crónica de una integración urbana interrumpida | Revista Crisis
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crónica de una integración urbana interrumpida
El Registro Nacional de Barrios Populares aprobado en 2016 y la posterior Ley de Integración Sociourbana de 2018 fueron ensayos complejos de articulación entre el Estado, las organizaciones sociales, los vecinos y las ONGs. Su concreción fue dispar, ambivalente, pero implicó un punto de inflexión para revertir la gravísima situación que se padece en los márgenes urbanos. La llegada al poder de la ultraderecha marcó el fin del financiamiento en medio de una puja judicial todavía en curso e interrogantes sobre si se resiste semejante retroceso.
Fotografía: Martín Rata Vega
15 de Julio de 2025

 

Un barrio popular del conurbano bonaerense amanece con la llegada de dos personas a bordo de un camión cargado de tierra y herramientas de trabajo. Cuando los visitantes se presentan lo hacen sin demasiadas vueltas. “Nos pagaron los narcos”, dicen y le exigen a los habitantes del barrio que se acerquen a tapar los pozos de la precaria calle de tierra que hace orilla en sus casas. El objetivo de los narcos es bastante simple: buscan mejorar la circulación para que las personas que pasen por allí puedan llegar sin problemas hasta el búnker, ubicado a unos metros de donde estacionaron el camión.

Escenas como esta van ganando protagonismo y permiten ilustrar qué tipo de organizaciones son las que pueden abrirse paso en los barrios populares cuando el Estado deja la suerte de los excluidos librada al mercado.

La historia de los barrios populares de nuestro país es una historia de supervivencia y de autoorganización comunitaria. Supervivencia porque nacieron de la necesidad, sobre terrenos que nadie disputaba por su inaccesibilidad, por carecer de servicios urbanos básicos o por estar en zonas de riesgo ambiental. Autoorganización porque frente a la ausencia del Estado supieron florecer experiencias colectivas capaces de construir viviendas y sostener redes de cuidado y ayuda mutua.

Pero hay cosas que los vecinos no pueden hacer solos. Las obras de agua potable, cloacas, pavimento, alumbrado público o red eléctrica requieren de una intervención estatal sostenida y planificada. No alcanzan la buena voluntad ni la solidaridad barrial. Por eso, desde hace años, referentes de barrios populares, organizaciones sociales, técnicos y académicos, algunos de los cuales entrevistamos para elaborar esta crónica, vienen insistiendo en la necesidad de políticas públicas que impulsen la integración sociourbana.

Esta nota narra sus experiencias y recoge las voces de quienes fueron protagonistas de los procesos que, en los últimos años, empezaron a cambiar la vida cotidiana en muchos barrios pero que ahora se detuvieron con la llegada al poder de la ultraderecha.

 

márgenes en el centro
 

En 1971, el antropólogo Hugo Ratier advertía que, aunque la clase media no lo supiera, la villa miseria ya estaba imbricada para siempre en su vida cotidiana: en el albañil que construía sus edificios, en la mujer que limpiaba sus casas. Al observar la evolución de los datos demográficos del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) —80 mil habitantes en 1955, 800 mil en 1970— anticipaba una tendencia que no haría más que intensificarse. Hoy, más de cinco millones de personas viven en lo que se denomina barrios populares: lugares marcados por el acceso nulo o irregular a servicios básicos, viviendas precarias y una altísima informalidad en la tenencia de la tierra.

¿Cómo puede ser que, medio siglo después, la situación no haya mejorado sino empeorado? ¿Por qué tantos compatriotas siguen viviendo en condiciones habitacionales indignas, incluso en contextos de crecimiento económico? La respuesta más sencilla —la pobreza como causa— es insuficiente. La expansión de los barrios populares no responde solo a los vaivenes económicos sino también a decisiones políticas: a la acción (y la omisión) del Estado, a la exclusión sistemática del mercado formal de vivienda y a una política habitacional errática y fragmentada.

 

 

A lo largo del siglo XX la informalidad urbana mutó, pero no desapareció. En los años cuarenta y cincuenta, las primeras villas albergaban a migrantes internos, desplazados desde el interior del país. Pero recién en 1955 comenzaron a ser problematizadas como una cuestión social bajo una mirada moralizante, casi higienista. Las políticas públicas de la época respondieron con soluciones de corte tecnocrático que lejos estuvieron de resolver el problema. El “Plan de Emergencia” de 1956 y, luego, el “Plan de Erradicación de Villas” en los sesenta buscaron expulsar a los villeros a complejos habitacionales periféricos, igual de precarios, con la promesa de “reeducarlos”.

La resistencia no tardó en organizarse. Vecinos y vecinas se agruparon en sociedades de fomento, en la Federación de Villas y Barrios de Emergencia para reclamar otro camino: el del mejoramiento in situ. Pero la dictadura cívico-militar de 1976 profundizó el modelo expulsivo. La represión incluyó la persecución y desaparición de referentes villeros y más de 200 mil personas fueron desalojadas y arrojadas del tejido urbano porteño hacia el conurbano, sin alternativas habitacionales.

La recuperación democrática de 1983 abrió un nuevo ciclo, con un reconocimiento formal del derecho a la radicación y algunas intervenciones paliativas. Sin embargo, el déficit estructural siguió creciendo en el marco de la consolidación de un modelo urbano neoliberal y un proceso de descentralización estatal, sin respaldo presupuestario. Esto implicó la primacía de las políticas de regularización dominial por sobre intervenciones de mejoramiento de los barrios populares.

 

La recuperación democrática de 1983 abrió un nuevo ciclo, con un reconocimiento formal del derecho a la radicación y algunas intervenciones paliativas. Sin embargo, el déficit estructural siguió creciendo en el marco de la consolidación de un modelo urbano neoliberal y un proceso de descentralización estatal, sin respaldo presupuestario.

 

Frente a esa claudicación, muchas comunidades no esperaron soluciones desde arriba: experiencias como la de Villa Palito en La Matanza o la Villa 31 en Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) mostraron que era posible organizarse y urbanizar desde abajo. Desde fines de la década de 1990, los vecinos de Villa Palito hicieron asambleas para diseñar un proyecto de urbanización y luego se nuclearon en cooperativas para construir lo planificado. En el caso de la Villa 31, el proyecto de urbanización cobró más fuerza frente a las amenazas de erradicación del barrio, del por entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad, Mauricio Macri. Ante la posibilidad de un desalojo, los vecinos de la Villa 31, junto con organizaciones sociales y otros actores políticos y académicos diseñaron un proyecto que sería votado de forma unánime y se convertiría en ley en el año 2009. Ambas experiencias ilustran un clima de época, no solo local sino también regional, y dejan entrever un nuevo horizonte para los asentamientos informales. Las erradicaciones dejaron de ser pensadas como soluciones políticas y se instaló la idea de que los barrios debían ser mejorados.

 

 

Un nuevo punto de inflexión llegó en 2016, cuando una alianza entre movimientos sociales, ONGs, y la Iglesia impulsó la creación del Registro Nacional de Barrios Populares (RENABAP). El RENABAP no solo relevó por primera vez cuántos eran y dónde estaban estos barrios sino que permitió dotarlos de existencia jurídica. “Cada familia incluida en el registro tiene un certificado de vivienda que puede acreditar ante cualquier organismo”, nos explica Fernando Cacopardo, Investigador del CONICET y miembro de la Fundación Soporte. Ese acto administrativo, pequeño en apariencia, fue enorme en sus efectos: por primera vez, el Estado reconocía legalmente lo que hasta entonces existía sólo en los márgenes.

Ese mismo año comenzaron en la CABA las primeras intervenciones de integración urbana en las villas 31, 20, Rodrigo Bueno y el Playón de Chacarita. El consenso político que se logró en torno a la Ley Nacional de Integración Sociourbana de 2018, aprobada por unanimidad, marcó un nuevo hito: por primera vez en la historia reciente, las principales fuerzas políticas coincidieron en qué hacer con los barrios populares.

 

En 2016, comenzaron las primeras intervenciones de integración urbana en las villas 31, 20, Rodrigo Bueno y el Playón de Chacarita. El consenso político que se logró en torno a la Ley Nacional de Integración Sociourbana de 2018 marcó un nuevo hito: por primera vez en la historia reciente, las principales fuerzas políticas coincidieron en qué hacer con los barrios populares.

 

De todos modos, la estructura y el financiamiento que posibilitó el desarrollo de estos proyectos a nivel nacional no llegó hasta 2019, con la creación de la Secretaría y el Fondo de Integración Sociourbana.

 

el Estado en construcción
 

Los barrios populares no son únicamente territorios marcados por el déficit habitacional, son también espacios donde se vive, se cuida, se trabaja y se lucha. La política de integración sociourbana (ISU), cuando logró desplegarse, no se orientó solo a abrir calles, mejorar casas o llevar servicios. Intentó ir más allá del cemento y los caños: buscó intervenir sobre la vida cotidiana, resignificar la presencia del Estado y potenciar redes comunitarias.

Marcos, vecino de Villa 20, lo resume de manera sencilla pero contundente: “Se respira de otra manera”. Lo que está en juego supera la ventilación o el polvo del camino, es la experiencia concreta de vivir en un barrio donde se puede salir, circular, acceder a servicios, llevar a los chicos a la escuela sin embarrarse hasta las rodillas. La ISU, con sus matices en la implementación según la jurisdicción, se propuso abordar un abanico amplio de problemáticas: el hábitat digno, el acceso al trabajo, la violencia, el consumo problemático, la salud, los cuidados. Todo ello, buscando promover el protagonismo popular. En muchas de las experiencias eran las propias cooperativas barriales las que ejecutaban las obras. “Fue una política que favoreció el cooperativismo y la generación de trabajo para los mismos vecinos que iban a ser destinatarios de esa política”, afirma Fernando Cacopardo para describir la política nacional de integración.

 

 

Uno de los ejes centrales, a nivel nacional, fue el reconocimiento del trabajo de cuidado, muchas veces invisibilizado. “¿Quiénes son las que cuidan? ¿Quiénes hacen que los pibes salgan de la droga? ¿Quiénes limpian el barrio?”, se pregunta Gastón “Batará” Reyes, referente del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE). Y él mismo responde: “Las compañeras. Siempre son ellas. Y esas tareas no están tenidas en cuenta en la mayoría de los proyectos de urbanización”. Una experiencia concreta en La Matanza lo demuestra. Un grupo de mujeres víctimas de violencia de género participó de una obra de mejoramiento de cocinas y baños, organizada por la Secretaría de Integración Sociourbana (SISU) en articulación con organizaciones comunitarias. Lo que empezó como una obra terminó siendo una salida colectiva. A través de talleres de género y capacitación en oficios, las mujeres mejoraron sus propias casas y ganaron independencia económica. “Fueron las electricistas que hicieron la instalación eléctrica de sus casas y además pudieron echar a los maridos violentos”, cuenta Reyes. El acceso al oficio, al trabajo y a una red de apoyo fue clave para transformar una situación de opresión en otra de posibilidad. El mismo relato deja ver otra cara del problema: “Antes no podían llevar a los pibes a la escuela porque se inundaba o llegaban embarrados”. Urbanizar es mucho más que ordenar calles, es hacer posible lo que parecía lejano. Ir a la escuela, acceder a un centro de salud, no enfermarse por falta de cloacas.

 

 

La salud, de hecho, apareció una y otra vez como tema urgente en los testimonios. La precariedad atenta contra la vida misma. Por eso, algunas experiencias sumaron redes con médicos y médicas voluntarias, como el caso de “Amigos por la salud”, una agrupación de profesionales que organiza operativos mensuales de atención en los barrios populares. Son pequeñas acciones, pero de gran impacto en territorios en donde el sistema de salud muchas veces no llega.

Otra dimensión que se impuso en el propio desarrollo de la política de integración con participación popular fue el consumo problemático. No de manera punitiva, sino desde la lógica del acompañamiento. Cacopardo recuerda el caso de un integrante de una cuadrilla de construcción que robó maquinaria para comprar droga. Una respuesta clásica habría sido la expulsión. Pero eligieron otro camino: articular con la organización Vientos de Libertad suspender al trabajador sin quitarle el viático y acompañar su recuperación. “Algunos volvieron. Hicieron la recuperación y volvieron al equipo”, relata.

Como señala Batará Reyes, también hay una dimensión cultural que no puede pasarse por alto: ¿qué lugares tienen las juventudes, los trabajadores, al terminar la jornada? ¿Qué espacios existen para el ocio, la cultura, el encuentro? La integración urbana, cuando es integral, también supone pensar en eso. No como lujo sino como derecho. Por eso, cuando se articulan calles, plazas, cooperativas, talleres de oficio, espacios de cuidado y redes de salud, no estamos ante simples obras públicas. Estamos frente a procesos de reparación social, de reconstrucción del tejido comunitario y de ampliación de horizontes.

 

Como señala Batará Reyes, también hay una dimensión cultural que no puede pasarse por alto: ¿qué lugares tienen las juventudes, los trabajadores, al terminar la jornada? ¿Qué espacios existen para el ocio, la cultura, el encuentro? La integración urbana, cuando es integral, también supone pensar en eso. No como lujo sino como derecho.

 

integrar no es normalizar
 

La primera característica de la ISU es que nace como una respuesta frente a la segregación urbana. “Las ciudades vienen creciendo de manera muy dispareja, con mucha segregación territorial”, explica Sebastián Welisiejko, exsecretario de Integración Sociourbana. Esa desigualdad, que se manifiesta en circuitos rotos, servicios ausentes y falta de cohesión, no solo margina a los barrios populares sino que compromete la posibilidad misma de construir comunidad. La exsubsecretaria de Gestión de Tierras y Servicios Barriales, Fernanda Monticelli, por su parte, advierte que la exclusión no se distribuye de manera pareja. “En los barrios populares del NOA, por ejemplo, el acceso al agua potable es prácticamente nulo”, señala, lo que deja a amplias regiones del país en condiciones de habitabilidad indignas.

 

 

La segunda característica es operativa: resolver problemas concretos, barrio por barrio. En Villa 20, Marcos Chinchilla cuenta cómo cambió su pasillo luego de la intervención del programa. Se abrió una calle, se mejoraron las viviendas, se construyeron nuevas casas para descomprimir la densidad, se conectaron cloacas, agua potable y tendido eléctrico. Cada solución intentó ser pensada a partir de las condiciones específicas del lugar, con la participación de sus habitantes.

La tercera característica es política. Para un conjunto de las personas entrevistadas, la ISU es una apuesta por otro tipo de relación entre el Estado y los sectores populares. Una política que, en lugar de llegar desde afuera, se teje con quienes habitan los territorios. Busca reconocer saberes locales, trayectorias de lucha, experiencias autogestivas. “La integración tiene que tener en cuenta a los sujetos que habitan el territorio, con una participación activa. Es la lógica del poder popular llevada a los proyectos que buscan transformar esa realidad”, dice “Batará” Reyes. En la misma línea, Lila Calderón de la Mesa Nacional de Barrios Populares agrega: “La integración es que podamos llevar adelante las obras de mejoramiento en el territorio”.

 

Para un conjunto de las personas entrevistadas, la ISU es una apuesta por otro tipo de relación entre el Estado y los sectores populares. Una política que, en lugar de llegar desde afuera, se teje con quienes habitan los territorios. Busca reconocer saberes locales, trayectorias de lucha, experiencias autogestivas.

 

La integración sociourbana, en definitiva, es una política que no busca “normalizar” a los barrios populares ni eliminarlos del mapa. Busca integrarlos en condiciones de justicia.

 

no todos pagamos el mismo precio
 

La implementación de la política de integración sociourbana fue un experimento complejo que involucró actores estatales, organizaciones sociales y vecinos/as de los barrios. Este proceso no estuvo exento de conflictos, ambivalencias y limitaciones. Hubo conflictos cuando los intereses de los actores implicados entraban en tensión por los plazos de las obras y las formas de llevarlas adelante. Esas tensiones eran evidenciadas en ámbitos participativos, donde la mayoría de las veces las discusiones eran acaloradas.

También puede decirse que los resultados fueron ambivalentes debido a que, en paralelo al mejoramiento de los barrios populares, avanzó el crecimiento de los barrios cerrados. Mientras que se trabajó para que los excluidos se integraran a la ciudad, las clases medias y altas fueron atraídas por negocios inmobiliarios, alentados muchas veces por los propios municipios.

 

 

Por último, la integración de los barrios se encontró con dos grandes limitaciones. La primera respondió a la escala de las intervenciones. Los mejoramientos se hicieron, en general, de manera focalizada en los barrios populares sin políticas de suelo a escala más amplia. La segunda limitación tuvo que ver con el escaso nivel de financiamiento que tuvo el programa, el cual dependió, en buena medida, de un pequeño porcentaje de dos impuestos que se cobraron de forma excepcional.

A pesar de todo esto, las voces que atraviesan esta crónica coinciden en que hoy la preocupación es otra: el proceso de integración sociourbana, que supuso la consolidación de cierto consenso, la generación de trabajo, el mejoramiento de algunos barrios y la recomposición de tramas comunitarias, hoy se encuentra paralizado. El financiamiento se detuvo cuando asumió la presidencia Javier Milei. Este año se eliminó directamente  el Fondo de Integración Socio Urbana (FISU). Las obras que estaban en proceso quedaron a medio hacer. Las mesas barriales dejaron de reunirse. Lo que antes era horizonte común, hoy es silencio oficial. Recientemente, a partir de una presentación en la justicia realizada por el CELS se logró bloquear la eliminación de la FISU pero el gobierno no cesa en su avanzada.

 

Este año se eliminó directamente el Fondo de Integración Socio Urbana (FISU). Las obras que estaban en proceso quedaron a medio hacer. Las mesas barriales dejaron de reunirse. Lo que antes era horizonte común, hoy es silencio oficial. Recientemente, a partir de una presentación en la justicia realizada por el CELS se logró bloquear la eliminación de la FISU

 

Luego de décadas de políticas erráticas se había alcanzado un punto de inflexión. Por primera vez se discutía cómo integrar a los barrios, no si había que hacerlo. Y no era una discusión abstracta: se hablaba de calles, de cloacas, de talleres, de mujeres que aprendían un oficio, de pibes que podían ir a la escuela sin embarrarse.

Pero esa posibilidad empieza a deshacerse. Y lo hace con consecuencias concretas: territorios que se desorganizan, vínculos que se tensan, narcos que avanzan en aquellos lugares donde las obras se paralizan. Porque cuando no hay integración, lo que crece es la descomposición. Y aunque sus efectos los sentimos todos, no todos pagamos el mismo precio.

 

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