Jaime Durán Barba no logró modernizar al país. Sus clientes lo convirtieron en una sucursal venezolana del neoliberalismo tardío. Sin embargo aprendimos mucho y aprendimos rápido. Entre fines de 2015, el momento exacto en que unos cuantos ex fans de los barones del conurbano se pusieron a leer los libros de Sir Jaime, y el último y penoso editorial Pato Bullrich Style que el consultor ecuatoriano publicó en el Diario Perfil, el sistema político y sus intérpretes empezaron a aceptar que la posdemocracia es una realidad. Aunque a veces se esfuercen en olvidarlo.
¿Pero qué es la posdemocracia? Por supuesto no se trata de que hayamos dejado de votar, sino que lo hacemos movidos por una emocionalidad exacerbada, donde los argumentos racionales tienen un peso más bien superfluo. Por supuesto no se trata de que desconfiamos de la representación, sino que cada vez estamos más seguros de su carácter ficticio. Y por supuesto no se trata de que deseemos volver a una dictadura, sino que la polarización ha superado la etapa de goce lacaniano y empieza a convertirse en masoquismo.
La posdemocracia es un sentimiento y una estructura de amplificación de lo elementalmente humano. Cuando algunos velaban a las teorías hipodérmicas de manipulación de masas, y muchos se burlaban de quienes decían que los medios de comunicación eran responsables de una intoxicación ideológica a gran escala, tan de repente, asistimos a un regreso de los muertos vivos. En Argentina los medios masivos son los primeros militantes del neoliberalismo, los que Cambiemos nunca tuvo. Como se dijo en Twitter, una rata atascada en una alcantarilla tiene más cobertura que el cierre de una industria.
Militantes: no sólo refinan y horadan las matrices de interpretación colectiva con una estrategia global que confluye en el “no hay otra salida”. Además, son zombies hambrientos de miedo que inauguraron una insólita alianza con sus enemigos naturales –las plataformas de extracción de datos como por ejemplo Facebook, Google o Netflix– y con sus proveedores de la jefatura de Gabinete, siempre dispuestos a poner banners, arrojar fuegos de artificio e instalar el orden del día. Sería gracioso si este maltrato permanente a la inteligencia ajena no construyera poco a poco una opinión pública que es un polvorín mojado pero está secándose al sol junto a la yerba de ayer. Les puede estallar en la cara.
Mientras tanto y a su sombra, un convidado de piedra empieza a asomar en el escenario político de 2019: el desempleo. Me lo señaló hace ya un tiempo Ignacio Ramírez, que además de un consultor político de trayectoria es un lector casi borgeano de las encuestas de humores públicos. Detectó que en las respuestas a la pregunta “¿Cuál es el principal problema del país?”, se escuchaban las pisadas de un monstruo grande que pisa fuerte: el terror a perder el trabajo.
En el “top of mind” –las respuestas espontáneas de los hitos que más se recuerdan– de la gente se incuba un mix de ideología, habladuría y experiencias cotidianas. Ahora bien: dentro de esta ensalada, la inseguridad venía punteando desde hacía rato, hasta que en 2018 fue superada por la inflación. La corrupción, de vital importancia en la etapa kirchnerista, viene en caída libre. Aunque esto no significa necesariamente que haya dejado de influir en el voto.
Según un informe de la consultora Taquion elaborado en base a números de 2019, el desempleo es la tercera preocupación a nivel nacional, detrás de la economía y de la inseguridad. Cuando se repregunta acerca del miedo a perder el empleo, el guarismo asciende a un 47,2%. El sentido común indicaría que este miedo es mayor en los más jóvenes. Pero no: los más jóvenes no tienen miedo de perder su empleo, quizás porque ya están tan precarizados que les da lo mismo. Quizás parezca que es mayor en los más pobres: no, los más pobres pertenecen en buena parte a la llamada “economía informal”, y si son beneficiarios de planes sociales Cambiemos los trató bastante bien. Los que muestran un mayor miedo son aquellos incluidos en la franja de entre 34 y 54 años: en ese grupo, el temor a quedarse sin trabajo alcanza casi un 56%. Y se hace fuerte en las clases medias bajas.
En un estudio que volvía a preguntarlo de otra manera, dado a conocer en enero de 2019 por Poliarquía, los resultados confirmaron esta tendencia. La pregunta era “¿Cuál es el problema del país que lo afecta más personalmente?” y las respuestas estaban ordenadas en un pool de opciones heterogéneo y tan ficticio como las categorías del idioma analítico de John Wilkins. Más allá de eso, el temor al desempleo también dió el batacazo: tras perder por goleada versus “la inseguridad” desde 2006, en 2018 metió un rant digno de Usain Bolt que la empardó y terminó por superarla en enero de 2019.
De acuerdo con las mediciones del Indec el desempleo cerró el año pasado en alrededor un 9% a nivel nacional. Desagregando estos números, el índice crece a 21,5% en las mujeres de hasta 29 años. Haciendo zoom en la región Gran Buenos Aires, supera a los dos dígitos en el general (10,5%) y estamos en 23,1% en el grupo de mujeres jóvenes. La diputada Silvia Lospennato debe seguir estos indicadores con ansiedad. Más de un especialista se apostaría un kilo de asado a que las primeras mediciones de 2019 van a entrar cómodas en los dos dígitos a nivel nacional.
Si en el primer mundo la automatización y la colonización de las profesiones tradicionales por algoritmos y corporaciones de extracción de datos son un temor cotidiano, es decir, si el miedo al desempleo crece por modernidad, en Argentina el fantasma de la D tiene otro rostro: pymes que cierran, grandes empresas que multiplican las suspensiones, deterioro de la vida cotidiana, duplicación de la cantidad de indigentes en la Ciudad de Buenos Aires, planes de exilio masivo y la opaca certeza de que, junto con su prima la inflación, lo único que permanecerá y quizás crezca y se hinche hasta fin de año es la incertidumbre laboral.
Conclusión: en un año en el cual, a decir de Max Weber, no todo es pan y manteca, en un triste año sin promesas donde la ideología mueve el amperímetro, el desempleo parece llegar con el peso del enorme salchichón alguna vez mencionado por Charles Marx. Tan clásico el desempleo. Tan pre-democrático.