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las que llevan varias casas a cuestas
Las empleadas domésticas son un paradigma de la informalidad laboral. Pero el problema no es solo la falta de contrato. Los convenios oficiales tampoco garantizan la supervivencia económica más elemental. Entre vínculos laborales forjados en la intimidad de los hogares y la crueldad de las familias convertidas en patronas, las trabajadoras luchan como pueden para tornarse visibles y fortalecer un amparo elemental.
28 de Abril de 2022

 

A finales de 2018, durante una de las tantas tardes de calor aplanador de noviembre, un grupo de mujeres dijo basta. Llevaban días de colas interminables para tomar el transporte que les permitía entrar y salir de Nordelta, ese coloso de los proyectos inmobiliarios privados que ideó Eduardo Costantini en la zona de Tigre. Ese día improvisaron un piquete sobre la ruta 197. Fue un estallido pequeño pero contundente. Las combis con asientos vacíos de la empresa Mary Go las pasaban como árboles en la ruta y ellas, luego de trapear y cocinar para otres, de limpiar para otres, de cuidar niñes de otres, solo querían volver a casa. Desde hacía semanas se había establecido una especie de apartheid patronal por el cual en las combis que viajaban les residentes, ellas no podían ir.

Mercedes  encendió la chispa. Otras la siguieron. Hubo un celular, o varios, que las filmaron y eso que hasta entonces se tramitaba puertas adentro, cruzó muros, fronteras y vigilancias. Algo irrumpió en la escena. A partir de ahí hubo para ellas un antes y un después, quizá más simbólico que material, pero indispensable para pensar que el trabajo en casas particulares tenía mucho para contar. Y, por fin, del otro lado había una atención para recibirlo.

Por aquel entonces, Mercedes celebraba esa mirada, y decía:

−Nosotras venimos a lavar su mugre. Habría que hacer una huelga y ver cómo se arreglan ellas, las patronas, a ver si van a agarrar la escobita, el clorito…

La vida da vueltas curiosas. No hubo huelga, no. Pero de alguna manera la pandemia y la cuarentena para enfrentarla crearon las condiciones para que algo de eso que deseaba Mercedes pasara. Aunque parezca otro mundo ya, y otro tiempo, en aquel primer semestre de 2020 las tareas domésticas tomaron un espesor inédito en el día a día de personas que antes no pasaban demasiadas horas en sus casas. La mopa se transformaba entonces en uno de los productos más vendidos durante la cuarentena de abril de ese primer año del virus. Un producto de moda que traía la novedad cool de trapear el piso y se viralizaba en redes. Si hasta las figuras del espectáculo se tomaban fotos con ella.

Pero pasó la novedad. Y entonces empezaron a surgir otras noticias: empleadores que querían que las trabajadoras volvieran a sus casas a hacer las tareas que hacían siempre, que sacaran el registro de esenciales para poder circular y hacerlo. También apareció el deseo de que, directamente, se quedaran con cama adentro hasta que pasaran las restricciones. O empleadores que echaban a quienes tenían trabajando en negro y no estaban dispuestos a sostener el sueldo de alguien que no iba a sus casas. Fue un desparramo para ellas. El sector de estas trabajadoras fue uno de los más golpeados. Un zarpazo que todavía las mantiene en la lona.

Hoy Mercedes ve aquellos meses de incipiente ebullición combativa con cariño. Algo se gestaba. Algo cambió. En los sindicatos –dice- hubo un registro, aunque sea discursivo. Levantaron el guante. Aunque no hubo cambios significativos ni avances notorios en el reconocimiento de derechos que pauta la Ley 26.844, de alguna manera se logró cierta visibilidad. Pero la organización se complicó en los barrios de Nordelta y aledaños. Hubo despidos, miedos, listas negras. La crisis hizo lo suyo.

 

Fuera de la tabla

Son las más informales entre las informales. Y son ellas así, en femenino, porque representan el 95% de quienes realizan esa actividad. Muchas mujeres solas o con hijos que alquilan, comen y visten a los suyos con un sueldo que en el caso de respetar las tablas que establece la Comisión Nacional de Trabajo en Casas Particulares es de $ 34.148,5 mensuales para tareas generales (categoría por la que en general son registradas) y de $ 37.973 si se trata de un trabajo con cama adentro. Si bien la paritaria 2021, que rige desde junio del año pasado a mayo de este año, representa un incremento del 65% con respecto al anterior, el avance es lábil si se recuerda que se necesitaron $37.413 pesos para comprar la cantidad mínima de alimentos.

Gladys habla por celular desde la habitación de arriba. Aprovecha mientras la jefa descansa abajo. Desde hace un año trabaja en esa casa siete horas y gana 37 mil por tareas generales. No está registrada: “Aguanto porque no tengo otro trabajo. Acá, en el Barrio El Encuentro, en Benavídez, casi todas las chicas están ganando 40, 42 mil. A veces 45 mil si son con cama. Más no se paga. Algunas tienen suerte y tienen mucha antigüedad y les pagan 60 mil por mes si están en blanco. Las que trabajan por hora cobran $400 o $450. Las chicas se rompen”. Gladys vive con su hijo de 16 años en un departamento chico en Malvinas Argentinas. Paga $14 mil por mes. A veces buscan mercadería en el colegio vecino. Coincide en lo que dicen sus compañeras: “Desde la pandemia se está peor”.

Mercedes lo ve y lo siente en carne propia. Desde aquellos días de noviembre de 2018 cambiaron muchas cosas. Las patronas (les dicen así, son pocas las veces que el vínculo se da con los hombres) en Nordelta aceitaron su sistema de información en los grupos de WhatsApp. Si alguna trabajadora exige un poco de más, puede entrar en la lista negra, acusada de robo o mal desempeño. Se comparten nombres y fotos. Sin contrato, se les hace difícil plantarse y decir: “Mire, doña, no me corresponde lavarle el auto”. A Mercedes le pasó: la patrona se iba de viaje a Miami y le pidió que esos días fuera a limpiar la casa de su ex. Mercedes se negó. “Si él quiere que limpie su casa, que me pague”, se plantó. Ahí se terminó el vínculo.

Mercedes ahora sigue en contacto con las chicas de Nordelta, pero salvo alguna suplencia no ha logrado trabajar de manera contínua. Ahora vende sahumerios en la zona de San Fernando, en una rutina cada vez más compleja para esquivar inspectores: “Está muy difícil la venta ambulante y quienes no trabajamos en limpieza tenemos este recurso como una de las pocas opciones”.

María del Carmen Díaz, de la Agrupación de Casas Particulares en Lucha, afirma que muchos empleadores hacen arreglos por fuera de la tabla y lo que establece la Ley de Trabajo en Casas Particulares promulgada en 2013. Ella cuenta que una pieza en un barrio popular se cobra $ 20 mil por mes. “A muchas les queda un resto de $20 mil con suerte para comer. Y sumale los medicamentos, porque venimos mal de salud, porque este trabajo es insalubre. Y si estás en blanco no hay mucha diferencia. La obra social es un desastre: no hay turnos, las chicas no consiguen médico, y van a hospitales. La trabajadora no llega a cubrir el mes”.

Angélica López, que estuvo en los comienzos de esa agrupación, ahora mira a la distancia. Desde hace unos meses, vive en España, donde cuida a adultos mayores y limpia en algunas casas: “Yo estaba agobiada. Sin documentos en negro, sin trabajo en blanco, se nos hace difícil armar sindicato. Me vine con contrato. Hace poco acá las empleadas domésticas tienen un seguro al parado”. Más allá de los bonos o beneficios logrados en cada país, este sector es a nivel internacional el que tiene mayor informalidad y peores sueldos. Eso trasciende fronteras.

El nuevo bono de $18.000 del IFE 4 que corre para ellas tiene un techo de ingresos permitidos resultante de la suma de dos Salarios Mínimos, Vitales y Móviles (SMMV). Para cobrarlo, una trabajadora no puede superar los $ 77.880. “Los bonos son paliativos -dice María del Carmen-. Te endeudás, comprás con tarjeta. Estás todo el tiempo eligiendo qué pagar, siempre optando por algo. Hoy los trabajadores en Argentina somos pobres”.

Entre el registro de las trabajadoras y los justificativos para no hacerlo, a veces se cuela el vínculo laboral salpicado de la intimidad que se teje a diario. Algo similar a lo que pasa con los trabajadores rurales, como señala Juan Manuel Villulla en su texto de este dossier: “Estas condiciones dificultan doblemente la emergencia de reclamos o el registro de la relación laboral, ya que en su forma y su contenido no solo tienen pocas posibilidades de éxito debido al poder desmedido del capital sino porque rompen códigos culturales profundos compartidos por ambos polos”. Acá, tal vez en las generaciones más grandes, se confunde una intimidad construída en lo diario, una confianza que a la hora de negociar un aumento, un día libre, una hora extra, termina por pesar en la balanza.

 

Hacer la cama

Es cierto que ese vínculo laboral no siempre se corresponde con una situación extrema o mala fe por parte de empleadores. En Argentina, un informe de la Dirección de Economía, Igualdad y Género en 2020 marcaba que las mujeres aportan 96 millones de horas a diario a criar, planchar, cocinar, limpiar, cuidar, sin cobrar un peso por eso. Las trabajadoras de casas particulares no sólo no son la excepción, porque cuando llegan a sus casas dedican las “horas libres” para esa tareas, sino que sostienen esa maquinaria gigante que funciona puertas adentro nutriendo lo que Katrine Marçal llama segunda economía en ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?, o eso que desde hace tantas décadas Silvia Federici viene señalando: “Se habla ahora de los servicios esenciales y nunca se dice que el trabajo doméstico es el servicio más esencial que hay porque cada día reproduce la vida. Reproducir la vida tiene muchos elementos, no es solamente limpiar, cocinar, llevar a los niños al parque, es todo un trabajo emocional”.

Conocemos el engranaje: integrar el mercado laboral implica muchas veces la tercerización de esos cuidados, que terminan realizando estas mujeres. Barrer, repasar muebles, planchar, cocinar, cuidar niños o adultos, animales, encerar, limpiar el patio, diferentes tareas que no siempre se clasifican acorde a las tablas reguladoras establecidas. Menos aún cuando se trabaja en la informalidad. En un documento publicado por la Organización Internacional del Trabajo, Pimpi Colombo, secretaria general del Sindicato de Amas de Casa de la República Argentina (SACRA), dice: “Uno cree que la persona que tiene una empleada doméstica tiene cierto estándar económico. Pero en realidad es una cadena enlazada de mujeres que hace posible que tengamos empleo, un ingreso, un desarrollo profesional”. El trabajo doméstico varía, igual que sus condiciones, según el lugar en el que se trabaje. No es lo mismo, coinciden las trabajadoras, hacerlo para una casa de clase media que hacerlo para casas de los barrios cerrados.

Según datos de la Agencia de Recaudación de la Provincia de Buenos Aires (ARBA), sólo en la provincia de Buenos Aires hay 871 barrios cerrados o countries. El año pasado, desde el Ministerio de Trabajo de la provincia de Buenos Aires se hizo un relevamiento: once inspecciones a barrios cerrados de ocho partidos bonaerenses para analizar las condiciones de contratación de las trabajadoras en, por ejemplo, Tigre (Nordelta), Pilar, Hudson, Almirante Brown y San Vicente. En las 3544 viviendas observadas, sólo encontraron registradas a 708 trabajadoras. El 99% rondaba los 45 años, la mitad de ellas eran jefas de hogar y una de cada tres tenía menores de 18 años a cargo; también dedicaban entre 21 y 31 horas semanales de trabajo, muchas veces con varios empleos, y en busca de aumentar su carga horaria. El ingreso promedio apenas cubría el 20% de la canasta familiar tipo.

De ese estudio del Ministerio de Trabajo bonaerense surgen más datos: el 51% de las trabajadoras estaba sin registrar y había un 17% dentro de las que sí lo estaban que tenía mal anotados sus datos. ¿Cómo hacían para calcular la cantidad de trabajadoras? Pedían en los ingresos a los barrios cerrados la cantidad de personas que salían o entraban a diario. Luego se comparaba con los registros en la AFIP.

Fue el sector más golpeado durante la pandemia. Perdieron 200 mil puestos de trabajo que cuesta recuperar. “Muchas no han vuelto a trabajar. Hay compañeras que están con abogados, porque fueron descartadas durante la pandemia. Mujeres grandes que habían trabajado muchos años en casas y no fueron llamadas de nuevo”, dice María del Carmen. Gladys cuenta que está en litigio con sus antiguos patrones. Lo mismo transita Mercedes. Situaciones similares de disputa legal. Ni Gladys ni Mercedes usan los servicios de los sindicatos.

Según un análisis sobre la base de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) del Indec, el año pasado hubo un 4,2% menos de trabajadoras ocupadas en esta actividad en relación al cimbronazo del 2020 y un 25,2% menos si se mira a fines de 2019. En el cuarto trimestre de 2021, el sector representaba el 5,5% del total de personas ocupadas en los 31 principales centros urbanos del país. Ni el programa Registradas ni la posibilidad de deducir de Ganancias como incentivo para patrones alcanzan para bajar la vara de informalidad en esta actividad.

 

“Las patronas tienen un grupo de WhatsApp. A las chicas de las provincias y mis paisanas las marcan. Es una lista negra. Las despiden y dicen que robaron. Patronas, doñas, las chetas, deciles como quieras. La mía me tiene en negro, pero cuando hay aumento yo le aviso”, dice Gladys y cuenta que entre las trabajadoras también hay grupos de WhatsApp para pasarse info. Jessica Basci, por ejemplo, trabaja con cama en Nordelta y armó uno con un objetivo claro: “La idea es que crezca y que no sea para criticar sino para denunciar maltrato, para poner con lote y barrio a quienes no pagan, para cuando alguna de nosotras tiene una entrevista de trabajo sepa por dónde arar”.

Jessica dice que como prevalece la informalidad, el sueldo es moldeado por el boca en boca: “¿Vos cuánto le pagas a la tuya?”. Así se establece una paritaria paralela en la que por lo general solo negocia la parte empleadora. Limpiar el frente, el garage, hacer el planchado, cocinar, cuidar a niñes… en la casa en la que trabaja ella, son tres chicas contratadas para “sacarla adelante”. Ella está con cama adentro porque es lo que más se pide por estos días y porque lo necesitaba: “Estoy endeudada y por unos meses esto me conviene. Hago una mínima diferencia que me permite sacarme las deudas. Hoy en día no me molesta. Puedo hacerlo tres meses, pagar lo que debo y después buscar otro lugar. O quedarme. No sé. Pero no todas pueden elegir”.

Desde la Asociación de Trabajadoras del Hogar y Afines (ATHA) dicen que es muy difícil armar un mapeo de la situación en las provincias. Los datos escasean. Sí puede decir que fuera de la provincia de Buenos Aires la situación es más informal y los sueldos más bajos. María Elena, de 34 años, desde Mendoza capital, dice que esos datos son correctos. Ella vive en el barrio Flores y celebra tener una casa precaria pero no estar atada al pago de un alquiler. Responde tarde, a la noche, cuando encuentra un momento. Pertenece a Trabajadoras de Casas Particulares en Lucha y hace un resumen de sus días y los de sus compañeras: la situación más débil de las trabajadoras migrantes sin documentos, el vacío para mujeres de entre 50 y 65 años que todavía no pueden jubilarse pero tampoco encuentran trabajo, lo extenuante de trabajar en varias casas por día y que la jornada no termine ahí, sino que siga y siga: “Nosotras cuidamos los hijos de otras y a nosotras nos ayudan vecinas o familia, si son muy pequeños. Salís de tu casa pensando en cómo quedarán tus chiquitos, si estarán bien, y cuando volvés, estás tan cansada que apenas tenés fuerza para cuidarlos. Ni que hablar cuando comienzan las clases y hay que comprar útiles. No hay plata, ni siquiera tiempo. Nosotras cargamos con dos o más casas encima”.

El cuerpo se resiente. “Las chicas están rotas”, decía Gladys. No solo por la presión de las deudas, del sueldo raquítico, también porque este tipo de trabajos por décadas invisibilizado deja sus huellas, lo que los especialistas llaman mala ergonomía, movimientos repetitivos con los dedos, manos o brazos cada pocos segundos; posturas incómodas y arrastre o traslado de cargas, personas, animales. 

La situación mejora si hay información, si hay elementos de protección, si hay cierto amparo. Apenas el 16,1% de las registradas está afiliada a un sindicato. El resto corre por su cuenta. Un 76,8% que trabajan sin red, sin aporte, sin resguardos y que al entrar cada día a esas casas lo hacen en total intemperie.

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