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bolsonarismo não tem fim
Lula Da Silva vuelve a la presidencia de Brasil el 1 de enero de 2023, para encabezar un gobierno que ya anunció todo lo que no podrá ser. Porque si algo quedó claro en las elecciones de octubre que tuvieron en vilo a las fuerzas democráticas de la región es que la ultraderecha no es más un tigre de papel.
Fotografía: Rodrigo Abd , Fotografía: Mídia NINJA
01 de Diciembre de 2022
crisis #55

 

El domingo 30 de octubre en la avenida Paulista —y en varias ciudades del país— cientos de miles de personas participaron de una especie de exorcismo político. La multitud que ocupó las calles para festejar el triunfo de Luis Inácio Lula Da Silva se retorcía como si estuviera expulsando un terror visceral. Los cuatro años vividos bajo la administración Bolsonaro, con la yapa de una pandemia, habían calado hondo en aquellos cuerpos. Pero algo todavía más siniestro estaba siendo conjurado por esa festiva marea roja: la mera posibilidad de que el presidente de ultraderecha consiguiera la reelección hubiera abierto una ventana hacia lo desconocido en la historia de Brasil. Y estuvo muy cerca. 

Al día siguiente San Pablo amaneció con una lluvia persistente que no cesó hasta bien entrado el anochecer. En su departamento de la avenida Higienópolis la filósofa y psicoanalista Suely Rolnik nos contó que, según un saber ancestral de las comunidades guaraníes, siempre que se celebra un cónclave en el que prima la tensión y se ventilan cuestiones delicadas o traumas colectivos se hace presente un aguacero para limpiar el aire de aquellas toxinas y malestares emanadas de las disputas humanas. Se lo había contado su gran amigo paraguayo Ticio Escobar, quien cierta vez participó de una tirante asamblea comunal y ni bien concluyó le pidieron que se resguardara a pesar de que no había signos de tormenta en el ambiente. A los pocos minutos, en efecto, se desató el temporal. Suely sentía que la lluvia persistente de aquel 31 de octubre era una señal que la naturaleza ofrecía: estábamos viviendo un cambio de época. 

Sin embargo, esta vez el rito tendría otro desenlace. Ese mismo lunes posterior al balotaje las bases bolsonaristas organizadas se volcaron a las rutas con el objetivo de desconocer el resultado electoral. Primero fueron los camioneros que, con la complicidad de la Policía Rodoviaria Federal, bloquearon las principales arterias en dos decenas de Estados. Algunos periodistas y funcionarios argentinos que debían volver a Buenos Aires perdieron sus vuelos. Luego hubo concentraciones masivas frente a los regimientos militares de distintas ciudades en demanda de una “intervención federal”. Las movilizaciones aparentaban ser espontáneas, pero contaron con una evidente coordinación de su repertorio de consignas y metodologías. El presidente derrotado guardó silencio durante cuarenta horas que parecieron eternas, en evidente complicidad con la intentona golpista. Y cuando compareció ante los medios su mensaje de apenas dos minutos fue ambiguo y mezquino. Al momento de cerrar este artículo Jair Mesías Bolsonaro continuaba cumpliendo una verdadera reclusión, a pesar de que sigue al frente de la primera magistratura.  

Los pataleos del bolsonarismo no alcanzan para interrumpir el proceso constitucional y el regreso del líder del Partido de los Trabajadores (PT) al Planalto parece irreversible, porque cuenta con el aval de los principales resortes del poder político y económico. La transición está en marcha, pero el aire que se respira sigue siendo bastante tóxico para cualquier horizonte democrático. 

 

adeus acima de tudo 

Un repaso rápido a los resultados electorales permite entrever por qué, tras la alegría inmensa que supuso la resurrección de Lula, se palpaba una prudencia que moderó los festejos. Las personas progresistas y de izquierda recobraron la sonrisa, bailaron y se abrazaron, pero en el fondo se podía detectar un rictus de preocupación. Tal ambigüedad emotiva podría traducirse a través de la siguiente pregunta: la victoria electoral, ¿fue también una victoria política? 

Ya en el primer turno que tuvo lugar el 2 de octubre la distancia entre los principales candidatos a presidente fue mucho menor de la esperada, a pesar de que las encuestas pronosticaron el triunfo de Lula en una sola vuelta. Sucede que el candidato del PT no consiguió la mitad más uno de los votos necesarios, reuniendo el 48,43%; pero lo más sorprendente fue que Bolsonaro se metió en la discusión del balotaje con 43,20%, cuando todos los sondeos le daban por debajo del cuarenta por ciento. 

Para el segundo turno que se celebró el 30 de octubre aconteció algo inédito, fruto de la polarización salvaje: el número de votantes creció respecto de la primera vuelta permitiéndole a Lula superar los 60 millones de sufragios, la mayor votación que haya recibido un presidente electo en la historia de Brasil. Sin embargo, Bolsonaro logró acortar la distancia de manera considerable y estiró su caudal electoral hasta el 49,1%. En 255 municipios que había perdido en el primer turno dio vuelta la elección. De las cinco macro regiones en que se divide el país ganó cuatro (Norte, Centro-oeste, Sudeste y Sur) y solo fue ampliamente superado en el Nordeste. La derecha se quedó también con los cuatro principales estados en población y riqueza (San Pablo, Minas Gerais, Rio de Janeiro y Rio Grande do Sul), mientras la izquierda solo consiguió mayoría en Bahía. Entre ambos candidatos se repartieron 10 millones de electores nuevos en la segunda vuelta, es decir, votantes que en el primer turno no habían elegido a ninguno de los dos finalistas: 7 millones fueron para Bolsonaro y apenas 3 millones recayeron en Lula. 

La pregnancia y extensión del bolsonarismo a nivel federal se hizo sentir en la elección parlamentaria: el Partido Liberal (PL) conquistó 99 diputados de 513 en lugar de los 76 que tenía, siendo la mejor elección de una formación partidaria desde 1998; contra 80 escaños del PT y sus partidos aliados (12 más de lo que ya poseían). La gran sorpresa fue en el Senado donde el PL tendrá 14 de los 81 curules, la bancada más numerosa. Y en alianza con los otros partidos de centro derecha representan el 53% de ambas cámaras. Es cierto que casi seguro el centrão girará hacia una alianza con el nuevo oficialismo para garantizar la gobernabilidad, como ocurre de manera consuetudinaria. Pero eso será a cambio de concesiones espurias que teñirán a la nueva administración con la pátina de lo viejo. La reunión más importante que celebró Lula en su primer viaje a Brasilia como presidente electo fue, por caso, con el presidente de la Cámara de Diputados, Arthur Lira. Precisaba acordar con él una modificación en el Presupuesto 2023 para cumplir con algunas de sus promesas de campaña, como la continuidad del Auxilio Brasil —una transferencia de 600 reales por mes para alrededor de 20 millones de personas. Y lo logró, pero a cambio de sostener el orçamento secreto —una caja de al menos 3 billones de reales que se distribuye entre los congresistas de manera discrecional. 

 

frente de todos 

Durante la semana decisiva del balotaje, la última de octubre, hubo tres señales políticas claves que no pasaron desapercibidas. Cada una de ellas contiene un indicio sobre la etapa histórica que se abre el próximo 1 de enero cuando el exobrero metalúrgico de 77 años —cumplidos el jueves de esa misma semana infernal— asuma el bastón de mando por tercera vez. 

La primera tuvo lugar el martes 25 a las 8:21 de la mañana, en la cuenta de Twitter @LulaOficial: “si soy electo seré presidente por un mandato solo”. Quienes lo conocen bien aportaron dos criterios para interpretar el intempestivo anuncio: una certeza y una pregunta inquietante. La certidumbre es que esa negativa a una posible reelección en 2026 constituye algo irrevocable. “Eso lo dice ahora pero llegado el caso se verá”, pensamos los observadores no participantes. “Imposible que desconozca semejante compromiso”, ripostaron varios de sus más cercanos compinches. El renunciamiento, claro está, acota el alcance (no solo temporal) de su gestión. Y en ese punto aparece una incómoda inquietud: ¿será que la fuerza de su resurrección se consume con el triunfo electoral? ¿Tendrá Lula la energía suficiente, no solo física sino sobre todo emotiva e intelectual, para reabrir el horizonte emancipador en un contexto tan espinoso? Este tipo de interrogantes son formulados en la intimidad por algunos viejos cuadros del que supo ser el partido de izquierda más grande América Latina y hoy atraviesa, según sus propios forjadores, un proceso de petrificación difícil de remontar. 

Un día antes el candidato a la postre ganador había ofrecido un discurso de media hora en el “Acto en defensa de la Democracia” celebrado en la Pontificia Universidad Católica, con la presencia de sus más caros aliados políticos. Casi sobre el final Lula dijo textual: “Hay que saber que nuestro gobierno no será un gobierno del PT”. Entonces giró hacia la actual presidenta del partido y prosiguió: “Es importante, Gleisi Hoffmann, nosotros precisamos hacer un gobierno más allá del PT”. Sentados al lado de la receptora formal del mensaje estaban sus verdaderos destinatarios: el vicepresidente electo Geraldo Alckmin, representante de los “tucanos” del PSDB y otrora enemigo del petismo; la exministra de Ambiente de Lula y luego frontal opositora, Marina Silva; y la candidata que se ubicó tercera en la primera vuelta, Simone Tebet, del partido que puso a Temer en el poder luego del golpe contra Dilma Rousseff. Se descarta que los tres serán parte esencial de la gestión que comienza. Y que dispondrán de importantes cuotas de poder, ya que cualquier intento por desplazarlos puede ser mortal. Lula avisó antes de empezar: su último gobierno no será de izquierda, sino de centro. 

La tercera señal durante los días previos al trascendental comicio llegó a través de sendos editoriales publicados por los diarios más importantes del país, quienes también aportaron sus granitos de arena (castillos tal vez) para la construcción del nuevo oficialismo. Tanto O Globo como Folha do San Pablo le exigieron al favorito definiciones económicas que garanticen la continuidad del programa neoliberal. Luego del balotaje la presión arreció. Solo el grupo comunicacional más poderoso editorializó tres veces en diez días con títulos como “El gobierno de Lula no debe tener una nueva licencia para gastar” (4 de noviembre), “Lula debe designar pronto a su ministro de Hacienda” (10 de noviembre) y “Al prometer usar bancos estatales, Lula revive lo peor del PT” (13 de noviembre). Hay un argumento que se repite en esta seguidilla de aprietes: cuando se trata de cuestiones políticas es posible satisfacer a todos los sectores de la gran coalición que se alistó detrás de Lula, pero al momento de definir el plan económico no puede haber ambigüedad. En ese punto, afirman los grandes medios, es blanco o negro. 

Muchos en Brasil confían en el gran carisma del viejo sindicalista para manejar los hilos de una red tan heterogénea de intereses y voluntades políticas. “Es un encantador de serpientes”, aseguran sus admiradores. Un chiste que circulaba por estos días restituye una lógica más terrenal: “A Lula lo apoyan los partidos de izquierda, de centro y hasta de centro-derecha; lo bancan los grandes empresarios de la industria, también la crema y nata del capital financiero, los sindicatos y movimientos sociales; la embajada de Estados Unidos, los países antimperialistas como Cuba y Venezuela... a alguien va a tener que cagar”.  

 

el retorno a la democracia 

En cada uno de sus emotivos discursos de campaña, Lula utiliza la fórmula eu voltei para explicar por qué se rehizo en tiempo récord luego de un calvario político que parecía haber destruido su carrera. Hace seis años el gobierno comandado por su sucesora Dilma Rousseff era depuesto sin piedad. A partir de ese momento el líder fue acusado de corrupto, juzgado en un proceso irregular y encarcelado en abril de 2018 en las vísperas de las elecciones presidenciales. Debió vivir 580 días en prisión, hasta que en noviembre de 2019 revocaron las condenas y le restituyeron sus derechos ciudadanos. Toda esa operación fue orquestada por los principales poderes fácticos para destruir al Partido de los Trabajadores, luego de cuatro mandatos al hilo (2003-2016). Sin embargo, ese mismo establishment que lo liquidó hoy decidió reponerlo en la presidencia del gigante sudamericano. ¿Qué pasó en el medio? 

El fenómeno central en el Brasil contemporáneo es la emergencia de una fuerza de ultraderecha que amenaza introducir cambios radicales en el status quo. Jair Bolsonaro aprovechó la coyuntura de disgregación de la hegemonía petista para acceder en 2018 al poder del Estado de manera sorpresiva y meteórica. El extravagante diputado logró sintonizar con el movimiento destituyente que desalojó al PT de Brasilia. Fue entonces cuando la élite empresaria y mediática decidió auparlo, ante la evidencia de que sus preferidos en el sistema político también eran vilipendiados por la calle. Apostaron por él, convencidos de que una vez en el Planalto lograrían domesticarlo. Pensaron que no tendría otra opción que ofrecerse como un títere. Apenas cuatro años después esos pronósticos fallaron. Hoy el círculo rojo lo considera su peor amenaza. Y en la comparación, Lula se tornó una opción razonable. 

La gran pregunta del momento (junto a cuál será la tónica del gobierno que inicia) es si Bolsonaro logrará consolidar esa fuerza social que le permitió reunir casi la mitad del electorado, luego de una gestión desastrosa que incluyó una pandemia y una guerra mundial. A primera vista su posición parece comprometida, por el nivel de aislamiento con el que abandona el Planalto. No posee un partido propio, buena parte de sus aliados en el Parlamento correrán hacia el nuevo oficialismo, los medios lo defenestran, la mayoría del poder económico le soltó la mano, el Supremo Tribunal Federal lo tiene en la mira, el gobierno de los Estados Unidos y la mayoría de los mandatarios europeos lo consideran un peligro para la democracia. Sin embargo sus partidarios siguen controlando la calle. Y no habría que despreciar el nivel de capilaridad y contextura orgánica que ese movimiento posee en la sociedad, a través de cinco estructuras de masas con un poder de fuego temible.  

 

La primera de ellas opera en el plano de las redes sociales con gran eficacia. Una especie de ejército virtual que despliega una capacidad de movilización superior a cualquier otro actor de la escena local. El bolsonarismo digital no solo domina la conversación cotidiana o influye en épocas de campaña electoral, sino que también coordina multitudinarias manifestaciones callejeras cuyas consignas  de fuerte contenido antipolítico son prefiguradas desde un comando central. Según algunos analistas la potencia de estas células telemáticas se explica por algún tipo de ingeniería militar que operó como apoyatura al menos en su origen. 

La segunda base de sustentación es la red de iglesias evangélicas arraigadas a lo largo y ancho del país, quienes conciben la disputa política como una cruzada moral. La clave de estas organizaciones es su pregnancia en los sectores populares, la construcción de verdaderas comunidades de base y el uso de narrativas que antagonizan con el relato progresista atribuido a las élites ilustradas. 

En tercer lugar, aparecen los clubes de tiro, que reúnen a cientos de miles de cazadores, tiradores y colecionistas privados. Los CACs crecieron exponencialmente gracias a una legislación promovida por el presidente Bolsonaro que les dio vía libre para armar a un sector de la población imbuido en la ideología libertaria de la autodefensa individual. La cantidad de fierros en poder de los clubes de tiro pasó de 197.000 en 2019 a 674.000 en mayo de 2022. Su presencia se hace estratégica en territorios como el Amazonas, donde está en marcha una nueva avanzada colonizadora. 

La cuarta pata son las milicias, organizaciones parapoliciales surgidas para combatir al narcotráfico sin “las taras” que impone la legalidad. Su teatro principal de operaciones está en Rio de Janeiro, donde controlan el 60% de la ciudad, aunque se han expandido a otras regiones. Su modo de inserción territorial implica el control armado y un modelo de provisión de servicios que les otorga un poder exponencial sobre los pobladores de la periferia. Son también uno de los engranajes principales de la maquinaria electoral que le permitió a Bolsonaro superar el 56% de los votos en el estado carioca, sacándole 1.250.000 de ventaja a Lula en el balotaje. 

La quinta estructura es la más temible: los uniformados armados que encontraron su cascabel político en Bolsonaro. La Policía Militar reúne a 400.000 efectivos y se especula que el 95% son seguidores convencidos del líder de ultraderecha. Durante el balotaje se reveló que la Policía Rodoviaria Federal también es un reducto fiel al actual mandatario. Y queda abierto el interrogante sobre la composición ideológica de las Fuerzas Armadas, las más grandes de Latinoamérica, que si bien se negaron a acompañar a Bolsonaro en una eventual aventura golpista (recordemos que sí contribuyeron al impeachment de Rousseff en 2016), tuvieron intervenciones polémicas como la supervisión electoral (que no descartó la posibilidad de un fraude aunque tampoco encontró evidencia que lo confirmara). 

Se podrían mencionar otras apoyaturas importantes, como un sector del empresariado agrario particularmente belicoso. Pero basta este rápido paneo para comprender que el desafío de defender la democracia implica algo más que una ancha coalición en el mundo de las élites.

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