Héctor Tizón: mateando con el diablo y los muertos | Revista Crisis
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Héctor Tizón: mateando con el diablo y los muertos
Un viernes por la mañana de 1974, en el día de los muertos, María Esther Gilio se bajó de un micro en Yala, junto a un ceibo grande, y enfiló para la casa del doctor Tizón. En un puñado de días, entre los dos tejieron esta charla publicada en la crisis #21 en la que el juez y escritor jujeño que murió en 2013 habla de fantasmas, de sentencias que son cuentos y encrucijadas y pistas, a la vez, para entender su obra literaria. Gilio, por su parte, logra una entrevista que es crónica afiebrada de la Puna, retrato de un escritor atravesado por el paisaje y reflexión de este género que manejaba como nadie.
Fotografía: Jazmín Tesone
09 de Abril de 2021

 

Yala está a 15 kilómetros de San Salvador de Jujuy. Tiene dos teléfonos, calles de tierra, mariposas amarillas, perros perezosos que se agostan en la inútil espera de algún forastero a quien ladrar. Cercos doblados por el tiempo y las enredaderas. Lluvias repentinas y fugaces que renuevan de tanto en tanto los colores de las casas, las piedras, los árboles y llenan el aire de olores que las ciudades borraron hasta de su memoria. Tiene, para desconcierto de botánicos y geógrafos, frondosos nogales y paltos que dan abundantes frutos en pacífica vecindad. Y un gran silencio de siesta que no interrumpe el incesante rumor del agua corriendo en las acequias.

Era viernes de mañana el día que bajé en Yala. "Pida al chofer del micro que le pare junto al ceibo grande, de donde sale el camino al cementerio. Atraviese la vía y siga. La casa del doctor Tizón está 300 metros más abajo. Tiene un gran portón de hierro y dos sauces a la entrada."

Por el camino pasaban grupos silenciosos con pequeñas coronas de papel violeta, rojo y amarillo. Pregunté a una niña: "¿Murió alguien en el pueblo?".  Me miró como si no entendiera. "¿Murió alguien?'' "Mañana es dos de noviembre" -dijo casi sin mirarme.

 

Tizón, en su estudio, al fondo de la casa escribía. Recién levantó la cabeza cuando el perro, sin siquiera moverse, gruñó suavemente. Recordé del prólogo de uno de sus libros: "Para escribir, hasta ahora he necesitado sentirme tranquilo, aislado y cómodo". Así parecía estar. Se lo dije. Asintió y comenzó a recordar lo difícil, o casi imposible, que le resultaba escribir en el extranjero. "Me resulta difícil escribir fuera de aquí en México o Paris porque no les veo las caras a la gente, ni escucho cómo habla. No me cruzo con mis personajes." Saqué mi birome. Me miró con la misma expresión de la niña del camino. Rápidamente la volví a mi bolsillo. Sonrió.

-Detesto los reportajes –dijo y quedó pensando. Creo que me angustia un poco la idea de que uno va a ser juzgado por algo tan artificial como el reportaje. Con esto quiero decirle que...

Que me va a dar trabajo.

-Sí. Aunque yo me proponga lo contrario. Chiche sabe -dijo mirando a su mujer que sonrió sin confirmar ni negar.

El rumor de agua que había escuchado al llegar parecía más fuerte allí a 30 o 40 metros de la entrada. Le pregunté por qué. Me respondió que eso le recordaba el día que Borges había ido a su casa. "Se detuvo en la puerta, cerca de la acequia y dijo, mirando al aire: “Aquí hay dos rumores de agua. Uno muy cerca, otro allá, más lejos, detrás de la casa, tal vez”. Y es así. El agua corre por el frente y por el fondo. Por todo el pueblo en realidad. No se apagó el ruido de una acequia cuando nació el de otra." "Ya le mostraremos todo. Las lagunas de Yala, la Quebrada. Hay mucho para ver en Jujuy. Cosas que le van a interesar más que yo."

¿Por qué detesta las entrevistas?

-Se trata de una situación que me hace sentir inseguro. Además ocurre que muchas veces digo cosas de las que luego me arrepiento.

¿Por qué piensa que han sido agresivas?

-No, porque pienso que habría sido más elocuente quedarme callado. No me pasa en los tribunales.

Ese es su oficio. O uno de sus oficios.

-Es mi oficio de lunes a jueves. Allá voy y hablo sin el menor temor o timidez. Quizá porque para mí no tiene mayor importancia. Sé que es un juego.

También esto es un juego.

-Pero que yo no juego nunca. No conozco sus reglas —dijo y se puso de pie, pues nos llamaban para comer.

En la galería donde corría suave el aire y se escuchaban claramente diferenciados los rumores de las dos acequias, comimos y tomamos té de coca.

¿Preferiría ser juez? ¿Piensa que podría ser juez?

-No podría jamás. Con todas sus contras prefiero el papel de abogado. Fui fiscal y no aguanté mucho. Al tiempo renuncié.

¿Una sentencia arbitraria?

-No, justamente no, pero sufrí demasiado en todo el asunto. Poco después renuncié.

Cuénteme.

-La historia empieza con un hombre que mata a otro de una puñalada. Se investiga y aparecen los elementos que van describiendo al homicida. Huérfano desde muy niño, a los diez años ya trabaja para ganarse la vida. Un niño solo que se transforma en un hombre solo. Sin mujer, sin amigos. En una de esas vueltas encuentra un perrito y lo lleva con él. Una noche los ladridos desesperados del perro lo despiertan. Abre los ojos y ve una yarará muy cerca de su cabeza. Rápidamente la mata. Allí queda sellada de por vida la amistad entre ambos. Adonde iba uno iba el otro. Una noche de invierno están perro y hombre junto a un fueguito que han encendido y llega un gaucho machado. El hombre lo invita a compartir el fuego y el otro acepta. Se sienta, y empieza a soncear. Tira una piedrita al fuego, luego una ramita, lo patea. El hombre lo mira y no dice nada. El otro tira entonces el paquete de cigarrillos. El hombre le advierte que se comporte. El gaucho aparecido contesta que hasta al perro sería capaz de tirarlo. A lo que el hombre le dice que eso no debiera hacer. El otro contesta que sí lo va a hacer. Y lo hace. Toma al perro y lo tira. El compañero del perro saca el cuchillo y lo mata. ¿Sabe lo que me costó este asunto? Muchos días sin dormir. No podía sacármelo de la cabeza. Finalmente encontré un caso en la jurisprudencia italiana que podía servirme. Se trataba de un viejo solterón y solitario que había dedicado su vida a coleccionar muñequitos de cristal. Toda la casa estaba llena de muñequitos. Un día llegó un gracioso. Entró a conversar con el viejo y el viejo pasó a mostrarle —como quien le muestra a su mujer y sus hijos que ama la colección. El gracioso tomó un muñequito y lo dejó caer. Luego otro y otro y otro. Cuatro. El viejo tomó un pisapapel y lo mató.

Lo absolvieron.

-Un juez italiano con sangre en las venas lo absolvió.

¿Y al gaucho?

-También. Pero al poco tiempo renuncié. ¿Quiere ahora que trabajemos un rato?

¿Qué cree que estuvimos haciendo?

-¿Realmente? ¿Dónde está el grabador?

Aquí.

-¿Se puede confiar en su memoria?

No sé. Podemos grabar si usted quiere.

-Lo que usted quiera.

Yo querría ver el río antes de que oscurezca.

-Vaya entonces.

 

Pero el río era un lecho vacío, ancho y profundo, cubierto de piedras blanquecinas entre las que brillaba apenas un hilo de agua. Oscilaban a lo lejos, entre los árboles, las luces de las velas que habían encendido en el cementerio. Por el camino volvían, hacia la carretera, hombres y mujeres de piel oscura. Hablaban en voz baja, caminaban sin prisa y decían siempre "buenas tardes", levantando apenas la cabeza. El cementerio, de tumbas sin lápidas, se había vaciado. Sólo quedaban las Mamitas de las velas, las coronas de deslumbrantes colores y bajo una acacia dos hombres hablando y bebiendo. De tanto en tanto se acercaban a una de las tumbas y modificaban algo: la corona más al centro, las velas más atrás o al costado. Parecían alegres en esa tarea. Pero no sólo ellos. Nada había de sombrío en el paisaje. Nada hacía pensar en la muerte.

Cuando volvía Tizón, su mujer y amigos que habían llegado, estaban totalmente concentrados en una discusión que parecía apasionarles. Alguien había muerto y cada uno argumentaba dando versiones distintas de esa muerte. Por el calor que ponían en la discusión pensó que hablaban de algún muerto reciente. En realidad se trataba del general Lavalle. "Yo vi la carta de un hombre que siendo niño presenció su muerte —dijo Tizón—. Estaba él en la esquina del convento de San Francisco cuando se escucharon los gritos de una partida que entraba cabalgando desde el río. Dice que algunos venían machados tiroteando a la bartola. Una de esas balas le atravesó a Lavalle la garganta, cuando él se asomó al zaguán, en paños menores, seguramente queriendo saber de qué se trataba." “Y a ustedes ni la puerta de la casa les dejaron —dijo uno de los amigos— ahora está en el Museo de Luján."

Al día siguiente Tizón me mostró desde lejos un ruinoso caserón de adobe. "A pocos metros de allí, en una casa que luego se quemó, los restos de Lavalle fueron llevados clandestinamente por sus hombres. En esa casa funcionaba, cuando yo era niño, la Escuela de Yala. Yo siempre creí que el esqueleto que colgaba junto al pizarrón era el suyo. Nadie lo dice pero ese es Lavalle, pensaba, y sentía cierto terror.”

Era ya dos de noviembre. Volvimos al cementerio. Las coronas se habían duplicado. Brillaban al sol alegremente, los amarillos, verdes, violetas. El clima era de fiesta. Ropas limpias, rostros sonrientes.

En la casa, las muchachas tenían el pelo recién lavado y planchaban sus blusas. Le pregunté a la más joven, Marcela, si había ido al cementerio. “No tengo muerto aquí, me dijo, pero esta noche sí voy.” "¿Al cementerio?". Me miró, dudó un momento. "No", dijo finalmente y siguió planchando.

Chiche, que oía, sonrió socarrona. "¿Y, te dijo?" "No. ¿Adónde es que va?" "Al banquete que cada familia prepara para sus muertos. Llenan la mesa con carnes, panes, frutas, bebidas." "¿Y quiénes comen?" "Los vivos. Comen y se alegran. Los hombres generalmente empiezan a beber por la mañana." "¿No podríamos ir?" "Es imposible. Si tenés suerte podrás ver algún pan con forma de persona o animal, resto del banquete. Algunas veces me traen."

 

Tizón, sentado bajo un árbol, tomaba mate y leía.

Hábleme de todo esto, ¿el día de los muertos es un día de fiesta?

-La muerte no tiene para ellos el mismo significado que para nosotros. Para nosotros la muerte es siempre escandalosa, posesiva. Para ellos es un hecho natural. Tienen, así, tal vez por eso, otro sentido de la vida. Otra aptitud para estar en la vida, una axiología distinta a la nuestra. Un muerto que nos atañe, nos deja un gran vacío por ausencia; para ellos siempre está presente. La muerte no es algo irrecuperable, porque los muertos persisten en su mundo cultural y mágico.

Vi ayer dos hombres en el cementerio bebiendo alcohol mientras arreglaban una tumba. Todo parecía muy natural.

-La gente de la puna no sólo bebe en las celebraciones. También en los lutos.

Los veo siempre tan apagados e introvertidos que no puedo imaginar cómo actúan con mucho alcohol.

-Cuando el hombre de la puna se alcoholiza a fondo muestra una alegría absolutamente feroz, característica del hombre del desierto. Tienen una dimensión del tiempo distinta a la nuestra. Alcanza con examinar su vida. Es un ritual constante. Un camino repetido, sombrío, sin variantes. Matan raramente y casi nunca por amor u odio, sino por la propiedad de las cosas. Un pedazo de tierra con un título es casi la única manera a su alcance de afirmarse como ser humano. Le voy a contar una historia. Yo tuve el expediente penal en mis manos. Se trata de una familia compuesta del padre, la madre y tres hijos que salen de un pueblo perdido en Rinconada, rumbo al tren de la Quiaca que los llevaría a la zafra azucarera. En el camino se juntan con otro grupo compuesto de un viejo, una vieja y un niño. Comen juntos y luego pasan la noche a la intemperie. Cuando la familia primera se despierta ve que los otros, los viejos y el niño, han desaparecido. Y con ellos sus machetes.

Machetes para cortar caña.

-Sí. Un elemento de gran valor para ellos. Son difíciles de conseguir y muy caros. Deciden perseguir a los ladrones. Cuando los encuentran los matan. Los careyes aparecen con las cabezas separadas del cuerpo. El juez los condena a cadena perpetua por homicidio con los agravantes de premeditación y ensañamiento.

En ese caso el juez no podía hacer mucho.

-Podía sí, si iba al espíritu de la ley y no a la letra vacía. Nuestro código no previó. Eso es claro, las formas culturales marginales extrapampeanas. Las cabezas son separadas del cuerpo, no por ensañamiento, sino por piedad. Ellos los golpean para matarlos, pero separan sus cabezas para despenarlos. Es decir que la justicia tomó como un acto de ensañamiento lo que era un acto de amor.

¿No se dijo en el juicio?

-Sí. Un sociólogo, para quitar el agravante, fundamentó el hecho partiendo de las formas culturales puneñas. El tribunal dijo que eran "apreciaciones al margen de lo jurídico".

¿Qué entenderían por lo jurídico?

-Una norma vacía de todo contenido humano.

¿Usted se da cuenta que está por segunda o tercera vez hablando de la ley y el derecho?

-Es verdad. ¿Qué querrá decir eso?

Por lo menos que está muy ligado a todo lo que tiene que ver con el derecho. Usted dice que lo siente como un juego.

-Bueno, también digo que a menudo quedo maltrecho en ese juego. Digamos que ese juego es sangriento con frecuencia —dijo y se levantó para arreglar el mate. Cuando volvió:

-Es extraño cuántas veces sueño que no me recibí, que debo dar tales o cuales materias. O que soy otro que estoy ocupando este lugar por una confusión o por un engaño. Y de pronto todo se descubre. Yo no soy abogado ni me casé con mi mujer ni escribí mis libros. No soy yo en definitiva. Pienso que soy un impostor.

¿Piensa o sueña?

-Pienso también, no sólo sueño.

¿Por qué sería un impostor? ¿En qué sentido?

-Quiero tratar de ser claro. Soy muy torpe hablando. Quiero que se me juzgue por lo que escribo, no por lo que hablo. Yo no sé si esta realidad de ahora realmente existe o la estamos inventando entre los dos.

¿La realidad del reportaje?

-Sí.

Usted está pensando que si lo que dice no corresponde a la imagen que sus lectores tienen de usted, eso develaría una impostura. Usted no sería lo que muestran sus libros. Ese es su miedo en definitiva. Va terminar por hacerme sentir culpable.

-No. No se sienta culpable. Ya le expliqué cómo ese sentimiento se refiere a veces a toda la realidad que vivo.

No le entiendo.

-Sí, suelo pensar que esta realidad que vivo cotidianamente (mi mujer, mis hijos, los árboles) es como una metáfora rica ensoñada en mi niñez.

¿Tuvo una niñez desgraciada?

-No, feliz, pero muy pobre. Pobre de color, de movimiento. Entonces pienso que esa metáfora que fue una creación a partir de mi soledad de niño ha llegado ahora para confundirme la realidad. Y por eso los temores de que algo me despierte y me signifique que es aquella vieja metáfora lo que estoy viviendo.

Dijo "el escritor" y despertó descubriendo que en verdad el sueño había sido sólo una copia de la realidad. Todo era real, todo era igual que en el sueño, salvo la periodista, la cual había desaparecido.

-No la veo abandonando su presa tan fácilmente.

Dice bien. Cuénteme de su infancia. ¿Le gusta hablar de eso?

-Me gusta, aunque mi mundo se limitaba a pocas cosas. Una de ellas, los paseos a las lagunas de Yala donde mi padre jugaba largas partidas de ajedrez con un inglés paralítico.

Que pescaba desde una ventana.

-¿Cómo sabe eso?

Usted mismo me contó del inglés, ayer en la mesa.

-Ah... me gusta recordar todo eso. El inglés y mi padre separados por un tablero de ajedrez. Las partidas eran interminables. Estoy seguro que deliberadamente no las definían porque no sabían qué hacer con el tiempo. El tiempo cotidiano no existía. Existía un tiempo mecánico, marcado por el paso del tren que iba a Bolivia una vez por mes y volvía a Bolivia una vez por mes. El tiempo eran las cartas, el Leoplán, el Tit-bits y un diario muy grueso, el Times de Londres.

¿Leía inglés?

-No, ni siquiera español. Yo aprendí a leer muy tarde. A los nueve años.

¿Por qué tan tarde?

-Porque la escuela se derrumbó. Y con ella el esqueleto que yo creía de Lavalle.

¿Cómo se derrumbó?

-No sé si se derrumbó. Tal vez se quemó nomás. Ese es otro recuerdo que marca un momento en mi infancia: el incendio de la caballeriza donde funcionaba la escuela. Los caballos parados en dos patas, con el hocico abierto, pegando alaridos entre las llamas sin poder escapar porque estaban atados. Mi madre llorando como solía y mi padre con su carabina tratando de matarlos. Siempre, de un modo u otro, él enfrentaba los problemas. Como cuando se ahogó el palafrenero del inglés.

¿El que ayudaba al inglés a pescar desde la ventana? Cuénteme cómo fue.

-Tenía una mujer en la banda del río. El río es muy bravo cuando crece. Terminó de estar con la mujer y, con la euforia que traía, se le arrimó al río. Los pedrones que el río arrastraba le quebraron las patas al caballo. Ambos cayeron. Al hombre lo encontraron como a una legua sepultado en la arena. Él tenía una sola mano. La otra era de palo santo que nos hacía oler. "Esta mano huele a mierda y ésta a palo santo" —decía.

¿Y qué tuvo que ver su padre en esa historia?

-Mi padre cuando se enteró tomó un farol y salió a buscarlo. “Está muerto", decían. "Si está muerto hay que encontrarlo y enterrarlo", dijo él. Yo era un niño pero lo recuerdo todo claramente.

No sé qué hay en sus historias que me hacen a menudo pensar en Bret Harte. Aunque si pensara en emparentarlo con alguien sería con Rulfo, sin lugar a duda.

-¿Bret Harte? No, me falta sentido del humor. Creo que puedo estar mucho más cerca de Stephen Crane.

¿Por qué?

-Porque describo una realidad que no he vivido ni de cerca.

¿Cree eso? ¿No es este mundo que lo rodea esta realidad?

-Sí. En gran parte de mi trabajo, sí. Cuando dije eso estaba pensando en mi última novela. Ahí describo la guerra de guerrillas de la Independencia. Esa realidad no la he vivido.

Eso no lo conozco, no sé. Pero este mundo que lo rodea es el de sus libros.

- Sí, es. En cuanto a Rulfo hay gente que me encuentra cierto parentesco con él. Pero mejor le digo lo que pienso yo mismo sobre el punto. Tuve en un momento influencia de Rulfo. Ya no. Fuimos muy amigos. Nos contábamos historias. Él decía "eso sucedió en mi tierra”, "no, decía yo, eso sucedió en la puna". Es que en lo esencial la gente de acá y la de su tierra son muy parecidas.

Son muy parecidas la atmósfera mágica y la presencia de la muerte en usted y en él.

-Creo que todo eso tiene mucho que ver con el clima. Tanto su mundo como el mío se desenvuelve en mesetas húmedas y áridas donde la gente esconde su sensualidad o la sublima.

¿Cómo la sublima?

-La convierte en otro gesto. O simplemente la reprime. La sensualidad sólo aflora o se pone en evidencia cuando están machados. ¿Usted sabía que el coya nunca canta sobrio? Nunca. Hágame acordar luego, que le contaré una historia en torno a esto.

Ahora.

-No. Ahora sigamos.

Su cabeza es un caldero de historias.

-Sí. A veces tiene historias en exceso que se entrecruzan y superponen. Cuando me pasa eso trato de convertirlas en atmósfera. O se las endilgo a algún personaje. Me ha ocurrido tener sobre la mesa seis o siete historias a un tiempo. Unas por la mitad, otras por acabar, otras recién empezadas.

¿Cómo empieza una historia?

-Tengo primero una nebulosa llena de gestos, llena de ruidos. En esa nebulosa hay una zona más clara donde se dibuja un personaje. Las historias siempre se me ocurren a partir del personaje. Cuando está el personaje y las ganas de escribir —porque cuando uno está sin ganas, escribe con la cabeza, que es como fornicar con la cabeza— sólo queda arrancar.

¿Cuál sería un buen arranque?

-Yo creo mucho en los arranques maliciosos.

¿Por ejemplo?

-¡No me va a hacer escribir un cuento!

Sería original, ¿no?

-Sabido es que una antigua querella refiere, coma, entre galeses y leoneses, coma, el robo de una mujer entrada en años pero doncella.

¿Coma en entrada en años?

-No, porque acentúa mucho doncella y no es mi intención. Ahora recuerdo un cuento que...

Pero siga con el otro.

-No, no. Ningún cuento.

Pero, ¿y a partir de allí qué pasó?

-Pasaron cinco cosas diferentes o cinco veces cinco cosas diferentes. Para saber cuál de esas cosas pasó tendría que escribirlo.

¿Realmente?

-Realmente. Y de pronto, un año o un día después ese personaje que describí o cuya historia conté lo encuentro en la vida real. Eso me pasó con el hombre que se escribía a sí mismo. Lo conocí luego de haberlo descrito. Va a creer que estoy macaneando.

No.

-En definitiva, que uno no inventa nada. Uno devela cosas como decía el viejo Heráclito -dijo y miró al cielo—. Ya es casi de noche.

Y Marcela sale hacia su comida de difuntos.

-¿Dónde?

Allá va. Cerca del jazmín paraguayo.

-Pregúntele si quiere llevarla.

Está bromeando.

-Ella no la va a llevar, pero no estoy bromeando.

 

Corrí tras de Marcela que ya había tomado por la calle que conduce hacia las vías y la carretera. Me miró sorprendida. Le dije que quería caminar y la acompañaba unas cuadras. Durante dos o tres minutos caminamos en silencio. Buscaba una brecha por la que entrarle al tema pero todas me resultaban impertinentes. "Las ánimas estarán satisfechas" —dije finalmente. Me miró sin responder. "El cementerio quedó lleno de coronas." "Siempre es así en esta fecha." "¿Tus muertos dónde están?" "En Villazón.” "Yo pensé que eras argentina." "No, soy boliviana." "Esto está bien oscuro." "Sí, pero no es peligroso." "Yo conozco Buenos Aires." "¿Sí?" "Sí. Yo trabajó allá. Allá nació mi hija" "¿Qué edad tiene?" "Está muertita." "¿Hace mucho?" "Un año." "Se me murió aquí" —dijo señalándose la espalda—. "Yo creí que estaba dormida, pero estaba muerta." "¿Estaba enferma?” “Le hizo mal el viaje en ferrocarril de Buenos Aires a La Quiaca. Mucho calor. Cuando llegamos, a los dos días murió. Mis patrones de Buenos Aires se enojaron conmigo. Pero yo no tuve la culpa…”, dijo, y quedó callada mirando un hombro flaco, largo y de sombrero aludo que venía en sentido contrario. "Si estuviera sola ese hombre me daría miedo", le dije, "No hay que tenerle miedo. El doctor me dijo que no hay que tenerle miedo. Mucha gente le tiene, porque un día estuvo con el diablo, pero él no tiene la culpa." "Me gustarla ir contigo adonde vas." "AIIí no puede ir. Me parece mejor que ya se vuelva." Volví caminando despacio para no adelantarme al hombre que había estado con el diablo. Cuando entré a la casa conté la conversación y el encuentro, "Ah, sí -dijo Tizón- es el gaucho Elías. Perdió la virilidad peleando con el diablo."

¿Hace mucho?

-Ahora ya está viejo. De joven era domador y cantor. Agradable a las mujeres. Pero un amanecer oscuro, bajando por el sendero de la laguna, a la altura del paraje de los nogales. se le presentó el diablo.

¿Él lo cuenta?

-Sí. Primero en forma de un ramaje hirsuto y espinoso que le cruzó varias veces la cara y el pecho a chicotazos. Después fue como una columna de humo negro y hediondo. Él se cubrió con el poncho y apeándose, cuchillo en mano, le hizo frente. Pero parece que el puñal se calentó en tal forma que le quemó la mano. Perdió el conocimiento, y cuando volvió en sí, el sol ya estaba presente y el diablo habla huido llevándose el poncho y el cuchillo. También el caballo había huido espantado. Esa mañana el hombre, magullado y sangrante llegó peatón al boliche de Alejandro y mostró las heridas. Perdió el habla durante meses. Y desde entonces, vencido y humillado, dejó de ser gaucho. No volvió a montar a caballo. Y ahora, retirado en la incuria y el sosiego, dicen que tiene el sexo marchito e inútil.

¿Qué le habrá pasado? ¿Usted cree?

-A él no le importa si yo creo. Él cree. Se le murió la mujer intocada.

¿Virgen?

-No, con muchos niños. Después no fue tocada.

Esa historia la hizo él.

-Si, él. La versión del diablo nos falta.

 

A la mañana siguiente, apenas amanecido, salimos hacia la Quebrada. Los verdes de Yala y sus alrededores raleaban a medida que avanzábamos para el norte, A media hora de auto sólo quedaron marrones en todas las gamas y el sol violento y agresivo del desierto. Llegábamos a pueblitos silenciosos y calientes mimetizados con el paisaje; especies de caseríos fantasmas resquebrajados por la falta de humedad y los años. Los atravesábamos caminando sin ruido, hablando en voz baja. Y entrábamos a sus Iglesias llenas de tesoros y letreros lunáticos. "Puede encender las luces para ver los cuadros, pero apáguelo antes de salir, por favor." Silencio. Sol y polvo en las calles y como único signo de vida algún árbol solitario, sobreviviente deforme y rugoso de vientos y sequías. Cruzábamos una calle cuando sonó clara una voz: "Doctor Tizón... Doctor Tizón". Una puerta se abrió y pasamos. En la salita sombría de gruesos muros de adobe y silloncitos franceses nos sentamos, hablamos y bebimos chicha. En realidad hablaron ellos. Pues como siempre que se juntaron varios jujeños, yo quedé fuera de tema. Esta vez el tema fueron los cuadros que estaban en tal o cual lugar y era necesario restaurar, y un púlpito tallado que alguien había arrastrado hacia un museo de Buenos Aires. Cuando salimos, la dueña de casa le regaló a Tizón una damajuana de chicha que él aceptó radiante. Luego, en el auto, le comenté la conversación que habían tenido. “Simplemente tratamos de resistir al proceso de aculturamiento que ha sufrido y sufre esta parte del país que quizás es la única que conserva formas culturales propias.'' Luego de comer en Humahuaca picante de cordero, nos volvimos. Al llegar, había sobre la mesa dos panes de la comida de ánimas. Uno con forma de hombre y otro con forma de perro.

 "Mañana me voy. Vi la quebrada, comí picantes bolivianos, tomé chicha, pero no mastiqué coca.'' "Podemos coquear un rato" -dijo Tizón.

Y así, mientras masticábamos coca sentados en la galería le pregunté por una frase que me resultaba curiosa del Cantar del profeta y el bandido: "Tres son las razones que pierden a un bandido: la mujer, la sociabilidad y las ganas de morir". ¿Cuándo tiene un bandido ganas de morir?

-A cada rato tiene uno ganas de morirse. De pura soledad, de puro entusiasmo, de puro estar enamorado. O de mirar largo rato el cielo y pensar que si de repente se muere ya no envejece más, porque un muerto no envejece. Se queda quieto ahí, tal como lo conocieron, tal como él mismo se conoció. Con la misma fuerza, la misma virilidad que no amengua y sin sobresaltos de futuro.

Hace poco dijo: " Me quedan quince años de vida útil". No creo que a los sesenta años se acaba su vida útil.

-Si porque aparecen ahí los achaques, la arteriosclerosis, los yerros.

¿Lo angustia?

Sí. La disminución me angustia. Como decía Séneca, la muerte es mucho más indigna después de los cincuenta. Los recuerdos son las sobras de la vida.

Y más tarde:

-¿Nunca le hablé de mi abuelo?

Sólo me dijo que tenía un abuelo escultor que había abandonado a su abuela con catorce hijos. Dijo además que de niño no lo había conocido.

-Un hombre peligroso y arbitrario. Muchas veces lo veo ahora en el fondo de mi casa. Catorce hijos para un escultor era demasiado. Lo veo recién. Antes lo veía un ser despreciable que dejó a su mujer con catorce hijos. Recién ahora entro en la mitología de mi abuelo.

¿Pero lo ve ahí, parado, o lo entiende?

-Lo veo físicamente.

Descríbamelo.

-Es un hombre charcón, de más de uno setenta. Que oculta el revólver en el costado. Que acaba de bajar del caballo y que todavía tiene la levita sujeta a los hombros. De barba roja, pelo escaso y voz ronca - dijo y quedó pensativo unos segundos-. Y siempre me pasa lo mismo. Baja del caballo, le da dos palmadas, el caballo va hacia una ceiba, aquella que está allá, y él le pega un tiro.

¿Por qué le pega un tiro?

-Como si quisiera olvidarse para siempre. El hombre que mata al caballo es como si quisiera quedarse para siempre.

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