Unas pocas semanas antes de que la OMS declararse al virus SARS-COV2 como pandemia que aún nos tiene a boca y nariz tapadas, Joaquín Phoenix recibía su primer Oscar al mejor actor por su performance como némesis de Batman en la película Joker. Al recibir la estatuilla, serio y sin sonrisas maliciosas como las que exigía el personaje, expresó: “creo que, ya sea que estemos hablando de desigualdad de género o racismo o derechos queer o derechos indígenas o derechos de los animales, estamos hablando de la lucha contra la injusticia… nos sentimos con derecho a inseminar artificialmente a una vaca y cuando ella da a luz, nosotros robamos a su bebé, a pesar de que sus gritos de angustia son inconfundibles. Luego tomamos su leche que está destinada a su ternero y la ponemos en nuestro café y nuestro cereal”.
El discurso fue una proclama animalista que mereció aplausos y despertó controversias. Fuera de Hollywood resonó la pregunta: ¿la preocupación por los derechos de los animales es solo una excentricidad del primer mundo? Esta hipótesis podría ser validada por la larga lista de ricos & famosos que son confesos animal lovers: Moby, Ariana Grande, Bryan Adams, Billie Eilish, Natalie Portman, Brad Pitt, James Cameron, Novak Djokovic, Mike Tyson, Venus y Serena Williams, por solo citar algunos. Se podría decir que para la elite global hoy garpa, que es cool ser vegano. De hecho, en mayo de este año la mexicana Andrea Meza −como Miss Universo 2020− irrumpió con su escultural belleza, su titulación de ingeniera de software, sus luchas contra la violencia de género y su reivindicación vegana. Un cuerpo sostenido a base de plantas que logra ser admirado mundialmente, y no era la primera vez que ocurría: nadie olvidará a Brigitte Bardot y su cruzada animalista. Más cerca: Nicole Neumann, Marcela Kloosterboer y Liz Solari (quien, el año pasado, a propósito del acuerdo porcino con China, posó en una foto impensada junto al titular de la Unión Vegana Argentina y al presidente Alberto Fernández).
alianzas insospechadas
Más allá de las luces y la farándula, los veganos rasos empezaron a asomar en nuestros asados made in Argentina hace varios años: cuasi extraterrestres que, entre chinchulín y molleja, cuelan un queso de castañas de cajú a las hierbas, en un país con una identidad fuertemente cárnica, donde resulta aplaudible que unos “gauchos” de la Sociedad Rural golpeen a manifestantes veganos cuya prédica solo es tolerada cuando se mencionan los múltiples beneficios a la salud que una alimentación de este tenor aporta.
Sin todavía demasiada legitimidad social, existe un “derrame” vegano, más silencioso. Desde el año pasado, la Ciudad de Buenos Aires luce un sarpullido de dietéticas que ocuparon el lugar de kioscos, boutiques, gimnasios y muchos otros rubros que dejaron de ser rentables a medida que lo sanitario hizo que el espacio público se contrajera. Amasamos pan de masa madre y nos animamos a consumir nuevas categorías de alimentos. Dentro de ese concierto empezó a destacarse la presencia de los productos “apto vegano”, y las dietas veganas para un cuerpo saludable se propagaron.
Pero además del argumento cuerpo saludable-mente saludable, existe una confluencia entre la militancia ambientalista y la bandera animalista. Más allá de documentales como Cowspiracy o Seaspiracy, que dejan en claro la relación entre las industrias ganadera y pesquera y la depredación de suelos y aguas, la cuestión llamó fugazmente la atención cuando el 29 de abril pasado –casualmente el día del animal en la Argentina− la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires emitiera la Declaración N° 107/21 por la que declara de interés ambiental la campaña “Lunes sin carne” promovida internacionalmente por Sir Paul McCartney. El argumento de la legislatura nada tenía que ver con el sufrimiento animal sino que se aclaraba que su objetivo era "concientizar acerca del impacto ambiental que genera el excesivo consumo de carne”.
La sensibilidad que esta declaración generó en el sector ganadero −la Sociedad Rural Argentina y el Instituto de la Promoción de la Carne Vacuna Argentina la repudiaron por desfinanciar a la industria − da la pauta de que el cuestionamiento al consumo de carne es una llaga que mantiene alerta a una buena parte de la sociedad, y que posibilita alianzas tan inverosímiles como la de los sectores ligados al campo con otros sectores autopercibidos como progresistas.
Apoyado por buena parte de la farándula de un variopinto espectro ideológico, fogoneado por ambientalistas y resistido por una industria poderosa aliada con amplios sectores de la población que incluso se autoperciben opositores a la misma en términos políticos, el veganismo parece ubicarse en un lugar inclasificable, frívolo para algunos, peligroso para otros, amable pero intrascendente en otros casos.
teología vegana
Los comprometidos con la causa animalista pregonan que el veganismo es más que una moda para Instagram, una sana recolección de nutrientes o un foco de atención para los movimientos ecológicos. Se trata, antes bien, de una actitud ética. Los veganos excluyen de sus menús carne, lácteos, huevos, miel y mariscos; de sus roperos calzados, prendas y artefactos hechos con cuero, lana, plumas o cualquier pelaje animal. No asisten a espectáculos, deportes, ni usan servicios en los que estén implicados animales y tampoco compran shampú, jabones ni cosméticos testeados en ellos. En uso de una analogía un poco forzada, se podría pensar en el cristianismo durante los primeros siglos posteriores a la muerte de Cristo: un movimiento subterráneo, en crecimiento y con gran rechazo social, hasta cierto punto basado en una prédica de amor al prójimo −el animal como nuevo prójimo sintiente− pero al mismo tiempo sustentado en un llamado a transformar consumos y estilos de vida.
Entre los muchas veces involuntarios profetas veganos se podría nombrar al escritor norteamericano David Foster Wallace y a su famoso ensayo Hablemos de langostas. Lo que empezó como la crónica de una experiencia gastronómica en el Festival de la Langosta de Maine terminó convirtiéndose casi en un manifiesto mainstream en favor del veganismo. Las langostas, hervidas vivas, gemían de dolor y ese sonido era también un reclamo de piedad humana.
No mucho tiempo después Jonathan Safran Foer, golden boy neoyorkino y ganador del Pulitzer por Todo está iluminado, publicó Comer animales, una no ficción donde, y partiendo del examen de los códigos que intermedian su relación con George −su perro de compañía− se pregunta sobre los motivos de la falta de consideración del ser humano hacia los animales de granja en términos de seres sintientes. Con esa pregunta y tras el nacimiento de su primer hijo el autor trepó alambrados y se llenó el calzado de barro y de heces para aventurarse en el sistema de producción de alimentos en el que la productividad parece enredarse con la crueldad.
Trascendiendo una tradición filosófica que puede unir a autores tan antagónicos como Peter Singer y Jacques Derrida, la ética vegana y su cruzada por desplazar del centro de los paradigmas de entendimiento al homo sapiens −sin caer en el antihumanismo−, se despliega hoy en la academia, la ciencia jurídica, la neurociencia, y el arte –con exponentes como Bárbara Daniels, Alba Paris y Dana Ellyn. En 2012 un grupo de científicos dio un paso más al firmar la “Declaración de Cambridge” en presencia, entre otros, de Stephen Hawking, donde se expresó: “los seres humanos no somos los únicos que poseemos los sustratos neurológicos que generan la conciencia”.
Lejos de quedarse en la victoria por los derechos que se están reconociendo a la mujer y a otros géneros, ciertas corrientes del feminismo han redoblado la apuesta al extender sus categorías de pensamiento a los animales no humanos. Por caso, Catia Faria, reconocida filósofa y activista (“dos palabras que no suelen ir juntas” anuncia en su cuenta de twitter) dispara: “A la hora de considerar los intereses de los individuos, la especie a la que pertenecen es un criterio tan irrelevante como lo es el género. Ninguno de ellos condiciona la capacidad de los individuos para sufrir y disfrutar, y para así poder ser dañados o beneficiados por lo que les ocurre”. Se trata de pensar al especismo como una variante más de discriminación.
¿Estamos ante una nueva moda que va derecho a convertirse en un viejo peinado nuevo o avizoramos una “revolución desde arriba” que implica un cambio epistémico perdurable donde el principio del no sufrimiento en los cuerpos sintientes puede llegar a organizar los fundamentos políticos de una comunidad? ¿Son la fase farandulesca, la fase nutricional y la medioambiental del veganismo los principios de un cambio o un máximo de conciencia posible? ¿Y qué sucede cuando su doctrina y su conjunto de prácticas tienden hacia la organización política?
¿la organización vence al tiempo?
El veganismo realmente existente asume diferentes manifestaciones y está lejos de ser un movimiento orgánico a nivel global. No tiene una Iglesia ni un San Pedro deseoso de institucionalizarlo. Sin contar todo lo que acontece en el plano de los productos culturales, las acciones más visibles son los escraches, los boicots a empresas, las campañas de concientización o las movilizaciones públicas. En Argentina, organizaciones como Voicot emprenden pegatinas y los partidos de izquierda se declaran antiextractivistas pero no animalistas ni veganos, ahorrándose muchas veces definiciones en este terreno.
La organización internacional de las Personas por el Tratamiento Ético de los Animales (PETA) , con estrategias heterogéneas, sostiene que “todo fanatismo empieza cuando categorías como la raza, la edad, el género, la discapacidad, la orientación sexual o la especie, son utilizadas para justificar la discriminación”. Fundada en 1980, hoy con base en casi todos los continentes, se centra en divulgación, rescate de animales, promoción de cambios legislativos, eventos con celebridades, académicos y funcionarios y no deja de lado las clásicas campañas de protesta. Además, trabaja con universidades e instituciones de gobierno para implementar métodos de experimentación sin animales, propulsa la comercialización de productos “libres de crueldad” y promueve la disposición de alternativas a las comidas con carne en tiendas y restaurantes gourmet. En su página web relata casos exitosos con empresa como Hasbro o Calvin Klein e incluso la financiación de un modelo 3D de parte del pulmón humano para estudios en ciencia, evitando el uso de ratas y ratones.
Corine Pelluchon, señala en su libro Manifiesto animalista que el animalismo “implica una revisión de las finalidades de la política, la reorganización de la democracia y la salida del capitalismo”. Y propone trascender el activismo hacia una progresión legislativa con ayuda económica para ganaderos y distribuidores que promueva una desaparición programada de la ganadería intensiva en miras a reciclar una actividad que “degrada inevitablemente las condiciones de vida de los animales y los humanos”. Según Pelluchon se hará necesario reorientar la producción de esos sectores económicos y la forma de lograrlo sería con alternativas que los incluyan. Aunque no termina de quedar en claro cómo sería el financiamiento, brega por propuestas institucionales y una “democracia basada en el consentimiento” para dar “el paso a otra etapa de la civilización…”.
En el plano de la praxis política España cuenta con un partido, el Pacma –Partido Animalista Contra el Maltrato Animal−, cuyo objetivo es “incluir en la agenda política la necesidad de un trato digno” hacia los animales. Con programa electoral propio y la reivindicación de valores como la justicia, la tolerancia y la solidaridad, desde su primera presentación a elecciones legislativas generales para diputados Pacma pasó de obtener 44.795 votos en 2008 a 326.045 en 2019 –aunque esta última cifra representa un 1,45% de los votos totales-. Entre las propuestas para las elecciones generales de 2019 se encontraban: la lucha activa contra la violencia machista y la discriminación por la orientación sexual e identidad de género, la garantía de acceso a una vivienda digna, cuestionamientos a la reforma laboral e impulso de un modelo económico diverso, y el ahorro, fin del cautiverio de animales en los zoológicos, acuarios y circos, ilegalización de la caza y mayor presión fiscal a la industria ganadera. Pacma forma parte de la red Animal Politics en Europa e integra el movimiento internacional Party for the Animals cuyos ejes son: animales, naturaleza y medioambiente.
Activismo, establecimiento como un partido político. ¿Cuál será el camino a mediano plazo? ¿Se extinguirá como el canto de cisne después del trauma social generado por la pandemia, florecerá en mil flores de jóvenes que deciden no consumir más dolor animal hasta terminar en el largo plazo con la industria del sufrimiento, cambiando por primera vez el mundo sin tomar el poder y generando una transformación casi sin precedentes en los modos de producción? ¿Se fusionará con el feminismo? ¿Tendrá sus leyes, sus pañuelos, sus representantes? ¿O estamos ante un movimiento político de nuevo tipo, apasionante e inclasificable?