La escasez de carne en las góndolas de los supermercados en algunos países como Estados Unidos, debido a la consideración de los mataderos como puntos de creciente contagio durante la pandemia, sumado a las críticas que ya se cernían sobre la producción industrial de productos cárnicos, dispararon en los últimos meses la producción de carne de laboratorio (cultured meat).
El COVID-19 le ha dado un fuerte impulso a la financiación de estos desarrollos, al poner en el foco la noción de sustentabilidad. Y es que, según la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, la producción ganadera es responsable del 18% de la emisión de gases de efecto invernadero, y para hacer una hamburguesa se utilizan casi 2500 litros de agua (lo que usamos para ducharnos en dos meses). Otra comparación muy ilustrativa es que, si las vacas formaran un país, éste sería el tercer emisor más grande de gases de efecto invernadero en el mundo.
Así las cosas, no son pocos los que sostienen que la opción de usar animales para producir carne ya va quedando demodé y que este sistema, aparte de ser poco sostenible para el medio ambiente, es extremadamente inseguro. Para los especialistas en enfermedades zoonóticas, aquellas causadas por virus que saltan desde los animales a los humanos, la conexión entre el modo en que nos alimentamos, tratamos a los animales –ganadería intensiva, trata ilegal, disrupción de hábitats– y este tipo de patologías, es más bien lógica y esperable.
“No podemos protegernos contra la pandemia si continuamos comiendo carne regularmente. Mucha atención se les ha prestado a los mercados ilegales de animales, pero qué pasa con las granjas industriales, más específicamente con las de pollos. El CDC (Centers for Disease Control and Prevention) reporta que tres de cada cuatro nuevas enfermedades infecciosas son zoonóticas”, explicaba el escritor y ambientalista Jonathan Safran Foer, autor de libros como Eating Animals y We Are the Weather, en un reciente artículo de opinión publicado por The New York Times.
La carne artificial o de laboratorio proviene del cultivo de células musculares extraídas previamente de animales y ofrece una aparente solución para producir proteína animal con menos costos para el ambiente. La pregunta es: si existieran opciones que estén a la altura de la experiencia de la carne (en sabor y textura), ¿por qué no habríamos de considerar el reemplazo? La resistencia a priori ante este tipo de alternativas está tan relacionada con el miedo y la desconfianza que suscita la intervención tecnológica –como sucede con la clonación, la edición genética o la prolongación de la vida–, como con las construcciones culturales en torno al bife. ¿Qué sentimos que estamos perdiendo y qué representa esta alternativa para nuestra identidad como seres humanos?
cambio cultural, cambio tecnológico
A pedido de la Unión Vegana Argentina (UVA), la consultora Kantar realizó el año pasado una encuesta a 1006 hombres y mujeres mayores de 18 años de distintos puntos del país y concluyó que el 9% de la población argentina es vegana o vegetariana, lo que representa a más de cuatro millones de habitantes. A nivel mundial la Unión Vegetariana Internacional estableció que hay seiscientos millones de vegetarianos en el mundo (en Latinoamérica el 19 % se declaró vegetariano, 15 % flexitariano y 9 % vegano). Hay un dato muy interesante: casi la mitad de todos los vegetarianos del mundo (42%) tienen menos de 34 años.
Otro fenómeno reconocible del 2020 es el crecimiento exponencial en el consumo de productos símil carne (se estima un 35% desde diciembre a enero de acuerdo a la consultora Nielsen) y de los desarrollos en el ámbito del foodtech. Mientras Trump declaraba a las plantas procesadoras de carne como “infraestructura crítica” y muchos mataderos cerraban por casos de coronavirus, la demanda en empresas como Impossible Foods y Beyond Meat crece en números récord. En los EEUU ya se pueden obtener a precios competitivos varios de estos productos, que además de supermercados o tiendas especializadas ahora suman venta online, y que también aparecen en restaurants de fine dining y lugares de fast-food, o sus primos saludables fast-good.
Hablar de carne creada en laboratorios o carne de origen vegetal en un país como Argentina resulta especialmente chocante teniendo en cuenta lo imbricada que está la misma en la cultura e identidad nacional. Algo que además reviste de gran importancia en un contexto de incertidumbre, malestar y búsqueda de la familiaridad, y en el que el consumo excede las cuestiones de gusto o dieta y se traslada a las satisfacciones e historias particulares que provee (en asociación con el hogar, los amigos o el barrio). Si bien todo lo que son proteínas de origen vegetal permiten llegan a productos muy interesantes, todavía hay un problema en la estructura (ya que se logra una especie de pasta y recién ahí se le da forma de hamburguesa, salchicha, etcétera). Al mismo tiempo la carne cultivada sigue en una fase temprana de experimentación que no está en condiciones de salir al mercado masivo.
NotCo nació en 2015 con el propósito de revolucionar la industria alimenticia y producir los alimentos de una manera más sustentable, a base de plantas y con el objetivo de reducir el impacto ambiental. Matías Muchnik, ingeniero en negocios, Karim Pichara, especialista en Ciencias de la Computación, y Pablo Zamora, experto en genómica de plantas, fundaron la compañía y crearon a Giuseppe, el chef de Inteligencia Artificial que analiza los alimentos a nivel molecular y propone recetas. Si bien la empresa funciona en Santiago de Chile, posee operaciones en Brasil, Argentina y Estados Unidos.
“Hace tiempo que la preocupación por el cambio climático está en ascenso. Los eventos globales de estos últimos tiempos, como los incendios en Australia o el desmonte en el Amazonas, lo pusieron en la agenda. Hoy los consumidores son mucho más conscientes de qué compran, qué consumen y más demandantes con las marcas respecto de sus procesos y productos. En NotCo decidimos hacer las cosas de manera diferente en todo sentido. Asumimos la responsabilidad de hacer alimentos igual de ricos, pero mucho más sustentables, en lugar de dejar “la decisión consciente” únicamente del lado del consumidor”, cuenta el vocero de NotCo Mauricio Alonso. La empresa actualmente produce una edición limitada de la NotBurger que esta cronista probó, y que a través de una receta de base vegetal reproduce bastante fielmente el aspecto y sabor de una real.
NotCo utiliza un algoritmo de inteligencia artificial que analiza alimentos de origen animal a nivel estructural, para luego cruzar esa información con su base de datos de miles de especies de plantas y combinaciones a nivel molecular, que puedan replicar la fórmula molecular del alimento cuya composición se busca cambiar. Desde la empresa se proponen replicar “sabor, textura, aroma y nutrientes positivos”.
Ellos no son los únicos llevando adelante este tipo de desarrollos en el país. Sofia Giampaoli (31) es ingeniera química y master executive en Dirección Estratégica y Tecnología (ITBA). Junto a Carolina Bluguermann (37), una científica con diez años de experiencia en cultivo celular y células madre, son exponentes de la revolución de la agricultura celular en la Argentina. “Crecí en Argentina comiendo carne y, a pesar de que me gusta, nunca pude disfrutarla sin culpa, principalmente por el sufrimiento animal. De más grande, entendí el impacto ambiental que genera la ganadería. Con esto en mente, en 2013 llegué a la noticia de que habían desarrollado el primer prototipo de carne celular. Me pareció un desarrollo excepcional, ya que la producción de carne celular tiene la potencialidad de ser más sustentable, más saludable y más ética. Desde ese momento quise ser parte de esta solución”, relata Sofía.
Junto a la bióloga molecular Lucia Vigezzi y otros investigadores del ITBA, llevan adelante la tarea de desarrollar un prototipo de carne de laboratorio o cultured meat. En febrero del 2019, con una inversión del fondo biotech Grid Exponential, dieron el primer gran paso de lo que hoy es su compañía, registrada en el Reino Unido. Es el primer emprendimiento de estas características en Latinoamérica, posicionando a Argentina a la par de países como Holanda, Israel, EEUU, Reino Unido y Singapur en materia de investigación de carne celular. En la actualidad se encuentran desarrollando un banco de líneas celulares de las principales razas argentinas (Hereford y Angus) para proveer a la futura industria de carne celular del material de partida.
“A nivel mundial, la carne celular no está en el mercado para consumo. Hay muchas oportunidades para llevar este producto a escala: el desarrollo del cultivo celular (bajar sus costos y hacer una formulación sin compuestos animales), producir células madre en grandes cantidades, desarrollar líneas celulares validadas de las principales especies comestibles. El biorreactor, scaffolds optimizados para este fin, aspectos regulatorios, son algunos de los desafíos pero estamos trabajando en ello. Si bien hoy se bajaron los costos desde el primer prototipo de carne presentado en 2013, sigue siendo caro producir carne celular y el objetivo es ser competitivos en precio con la carne de producción tradicional, o incluso que sea más económica, para generar el impacto positivo a nivel mundial. Es probable que los primeros productos que salgan al mercado sean híbridos (mezcla plant based con cultured meat para abaratar costos, principalmente)”.
Por su parte Juan Pablo Degiacomi venía trabajando en el tema ambiental para distintos organismos, y ahora trabaja con las proteínas que generan los hongos de manera natural para lograr hacer carne. Su proyecto se constituye como una alternativa intermedia entre la carne de laboratorio y opciones como NotCo. “En el medio estamos nosotros que hacemos un proceso muy eficiente (el hongo crece a una gran velocidad alimentado con arroz o avena) y podemos lograr una estructura entera de carne que nos permite hacer bifes u otro tipo de productos que con las plantas no es viable, y le incluimos todos los valores nutricionales que tienen los hongos (inmunológicas, anticancerígenas). Entendemos que estamos tocando un tema enorme como es la producción animal: concentrada en pocas manos de una manera muy poco eficiente en términos ambientales. Podemos generar un gran impacto tanto al no tener que tratar con animales que consumen la cantidad de tierra y agua para alimentar a los animales (el forraje). Ni hablar de todos los pesticidas que tenés que usar para que todo eso sea rentable, el transporte que incluye, la cadena de valor desde las farmacéuticas a los feedlots y frigoríficos… En suma, podemos evitarnos todo eso al trabajar con una planta que es similar a las de cerveza, ubicada en centros urbanos donde está el consumidor final”.
¿adonde vamos no necesitamos bife?
"Más allá de cualquier debate moral y ético, es impresionante cómo la industrialización de la granja logró romper el equilibrio de los ecosistemas. La cría de ganado para consumo en otra época era un eslabón clave en el equilibrio del campo: los animales pastaban y se alimentaban con restos de los cultivos y al mismo tiempo sus residuos servían de abono perfecto para fertilizar. Era un círculo virtuoso. Al industrializarse el agro y con la popularidad de los feedlot y la fertilización artificial, generamos dos enormes problemas ambientales: el suelo termina agotado y requiere nutrientes artificiales que terminan contaminando el agua, al mismo tiempo que los animales cruelmente encerrados y sus heces que antes eran fertilizante, hoy emiten gases del efecto invernadero provocando el calentamiento global”, advierte Dafna Nudelman, especialista en temas ambientales que trabajó en FADU y otras instituciones y que difunde sobre consumo responsable desde su cuenta @lalocadeltaper.
Se proyecta que la demanda de carne aumente un 70% al 2050 y lo cierto es que, con las prácticas actuales de producción ganadera, esto no es sustentable. Si se lo compara con la carne de producción hoy hegemónica, al producir mil kilos de carne celular se reducen los gases de efecto invernadero en un 75%, el uso de agua en 80% y el uso de suelos en 90%, según detalla Giampaoli.
¿Es posible imaginar un futuro en el que, además de contemplar estas cuestiones ambientales y de maltrato, se eviten los gastos en salud que traen los virus para los Estados? ¿Y qué pasaría si, además, se introduce la posibilidad de customizar la carne en base al perfil nutricional de las personas, según edad o enfermedades preexistentes, en beneficio de la salud humana? Algunos plantean que el peligro de recaer nuevamente en un sistema de producción industrial y masivo -así sea cambiar laboratorios por feedlots- es obviar los problemas que nos trajeron hasta acá: divorciar al individuo de los procesos que atañen al alimento, sin entender de dónde viene la comida y qué recursos emplea. Sin embargo, las visiones romantizadas de pasados rurales bucólicos, o inclusive aquellas en las que el individuo urbano estaba más en contacto con los animales, ya no son plausibles. Avanzar hacia un futuro más tecnificado no debería implicar necesariamente menos transparencia o información respecto de los procesos, o redundar en una menor conciencia del consumidor.
De igual manera, las preocupaciones en torno a la exclusividad de estos productos y el acceso desigual a la salud -si se considera que estos desarrollos podrían funcionar como medicina preventiva-, no parecen tener mayor asidero. Para competir con la carne tradicional, la rentabilidad, y por ende los costos, tienen que ser más democráticos.
Para Tomas Linch, periodista especializado en gastronomía y editor de libros en Planeta, la transición apunta a descomprimir el consumo de carne, con la tecnología y la cultura como mediadoras. “Tenemos que pensar que la alta disponibilidad de proteína animal de calidad es algo relativamente nuevo en la historia de la alimentación. Y lo mismo sucede con el fácil acceso. Hay ejemplos excelentes como Bueno para comer de Marvin Harris, libro en el que el antropólogo explica alto el valor simbólico de la carne en Polonia a principios del siglo XX en función de su escasez. Por eso, en lo personal, creo que se trata de cantidades. Hemos elegido multiplicar la oferta de proteína animal en el mundo, evidentemente era un buen negocio para algunos pocos. Como consecuencia la carne se hizo más barata y más fácil de conseguir, generando un impacto durísimo en el medio ambiente. El resultado es que comemos, en promedio, más de lo que necesitamos y eso tiene sus efectos: los alimentos, como las medicinas tienen indicaciones y contraindicaciones, por uso y abuso. Me gusta pensar que, entre la conciencia, la información científica, las estadísticas y una educación a largo plazo, podremos lograr una síntesis: poca carne y de calidad para quien la elija”.