revuelta | Revista Crisis
vamos / venimos
revuelta
07 de Septiembre de 2010
crisis #1

R eeditar una revista que dejó de salir hace décadas supone riesgos, sobre todo si se trata de una publicación de gran prestigio. Por eso es necesario explicitar las motivaciones.

El lector no encontrará en la nueva crisis una reverencia especial a la crisis del pasado. Nos proponemos utilizar la fuerza que aquella historia conserva en la memoria de nuestros contemporáneos, como punto de partida para una creación sin garantías. La aventura puede fracasar o puede conducirnos en un sentido innovador. Pero cualquiera sea su resultado, la decisión es manifiesta: el ayer como recurso y archivo, no como meta ni medida.

La vieja crisis (nos referimos a los cuarenta números editados entre mayo de 1973 y agosto de 1976) fue presentada originalmente como una publicación de cultura. Sus páginas poco a poco se politizaron, apremiadas por el clima de la época. En ese desplazamiento la revista adquirió un tono singular, entre el arte y la ideología, entre las ideas y los deseos militantes, entre la creación literaria y los llamados a la acción transformadora.

Suele decirse que crisis fue un espacio donde el compromiso puso en tensión a la escritura. Pero se mencionan menos sus aportes al debate político, que enriquecieron los recursos expresivos de la resistencia y las posibilidades discursivas de la crítica social. Cuando el lenguaje se saturaba de formulaciones ideológicas y la dura polarización tendía a reducir la gama de posibilidades, crisis desplegó un variado repertorio de dicciones, en diálogo con la multiplicidad de voces que estaban en ebullición.
Todo recomienzo es también una pregunta por la vigencia de los supuestos inaugurales. En nuestro caso el propio nombre habilita la interrogación: ¿qué significa hoy la crisis?

Para los artistas y revolucionarios del siglo xx la crisis era el suspiro agónico de un mundo viejo y fatalmente destinado a desaparecer. La transición hacia un futuro luminoso que golpeaba las puertas del presente. Nuestro tiempo no se deja pensar en estos términos. Vivimos una época que teclea insistentemente entre lo que ya sabemos marchito pero persiste y el “no todavía” de lo que vendrá.

Si el capitalismo ha podido reformatearse y continúa su expansión, es porque se devoró sus propios desequilibrios. Al punto que hoy podríamos decir: el Capital ya no le teme a la crisis. Sin embargo, resulta obvio que la crisis ha devenido una realidad permanente, cuya escala es global. Vivimos un presente en suspenso: ni epílogo ni anticipo, sino tiempo de excepción.

Nuestro siglo lleva el sello de los acontecimientos del 2001. Desde entonces, cada vez que la crisis asoma, la referencia a esos días de lucha callejera y fuerte protagonismo popular se torna inevitable. El escenario político diez años después es, sin dudas, muy distinto. Las cosas han cambiado. Tal vez para mejor. Pero los efectos de aquel punto de inflexión en nuestra historia reciente se ramifican de manera irreversible, incluso a pesar del optimismo imperante. La precariedad que corroe a todas las instituciones, entre otros indicios, así lo testimonia.

E l humor es un arma eficaz para quienes ya no esperan el advenimiento de un futuro radiante. No nos interesa la risa despectiva o cínica de aquel que afronta con desparpajo la decadencia social o el fin de la historia. Sí cierta percepción irónica, que a fuerza de demoler estereotipos, habilita una alegría capaz de seleccionar, entre el cúmulo de obviedades que nos rodean,  los materiales del mundo que vendrá.

Crisis anhela, empleando otros recursos expresivos, ser partícipe de esa potencia caústica generalizada. Para neutralizar la fuerza de seducción de los discursos publicitarios y el carácter extorsivo de ciertos emblemas morales. Para animarnos a ir más allá de lo permitido, incluso por nuestras buenas conciencias. Para desplegar una nueva capacidad crítica y constructiva. Para atravesar el laberinto sin salida de empobrecedoras polarizaciones. Para abrirnos camino en esta época de módicas certezas. Para disponernos a una experimentación que nos saque del ensimismamiento. Y para devolverle al pensamiento su capacidad de sorprender, sin claudicaciones.

Nuestras sociedades están en movimiento desde hace ya varios años. Hay voces que invitan a defender las conquistas conseguidas gracias a la lucha y la rebeldía de tanta gente. Se trataría de consolidar lo existente y evitar posibles retrocesos. Nosotros sentimos que falta mucho por hacer. Las tácticas conservadoras, además, no suelen ser las más efectivas. 

D ebido al constante envilecimiento del escenario político, nos parece pertinente explicitar el origen de los apoyos financieros que tornan viable esta tentativa.

Contamos con el entusiasmo de algunos movimientos sociales y culturales, a quienes brindamos las páginas de la revista como espacio de expresión. Hemos conversado con distintos sectores políticos que comprometieron su apoyo. Recibimos asimismo la colaboración de un puñado de instituciones estatales especialmente interesadas en fomentar dinámicas de innovación. Y conseguimos el auspicio de algunas empresas privadas. Todos ellos han mostrado disposición para respaldar un proyecto que se define de manera autónoma, comprometido antes que nada con la crítica social y cultural.

La autonomía que precisamos no tiene nada que ver con la independencia de la que se ufanan los medios comerciales de comunicación. La autonomía es una construcción, una práctica sujeta desde su gestación a todo tipo de dificultades y tensiones. De ahí que su marca de origen, la fragilidad, sea seguramente nuestra constante más tenaz. Sólo esperamos que ella acepte convivir con nosotros, en lugar de devorarnos.

La suerte de esta publicación depende del interés que genere. De las resonancias que logre. Y de las voluntades que estén dispuestas a incursionar en su proyecto editorial. La revista tenderá a una apertura permanente. Su sentido no deberá restringirse al que podemos otorgarle sus hacedores más directos. Sin ese sustrato de cooperación intelectual el poder de fuego de la iniciativa sería inocuo, aún cuando tuviera garantizada su financiación.

L a actual crisis del neoliberalismo es un contexto en cierto modo favorable para la emergencia de iniciativas como la que imaginamos. Hubo, sin embargo, muchísimos proyectos culturales con excelentes intenciones, que no pudieron resolver el falso dilema de elegir entre la marginalidad y la profesionalización, el underground y el mainstream, la originalidad y lo popular. Desde nuestro punto de vista, estas encerronas son el resultado de la progresiva e imparable despolitización de la cultura. Y si el principal criterio de validación es el dinero, entonces la alternativa pasa por mercatilizarse o morir de inanición.

El problema de los medios de comunicación no es tanto que manipulen la realidad sino que la conforman. Si nuestras experiencias directas y espontáneas son cada vez más acotadas y rutinarias, es porque buena parte de lo que nos pasa está siendo mediado por dispositivos que formatean la propia percepción de las cosas. Cualquier irrupción sorpresiva que distorsione el código dominante, especialmente aquellas intervenciones protagonizadas por “los invisibles” o “los analfabetos” urbanos, son consideradas manifestaciones de la barbarie social, intromisiones violentas de entidades sin discurso que ni siquiera merecen ser descifradas.

No se trata de reaccionar de manera conservadora contra tal ordenamiento mediático, reponiendo las certezas que han quedado en pie, o apelando a significaciones originarias e incontaminadas. Tampoco de erigir un nuevo altar, con verdades puramente refractarias respecto del mensaje mediático. Hay que sumergirse de cabeza en este medio ambivalente, lleno de potencialidades muy reales que no llegan a manifestarse, pero que impiden el cierre definitivo de la realidad. Al fin y al cabo todos sabemos que la escena mediática es, más allá de sus intenciones, apenas una capa muy superficial en el curso de los acontecimientos, y aún así logra imponer una y otra vez sus prerrogativas.

Nuestra pretensión es sencilla: ampliar la capacidad social de producir intervenciones autónomas. Necesitamos recobrar la libertad de pensar en transformaciones radicales, con una ambición estética y política que se sacuda toda culpa, capaz de trascender el triste papel de “abogados del mal menor”.

Entre el periodismo lúcido y la investigación militante, entre la literatura y la crítica teórica, atentos a los lenguajes que emergen de las grietas de los nuevos territorios urbanos, hay que descubrir una nueva dignidad para la palabra, ligada a la experimentación de formas contemporáneas de lo colectivo. 

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