El 11 de agosto el país entró en una dinámica vertiginosa que nadie sabe a dónde nos conduce. Desde entonces el sistema nervioso de la población se tensa cada día ante la posibilidad de un cataclismo, que se concreta paso a paso, como una mala película de terror sin suspenso. Pero cuando la crisis arrecia también es posible avisorar los contornos del nuevo orden que asoma.
Ante todo conviene determinar el sentido del pronunciamiento popular que irrumpió en las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO). Que el ritmo desbocado de los acontecimientos no nos impida descifrar la clave de la época que comienza. Si la sentencia electoral fue una irrupción democrática mayúscula es, en primer lugar, por su carácter inesperado. Esa sorpresa la vuelve particularmente indigesta. La voluntad colectiva, al propinar una paliza que nadie calculaba, dejó en ridículo al aparataje mercadotécnico de encuestas y se sacudió de encima las redes telemáticas que pretendían persuadirla para decidir en contra de sus intereses.
Desconcertados, un poco groguis, los expertos y analistas atinaron a explicar el suceso en base a un supuesto “voto vergonzante” difícil de captar en las mediciones: mal de pocos, consuelo de cínicos. Mientras el presidente, desnudo, mostraba su verdadera fibra al regañar a los votantes por tamaña equivocación, incapaz de comprender lo obvio (el voto castigo contra una gestión nefasta). Fue sin embargo el gurú ecuatoriano, ya desprovisto de su varita mágica, quien atinó a descifrar el mensaje de las urnas, en un artículo dedicado a defender el negocio: “las encuestas no están midiendo una actitud anti-establishment que aparentemente se expresa a última hora”.
En efecto, el resultado electoral no puede ser leído apenas como el anuncio de otro ciclo de alternancia, uno más; asistimos a una estruendosa manifestación de rechazo popular contra las élites que piensan al país con criterios mezquinos y excluyentes. El conglomerado de poder que acaba de ser derrotado reunía a los cuadros de las empresas en el comando de los principales resortes del Estado, disfrutó del apoyo de casi la totalidad de los ricos y famosos, contó con la activa militancia de los medios de comunicación más potentes, y con el decidido soporte geopolítico del Imperio en su versión conservadora. Parecían imbatibles, eran un enorme tigre de papel.
De confirmarse en octubre, el desenlace instaura las coordenadas de un nuevo orden de sentido. Para decirlo en términos de la campaña: si el macrismo quiso instalar como eje de la discusión la disputa entre república y autoritarismo, el aluvión electoral respondió que la democracia es algo más que un republicanismo vacío, y que no hay argumento moral que valga para perforar el bienestar de las mayorías. Proyectando el mismo enunciado a diciembre, podríamos decir: si el próximo presidente de los argentinos debe inquietarse por las reservas monetarias que encuentre en el Banco Central para hacer frente a la deuda externa, también deberá tener muy en cuenta las reservas democráticas que bullen en la sociedad argentina a pesar de todo, y que requieren ser priorizadas.
el quinto peronismo
El peronismo ha revalidado con creces su aptitud para representar el descontento, ofreciéndole una opción hipercompetitiva, flexible y demoledora. La singularidad más llamativa de este peronismo versión 2019 es el intento de una conducción compartida, entre dos figuras muy distintas que se conocen bien. Tal sociedad permitió la unidad de los contrarios que se convirtió en una aspiradora electoral.
La división de tareas parece explícita y por lo tanto previsible: mientras el kirchnerismo se concibe despositario último de los votos, celoso vigilante de la confianza de los sectores más postergados y garante ideológico del rumbo, el fernandizmo se ocupa de ampliar cada día un poquito más los márgenes de la coalición, intenta seducir a la clase media y se gana el favor de los poderes con capacidad de desestabilización. A medida que la campaña avanza, se observa a un Alberto Fernández cada vez más cómodo en el centro de la pasarela, mientras Cristina Kirchner se acomoda en un segundísimo plano, casi ausente. Entre uno y otro se ubica la nueva estrella del firmamento político, Axel Kicillof.
Mas allá de las especulaciones que abundan, en el horizonte cercano se prefigura una nueva etapa cuyos contornos se definirán en las próximas semanas. Quienes se preparan para gobernar tienen una imagen nítida en la retina: 2003. Porque la situación social y económica alimenta las semejanzas, porque el próximo presidente fue artífice como Jefe de Gabinete de aquella transición exitosa, y porque durante estos cuatro años de primado cambiemita no parecen haber surgido demasiadas ideas nuevas en la oposición. Entre las múltiples diferencias de contexto, hay una que sobresale: el 1 de enero de aquel año bisagra, en Brasil asumía como presidente Lula Da Silva; desde el 1 de enero de 2019, en el país más importante del Continente gobierna Jair Mesías Bolsonaro.
Si se agudiza la debacle electoral del macrismo, es decir si finalmente son desalojados también de su bastión en la Ciudad de Buenos Aires, el formato político diseñado por Néstor Kirchner podría replicarse: una coalición de gobierno con base de sustentación en el peronismo, volcada hacia el centro con ánimos de transversalidad, en busca de una resurrección económica como causa nacional. En términos sociológicos, se trata de construir una alianza social entre los sectores de menores ingresos y las clases medias hoy en proceso de pauperización, para promover el consumo de masas y gracias a ese tractor recuperar los niveles productivos estándares del país agrario. En el campamento albertista se imaginan, eso sí, otras herramientas: en lugar del martillo, el destornillador. En lugar de percutir al enemigo para conformar un nosotros dinámico e intenso (como enseña el manual populista), lo que se proponen es convocar a un acuerdo donde las corporaciones serán protagonistas.
El plan se basa en una hipótesis optimista que habrá que corroborar in situ: a partir del 10 de diciembre, la polarización ya fue. A diferencia del país de principios de siglo, hoy la representación estaría funcionando y la clase política se cree en condiciones de conducir el barco a buen puerto. Por eso la apuesta a una transición ordenada, incluyendo una negociación razonable con el FMI, que evite el eterno retorno de la crisis radical. Sin embargo, los dos ciclos que gobernó el peronismo después de la dictadura asumieron en un contexto de cataclismo y basaron su éxito en la construcción de una salida. Menem en 1989 lo hizo en medio de la hiperinflación y pactó con Alfonsín la entrega anticipada del poder. Kirchner asumió luego del default y de un tembladeral político inolvidable.
Si la historia se repite una y otra vez no es solo por capricho o imprevisión. Solo modificando en serio las causas estructurales de la impotencia será posible escapar a este libreto explosivo y obvio. Diciembre aparece otra vez al final de un túnel cada vez más oscuro. Quizás la esperanza motivada por el nuevo gobierno sea más fuerte que la bronca resultante de los sucesivos episodios devaluatorios e inflacionarios. Después veremos.