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la herida del Once
Pasaron diez años de la tragedia en la estación Once que dejó medio centenar de muertos, mas de 700 heridos y destapó la trama de desinversión en el sistema ferroviario argentino. Entre los millones de personas que toman la línea Sarmiento subyace una memoria inquietante, atizada por los familiares de las víctimas. Crónica de un tren que atraviesa el oeste, como un cuchillo que corta el ambiente enrarecido.
Fotografía: Florencia Ferioli
22 de Febrero de 2022

 

“Ese día viajé en el tren anterior al que chocó”; “no tomé el tren porque estaba de vacaciones”; “era re chico, pero lo vi en la tele, fue terrible”; “estaba enfermo y no fui a trabajar”; “no tomo este tren seguido pero lo recuerdo, fue tan impactante como Cromañón”. La memoria está activa entre los y las pasajeras del tren de la línea Sarmiento. Solo basta mencionar “lo que pasó en Once” para que las miradas cambien.

“En el inconsciente del pasajero está siempre presente que pudo haber sido uno de ellos. Les tocó a nuestros familiares como le pudo haber tocado a cualquiera”, reflexiona Paolo Menghini, papá de Lucas, el joven músico empleado de un call center que fue la última víctima fatal hallada en el tren sesenta horas después del choque contra el paragolpes de la estación Once. Ese día murieron en total 51 personas, entre ellas una mujer embarazada y más de 700 resultaron heridas. Lucas había entrado en una cabina entre el vagón tres y cuatro, porque la formación iba muy llena. “Quería llegar temprano a su trabajo, se metió ahí y se quedó dormido. En el impacto quedó aplastado por un metro y medio de chapa”, describe Paolo. 

Alrededor de la Plaza Miserere todo funciona de forma neurálgica. El ferrocarril permite atravesar en poco tiempo largas distancias desde las populosas ciudades del oeste del conurbano bonaerense hacia la Capital, a un precio accesible. El barrio de Once que lo aloja tiene la particularidad de haber sido el escenario de masacres que sacudieron al país y marcaron un antes y un después en la sociedad argentina: el atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en 1994, Cromañón en el 2004, y el choque del tren Sarmiento aquel 22 de febrero de 2012.

A una década de la última, queda preguntarse si prevalecen las continuidades o las rupturas.

 

la odisea

La Estación ferroviaria Once de Septiembre tiene tres entradas y está ubicada sobre la Avenida Pueyrredón, entre Bartolomé Mitre y Perón. En el centro de la terminal un cartel de letras corpóreas de gran tamaño destaca: “Trenes Seguros”. A pocos metros, diez policías rodean a un pibe esposado sentado en el piso. Tiene las rodillas contra su pecho y apoya su espalda contra la pared. Los mira desde abajo y les trata de explicar algo mientras uno de ellos le revisa la mochila.

“Siempre pasa lo mismo”, dice el empleado de Evasión que trabaja hace más de 15 años acá. “¿Para qué diez policías por un pibe?”. Mientras habla, los y las pasajeras apoyan la sube para pasar por los molinetes hacia el andén. Desde que se incorporaron cámaras con sensore para registrar la temperatura de los pasajeros, algunos se traban. “Ahora los trenes en Once entran y salen a paso de hombre, eso cambió a partir de la tragedia”, menciona brevemente el mismo empleado.

Los trenes recorren en la región del Área Metropolitana de Buenos Aires, según el Ministerio de Transporte, más de 800 km de vías y hay un total de 245 estaciones. Las cinco líneas suburbanas (Belgrano Sur, Mitre, Roca, San Martín, de la Costa y Sarmiento), administradas por la empresa estatal Trenes Argentinos, transportan más de mil millones de usuarios en el año. Se les suman la línea Urquiza, gestionada por Metrovías, y la Belgrano Norte, por Ferrovías. Según un informe de la Comisión Nacional de la Regulación del Transporte (CNRT), en 2021, la línea Roca trasladó más de 89 millones de “pasajeros pagos”. El Sarmiento se ubica segundo en el ranking, con 42 millones.

Un ramal que transita los populosos partidos del oeste del Gran Buenos Aires, entre Moreno y Plaza Miserere. Según los sociólogos de la Universidad de La Plata Germán Epelbaum y Sergio Boncompagno, sus pasajeros raramente poseen automóvil, en su mayoría terminaron el secundario, apenas un 10, 6 % el nivel universitario, y más del 50 % de sus viajeros se distribuye entre sectores medios (26,5%) y medios-bajos (35,8%). 

A las 8 de la mañana de un lunes, Rosalía Palacios, una mujer de 46 años con el cabello largo y enrulado, ingresa al tren con Victor Hugo Romero, de 51 años y un rostro anguloso. Suben en la estación Moreno. Se van a bajar en Flores y cuentan con orgullo que cumplirán 30 años de casados. Víctor Hugo viaja en el Sarmiento desde los 16. Empezó a tomarlo para ir a la fábrica textil donde cortaba tela. Rosalía aprendió el oficio de él y ahora van juntos. Dicen que antes de la tragedia de Once, se viajaba muy mal; que los pasajeros prendían fuego los trenes si había demoras e iban amontonados con las puertas abiertas y personas colgadas. Algunas cosas todavía no mejoraron: la frecuencia, la comodidad y la puntualidad siguen fallando diez años después.

 

Norma Barrientos es sobreviviente del choque y madre de Karina, que a sus 14 años murió en la tragedia. Viajaba hasta Once a trabajar de limpieza en casas de familias. “Cuando paraba en las estaciones se llenaba, viajábamos con las puertas abiertas. También había arrollamientos, muchos accidentes. El furgón era un desastre, a veces te tocaba y como querías llegar a tu casa te tenías que meter ahí en medio de los hombres que fumaban, tomaban, viajaban con sus bicicletas. Realmente me daba miedo viajar así”.

“Viajar en el Sarmiento siempre fue una Odisea”, resume Paolo Menghini, que fue pasajero frecuente desde 1984 hasta 2009. Recuerda que iba en el primer vagón cuando presenció el incendio de la estación de Haedo en 2005. “Ese día fue un desastre, me bajé en medio de la lluvia de piedras que había contra el tren que se había detenido ahí. Era una guerra de pobres contra pobres: gente que quería ir a laburar y trabajadores ferroviarios que tenían unidades que no iban ni para atrás ni para adelante”.

También -cuenta- eran habituales los problemas de frenado, el olor a quemado del aceite que perdían los motores; se entraba a los empujones a cualquier hora del día y se viajaba apiñado; los trenes se quedaban en medio de la vía, los pasajeros tenían que bajar ahí y caminar, la frecuencia era aleatoria, las puertas se abrían solas, las ventanillas no tenían vidrios; algunas personas viajaban colgadas para poder llegar a su casa o a su trabajo y las mujeres sufrían todo tipo de ultrajes. 

“Una vez a mi hija le dije que no subiera más a un tren, se lo prohibí”, recuerda Rubén “Pollo” Sobrero, actual referente de la Unión Ferroviaria Lista Bordó, delegado desde 1995. “Yo sabía del estado de los trenes y peleábamos para que los empresarios invirtieran donde tenían que invertir. Uno de los problemas graves era que no se aplicaba el sistema automático de frenado de los trenes. La empresa fue utilizada por ‘el triángulo de la corrupción’: el gobierno, los gremios y los empresarios”.

La llamada “Tragedia de Once” no fue un hecho aislado, pero fue la que tuvo mayor magnitud por la cantidad de víctimas fatales. Epelbaum y Boncompagno recuerdan que entre 2011 y 2013 se produjeron al menos cuatro incidentes en los que fallecieron otras 14 personas. Además, detallan que se venía de años de mucho malestar. Se cancelaba cerca del 10% de los servicios programados mientras la puntualidad sólo alcanzaba al 70% de los trenes corridos.

 

Atravesar el Oeste a diario

Antes de bajarse en Flores, Rosalía y Víctor Hugo señalan que la pandemia redujo la cantidad de pasajeros, pero antes de la variante Ómicron volvió a “llenarse de gente”. Para ambos, la “mala frecuencia” continúa. Pero la pareja, a diferencia de años atrás, ahora se siente segura con la implementación de cámaras dentro del tren que sirven para mantener el orden, así como también con la presencia policial en las estaciones durante el día.

Francisco Pereyra, que consiguió asiento, viaja de Merlo a Once. Es un jubilado de 79 años y lee el diario. Diez años atrás trabajaba como plomero en el Hospital Churruca. Tomaba el tren siempre a las 5 de la mañana para llegar a las 7 a trabajar. “Ese día estaba enfermo”, recuerda. A la semana tuvo que volver a tomar la línea férrea porque no tenía otro medio de transporte. “En colectivo podés demorar tres horas, en cambio en el tren tardas 45 minutos”, explica y vuelve a la lectura del Popular.

En el viaje es imposible cumplir el distanciamiento social, sobre todo en hora pico donde se completan todas las butacas en las cabeceras del recorrido. Para las siguientes quince estaciones solo queda una opción: ir parado o “como se puede”. Perder el tren no es una alternativa.

En Paso del Rey el paisaje es más fabril: se ven maquinarias, tinglados y casas bajas. Los viajantes leen sus libros en papel, scrollean sus redes sociales y sacan turnos médicos. En Morón se ven más comercios que en otras estaciones. En Haedo se ven árboles y trenes oxidados a un costado.

 

Las cámaras de seguridad desde el techo controlan el accionar de cada usuario. El ambiente está fresco gracias al aire acondicionado y Tomás Belén, que viaja en el primer asiento del vagón, se frota los brazos. Tiene veinte años y lleva su uniforme gris y verde manzana. Hace poco empezó a trabajar como barrendero. No suele tomar la línea Sarmiento, pero se subió para “acortar camino”. Para él esta línea es “un lujo” comparada con el Belgrano Sur, que va a Rafael Castillo. Tenía diez años cuando ocurrió la masacre, pero la recuerda por haberlo visto en la tele. “No siento miedo de viajar acá. En cambio, en el Belgrano Sur creo que sí podría pasar algo malo”, advierte.

El tren avanza casi imperceptible al oído, hasta que se detiene y cientos de personas descienden en Once a gran velocidad. Caminan hacia los molinetes y forman una marea humana que en un santiamén se disipa hacia la ciudad.

En 2014 fueron renovados los trenes con 25 formaciones cero km de nueve coches provenientes de China, reemplazando a los Toshiba de la década del ochenta. Actualmente la línea cuenta con 21 formaciones que prestan servicio todos los días.

La empresa destaca además que ahora se cumple con el mantenimiento de las unidades, el sistema de frenado automático, la restricción de velocidad en el ingreso a la estación Once de Septiembre, la renovación integral de vías (cambios, aparatos de vía y plataformas en Once), la reparación integral de paragolpes, el sistema de cámaras en estaciones y trenes con un Centro de monitoreo de Trenes en Directo, y el control a través de testeos de consumo de alcohol y sustancias a guardas y conductores.

“Los trenes que se compraron después de la tragedia no se adquirieron como un plan de reinversión ferroviario, se obtuvieron porque murieron nuestros familiares. La gente sabe que cada vagón tiene el nombre de un inocente muerto”, subraya Paolo Menghini.

 

reminiscencias

El tren Chapa 16 chocó contra los paragolpes del segundo andén de la estación de Once de Septiembre a las 8.32 del miércoles 22 de febrero de 2012. Ese día, a esa hora, en ese tren, Norma Barrientos viajaba con su hija Karina y hoy recuerda: “Yo le decía ‘quedate, ¿para qué vas a venir hoy?’. Porque yo mínimo me tenía que levantar a las seis de la mañana para llegar bien”. Hoy la llaman de distintos medios para dar testimonio y lo agradece, está acostumbrada, porque es sobreviviente y familiar de una víctima fatal. Optó por no viajar más en tren, porque para ella significa “una tortura” y la lleva a pensar directamente en ese día.

“Nosotros veníamos advirtiendo, ‘se viene un Cromañón ferroviario’, Muchos años antes de que pasara la masacre. Porque veíamos el estado en el que funcionaba. Habíamos presentado 4000 denuncias y cuando fue el juicio las volvimos a reiterar, tenían la firma de ‘recibido’ de cada organismo del Estado. Lamentamos mucho que la sociedad no nos haya escuchado”, explica el Pollo Sobrero. Asimismo, Paolo Menghini sostiene que “fue una tragedia y una masacre, lo que no fue es accidente, porque se pudo haber evitado. Había una estructura que desvió los fondos. Eran miles de millones de pesos que no se utilizaron para la renovación de trenes o de las unidades ni para el cuidado de la vida del usuario. No hubo ningún tipo de control estatal. Nunca fueron escuchadas las denuncias de los usuarios ni de los trabajadores”, explica Paolo.

 

El me podría haber pasado a mí, hoy a diez años se encuentra en cada pasajero del Sarmiento. Pablo Arredondo, un hombre de 41 años que viste ropa deportiva, viaja hace 25 años en el ferrocarril del oeste. Trabaja de seguridad y cuenta que el 22 de febrero del 2012 viajaba en el tren de adelante al que chocó. “A la media hora me enteré porque me estaban llamando mi mamá, mis hermanos, mis primas”. Silvia Fernández, desde hace 22 años hace el recorrido de Merlo a Ramos Mejía. Con 52 años sigue trabajando como empleada doméstica. Estaba en su casa cuando se enteró lo que pasó con la formación 16, sólo trabajaba tres veces a la semana y ese día no le tocó ir. Además, esa misma línea la usaban su marido y su cuñada. “Siempre pensé que nos podría haber pasado, viajábamos a esa hora y algunos familiares iban hasta capital”.

A Rosalía y Silvia les dio miedo volver a tomar el tren y no saben, aún hoy, dónde sentarse. Tratan de elegir el lugar estratégicamente: en los primeros vagones no, pero tampoco muy atrás. Dicen, lo mejor, es ir más al medio, pero “seguimos viajando como y donde podemos”.

Según Paolo los trabajadores del tren y las empresas asociadas fueron fundamentales para avanzar en la investigación de la masacre, por las denuncias previas que probaron la falta de mantenimiento, las carencias del servicio y el desastre que se avecinaba, y el compromiso asumido también con posterioridad al hecho, en los juicios.

 

volver a casa

El servicio aún conserva al menos dos grandes cuentas pendientes, apuntan los investigadores Epelbaum y Boncompagno: todavía se encuentra “en ejecución” el soterramiento para el tramo Haedo–Caballito, y los indicadores de cantidad de servicios, frecuencia o puntualidad aún se encuentran por debajo de los valores previos a 2012. “La culminación del soterramiento como obra estructural permitiría la reducción del tiempo de viaje de 72 a 47 minutos para unir las dos cabeceras del ramal eléctrico, otorgando margen para multiplicar las frecuencias”, agregan.

Desde la mirada de víctimas y familiares, “al cumplirse diez años de la masacre tenemos la mayoría de las condenas confirmadas por la Corte Suprema de Justicia, que se lograron a través de juicios absolutamente transparentes”, destaca con tranquilidad Paolo. Sin embargo, señala, “ahora que se habla tanto del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y de las deudas del Estado argentino, ¿y las deudas históricas que tiene el país? De los ex combatientes de Malvinas para adelante, parece que lo único que interesa es si llega la justicia para los responsables o no, eso es uno de los puntos, pero después está la sobrevivencia, ¿cómo hacés? Para mí es importante lo resiliente que fue ese grupo de familiares y cómo pudimos seguir adelante”.

 

Son las 19.30 y no hay servicios en Once: hubo un arrollamiento en Morón. Mientras los pasajeros esperan pacientes entre los molinetes y los andenes, miran para arriba hasta que aparece un servicio en pantalla. Cuando finalmente se anuncia la llegada de una nueva formación, comienza algo similar al juego de la silla: para conseguir asiento hay que caminar hasta el fondo y ser rápido, porque se ocupan velozmente. 

El tren sale lento de Once. Muy lento. A quienes les toca subir en Liniers, ya no encuentran asiento. Faltan diez estaciones para el final del recorrido. Un músico canta con la criolla: “del oeste hasta su fin, andarás bien, por la 66”. Lo aplauden, canta lindo, pero es tarde. Vuelven a casa. Resuena la frase de Paolo: “El país que aprende a base de muertes, es un país que está perdido”.  

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