El sábado 21 de enero a las veinte horas murió Darío Julian. Tenía 39 años y todos le decían Icki. Más de la mitad de su vida estuvo dedicada a la militancia anticapitalista. Recibió tres balazos en su cuerpo, en distintos momentos claves de la historia argentina reciente.
El domingo 22 desde la seis de la tarde, en un velatorio abarrotado de familiares, vecinos y activistas, circularon centenares de anécdotas y recuerdos para evocar a quien se había convertido en un referente social con creciente influencia en la zona oeste del conurbano. El velatorio se realizó en la sede de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), en el barrio porteño de Constitución.
Durante la mañana del lunes 23, una larga caravana de vehículos condujo el cuerpo de Icki a Villa Celina, en La Matanza, donde vivía junto a Ivana, a su hijo de 18 años y a su hija de siete. Al lado de su casa está la sede del jardín maternal que inauguraron en 2016. Una multitud conmovida le brindó la última despedida del suburbio.
Pasado el mediodía el calor rajaba las piedras en el cementerio de Flores. Un vaho de tristeza envolvía a la muchedumbre desgarrada. Los cánticos de sus compañeros de La Dignidad, movimiento popular donde batalló hasta su fallecimiento, reavivaron el espíritu de lucha. Su sepultura fue cubierta por un monte de flores. Y por una montaña de secretos juramentos que prometieron continuar la revuelta, ahora más que nunca.
Otra vez el desafío de politizar el dolor. La sensación es que cada vez resulta más difícil. No sirve el gesto mecánico de convertir al compañero en un mártir. Ni alcanza con ubicarlo en el lugar de víctima de los poderes asesinos. Algo tenemos que hacer para develar el sentido de la muerte de Icki.
a contramano
2016 fue uno de los peores años que recuerden los sectores populares y democráticos de la Argentina. La derrota política no fue solo un hecho electoral: el retroceso se verificó en todas las líneas. También en el cotidiano. Icki lo sabía bien. Cómo no lo iba a saber, si lo sufrió en carne propia.
Su amigo de la vida, Carlos Mackevicius, describió el episodio en la revista crisis: “Doce de febrero de 2016. Son las nueve de la noche de un viernes, en el límite sudoeste de la ciudad de Buenos Aires, del lado de provincia, partido de La Matanza. Encerrada entre la General Paz, la Ricchieri, el Riachuelo y el Mercado Central está Villa Celina. Allí, en el barrio Vicente López y Planes, algunos vecinos participan de una asamblea en la vereda, a metros de la parroquia Nuestra Señora de Guadalupe. Organizan un festival para terminar el jardín maternal de manera comunitaria. La escena es mansa, pero una mujer se va a acercar desde la calle y va a empezar a gritar. Es flaca, de unos treinta años, short azul-francia, musculosa gris, hawaianas blancas, piel trigueña, tiene el pelo largo lacio y negro con flequillo. Alguien nos informará que su nombre sería Laura. Al principio nadie va a prestarle atención, pero después de un rato de hablarle al aire, la mujer se acerca más. Desde la asamblea va a salir a su encuentro Ivana, que es también una mujer joven y morocha, pero de cuerpo más fuerte y rasgos suaves. Le va a decir a la mujer que grita que nadie la conoce y que no saben qué quiere. Entonces, como en una coreografía, va a aparecer en respaldo de la agitadora un muchacho de unos 35 años: bajo de estatura, tiene puesta una chomba salmón fluorescente y unas bermudas claras. Nos enteraremos unos días después que su alias es ‘Johnny el sicario’, y que lo trajeron del barrio Tablada escapado de un asunto. Johnny sabe a lo que viene, se acerca y grita: ‘déjense de joder con la Sociedad de Fomento y con los terrenos’. Su amenaza está dirigida hacia Icki. La pareja se va a ir luego del incidente. Pero al rato dos directivos de la referida Sociedad de Fomento, que está en la mira vecinal por una serie de estafas y negociados, van a pasar caminando por el lugar. Y unos diez minutos después, el muchacho de chomba salmón va a volver a cumplir con su tarea: conmina a Icki a que vaya hasta la esquina y cuando este se acerca, ‘Johnny el sicario’ saca un revólver y le dispara en el pecho. Después sale corriendo y en la esquina un auto negro que es utilizado habitualmente por la Sociedad de Fomento lo va a levantar y se va a perder hacia General Paz. Mientras tanto, la bala que acaba de disparar va a haber impactado a cuatro centímetros del corazón de Iki, sobre el lado derecho de su torso. El disparo fue a matar. Tras llegar en el auto de un vecino a toda velocidad al Santojanni, Icki va a ser operado tres veces en los siguientes cuatro días. El proyectil afecta un pulmón, el hígado, y se aloja debajo de una costilla. Pero el cirujano Manuel Penalba con su equipo hacen un buen trabajo y consiguen que el herido se recupere”.
Entonces Icki se rebeló contra la fatalidad. Convirtió el apoyo decidido de sus compañeros en una reacción colectiva de indignación. La organización en el barrio se consolidó luego del atentado. Logró aislar a los agresores. Ramificó su influencia.
Entonces Icki se lanzó a una contraofensiva temeraria y eficaz. Itensificó sus recorridas a otros territorios del conurbano. Articuló a cuanto grupo estuviera dispuesto a pelear. Baqueano de varias batallas, sintió que volvían épocas de un alza en la combatividad. Ese era el tiempo que mejor le sentaba.
Hay algo de su gesto de ir a contramano que me gustaría reivindicar. Cuando todo tira para atrás, cuando el sentido común te indica prudencia y preservación, cuando las famosas relaciones de fuerzas resultan desfavorables, hay quienes advierten que es hora de avanzar. No se trata de ser insensatos. No es, necesariamente, necedad. Tal vez sea el modo de sustraerse a la depresión ambiente. A la resignación hasta nuevo aviso. Al cálculo especulativo de quienes activan cada cuatro años. A la conclusión, en definitiva, de que otra vez nos cagaron.
el inorgánico
Icki, entonces, no paró. Desde que salió del hospital, en marzo, patió una y otra vez las barriadas, cortó rutas, se reunió cientos de veces, enfrentó a la policía, interpeló a los funcionarios. Cada semana llegaban sus invitaciones por wasap: a una jornada de protesta, a la inauguración de un centro comunitario, a la gran marcha de la CTEP, o a los eventos de freestyle que organizaba con los pibes en Celina.
Pero Icki siempre tenía un dolor distinto. En la cabeza. En la panza. En el lomo. Se quejaba un poco, y rápidamente cambiaba de tema con una sonrisa. Sus camaradas más cercanos estaban preocupados. Había dejado de asistir a los controles médicos. El último estudio que se hizo fue para determinar si la bala había quedado alojada en zona blanda, lo cuál podía ser peligroso por la eventualidad de un desplazamiento que afectara algún órgano. Cuando le confirmaron que el proyectil por suerte se había incrustado en un sector favorable, se relajó y retomó las andanzas.
Hasta que el 28 de diciembre, en un acampe organizado por La Dignidad frente al Ministerio de Trabajo en reclamo por incumplimientos a la Ley de Emergencia Social, Icki casi no podía mantenerse en pie por el dolor. Dicen que estaba amarillo. Lograron hacerle una ecografía y detectaron cálculos en la vesícula. Consiguieron un turno médico en el Hospital Narciso López de Lanús, y quedó internado de urgencia para una nueva intervención quirúrjica. Cuentan que cuando lo abrieron se encontraron con un paisaje anatómico inaudito. La operación duró varias horas y fue muy compleja. El paciente resistió estoicamente y comenzó una prometedora mejoría. Pero a los pocos días un virus intrahospitalario lo tumbó. Y su corazón ya no pudo bancarse el nuevo sobresalto.
Varias veces hablé con él y pude percatarme que Icki reunía dos cualidades claves: carisma y lucidez política. No el carisma del típico mandamás, que sabe administrar poder. Tampoco el del profeta seductor. Sino el del tipo afectuoso y siempre dispuesto a más. La congoja sincera de tantas personas a la hora del adiós demuestra su estatura de luchador. En cuanto a su inteligencia, el principal rasgo era la escucha, y una aguda perspicacia que le permitía aplicar serenidad reflexiva en los momentos de peligro. No fue quizás un organizador metódico, más bien lo recuerdo como un virtuoso hombre de acción.
Estas capacidades se mostraron en toda su madurez durante el último combate que libró, en Moreno. Icki condujo allí las protestas por el asesinato a mano de bandas armadas articuladas con la policía de otro compañero del Movimiento Popular La Dignidad: César Méndez. Él fue el primero en llegar al terreno del conflicto, para contener a los familiares y encauzar la reacción vecinal. Totalmente consciente de la gravedad del suceso, hizo una lectura compleja de la situación. Distinguió la multiplicidad de actores. Y elaboró una respuesta enérgica, al mismo tiempo que sagaz.
No es fácil hallar hoy dirigentes sociales de este calibre. Menos aún cuadros abocados a la construcción desde abajo, sabedores que el verdadero poder se construye en los territorios, y con la gente común. No creo en la raza de los imprescindibles, pero sí me animaría a decir que Icki hoy es irremplazable.
Sin embargo, hay que admitir también, y hacerlo ahora, en caliente, que Icki se dejó estar. Descuidó completamente su cuerpo. Estoy convencido que él tenía registro de su deterioro interno. Y hay que admitirlo porque nos cabe a nosotros, a los que estuvimos cerca, una autocrítica severa. Asumir la responsabilidad es todo lo contrario de sentir culpa. Tiene que ver con el aprendizaje, no con el arrepentimiento.
Es tiempo de dejar sentado, puestos a pensar decididamente en lo que se viene, que además del carisma, la valentía, la inteligencia, la voluntad, el compromiso y todos los valores nobles que ya sabemos, hay que desarrollar un profundo sentido del cuidado de uno mismo, y de los compañeros. Entregar la vida a un ideal no puede ser el horizonte. El sacrificio por la causa no puede establecerse a costa del olvido de sí y del nosotros. Necesitamos ir mas allá de las imágenes cristianas heredadas por la militancia revolucionaria. Para poner en el centro de nuestra preocupaciones a la autodefensa. Y a la experimentación concreta, aquí y ahora, del buen vivir.
violencia sistemática
Las peripecias políticas de Icki se remontan a finales de los años noventa, en la escuela N°16 de Villa Lugano. Primero el activismo secundario, inmediatamente después la organización en el barrio. En plena época piquetera, él y sus compinches vieron en el emergente Movimiento de Trabajadores Desocupados de Solano una referencia en la que inspirarse. Y hacia allí viajaban casi diariamente, a dar una mano, a formarse, y a luchar. Por ese entonces conoció a Neka Jara y a Alberto Spagnolo, con quienes compartió la experiencia de la Coordinadora Anibal Verón.
Cuenta Mackevicius que “el 20 de diciembre de 2001 Icki va a ser uno de los miles que salen a manifestarse contra De la Rúa. En esa ocasión, en la esquina de Virrey Ceballos e Hipólito Yrigoyen, la Policía Federal le va a pegar un tiro de 9 mm en la espalda; va a ser socorrido y levantado por el SAME y lo van a operar de urgencia en el Argerich. Luego, el 26 de junio del 2002, sobre el Puente Pueyrredón, en la caótica desbandada que genera la represión que pasaría a ser recordada por el asesinato de Kosteki y Santillán: entre el puente viejo y la estación Avellaneda va a recibir una descarga de perdigones de escopeta 12/70 en su pierna derecha. En esas dos ocasiones anteriores, el cuerpo de Iki fue reprimido en lugares centrales, focos urbanos de la protesta del momento. Ahora, en 2016, la violencia va a venir a buscarlo a su hogar. A diferencia de los tiros recibidos a comienzos de siglo, este no fue un disparo policial, sino que fue ejecutado por un ‘soldadito’. Algunos abogados vinculados a Derechos Humanos hablan de un desplazamiento, entre la clásica figura de ‘violencia institucional’ y una paulatina ‘tercerización de la represión’. La mayoría de estos hechos están vinculados con disputas de mercado y territorio en el marco del crecimiento de estructuras narco o del negocio inmobiliario. La violencia que brota de este nuevo tipo de conflicto social impone otra clase de coordenadas: más impredecible en su lógica, menos vertical en su ejecución y, tal vez, mucho más letal”.
Un suceso acontecido en 2012 nos hizo ver blanco sobre negro hasta qué punto la violencia difusa que había emergido en el seno mismo de los territorios, comenzaba a apuntar contra las organizaciones sociales. Sucedió el treinta de agosto de ese año en el asentamiento Pico de Oro de Florencio Varela. Allí una banda dedicada al narcomenudeo planeó una pseudopueblada contra Alberto Spagnolo, el viejo amigo de Icki. Lo calumniaron sin ningún fundamento y le quemaron la casa que habían levantado con sus propias manos. Alberto salvó su vida de milagro. Y aunque la reacción colectiva fue contundente, así como las represalias contra los criminales y los policías que los amparaban, el núcleo de la organización decidió abandonar el barrio y radicarse en otra zona, en busca de mejores condiciones para recrear el proyecto colectivo. Para algunos, el costo de ceder el territorio fue demasiado alto. Para los protagonistas se trataba de elegir entre una dinámica de enfrentamiento y fricción constante, cuya escalada resulta por definición impredecible; o recomenzar desde cero, sobre bases más sólidas.
Desde aquel invierno de 2012 los casos de agresión se multiplicaron, en las ciudades y en el universo rural. A esta altura tiendo a creer que sin una hipótesis fiable acerca de cómo defenderse de las bandas parapoliciales que pululan en las periferias, la construcción de poder popular se torna casi un espejismo. Se trata de un dilema omnipresente, y no existen aún soluciones confiables. Icki y sus compañeros reaccionaron de un modo opuesto al ensayado por Neka, Alberto y los suyos. En Celina redoblaron la apuesta, mientras en Varela decidieron cambiar de pantalla. En la mayoría de los casos no llega a elegirse ninguna de estas dos opciones, y se padece una convivencia implícita, más o menos inestable, con los sujetos armados de la criminalidad.
En la vibrante ceremonia de despedida a Icki, un cántico revoloteó insistente: “ya vas a ver, las balas que vos tiraste van a volver”. Nadie cree que ese sea un recurso posible. Mas bien suena como el típico remedio que empeora la enfermedad. Digamos que es parte del folcklore, a falta de nuevas palabras para nombrar la violencia que nos devora. Pero lo contrario tampoco es verosímil: nunca el pacifismo lelo ha sido un antídoto eficaz contra las arremetidas del poder y sus matones.
Poner en el centro de nuestras preocupaciones la defensa de las comunidades y de la vida frente a este tipo de ataques mortíferos, para encarar los grandes desafíos políticos que vendrán, es un homenaje posible a ese gran chabón que fue Icki. El guerrero de Celina.