Es 17 de mayo de 2016 y en el aeropuerto internacional de Salónica-Macedonia, Grecia, los agentes de seguridad apostados en esa entrada al continente europeo detienen la marcha de un hombre ruso. Lleva saco oscuro, camisa y pantalón de vestir. Es delgado y su pelo castaño y muy lacio. Llama la atención, eso sí, una tupida y canosa barba que le baja hasta el pecho. A simple vista podría tratarse de un líder religioso o de un sabio. Quizás ambas cosas.
Al profesor Aleksandr Dugin la policía griega lo retiene por un buen rato. Él toma la situación con calma, incluso con cierta resignación. Tiempo después se le informa que tiene prohibido el ingreso al territorio de la Unión Europea. Su intención hasta ese momento era estar presente, en carácter de redactor jefe del canal de televisión Tsargrada, en un acto a realizarse en el mítico Monte Athos para conmemorar, junto al presidente Vladimir Putin y al Patriarca Cirilo I de Moscú (máximo jefe de los cristianos ortodoxos) el milenio del monarquismo ruso. ¿Quién es este catedrático con formas amenas, estilo sobrio y escritor prolífico a quien no se le permite traspasar las lábiles fronteras de Europa, a quien Estados Unidos sancionó tras el conflicto en Crimea y a quien la plataforma comercial y de extracción de datos Amazon le censuró la venta de sus libros en Italia?
En su biografía sobre el escritor y activista ruso Eduard Limónov, el novelista francés Emmanuel Carrère dedica algunas líneas a nuestro hombre. “Grande, barbudo, con el pelo largo, camina como un bailarín, con pasitos livianos. Habla quince lenguas, lo ha leído todo, bebe a palo seco, se ríe abiertamente, es una montaña de ciencia y de encanto”. En especial, a Carrère le espanta la confusa ideología del joven Dugin: “Lejos de oponer el fascismo y el comunismo, Dugin los venera por igual. Acoge en el revoltijo de su panteón a Lenin, a Mussolini, a Hitler, a Leni Riefenstahl, a Maiakovski, a Julius Evola, a Jung, a Mishima, a Groddeck, a Jünger, al maestro Eckhart, a Andreas Baader, a Wagner, a Lao-Tsé, a Che Guevara, a Sri Aurobindo, a Rosa Luxemburgo, a Georges Dumézil y a GuyDebord”.
En aquella época acababa de disolverse la Unión Soviética y Dugin, hijo de un oficial de inteligencia militar y él mismo un archivista de la KGB, acaricia los treinta años de edad. Su obra escrita ronda temas como la historia de las religiones, el esoterismo, la filosofía y el tradicionalismo. Para Rusia son tiempos cuasi-apocalípticos. Por Moscú deambulan bandas heterogéneas de jubilados reducidos a la mendicidad de la noche a la mañana, soldados que ya no cobran su salario y mucha gente sin una brújula que le permita interpretar el espíritu de los tiempos o el sentido de su existencia. Un mundo donde se cruzan también nacionalistas enfurecidos con el remate a bajo precio del viejo imperio y comunistas nostálgicos del sistema colectivista.
En ese contexto, en un banquete ofrecido por el general Projánov, Dugin conoce a Limónov. Traban amistad de inmediato, hablan de historia, de sus vidas, de la violencia, de la guerra, del coraje y de Rusia. Limónov es quince años mayor, pero no importa. “Este universitario, este hombre de despacho, de libros y de teoría es también un cuentista oriental capaz de embrujar a su auditorio, y Eduard, que normalmente desprecia a los intelectuales, le escucha hechizado”, cuenta Carrère. La relación entre ambos se consolida rápidamente y en 1992 Dugin y Limónov van a fundar el Partido Nacional Bolchevique, más conocido como nazbol, una agrupación que incluirá en su plataforma la reivindicación de la URSS y a la vez del viejo nacionalismo conservador ruso.
La alianza entre ambos personajes durará casi hasta finales del siglo. Carrère se pregunta: “¿Quién de los dos encontró el nombre del Partido Nacional Bolchevique? Más tarde, cuando se separen, los dos lo reivindicarán. Más tarde aún, cuando intenten convertirse en respetables, los dos atribuirán la idea al otro.”
el amanecer del eurasianismo
Hacia 1997 la crisis terminal en que se había adentrado Rusia con el fin del sueño socialista no había menguado un ápice. El pueblo ruso todavía no veía la famosa luz al final del túnel. Boris Yeltsin era un presidente al que el poder y la vida se le escurrían como agua entre los dedos y la sociedad enfrentaba sin herramientas materiales ni emocionales las consecuencias de la derrota de un año atrás en Chechenia: la humillante retirada de sus tropas, varias decenas de miles de civiles y siete mil soldados muertos, el ánimo levantisco de los países que habían conformado el Pacto de Varsovia y ahora, alentados por Occidente, se preparaban para alistarse en la OTAN.
En ese mismo año Dugin publica Fundamentos de geopolítica: el futuro geopolítico de Rusia. Con este trabajo abandona definitivamente su veta esotérica y su errancia por el underground político-literario moscovita para pasar a ocuparse con mayor seriedad de asuntos estratégicos para la proyección de su país en el nuevo orden global. La tesis central de Fundamentos es que para ser alguien en el concierto de las naciones, Rusia necesita frustrar la arremetida atlantista liderada por Estados Unidos y la OTAN, que procura contenerla mediante un anillo de estados recientemente independizados. Retomar la histórica vocación de grandeza compartida tanto por el imperio zarista como después por la URSS se convierte en el nuevo imperativo; devolverle a la madre Rusia su condición de potencia mundial a través de diplomacia, alianzas y fierros.
El libro pega fuerte en el ambiente político y militar y agota cuatro ediciones en poco tiempo. De la mano de Ígor Rodionov, exministro de Defensa, el texto es incluido en el plan de estudios de la Academia de Oficiales de las Fuerzas Armadas, lugar donde se forma la élite militar rusa. Desde entonces se ha señalado la influencia creciente de Dugin sobre el Kremlin de Vladimir Putin. De hecho, Dugin se ha dedicado a predicar el resurgimiento ruso y el eurasianismo por todo el planeta con libros, conferencias y entrevistas.
Un biógrafo de Putin, el estadounidense Steven Lee Myers, señala que esa influencia se hizo más patente a partir de 2011, cuando el líder ruso lanzó el proyecto de Unión Euroasiática. “El eurasianismo en Rusia era una filosofía profundamente conservadora llevada a la clandestinidad por la ideología internacionalista de la Unión Soviética”, señala Lee Myers. Estas ideas, defendidas en artículos y libros por Dugin, “se extendieron desde la periferia del debate académico y se volvieron cada vez más prominentes. Circulaban entre los más allegados a Putin y eran analizadas en sus reuniones tardías a la noche; y cada vez condimentaban más las declaraciones públicas no solo de Putin, sino de sus consejeros más poderosos”.
la conexión argentina
Dugin visitó la Argentina en tres oportunidades a instancias de sectores del peronismo interesados en la política internacional. En la primera, en 2014, brindó dos conferencias abiertas, una en la CGT, donde compartió panel junto al sindicalista judicial Julio Piumato y al filósofo Alberto Buela, y otra en la Casa de Rusia en Buenos Aires, una especie de entidad diplomático-cultural paralela a la embajada que funciona en el barrio de Almagro.
La segunda vez que pisó nuestras tierras, invitado por el Centro de Estudios Estratégicos Suramericano, dependiente de la CGT, fue en noviembre de 2017, con un plan más ambicioso y con una recepción del público local cercana a lo masivo. En 2019 su visita se enmarcó en la semana de conmemoración a los 70 años del Congreso de Filosofía de Mendoza de 1949, que en su momento dejó como saldo, en forma de libro, el discurso de la sesión de clausura a cargo del entonces presidente Perón: La Comunidad Organizada. Dugin brindó cuatro conferencias en la semana del 22 al 26 de abril último.
Cada vez que vino sus intervenciones se dieron en lugares detenidamente buscados por su simbología: además de Mendoza visitó la Escuela Superior de Guerra Conjunta de las Fuerzas Armadas, el antiguo edificio de la CGT en la calle Azopardo y la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Espacios que representan las armas, el trabajo y el conocimiento.
En estos viajes tomó contacto con las ideas de Juan Domingo Perón. Del fundador del justicialismo dijo: “Perón es el profeta ontológico. Solo él ha visto profundamente el problema más importante de la humanidad: el del ser”. Y también: “Las ideas de Perón son tan universales, tan geniales, son tan parecidas a los sueños de los patriotas rusos que puedo ver mi identidad y mis valores reflejados en ellas”. Es que, más allá de las distancias en tiempo y espacio, el link entre la teoría geopolítica de Dugin y la tercera posición peronista resulta evidente.
Las nociones más generales del pensamiento de Dugin pueden leerse, por estas pampas, en diálogo con las obras de algunos desconocidos intelectuales del primer peronismo. Carlos Cossio fue un jurista y poeta argentino que en 1949 propuso nombrar “cuarta posición” al movimiento de Juan Perón, con la consciente intención de diferenciarlo tanto del liberalismo y del comunismo como de los totalitarismos centroeuropeos. A su vez, el filósofo cordobés Carlos Astrada, discípulo de Martin Heidegger y Edmund Husserl durante su estadía alemana, publicó en 1948 El mito gaucho, ensayo donde rastrea en la naturaleza, la historia, la espiritualidad y la cultura de nuestro país el hilo de oro para justificar su propuesta filosófica del gaucho y la pampa como representaciones del ser nacional en su geografía existencial. Operación de lectura y programática muy similar a la que hicieran los viejos teóricos y predicadores euroasistas en los que abreva buena parte del pensamiento filosófico de Dugin. Coincidentemente con este vínculo entre autores rusos y argentinos, el mismo Astrada describió también entusiastamente a la gesta soviética de 1917 como el “renacer de la humanidad”. Supo ver en la revolución rusa, en tanto mito vivificado, la posibilidad de la “utopía humana” concretada.
De sus contemporáneos locales, Dugin está emparentado intelectualmente a los académicos argentinos Marcelo Gullo, politólogo y autor de La insubordinación fundante. Breve historia de la construcción del poder de las naciones, y a Buela, con quien además el ruso comparte amistad. Dugin promueve la conformación de grandes bloques regionales cohesionados no solo por la economía sino por una cultura común. ¿Es posible pensar un continentalismo sobre la profusa y abundante tradición del pensamiento y la práctica latinoamericanista? Lengua, religión, pasado compartido y próceres libertadores en común integran el mosaico de subnaciones que pueblan nuestra balcanizada América.
el constructor
El docente en la Universidad de Buenos Aires Esteban Montenegro, integra el Grupo de Estudios Estratégicos Nomos. Lector, comentador y difusor de la obra del pensador ruso, fue el encargado de la edición de Geopolítica existencial, el primer libro del autor publicado en nuestro país, en el que se reúnen aquellas tres charlas del 2017. Acerca de su maestro dice: “Es un espíritu profundamente inquieto y heterodoxo que no permite ser clasificado por criterios académicos ni políticos tradicionales. Como filósofo manifiesta una apropiación libre y creativa del tradicionalismo integral de Julius Evola y de la obra de Martin Heidegger, pero ello se superpone a su formación como geopolitólogo, donde la influencia de Carl Schmitt y del primer eurasianismo es decisiva”. Para Montenegro lo que nos define mejor es la enemistad, y Dugin “es un enemigo del liberalismo en todas sus esferas, tanto la económica y la cultural como la geopolítica”.
Pero la verdadera peculiaridad del pensamiento duginiano reside, a su criterio, en no propiciar ninguna de las viejas alternativas del siglo xx. Ni el fascismo ni el comunismo ni un mero realismo son para Dugin el camino a seguir en las relaciones internacionales. Su programa puede ubicarse en dos obras. Por un lado, en La Cuarta Teoría Política, donde justamente invita a interpretar el mundo por fuera de los marcos ideológicos del siglo xx; y, por el otro, en La Teoría del Mundo Multipolar, donde efectúa como propuesta geopolítica la conformación de distintos bloques de unidad continental que se opongan a la dirección unipolar que le imprime la hegemonía noratlántica con sede en los Estados Unidos.
Su rechazo sin concesiones al liberalismo y su apertura a un pluralismo real, opuesto a la tolerancia en la que todas las identidades son invitadas a diluirse en favor del intercambio comercial, son dos nodos del pensamiento del ruso. Según ese lineamiento, Dugin no escribe para decirle a los demás qué hacer; escribe como parte de un esfuerzo por coordinar a diferentes actores cuyo enemigo común no sería solo el neoliberalismo económico o el progresismo como manifestación cultural del liberalismo, sino esa lógica profunda con que la modernidad occidental se concibe a sí misma bajo un único ideal de progreso que se proyecta como destino para todos los pueblos.
“Su 4TP no propugna la subordinación sino la autonomía de cada espacio civilizatorio”, explica Montenegro. Dugin, entonces, se explaya más sobre lo que no es que sobre lo que debería ser, pues definir aquello que debería ser es tarea de cada continente. En ese sentido, su propuesta es metapolítica: está destinada a aquellos que reflexionan en el terreno filosófico-geo-político y no renuncian a que esa reflexión transforme eventualmente la realidad.
En un clima mundial de búsqueda de modelos más o menos universales para oponer a la hegemonía norteamericana, en momentos de reagrupamiento e intercambio entre movimientos y corrientes opuestos al establishment de lo políticamente correcto que marginaliza cualquier opción que se salga de los carriles permitidos para disentir, Dugin abona una estrategia de acercamiento entre polos aparentemente lejanos y se muestra como un constructor de puentes entre quienes comparten un mismo enemigo.
“Coincido con el análisis de Gramsci, de la izquierda, mucho más que con teorías de la conspiración”, explica el propio Dugin, consciente de sus puntos flacos. “El liberalismo representa para mí la liberación del ser humano de todas las formas de identidad colectiva: empezó con la clase, la religión, los estamentos, las naciones, el género y, en su última fase, la liberación del ser humano de sí mismo como identidad colectiva, a través del posthumanismo y la inteligencia artificial. La tradición -dice- no es lo pasado, sino lo eterno; por lo que la modernidad representa una lucha contra lo eterno”. Ese es, entonces, el enemigo.
Con respecto al mito sobre su cercanía real o no al Kremlin, es probable que esa necesidad de afianzar una proximidad física esté más cerca de ser un requerimiento de cholulismo intelectual, de cierto fetichismo, que de una dinámica concreta entre el pensador y el político. Sin embargo, no pocos analistas coinciden en que en 2015, cuando las Fuerzas Armadas de Turquía derribaron una aeronave rusa, Dugin fue uno de los nexos buscados por Putin y por Erdogan para apaciguar las aguas entre los dos Estados. En ese plan de agente consciente de la política exterior de la Federación Rusa, y probablemente como elemento de una estrategia de poder blando del Estado ruso dirigida a nuestro país y a la región, pueden enmarcarse sus mencionadas visitas a la Argentina.
más allá de la tolerancia
La prédica que hasta hace solamente una década parecía destinada a perderse en el desierto de la aldea global hoy encuentra terreno fértil para desarrollarse y crecer en varios puntos del planeta como Italia, Turquía, España y hasta los mismísimos Estados Unidos de América. Acerca del peculiar Donald Trump, Dugin no pierde oportunidad de repetir que es el presidente americano menos atlantista desde Wilson a nuestros días, y respalda su aseveración con el retiro de tropas de los escenarios del geopolíticamente codiciado Rimland, y con el hecho de que Trump se erige como adversario del establishment financiero mundial representado políticamente en el obamismo.
Esta nueva e inesperada reconfiguración del mapa geopolítico también le ha aportado a Dugin interlocutores que modulan en su misma frecuencia. Uno de ellos es el publicista republicano Steve Bannon, de quien el ruso dijo: “está a favor del populismo integral, habla elogiosamente de Bernie Sanders, propone a Marine Le Pen acercarse a Jean-Luc Mélenchon. No es ideal, pero es una rareza, un político de alto nivel”.
En Europa sucede otro tanto. En Italia Dugin ha establecido lazos personales con Matteo Salvini, actual vicepresidente y primer ministro del gobierno de coalición entre dos populismos de signo ideológico opuesto, el de la Liga Norte y el Movimiento 5S. En Francia, vinculado intelectualmente al pensador Alain de Benoist, no es difícil imaginarlo en las calles de París dando vuelta algún que otro patrullero conceptual junto al movimiento de los chalecos amarillos. Y en Inglaterra se lo asocia con el nacionalista y euroescéptico líder Nigel Farage, uno de los artífices del referéndum que culminó en el Brexit.
Con respecto al presente geopolítico de Sudamérica y despejando, dada su ingobernable sensibilidad, atendibles dudas, Aleksandr Dugin se muestra determinante: “Bolsonaro es una marioneta, un simulacro de populismo, un dictador liberal como Pinochet. Habría que acabar con personajes como Bolsonaro”. Aunque no se le conocen relaciones directas con ninguna de las administraciones populares o progresistas de la primera década del siglo, su afinidad parece evidente. El pensador ruso cree que los populismos realmente existentes, con sus más y sus menos son, de hecho, la forma cultural concreta que va adquiriendo en la práctica su 4TP. Esa propuesta genérica es lo que se ha dado en llamar “populismo integral”.
Haciendo una analogía con los términos de la clásica fórmula ideológica que en nuestro país se recomendaba en el mundo de la industria editorial para que un proyecto periodístico tenga éxito comercial: “suplemento cultural de izquierda, sección política de centro y economía de derecha”; Dugin propone para su paradigma lo contrario. Lo explica: “El liberalismo hoy es económicamente de derecha y moralmente de izquierda. Aborto, progresismo y gran capital. Eso es precisamente la globalización: Hillary Clinton, la Unión Europea. El populismo por el que abogo es precisamente lo opuesto: económicamente a la izquierda, unido a valores conservadores tradicionales. El populismo debe unir la derecha cultural con el socialismo, la justicia social y el anticapitalismo”. Por supuesto, esto parece más sencillo en los papeles que en la dura arcilla de la realidad contemporánea.