es el blockchain, estúpido | Revista Crisis
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es el blockchain, estúpido
El crecimiento de las criptomonedas parece otro falso futuro en tiempos de realismo aletargado. Sin embargo, y por más que a JP Morgan y a Joseph Stiglitz no les gusten, Facebook ya está acuñando Libra, su propia cripto, al igual que China, Rusia, la Unión Europea e incluso Venezuela. Mientras la Reserva Federal imprime dólares casi a rolete y la Argentina mira con la ñata contra el vidrio, en Criptocomunismo Mark Alizart plantea una utilización por izquierda de las tecnologías blockchain.
Ilustraciones: Panchopepe
14 de Octubre de 2020
crisis #44

 

En 2019 Ediciones La Cebra publicó Criptocomunismo, un ensayo del francés Mark Alizart que, antes de la pandemia, intentaba sustraer al pensamiento derechista e hiperindividualista la discusión sobre un sistema monetario electrónico, descentralizado e independiente de las grandes corporaciones financieras. Y llevarlo hacia lo que el autor considera la principal potencia de las tecnologías blockchain: un comunismo de la abundancia plenamente automatizado que, por medio de la conexión entre estos protocolos de producción y transmisión de la información con la internet de las cosas, lograría trascender primero a la sociedad gobernada por las plataformas de extracción de datos (no más Google ni Facebook) y luego, quizás, suavizar la contradicción entre el hombre y la naturaleza que ha desvelado a filósofos y a profetas desde el inicio de los tiempos.

Pero quizás convenga no ser tan utópico, empezar por el principio y luego preguntarse si las criptomonedas podrían tener algún tipo de utilización “no libertariana” en el contexto actual de pandemia y estanflación. Casi todos los documentales que intentan caracterizar, explicar o presentar al fenómeno blockchain –la tecnología que habilita a las cripto– encuentran su primer punto de giro en la Reserva Federal estadounidense. Y es así que, casi sin variaciones, comienzan narrando una breve historia del dinero que va desde el trueque hasta el patrón oro y su quiebre en 1973, cuando Richard Nixon decide abandonarlo. Desde aquel momento la Reserva Federal norteamericana, cuyo directorio permanece en las sombras, es la que fija la cantidad y el valor de los dólares que circulan.

Y la Reserva Federal es justamente el agujero negro donde abreva la propuesta criptocomunista de Alizart. Integrada por los consorcios financieros más poderosos del planeta, la Reserva Federal es la que permite fantásticos ciclos de especulación financiera no productiva y desregulada que conducen a crisis como la de 2008, después de la cual los Bancos, a través de la Reserva Federal, deciden autosalvarse a expensas de reacomodamientos de la economía global que producen mayor desempleo, mayor pobreza y mayor distancia entre la riqueza de los billonarios y plutócratas y la gran masa de la población planetaria. ¿Alguien puede detenerlos?

 

las termocalorías del mercado

Si los libertarianos padecen estos ciclos con la suba de impuestos que consideran una traba para el desarrollo de la innovación y de las fuerzas productivas que, en su teoría, solo pueden florecer lejos del yugo estatal, Alizart propone otra lectura: para el autor, tanto el comunismo como el neoliberalismo realmente existentes jamás pudieron superar la necesidad de descansar en una estructura que regulase al mercado. Mientras el marxismo pensaba en consejos populares con estructuras que siempre cayeron en la burocratización, los neoliberales pensaron en un consejo de sabios que, en los hechos, demostró también ser un fracaso para prevenir las crisis y la desigualdad persistente.

Alizart recupera la idea obvia y tantas veces olvidada de que el Estado es un epifenómeno del mercado y viceversa. De esta manera las criptomonedas serían, según su visión, aquello que le faltó al comunismo para llevar a cabo una destrucción descentralizada del Estado. Con una ingeniosa lectura de la historia basada en las leyes de la termodinámica, donde reconoce que el capital acumulado es una de las pocas formas sociales capaces de desafiar a la ley de rendimientos decrecientes y por eso “captar entropía” y “maximizar energía”, Criptocomunismo resalta que la producción de consenso en forma descentralizada y autónoma es uno de los sueños de Marx, que al igual que Hayek, que Schumpeter o que Milei estaba preocupadísimo por una extrema privatización del dinero como la que detenta la Reserva Federal. Y esta síntesis entre consenso y descentralización para producir valor monetario es lo que permiten las tecnologías blockchain, puestas en funcionamiento gracias a una teoría del encriptamiento que Satoshi Nakamoto subió en internet.

Nakamoto –sería un seudónimo– colgó el 1 de noviembre de 2008 un paper titulado “Bitcoin: un sistema de efectivo electrónico de usuario a usuario”. Basado en una parte de la teoría de los juegos llamada “La paradoja de los generales bizantinos” y con un complejo fundamento matemático, este ensayo, acaso el último de los textos que cambiaron el mundo, sentó las bases para el desarrollo de las criptomonedas. Algunos dicen que, de haber dado la cara, Nakamoto o quienes utilizaron este nombre hubieran merecido el premio Nobel. Pero, ahora sí, ¿qué es el blockchain?

Una biodiversidad de criptomonedas no traería aparejada una criptoanarquía sino una proliferación de criptocomunidades monetariamente soberanas que sabrían otorgarse sus propios principios.

 

un satoshi para la birra

Las tecnologías blockchain son un protocolo para compartir información en la internet. Así como cada vez que ponemos en un navegador la dirección de una página web dice “https://”, el blockchain es otra sintaxis, otra forma de organizar la información que circula en la web. Lo primero que hay que decir, entonces, es que sin internet no hay blockchain, bitcoin, revolución libertariana ni criptocomunismo. El blockchain no es hardware pero tampoco es software, es un protocolo de relaciones descentralizadas que permite el desarrollo de interacciones entre bloques de información, que por supuesto puede servir para alojar software. Se podría crear una red social en blockchain, por ejemplo un Instagram utilizando esa sintaxis. Por eso los criptofanáticos dicen que se podría prescindir incluso de Google.

Aclarado el hecho de que blockchain es una sintaxis para organizar información en la internet, lo segundo que podemos decir es que cuando esa información se organiza en internet a través del protocolo blockchain lo puede hacer adquiriendo diferentes formas. La más explorada es la de las criptomonedas, y la primera de las criptomonedas, la propuesta por Nakamoto, es el bitcoin, que terminó conformando un territorio. Dentro de “bitcoin” –no es la única criptomoneda que utiliza blockchain, también existe Ethereum, desarrollada por el ruso Vitálik Buterin, y varias otras– cada bitcoin es una cápsula o una cáscara que alberga energía e información. El bitcoin es al mismo tiempo una red y una moneda. Esta unidad indivisible de energía e información encriptada posee un valor y su cantidad es limitada, en el caso de bitcoin 21 millones, pero a su vez cada bitcoin es descomponible en cien mil partes, llamadas Satoshis, también encriptadas.

¿De dónde surge cada bitcoin? Del trabajo conjunto de los mineros –servidores que aportan la energía–, los programadores –personas que se encargan de validar la encriptación y volver a encriptar cuando la moneda se vende– y los usuarios. Los usuarios son quienes pagan en dinero, sea electrónico o no, por obtener ese bitcoin y en determinado momento deciden cambiarlo por otras cosas, es decir, transferir su propiedad, para lo cual necesitan de mineros y de programadores. Los mineros –que ponen servidores en lugares como Islandia o Tierra del Fuego– y los programadores cobran en bitcoin por su labor, esto está estipulado por el protocolo. El bitcoin es, entonces, al mismo tiempo la cápsula que contiene información encriptada sobre su propiedad y el recibo que se le entrega a cada minero y programador una vez que el bloque de la cadena es certificado.

Si un “vecino”, por ejemplo, quiere comprar bitcoin, puede entrar en una página web “común” (https://), conectar su cuenta de banco “común” a una página revendedora de bitcoin , y con su dinero “común” de un banco “común” comprar bitcoin. En el momento en que esta nota fue escrita un bitcoin costaba 746.962,27 pesos argentinos. Pero la cotización es muy fluctuante. Para comprarlo, el ciudadano común deberá pagar un costo de servicio extra a la página web –su otra opción es buscar un vendedor dueño directo que lo dirigirá a una página que casi no cobra comisión– y luego, al transferir ese dinero, estará pagando no solo su bitcoin sino el trabajo de minería y encriptación. Desde luego que se pueden comprar fracciones de bitcoin, y en general la entrada para especular con la moneda es de un mínimo de 1000 pesos argentinos. Al haberlo hecho, el “vecino” tendrá la propiedad de la cápsula o los fragmentos de cápsula, que a su vez podrá usar para pagar a otros que acepten bitcoin o podrá vender directo o en una página web que le cobrará una comisión.

¿Pero para qué todo este lío? ¿Es solo una nueva cara para la vieja timba financiera? En un punto sí. Pero los libertarios amantes del bitcoin –y también Mark Alizart– destacan algunas características de las monedas que son producidas y circulan por medio de tecnologías blockchain que no está de más tener en cuenta. Las criptomonedas son transparentes (cada quien posee el registro sobre el cual toda la información de todas las transacciones se escribe), descentralizadas (nadie tiene su control, por lo que no hay posibilidad de cartelización, de inflación, de alteración del valor no consensuada), infalsificables (cada transacción es certificada mediante pruebas de trabajo), indescifrable (eso significa que las transacciones están encriptadas, no se pueden hackear) e inviolables (la integridad de la cadena se verifica constantemente).

Esto significa, para la derecha libertaria, que los bancos ya no pueden convertir su dinero, que ya es virtual –recordemos 1973 y Nixon– y electrónico en préstamos ficticios (se puede prestar, pero no multiplicar la utilidad financiera exponencialmente con préstamos entre prestamistas), que los bancos centrales no pueden emitir y generar inflación, que no hay “secreto financiero” ni “paraísos fiscales”(el bitcoin es un paraíso fiscal, pero transparente) y, lo que más entusiasma a los libertarianos, que los países del Tercer Mundo, aquellos que no están bancarizados, pueden acceder al dinero e intercambiar bienes y servicios sin la mediación de sus envilecidos y empobrecedores estados, dominados por burocracias partidarias poco confiables.

Sin embargo, Mark Alizart piensa otra cosa.

La socialización encriptada de la emisión monetaria tendría también la virtud de vincular dos eslabones que siempre parecieron lejanos y casi antagónicos, el trabajo y la democracia. Criptocomunismo incluso llega a sugerir la producción de bonos cívicos, que se opondrían diametralmente al paradigma del control ultra centralizado tal como es propuesto por Google o por el Partido Comunista Chino.

 

con la democracia se tradea

Si el aceleracionismo 1.0 –fuera de derecha o de izquierda– gustaba de discusiones abstractas sobre empleo, macroeconomía o modelos de negocios, Criptocomunismo esquiva estas discusiones por arriba y por abajo, aunque es justo decir que, al igual que Inventando el futuro –el libro aceleracionista fundacional de Srnicek y Williams– termina con una exhortación para que las izquierdas nutran con un poco de transhumanismo y modernidad sus paradigmas de nostalgia humanista.

Más allá del milenarismo, Alizart plantea la tensión entre un centralismo democrático tecnológico que permitiría la disolución del Estado en el blockchain con cierta propuesta de articulación de criptomonedas con intervención estatal en las economías. Criptocomunismo intenta zanjar la disonancia temporal entre el lejano paraíso comunista de la abundancia y el próximo infierno libertariano de la miseria a través de una valoración de la democracia. En su teoría una biodiversidad de criptomonedas no traería aparejada una criptoanarquía sino una proliferación de criptocomunidades monetariamente soberanas que sabrían otorgarse sus propios principios. No se aboliría el mercado de un plumazo, sino que el consenso descentralizado del que el bitcoin es un ejemplo permitiría incluso un diagrama neorepublicano, con un poder judicial capaz de validar cualquier transacción (los mineros, que aportan energía), un poder legislativo capaz de sugerir leyes (los programadores) y un poder ejecutivo (los usuarios) capaz de implementar las normativas a través del mencionado centralismo democrático. De hecho, existieron propuestas para que buena parte de las economías populares se manejasen con criptomonedas.

En adición a esto, la socialización encriptada de la emisión monetaria tendría también la virtud de vincular dos eslabones que siempre parecieron lejanos y casi antagónicos, el trabajo y la democracia. Criptocomunismo incluso llega a sugerir la producción de bonos cívicos, que se opondrían diametralmente al paradigma del control ultra centralizado tal como es propuesto por Google o por el Partido Comunista Chino, ya que, en sus palabras, “la blockchain hace de la democracia un trabajo que merece retribución”, donde no solo los sufragios enteramente seguros sino también una retribución ciudadana de acuerdo a la participación en los problemas comunes sería posible y aconsejable.

Quienes busquen un manual o incluso guías en la confección de políticas públicas no van a encontrar en Criptocomunismo un material de gran ayuda. Tampoco los libertarianos ansiosos de protección de sus intereses a través de un Estado meramente represivo. Sin embargo, el breve manifiesto de Alizart es una invitación estimulante a enfocar sin prejuicios y con información correctamente desarrollada el universo de las criptomonedas, sus contradicciones y sus hipotéticas posibilidades más allá de los discursos hiperinteresados que circulan sobre ellas.

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