un poema no es una noticia | Revista Crisis
políticas de la literatura / cuántas cosas por probar / belleza y felicidad
un poema no es una noticia
La poesía no aparece en lista de best sellers ni sus autores forman parte del módico mainstream literario vernáculo. Pero la proliferación de redes de circulación en la escena under revela una vitalidad siempre presente. La conflictiva adjetivación de “nuevo” en la literatura está en el centro de este ensayo que va de Rubén Darío a Rosario Bléfari.
Ilustraciones: Sebastian Dunphy
03 de Diciembre de 2024
crisis #65

 

En el campo específico de la literatura, eso que llamamos “nuevo” o “lo nuevo” está sujeto a dos precisiones que me gustaría recordar. Una, la famosa frase que Ezra Pound escribió en su libro El ABC de la lectura, de 1934: “La literatura es una novedad que SIGUE SIENDO una novedad”. La otra, pronunciada medio siglo más tarde por el poeta argentino Edgar Bayley, en una conversación con un joven poeta, de quien había leído, imaginemos, en los años 1980 o 1990, en Buenos Aires, en algún bar, o en algún centro cultural, un poema. Bayley, que era muy estricto con sus gustos y entusiasmos, se acercó a felicitarlo. Y el joven que ya había leído ese mismo poema en una tendida anterior, donde también había estado Bayley entre el público y ya lo había felicitado, le dijo al maestro pensando que tal vez no lo recordaba: “Pero usted ya conocía este poema”. Y Bayley —como Pound— le contestó: “Un poema no es una noticia”.

La distinción entre noticia y novedad es aplastante. La noticia es, como la flor de la juventud de la que hablaba Petrarca, algo que se marchita mientras se lo nombra. La novedad (la de ese verso de Petrarca, sin ir más lejos y para no abundar) es aquello que no pierde lozanía, frescura, inocencia, capacidad de propiciar entusiasmo, asombro, emoción. O para complejizar un poco el asunto, es aquello que ajado o envejecido en algún período histórico recupera más tarde (y más tarde puede ser un siglo o medio siglo después, esos son a veces los tiempos de la historia y también los de la historia de la literatura) aquella frescura o inocencia que parecían perdidas.

Veamos el caso ejemplar de la obra de Rubén Darío. El entusiasmo que provocó entre los jóvenes de Buenos Aires a fines del siglo XIX, manifiesto en esta memoria de Luis Berisso, uno de ellos:

Estábamos acostumbrados a la prosa serena, erudita, de vuelo amplio de (Bartolomé) Mitre; a la nerviosa, racionalista y filosófica de (Lucio V.) López; a la brillante, artística y profunda de (Juan Bautista) Alberdi; a la melancólica, sentida y triste de Jorge Isaacs; a la mordaz, turbulenta y arrebatadora de Sarmiento; pero no conocíamos esos giros extraños del lenguaje, esos tejidos de nubes y rayos de sol —que adquieren a veces la vaguedad temblorosa de las imágenes espectrales— sino a través de los arabescos de Flaubert y de Goncourt, escritos en lengua extraña y en países no menos extraños.

Rubén Darío fue, pues, una doble sorpresa; hasta se dudó de que existiese en América tal escritor; y la sorpresa y la duda continuaban todavía royendo el espíritu, cuando el afortunado robador del fuego sagrado tomaba ya por asalto el camino de la gloria, “en medio de las violentas batallas del arte contemporáneo”. Las dudas sobre su nombre de pila y sobre su existencia real no tienen ya razón de ser. A esta hora se han desvanecido totalmente pues el primoroso prosador de Nicaragua vive en Buenos Aires; pero si la verdad no se discute, confesemos que él es una planta exótica en este hemisferio, en el que no ha tenido ascendientes y no sería aventurado predecir que no tendrá sucesores.

Esto escribe Luis Berisso en 1898 en su libro El pensamiento de América, como un testimonio casi inmediato de la significación de la estancia de Darío en Buenos Aires, entre el 13 de agosto de 1893 y el 3 de diciembre de 1898. La noticia, todavía como noticia, que supone la obra de Darío en la literatura escrita en castellano, inscripta sobre el friso del pasado (Mitre, Alberdi, Sarmiento: la pervivencia de la generación romántica a fines del siglo XIX), es tal que Berisso y los jóvenes poetas (inmediatamente sus seguidores y discípulos) creen que su autor no existe: dudan sobre su nombre, sobre su existencia, sobre su origen. Y cuando finalmente lo conocen y reconocen no dudan en calificarlo como una “planta exótica”. Lo nuevo, si es verdaderamente nuevo, no parece ser de este mundo.

Esa noticia, esa gran noticia que significaba la obra de Rubén Darío en un contexto esclerosado, en términos de forma y también de representación, parecía, en un momento, que iba a durar para siempre como novedad, vistas las repercusiones y entusiasmos que su obra y su figura, inescindibles una de la otra, iban imponiendo en las generaciones más jóvenes de poetas. Desde su contemporáneo Leopoldo Lugones, que lo consideraba su “maestro”, hasta la extendida generación de los poetas posmodernistas. Baldomero Fernández Moreno tenía, o en un poema cuenta que tenía, un retrato suyo en el comedor de su casa. Alfonsina Storni lo nombra, lo cita, le dedica poemas a lo largo de casi toda su obra poblada, además, en sus primeros libros, de cisnes y de melancolía. Y los tangueros (todos, o casi todos) son sensibles a algunos versos de sus poemas más populares, presentes en sus letras a través de citas o paráfrasis.

 

La noticia, todavía como noticia, que supone la obra de Darío en la literatura escrita en castellano, es tal que los jóvenes poetas creen que su autor no existe: dudan sobre su nombre, sobre su existencia, sobre su origen. Y cuando finalmente lo conocen y reconocen no dudan en calificarlo como una “planta exótica”. Lo nuevo, si es verdaderamente nuevo, no parece ser de este mundo.

 

Pero, en un momento, aquello que era nuevo no perdura con esa condición. Las vanguardias de los años 1920 se movieron entre el reconocimiento solo (o apenas) histórico (de Oliverio Girondo, por ejemplo: “Hasta Darío no existía un idioma tan rudo y maloliente como el español”) y la cancelación (de Borges en este caso, hablando de las, según él, pésimas proyecciones del simbolismo francés en la literatura argentina: “No es necesario ir tan lejos: el verdadero y famoso padre de esa relajación fue Rubén Darío, hombre que a trueque de importar del francés unas comodidades métricas, amuebló a mansalva sus versos en el Petit Larousse con una tan infinita ausencia de escrúpulos que panteísmo y cristianismo eran palabras sinónimas para él y que al representarse aburrimiento escribía nirvana”). Es decir, en un momento importante de la historia de la poesía argentina, la obra de Rubén Darío, esa noticia desconcertante de fines del siglo XIX, pasa a una vitrina del museo histórico. No se sostiene, como querrían Pound y Bayley, como una novedad 30 o 40 años después de su fulgurante aparición. O es, en todo caso, una novedad que ha dejado de ser una novedad, una noticia, que se aja cuando se la nombra…

Sin embargo, el mismo Borges, en 1967, más de treinta años después de haberlo defenestrado en aquella nota sobre Evaristo Carriego y los simbolistas, escribe:

Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado ni cesará: quienes alguna vez lo combatimos comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador.

Y entonces, ahora, en la poesía argentina contemporánea, la que veníamos leyendo, la que estamos leyendo ahora, si es que, a la vez, no seguimos, entretanto, leyendo la que veníamos leyendo de antes, “Darío libertador”, dice Borges, e imperial, agregamos nosotros: Darío en los poemas de Saer (“Rubén en Santiago”), de Alejandra Pizarnik (“Sobre un poema de Rubén Darío”), de Néstor Perlongher (“Tema del cisne hundido”), de Alejandro Rubio (“El arte mayor”), de Fernanda Laguna (“La princesa de mis sueños”).

 

poesia.com
 

En el año 2022, la Editorial Municipal de Rosario publicó 2022. Veinte apuntes para una literatura argentina del siglo XXII. En una conversación previa a la gestación del libro le pregunté a Bernardo Orge, su impulsor y uno de sus editores, cuándo empezaba, para él, la nueva literatura argentina. A partir de qué año, de qué noticia, de qué acontecimiento, de qué obra, de qué autor o autora iría a contarse esa historia de la nueva literatura argentina que, era evidente, dado su título, iba a ser la materia del libro que se estaba empezando a producir. Orge, inmediatamente, me contestó: “1995, cuando llega Internet a la Argentina”. No sé si alcancé a refutar que ese acontecimiento afectaba tanto a la literatura como al comercio, la comunicación, la industria, el trabajo, las relaciones personales, la política. En todo caso, y tal vez dando por supuesta la refutación, Orge precisó: “Con la publicación de poesia.com. En 1996”. Así lo escribieron Nieves Battistoni y el mismo Orge en la introducción al 2022:

Los veinte ensayos que conforman esta compilación giran en torno a obras literarias que empezaron a difundirse después de 1995, fecha de fábula, porque fue cuando comenzó a comercializarse en la Argentina el servicio de internet para uso doméstico. Escritos por críticas y críticos nacidos a partir de 1980, cuyos años de juventud coinciden con los años de publicación de los textos que ahora estudian, los capítulos que siguen proponen un recorrido por algunos de los fenómenos más significativos de la literatura argentina de las últimas dos décadas. Para fechar el inicio de este proceso en lo que toca al campo literario, hay que remontarse a 1996, apenas un año después de que comenzara la comercialización de Internet en el país, cuando se puso en línea poesia.com, la primera web en español dedicada con exclusividad a la poesía. Revista digital, portal cultural, foro de literatura… Si no estaba del todo claro de qué se trataba o cómo había que llamarlo, era porque los géneros online todavía estaban en etapa de gestación y segmentación. A la distancia, este sitio puede verse como una señal del despunte de un nuevo régimen de edición, circulación y lectura en el país. Textos que no había que ir a buscar a una librería o a una biblioteca porque se descargaban de la web, newsletters, diarios que podían abrirse desde cualquier lugar siempre y cuando se dispusiera de conexión, poemas que se leían ya no impresos sobre un papel sino destellantes en la pantalla. Con todo, la noticia principal que introdujo poesía.com hay que buscarla, más que en la forma de circulación de los textos, en la manera de comentarlos: en la conversación potencialmente descentralizada que se desplegaba con lógica propia en el foro de la página, como un anticipo del reparto discursivo de la web 2.0.

Los editores del libro, entonces, propusieron una estrategia de complejidad. No pusieron en el centro de la escena (que sería, como en toda escena de comienzos, centro y origen a la vez) un libro, un autor, un movimiento, una forma. Sino tres fechas. La primera, “de fábula”: 1995. Cuando comienza la comercialización de Internet para “uso doméstico”. La segunda, 1996. La proyección de esa fecha en lo que toca al campo literario: la puesta en línea de poesia.com. Y la tercera fecha (fundamental) que proponen los editores del 2022 es 1980: año límite, hacia atrás, de nacimiento de las críticas y críticos que van a ser convocados para escribir en el libro. ¿Por qué? Porque eran jóvenes cuando se publicaron por primera vez los textos o “los fenómenos”, dicen los editores, que ahora van a estudiar, reseñar, historizar, pegados a cierta experiencia de iniciación. Lo nuevo para lo nuevo. Y lo nuevo por los nuevos. ¿Qué era nuevo para aquellas y aquellos jóvenes veinteañeros de principios del siglo XXI? ¿Cuál era la literatura que tenía su propia edad? ¿Y qué de eso fue quedando, fue sedimentando veinte años más tarde, consolidándose como “nuevo” una vez abandonado el fulgor de la noticia? ¿Qué fenómenos “nuevos” de finales del siglo XX y principios del XXI SEGUÍAN SIENDO nuevos veinte años después?

 

¿Qué era nuevo para aquellas y aquellos jóvenes veinteañeros de principios del siglo XXI? ¿Cuál era la literatura que tenía su propia edad? ¿Y qué de eso fue quedando, fue sedimentando veinte años más tarde, consolidándose como “nuevo” una vez abandonado el fulgor de la noticia?

 

Juan Laxagueborde tenía 23 años cuando entró por primera vez a Belleza y Felicidad, en 2007. Inaugurada en 1997, la galería ya no era un espacio “nuevo” diez años más tarde. En 2002, de hecho, se había retirado Cecilia Pavón, una de sus númenes, y la galería estaba por cerrar. Aun así:

La primera vez que fui a Belleza y Felicidad, en el invierno de 2007, pocos meses antes de que cerrara, vi cómo un artista que yo no conocía recitaba unos poemas frescos sobre un desarmadero, un obrero textil, su tía, un ramo de margaritas y el pintor Velázquez, mientras nos pedía que nos quedáramos quietos para que entrara más gente. El lugar funcionaba como un espacio refinado por su vale todo y su hospitalidad con poco. Era un lugar y también una sensibilidad. El arte se disolvía entre los visitantes, suelto entre la sociabilidad, las ocurrencias y las jornadas extensas, siempre distintas pero basadas en una especie de programa no escrito sobre el existir feliz.

Como no reconocí en ninguno de esos “poemas frescos” a ninguna ni a ninguno de los autores que leían en la galería y luego (o antes) publicaban en algunas de las decenas de microeditoriales de la época, le escribí a Laxagueborde preguntándole por tan enigmático “artista”. Y me contestó:

Armé la escena con diferentes recuerdos de esa época. Pinturas de Nahuel Vecino, poemas de Miguel Petrecca, Mariano Blatt y Paula Peyseré, a quienes descubrí por esos años, unos dibujos de Fernanda Laguna, la novela de César Aira Margarita (un recuerdo), que me encanta… En fin. No existió esa escena así, pero el párrafo es un juntadero de escenas que recuerdo mal en Belleza y en varios lugares de por entonces. Como quien dice: basado en hechos reales.

Menos en el párrafo transcripto de 2022 que en la “aclaración” de Laxagueborde se revela una de las grandes novedades (inauguradas a fines del siglo XX) que SIGUE SIENDO una novedad casi un cuarto de siglo después. No una poeta o un poeta. No un libro. No una editorial. No una revista. No un lugar. Ni siquiera una escena (que también podría ser, como fantaseó Laxagueborde en su artículo) sino un “juntadero”, un rejunte de escenas, sucedidas en Belleza y Felicidad, pero también en varios otros espacios, no todos de Buenos Aires. La novedad de la época sería, entonces, la época misma, manifestándose de modo ocasional, recortado, en poemas, dibujos, pinturas, novelas. Ese “espíritu de época”, contemporáneamente, en 2002, había sido percibido por Alan Pauls, más como un espectador que como un protagonista:

Mi gran superstición es la que literatura argentina existe en la poesía. No soy lector de poesía, no sé cómo es el movimiento de la poesía, pero soy sensible a una especie de murmullo que provocan ahora mismo los poetas, los miles de libritos de poesía que van a tomar en algún momento la ciudadela. Naturalmente, no quiero idolatrar a los poetas, pero creo que en este momento en la poesía hay una especie de ideal de heterogeneidad, cosa que va desde los nombres que circulan en el mundo de la poesía hasta los formatos y la materialidad de esos libros, y hasta los lugares donde circula la poesía: galerías de arte, bares, fábricas de ropa…

 

recitar = recital
 

Flavia Garione tenía 24 años en 2015 cuando fue al Festival de Cine de Mar del Plata y se coló no para ver una película sino para escuchar a Suárez, cuya frontwoman era Rosario Bléfari:

Una introducción sobre poesía, canción y cultura indie argentina podría empezar con una escena que traiga ecos amplificados del pasado reciente. Es 2015 y corremos hacia el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Las vallas y el personal de seguridad separan a los acreditados de los no acreditados. Los únicos que pueden ingresar a la carpa son, naturalmente, los acreditados. Se percibe emoción en el aire porque esa noche tocará Suárez después de quince años. Unas horas antes habíamos visto Entre dos luces: Suárez, primera parte, el documental que Fernando Blanco ensambla a partir del crudo que la banda filmó durante los noventa, una serie de videocasetes que Rosario Bléfari estuvo a punto de extraviar debajo de la barra de la pizzería La Americana. La mayoría de lxs que estamos ahí tenemos menos de veinticinco años y ninguna manera de entrar. Jamás hemos visto a la banda reunida y tampoco somos tanta gente. De repente, alguien consigue una acreditación robada y surge el plan de que ingrese y después arroje el cartoncito a través de las vallas para que lo usen lxs demás. La idea funciona. Unx a unx repetimos el procedimiento, y pocos minutos después estamos todxs adentro a punto de escuchar “Cuántas cosas por probar / Nada es dulce / Cuántas cosas por probar / Ninguna es igual”.

 

La novedad de la época sería, entonces, la época misma, manifestándose de modo ocasional, recortado, en poemas, dibujos, pinturas, novelas.

 

El relato es una suma de temporalidades, que van de adelante hacia atrás: 2022, cuando Garione firma su artículo. 2015, cuando un indeterminado colectivo que la incluye (corrimos, habíamos visto, repetimos el procedimiento, estamos todxs adentro) se cuela (con el primitivo procedimiento de pasarse el único pase libre —además, robado— a través de un alambrado) a un recital de Suárez. Y la principal: “Se percibe cierta emoción en el aire porque esta noche tocará Suárez después de quince años”. De hecho, del colarse en adelante, todo remite al 2000. A las limitaciones materiales del escenario de los 2000. El precario registro del recital en unos videocasetes que 15 años más tarde se presentan ostentosamente como “documental” y hasta el también precario posible destino de esos mismos videocasetes (a punto de perderse “debajo de la barra de una pizzería”). Un 22 que lleva al 15 y un 15 que lleva al 00. Hay ahí, de modo retrospectivo, una idea de continuidad. Pero en este caso, ¿de continuidad de qué? ¿De Suárez como banda? ¿De Rosario Bléfari como figura? O, más bien, como creo, de una inédita hasta entonces vecindad entre el mundo de la poesía y el de la canción, ya no como esos compartimentos estancos del pasado (los discos de Spinetta, por un lado, que escuchábamos todos y, por otro lado, muy por otro lado, su libro de poemas, Guitarra negra, que leyeron muy pocos, como si fueran —y eran— dos objetos que pertenecían a series totalmente diferentes) sino en una relación de contigüidad formal en la que un poema podía ser escuchado o leído como una canción. Y una canción como un poema.

En noviembre de 2003 se publicó en Rosario el único número de la revista de poesía Mancuerna, dirigida por Francisco Garamona y Leonel Giacometto. El sumario incluye poemas de, en ese entonces, la vieja y la nueva guardia. Arturo Carrera, entre los primeros, como prócer y modelo influyente, y Eduardo Aibinder, Verónica Laurino, Nahuel Marquet, Patricia Suárez y José Villa, entre los segundos. Y un tal o una tal Ludo. Como supuse que sería un seudónimo, le pregunté a Francisco Garamona, 21 años más tarde: “¿Quién es Ludo?”. Me dijo que era un heterónimo suyo. Lorena Ludo. “Una poeta lesbiana que en 2017 firmó un libro llamado La cascada de tu pelo enredado, que traía un poema, con el mismo título, que inmediatamente Paula Trama convirtió en canción”:

Caminé

Por las calles de tu barrio

De tu barrio infinitamente

Superior al mío

Volteé

En la esquina de tu casa

Y viendo en tu ventana luz imaginé

La cascada de tu pelo enredado

Cayéndote sobre la cara

Mientras la luz enriquecida

Por mi tristeza se volvió ceniza

A vos, tan fugaz

A vos, encantadora

A vos, tan fugaz

Tuve miedo de no encontrarte

Hace unos meses el grupo de Trama, Los Besos, se presentó en Rosario. Y uno de los asistentes al show me contó después: “Anoche todos enloquecimos apenas Paula Trama pronunció ‘Caminé…’. Y pensé: ¿alguno de todos los demás sabrá algo de Ludo, de Mancuerna, de los 2000?”. Y, sin embargo, es notorio que, independientemente de todo saber específico, una nueva sensibilidad, que SIGUE SIENDO nueva, más de veinte años después de sus primeras emergencias como noticia, campea en la, anotaría Pauls, “pulverizada dinámica de la poesía” en relación con su tradición. La cadena que va de Bléfari a Antolín, pasando por Garamona y Pauline Fondevila, da forma en su conjunto a un nuevo género, o a algo parecido a un género en el que poesía y canción se tocan como si fueran reversibles, y dirá Bléfari, “la palabra vuela y hay que considerarla con una ambigüedad que ya no es la de la palabra escrita”.

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