La política muchas veces se parece a la física y entonces parece como si una fuerza de gravedad se impusiera con la prepotencia de lo inevitable. Es lo que sucede en la escena electoral que se perfila para este decisivo 2019, donde las candidaturas de Macri y Cristina van camino a consolidarse pese a la catarata de argumentos que intentan demostrar la inconveniencia de semejante choque de trenes.
Se escucha por ahí: “tanto el oficialismo como la oposición cuentan con candidatos mejor posicionados para ganar”; “ella concentra un nivel de rechazo que dificulta su triunfo en el balotaje; él es el máximo responsable del pésimo gobierno que concluye”; “tanto la expresidenta como el actual jefe de estado tendrán serios problemas para gobernar en el caso de que ganen”. Se podría incluso pensar, en un giro psicologista casi siempre banal, que hasta los propios protagonistas desearían en su fuero íntimo pasarle la posta a algún relevo con ímpetu que descoloque al enemigo. Pero el desenlace resulta tan dramático que no hay lugar para introducir alternativas.
fin de ciclo
Mi hipótesis es que nos preparamos para vivir el último capítulo de la polarización que organizó al sistema político argentino en lo que va del siglo veintiuno. Kirchnerismo y macrismo tienen en común el haberse constituido como los pilares de la representación luego del acontecimiento que marcó un antes y un después en nuestra historia reciente: la crisis de 2001.
Desde entonces, tanto el languidecimiento del partido radical como la pérdida de capacidad hegemónica del peronismo confirmaron el ocaso de la matriz bipartidista. Aquel formato de la gobernabilidad que se fundó en las identidades tradicionales y estaba orientado a la búsqueda de consensos a través de un pacto entre las élites, terminó sumido en la mayor de las impotencias incapaz de cuestionar el recetario neoliberal triunfante.
Desde la transversalidad ideada por Néstor Kirchner en 2003 hasta el Frente Patriótico que hoy procura conformar Cristina, la manera de inyectarle legitimidad a “la política” supone priorizar la dimensión simbólica y discursiva por sobre la articulación de sujetos sociales, utiliza la confrontación como galvanizador que otorga sentido a la propia fuerza, y concentra las decisiones en el punto mas alto de la cadena de mando para neutralizar las presiones de los múltiples factores de poder. Son los axiomas básicos del populismo en su versión posmoderna. Y son también, para sorpresa de muchos, los rasgos que determinan el accionar de la escudería PRO: todo el poder al marketing, la herencia como piedra filosofal, subordinación a los deseos del dueño de la pelota amarilla.
En estas condiciones la polarización se sostiene gracias al intenso rechazo por el adversario, antes que por la adhesión que motiva el elegido para gobernar. En los comicios que se avecinan no ganará quien enamore y genere esperanzas, sino que perderá aquel que concentre la bronca y las frustraciones de las mayorías.
el día después
Quienes tienen la destreza de levantar un segundo el mentón para pispear cómo será el día después, saben que el ganador de la contienda la va a tener difícil. Sumidos en una formidable crisis económica sin horizonte de salida, con un contexto internacional pantanoso que se deteriora a cada instante, atrapados en un torbellino social de pasiones tristes donde prima el desaliento y crece la bronca, cuesta imaginar de dónde saldrán los recursos simbólicos y materiales para un gobierno decente.
Pero hay otra proyección que también puede avizorarse desde ahora: el perdedor del balotaje va a quedar definitivamente fuera de juego. Una derrota de Cristina abriría un proceso de profundo replanteo en las filas kirchneristas con el objetivo de buscar nuevos liderazgos y así evitar la disgregación. Si el vencido fuera el presidente lo que quede del macrismo sufrirá una metamorfosis inevitable porque quienes vienen atrás deplegarán su propia voluntad de poder.
¿Cómo se reconfigurará el sistema político cuando se apague uno de los vértices que animaron la polarización? ¿Se abrirán las compuertas para una radicalización de derecha como indica el caso brasilero? ¿Resurgirá de las cenizas un consenso centrista con la módica consigna de bancar los trapos de una gobernabilidad que tiene casi nada para ofrecer? ¿O cundirá otra vez el descontento como una fuerza de ruptura salvaje que nadie sabe a dónde va? Son apenas algunas preguntas que vale la pena dejar formuladas antes de que comience la batalla.