deseos de que la locomotora regional volviera a echar humo. Pero los primeros números de 2018 ahogaron rápido esas esperanzas.
Para dimensionar el precipicio en el que se hundió Brasil bastan un par de datos. El producto per cápita cayó en dos años un 10%, un desplome comparable al de la Argentina de 2002. El desempleo se triplicó, del 5% de 2014 a casi el 14% en 2017, y llegó a afectar a más de 14 millones de personas. La miseria y la violencia volvieron a apoderarse de las favelas donde empezaban a retroceder, y la poderosa industria paulista completó tres años de caídas continuas. En el medio destituyeron a Dilma mediante un golpe parlamentario montado sobre el proceso judicial bautizado como “Lava Jato”, que a su vez llevó a la cárcel a encumbrados referentes de todos los partidos y hasta al empresario más poderoso del país, Marcelo Odebrecht.
El rebote del consumo en el segundo y tercer trimestre de 2017 y el fin de la decadencia fabril, apalancada fundamentalmente en el repunte de la producción de autos, entusiasmaron a la administración de Michel Temer y al empresariado. Los vientos del optimismo soplaron hacia el sur justo antes de que Mauricio Macri se hundiera en su propio espiral de corrida cambiaria, devaluación y suba de tasas de interés. En abril, el exsecretario de Industria de Eduardo Duhalde, Dante Sica, director de la consultora Abeceb y referente máximo de las empresas brasileñas en la Argentina, juraba que la recuperación no se iba a frenar. “A mediados del año pasado, por suerte, la economía se despegó por fin de la crisis política”, diagnosticó ante crisis el ahora flamante Ministro de Producción del nuevo gabinete cambiemita.
Según los pronósticos que distribuía Sica entre empresarios de aquí y de allá, Brasil apuntaba a crecer este año un 3% y en 2019 un 4% adicional. No era el único optimista. El presidente del Banco de Valores, Juan Nápoli, se sobresaltó por esos días al leer el mismo vaticinio en el reporte que había encargado especialmente a una consultora global con sede en Nueva York. La City porteña monitorea los vaivenes del vecino con más interés desde que el Bovespa (el Merval paulista) compró una parte de ByMA, el nuevo mercado de valores nacional unificado. El desembarco incluyó como hito la asunción de un brasileño, Roberto Belchior, en el directorio del ByMA.
Sica procuraba aventar las inquietudes que le planteaban ejecutivos y funcionarios argentinos acerca del impacto de la prisión del expresidente Lula sobre la recuperación en curso. "Las empresas dejaron de mirar el corto plazo y miran el mediano”, los tranquilizaba. Un poco antes, cuando el asesinato de la concejala izquierdista Marielle Franco encendió las alarmas antisísmicas de la política, recomendó no dejarse llevar por las escenas de tensión social que se vivían en la Río de Janeiro militarizada. "Ahí impactó el agujero financiero que dejaron los Juegos Olímpicos y la caída del precio del petróleo”, explicó en su charla con esta revista.
Su colega Eduardo Crespo, quien también reparte su tiempo entre Brasil y Argentina como investigador y profesor de Economía Política Internacional de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ), se muestra en las antípodas del optimismo de Sica. Con tres semanas de ventaja, durante las cuales se conocieron los primeros datos negativos de 2018 (déficit fiscal en marzo, repunte del desempleo en el primer trimestre, desaceleración industrial en marzo), vaticinó que el estancamiento tiene cuerda para rato.
“Brasil está empezando a tener las características de un Estado fallido. La crisis política derrama para todos lados. Está creciendo muy fuerte el narcotráfico, la delincuencia organizada y el descontrol general. La tasa de homicidios en delitos comunes se disparó”, dijo Crespo. Desde allá, por teléfono, habla pausadamente pero no ahorra dramatismo. “Todos parecen haberse vuelto locos. La burguesía parece haberse vuelto loca. Esa burguesía que en Argentina endiosan tanto pero que en realidad es gorilona, liberal y cero desarrollista. La misma que le hizo la guerra civil a Getúlio Vargas. Estamos lejos de reconstruir un mecanismo para que la economía crezca”.
acabó la nafta
Margarita Olivera, también economista de la UBA y profesora de la UFRJ pero residente full-time en la cidade maravilhosa, plantea como hipótesis que la quiebra fue la forma que encontró esa clase dirigente para disolver las conquistas sociales de la era Lula y restablecer el orden previo. “El problema fundamental desde el punto de vista político es que en Brasil hubo un crecimiento muy fuerte de los salarios reales en simultáneo con una caída de la tasa de ganancias. Mientras la economía crecía estaba todo bien, pero cuando empezó a estancarse estalló la puja distributiva. Y en 2011 muchos industriales empezaron a bajarse del proyecto del PT y a boicotearlo. Se unificó la clase dominante en contra de Dilma, y presionaron para reducir salarios. Para Dilma, eso se manifestó como una caída de la tasa de inversión. Y peor aún: el empresariado nunca reaccionó a sus primeros gestos de ajuste fiscal. Para el resto de la política, lo que ocurrió fue que empezó a resquebrajarse el consenso que había en la élite brasileña y la clase dominante de mantener el gobierno del PT”.
La idea de que el germen de la crisis fue la puja distributiva se apoya en los cambios inéditos que los dos gobiernos de Lula (2003-2010) introdujeron en la matriz brasileña. En ese lapso, según el IBGE, el ingreso promedio de las familias trepó un 25%, de 1200 a 1500 reales constantes. Y el salario mínimo, también descontada la inflación, pegó un impresionante salto del 54%, de 325 a 500 reales. El índice de Gini, medida de la desigualdad, no paró de caer. La pobreza bajó del 35% al 20% y la indigencia se desplomó del 15 al 5%. La participación de los salarios en el PBI trepó del 30 al 34%. Cambios sociales estructurales que el empresariado toleró hasta que empezaron a afectar su estrategia de acumulación. Herejías que provocaron la ira de los que siempre mandaron en el último país de América que abolió la esclavitud, en 1888.
Apenas asumió en reemplazo de Lula, Dilma evaluó que el problema principal era el aumento del déficit fiscal y eligió recostarse sobre una coalición del capital industrial paulista (que la sostuvo hasta que la dinámica del ajuste se comió toda su popularidad) y del financiero, al que tentó con jugosas tasas de interés y un equipo económico criado en sus entrañas, pero que fue el primero (junto con la red O Globo, principal emporio mediático de Brasil) en volvérsele en contra. Como presidenta redujo abruptamente la inversión pública, que había motorizado el crecimiento bajo la era Lula, y apostó todo a que la inversión privada reaccionase. Lo cual no ocurrió. “Petrobras era el responsable del 10% de la inversión total de Brasil. Era un montón. Y eso colapsó con el Lava Jato. Todo el esquema de obra pública y la actividad vinculada a la industria petrolera venía de un boom y se redujo a cero entre el ajuste de Dilma y el desguace de Petrobras”, apunta Crespo.
El ajuste ahogó la que había sido la locomotora del crecimiento brasileño incluso desde antes de que asumiera Lula. Entre 1998 y 2014, el PBI creció a un ritmo sólido del 3% promedio anual, lo cual le granjeó al PT el respeto de las usinas de pensamiento más conservadoras como la revista británica The Economist, que publicó en 2009 su célebre portada “Brasil despega”, ilustrada con un Cristo Redentor que levantaba vuelo. En ese mismo lapso, el gasto público federal creció a un ritmo del 6% anual. Para 2013, tamaña expansión del Estado ya había espantado a los editores de la misma revista, que no dudaron en desdecirse y en publicar una reversión de la misma tapa, con el Cristo cayendo en picada y la pregunta “¿se estropeó Brasil?”.
comerse el amague
Derrocada ya Dilma y transcurridos los dos años de desplome inmediatamente posteriores, la recuperación empezó a sentirse tímidamente a mediados del año pasado. El consumo subió por primera vez desde 2014, el desempleo cayó del pico del 13,7% al 12,4% y las exportaciones repuntaron de la mano de la devaluación del real. Pero lo que entusiasmaba a Sica, al gobierno argentino, a las empresas con intereses a ambos lados de la frontera y -por supuesto- a Michel Temer y su candidato a continuador Henrique Meirelles, no duró mucho. Las cifras difundidas durante mayo mostraron cómo se marchitaban los brotes verdes. La inflación bajó levemente pero el empleo se estancó y la confianza de los empresarios que pulsa la Fundación Getúlio Vargas volvió a caer, tras siete meses de avances.
Crespo y Olivera coinciden en que el consumo rebotó, paradójicamente, por la alta inflación registrada en 2016. ¿Por qué? Porque marcó la “regla de ajuste” de salarios mínimos y jubilaciones para 2017. En números: la inflación de 2016 fue 6,3% y la de 2017, 2.9%. Fue la fórmula, entonces, la que permitió que el salario mínimo subiera 6,5% en 2017, de 880 a 937 reales. Como la inflación de ese año fue menos de la mitad, la mejora temporal del salario real agregó un punto al consumo de 2017. El efecto se licuaría este año, cuando la “regla” marcó menos de 2%.
La inversión pública fue amputada por la Enmienda Constitucional 95/2016, que prohíbe la expansión del gasto estatal en términos reales de un año al siguiente. ¿Qué hizo Temer con el Estado? Ajustó, achicó y privatizó. Aprovechó el Lava Jato para abrir a la competencia extranjera los poderosos monopolios estatales de Petrobras y Eletrobras, de los que Estados Unidos siempre receló. No en vano Washington reactivó la Cuarta Flota del Atlántico Sur, justo cuando Petrobras descubrió un megayacimiento offshore frente a sus playas.
“Hoy la clase dominante no tiene claro a dónde ir. Aprobaron la reforma laboral y el recorte de las pensiones pero no logran salir de la crisis. Su agenda es desguazar el Estado y privatizar: empezaron con las universidades y con Petrobras. Pero ni candidato tienen. A Lula lo metieron preso porque es el favorito. Y Bolsonaro no expresa a la élite brasileña. Es un nazi que no tiene ninguna fracción del capital atrás”, describe Olivera.
La frustración brasileña es igual a la argentina y a las de todos los países sin un perfil técnico-productivo definido, ni una inserción clara en las nuevas cadenas globales de producción y circulación de mercancías. Brasil es el principal exportador mundial de alimentos pero tiene 210 millones de habitantes; no pueden vivir todos de sus exportaciones, que representan apenas un 11% del PBI. El problema es la ineptitud de sus dirigencias para hacer lo que se espera de ellas: dirigir.