la final de nuestras vidas | Revista Crisis
novedad editorial / sueño de una noche madrileña / es el fútbol estúpido
la final de nuestras vidas
Un fragmento imperdible del nuevo libro de Andrés Burgo, presentado por Diego Genoud. El superclásico que tuvo su último capítulo en el Santiago Bernabeu es relatado en “La final de nuestras vidas” como una saga nacional de enfrentamientos y rivalidades, en medio de un negocio ordenado desde arriba.
Ilustraciones: Ezequiel García
25 de Febrero de 2019

 

breve presentación de Diego Genoud

Después de haber parido en 2011 un libro sobre el descenso, a puro dolor y pertenencia, que le haya tocado a Andrés Burgo retratar lo más alto en la historia de su club es también un acto de justicia. Especie en extinción, periodista que va a la popular y que no participa del negocio, Burgo narra en La final de nuestras vidas una crónica afiebrada sobre la consagración en Madrid ante Boca, pero cuenta mucho más que eso.

Para los hinchas de River, la reconstrucción hacia la gloria en un camino interminable de más de 40 días; el motivo para volver a emocionarse y los detalles que provocan lágrimas ante lo inexplicable que genera el fútbol. Para los fanáticos de otros clubes, la identificación posible con la donación que implica ir a todos lados detrás de una pulsión individual, a la vez un sentimiento colectivo. Desde el club más grande hasta el más pequeño, todos se igualan en esa peregrinación semanal en busca de una victoria que se sienta como propia. Para los que ahora viven la derrota, ese raro momento previo de igualdad en el desamparo y la incertidumbre, donde cualquiera se adivina en el bando de los perdedores.

La final de nuestras vidas repara en la psicología del hincha, el espejo deforme que te muestra un día devastado y el otro erguido en lo más alto, capaz de fingir que nada es imposible. Una locura que se transmite entre generaciones, como en el caso del autor.

El River-Boca que tuvo su último capítulo en el Santiago Bernabeu aparece, además, relatado como una historia nacional de enfrentamientos, rivalidades y tensa convivencia en comunidad, en medio de un negocio ordenado desde arriba. En 221 páginas Burgo cuenta la identificación con un grupo de jugadores como el de Gallardo, pero que también puede ser otro. El milagro de creer en los que te representan cada vez que salen a la cancha. Un relato épico que lleva de la sonrisa al nudo en la garganta, porque cuenta a través del fútbol la más íntima de las peleas, la que cada hincha libra con su destino, desde la única identidad que -aunque el tiempo pase- no se puede abandonar.

La final de nuestras vidas
Autor: Andrés Burgo
Editorial: Planeta

capitulo 11. madrid

Al fin en Madrid, a las 13.30, siete horas antes del partido. Había arreglado dejar la mochila en la casa de Nacho y Laura, amigos argentinos que viven en Lavapiés, una especie de San Telmo de Madrid, pero me perdí en una bifurcación. De nuevo hinchas desconocidos de Boca, formoseños, salieron a mi rescate y en la calle me prestaron su teléfono con chip local para pedirle a Nacho que me buscara. Si el infierno es con hinchas de Boca, que sea con los que me crucé en este viaje. En su casa, además, estaba Vanessa, madrileña, compañera suya de trabajo y ese día también de estadio, que se reía de todo, tal vez inquieta por la experiencia a la que estaba a punto de zambullirse: «Desde que mis amigos saben que voy al estadio, lo único que me dicen es que tenga cuidado».

Cervezas, tortillas, papas fritas de paquete con gusto a huevo frito y caminata de diez minutos hasta la Plaza Mayor, donde iba a encontrarme con el Chino para pagarle los 125 euros de la entrada. Lo abracé, le agradecí y junto a él estaba Poko, colega y gallina, otro de los muchos hinchas que habían viajado en un impulso de último momento, como si olfateáramos que algo muy grande estaba a punto de ocurrir, y no queríamos perdérnoslo. Me alegró verlo y cuando le pregunté qué «fondo» tenía, como les dicen en España a las cabeceras, me sentí un ridículo, pero en verdad todo era una gran anomalía.

Quienes teníamos los tickets que se habían vendido en Europa sentíamos que, después del partido, nos faltaría un fetiche, el recuerdo de la entrada física, de las pocas cosas que me gusta conservar: en casa guardo, entre papelitos viejos y tarjetas actuales, unas 100 entradas, entre ellas la de mi primer Boca-River en la Bombonera, de 1991. Para ingresar al Bernabéu teníamos que bajar una aplicación y descargar un archivo que, ya en los molinetes del estadio, debíamos colocar sobre un lector de pantalla. El mío, que guardaré hasta que cambie de teléfono, decía «Segundo anfiteatro, fondo norte, puerta 17, vomitorio 305-n, sector 413, fila 5, asiento 7».

Por supuesto, también parte del público era diferente al que estábamos acostumbrados. «Es el Lollapalooza del fútbol, hasta hay un DJ», me había advertido el Chino más temprano, cuando se había juntado con amigos en el Fan Fest de River, y yo estaba a punto de subir al avión en Barcelona. En la Plaza Mayor había gente deRiver que cantaba «Olé olé olé olé olé olá, cada día te quiero más» en lugar de nuestro estribillo habitual desde hace treinta años, «jugando bien o jugando mal». También vi a una señora que, en el entusiasmo, cometió la herejía de comenzar a gritar «Dale, campeón, dale, campeón» para un video que le filmaban sus familiares. Por supuesto, no la conocía, y tal vez estuve algo brusco, pero la encaré y le dije: «Señora, cómo va a cantar eso antes del partido, no sea mufa». Creo que seis horas después terminamos ganando 3 a 1 gracias también a mi oportuna intervención.

 

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Tomamos el subte en Sol, hicimos combinación en Plaza de España y bajamos en Cuzco, el lugar de concentración de los hinchas de River, 500 metros al norte del estadio, mientras los de Boca se agrupaban en Nuevos Ministerios, medio kilómetro al sur del Bernabéu. Una de las avenidas más señoriales de la capital española, el Paseo de la Castellana, estaba cortada al tránsito. Viví en Madrid un par de años, hace más de una década, y en mi súbito regreso a la ciudad me parecía alucinante que miles de hinchas de River estuviésemos ahí, como dueños (o inquilinos) de los seis carriles centrales y los cuatro laterales del Paseo, ondeando banderas como si procesáramos hacia el Monumental por Figueroa Alcorta. Un medidor de energía positiva habría registrado máximos históricos. De aquel enojo intrínseco que había atravesado el Monumental en el último partido no quedaban secuelas. Quienes vamos seguido a la cancha y quienes volvían a ver a River después de mucho tiempo, quienes veníamos de Argentina y quienes habían viajado desde Miami, Londres o el lugar que fuera, quienes queremos a River como una parte de nuestras vidas y quienes no sabían las canciones, todos conformábamos la hermandad roja y blanca que asistiría al partido que alumbraría una nueva historia.

Y todos, a la vez, sabíamos que era injusto que quienes estábamos ahí fuésemos una minoría de mayor poder adquisitivo, aunque también es cierto que el fútbol en general en los últimos años se recicló en un espectáculo para privilegiados, independientemente de la mudanza de la final a Madrid. River y Boca son uno de los pocos refugios emotivos de los sectores más castigados de la sociedad, especialmente en tiempos de crisis, pero asistir a los estadios ya no implican 90 minutos de igualdad social: las entradas se venden en cuentagotas y una parte importante de argentinos no pueden pagar la cuota social todos los meses.

El cuadro en el Paseo de la Castellana se completaba sin los barras, ni siquiera los de segunda o tercera línea. La exposición de Rafael Di Zeo a mediados de la semana anterior, escoltando el micro de Boca rumbo al aeropuerto, más la temprana deportación de quien pretende quitarle el poder de la hinchada de Boca, Maximiliano Mazzaro, al menos sirvió para eso: miraríamos el partido quienes realmente queríamos mirarlo (y podíamos pagarlo). Para los barras, subirse al paraavalancha es apenas una actividad más de un combo laboral que se alimenta en la semana con sus actividades políticas y que no pensaban poner en riesgo por lo que menos les interesa de su trabajo, los 90 minutos del partido. Lo curioso, al menos para quienes lo vimos jugar, era que el Loco Carlos Enrique estaba al frente de la coordinación entre las policías argentinas y españolas. «Esa bandera que dice River con b no entra a la cancha», les había dicho a las autoridades locales en el punto de reunión de los hinchas de Boca. «¿Lo podés creer?, encima fue un español el que la escribió. Qué boludo», ceceó el Loco.

Me quedé con Nacho y Nicolás, un amigo suyo, de River —muy de River, a tal punto que iba gritando «Somos River, carajo»—, otro de los que habían viajado desde Buenos Aires. Aparecían amigos de amigos. Aparecían padres de compañeritos de jardín de Félix, tipos a los que alguna vez saludé sin saber de qué hablar: River une. Y aparecían cervezas. Los bares de la zona, con sus televisores sintonizando el transpirado triunfo del Real Madrid en su visita al Huesca, estaban colapsados, pero a 150 metros del Paseo de la Castellana encontramos mejores ofertas que en Argentina. En un minimercado de una esquina a la que debería volver algún día de mi vejez y recordar «aquí fui feliz» —y estaba por serlo todavía más—, entre Panamá y Flemming, vendían dos cervezas por un euro. De alguna manera, había que combatir la insoportable pesadez de lo que estaba por ocurrir. Si las charlas entre amigos en medio de la serie habían derivado más de una vez en cómo conseguir ansiolíticos —y en algún momento yo tuve que recurrir a media pastilla—, un par de Mahou nos valdrían de una mínima inconsciencia para aguantar 90 minutos de plomo. El fútbol es un problema ficticio al que nos encanta entregarnos.

Pero queríamos entrar rápido al Bernabéu —especialmente yo, que venía de quedar afuera en el Monumental— y enfilamos otra vez hacia el Paseo de la Castellana. Nacho —imparcial, de Racing, pero tan futbolero que también había comprado su entrada— se fue para una de las tribunas laterales. Los diques de contención para la gente de River tuvieron alguna zozobra (los caballos intimidan en cualquier lugar del mundo), pero todo es más fácil cuando policías e hinchas queremos portarnos bien. Coloqué mi teléfono sobre el lector de pantalla, crucé el molinete y apenas ingresé al Bernabéu detecté que decenas de banderas grandes, las habituales que cuelgan en todas las canchas, se apilaban a un costado. También las sombrillas rojas y blancas (y las azules y amarillas del otro lado) habían sido retenidas. Las autoridades de seguridad les decían a sus dueños que no se preocuparan, que al final del partido se las devolverían —y así ocurriría—.

Quienes ocupaban los sectores superiores, los hinchas que habían comprado las entradas en Argentina, debían subir por escaleras mecánicas hasta la quinta y sexta bandeja. A quienes estábamos en el sector intermedio (el tercer y cuarto nivel) nos bastaba con trepar diez escalones para llegar a nuestra tribuna y descubrir, allá abajo, varios metros por debajo de la altura de la calle, un campo de juego pintado como si fuese un cuadro de los museos del Prado o el Reina Sofía. A la salida del baño, donde los policías nos volvían a cachear, me encontré otra vez con el Chino, su novia Nieves y Poko. Ya no nos separaríamos hasta después del partido. Y juntos veríamos la final de nuestras vidas.

 

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Ante un estadio al 75% de su capacidad (62 282 espectadores sobre 81 044 posibles, visualmente parejas las hinchadas de River y Boca, la neutralidad total), la voz del estadio del Real Madrid, llamado speaker en España, intentó hacer las cosas a su manera en la final de la Copa Libertadores de América. Las formaciones fueron difíciles de interpretar para el público argentino: se anunciaron en número ascendente. Número 1… Franco Armani, 2 Jonatan Maidana, 10 Gonzalo Martínez, 15 Exequiel Palacios, 20 Milton Casco, 22 Javier Pinola, 23 Leonardo Ponzio, 24 Enzo Pérez, 26 Ignacio Fernández, 27 Lucas Pratto y 29 Gonzalo Montiel. Fue descorazonador enterarnos de que Scocco no estaría en el banco de suplentes, pero no nos impidió cumplir nuestra cuota de homofobia futbolística cuando la multitud se aprovechó de otro de los modismos del speaker, que hacía un silencio después del nombre de cada jugador para que el público, de acuerdo a la tradición española, se sumara a viva voz para pronunciar el apellido. Cuando llegó el turno del 5 de Boca y la voz del estadio anunció «Fernando», la gente de River se anticipó y gritó «puuuto » justo antes de que agregara «Gago». En eso llegaron a nuestro lado, detrás del arco del fondo norte, un grupo del Rayo Vallecano, nuestro club hermanado de Madrid, mientras los chicos y chicas de las filiales Madrid, Barcelona, Málaga y Valencia se hacían los dueños de la tribuna y comenzaban a hacer sonar los cinco bombos que habían ingresado. No pararían durante los 120 minutos de un partido que, si volviera a arrancar 0 a 0, no me animaría a volver a verlo.

 

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El comienzo fue como la final de Roland Garros 2004 entre Guillermo Coria y Gastón Gaudio: un drama argentino. Tensionados porque no importaba quién ganaba sino quién perdía, los futbolistas erraban por metros pases de centímetros. También influía el césped, corto y húmedo, sobre el que los equipos debían jugar a una velocidad a la que no estaban acostumbrados.

«River y Boca jugaron a ver quién era más hombre —escribió Ezequiel Fernández Moores en La Nación—. No fue la final del mundo, sino nuestra final del mundo. Argentinidad al palo. Una primitiva lucha cuerpo a cuerpo que ni el glamour del Santiago Bernabéu pudo disimular. Como en el boxeo, el fútbol argentino prohíbe desde hace tiempo el verbo “jugar”. Adoptó el dolor como paso necesario para reconocer que “las experiencias más profundas de nuestra vida —como escribió alguna vez Joyce Carol Oates sobre el boxeo— son acontecimientos físicos”».

José Sámano, de El País, coincidió con ese show antropológico del inicio: «Es tal el depósito sentimental de unos y otros, hay tanto en juego en la grada, en los despachos y en las barras que para el césped apenas dejan nada. Sobre el pasto inmaculado de la Monumental Bombonera del Bernabéu, River y Boca se propusieron jugar a no jugar. Mucho pico y pala, los chicos suda que suda como una regadera y un catálogo de cargas, nudos yudocas, cates, atropellos, atascos. Un pique (rivalidad) colosal tajantemente prohibido para monaguillos. Y una sufridora: la pelota. Eso sí, emotividad no faltó en un pulso bravo y bravo, solo sedado con buenos goles».

El primero de esos buenos goles, a los 43 minutos, fue de Boca. Pase principesco de un vasallo, Nahitan Nández, y definición a la carrera de un Darío Benedetto en hiperproductividad goleadora, con cinco festejos consecutivos entre cuatro partidos de semifinales y finales. En la cancha, desde la tribuna del otro lado, no vimos su celebración sacándole la lengua a Montiel, y aunque tal vez se trataba de una morisqueta premeditada —para su tribuna o para los fotógrafos— que imprevistamente terminó recibiendo el pibe de River tras el choque, fue el enésimo gesto discordante de un futbolista que alternó una serie fabulosa en lo deportivo y desencajada en el resto. Todo el respeto futbolístico que Benedetto sumaba en un lado lo perdía en el otro. «Andá a laburar, dale. Mañana tenés que laburar», le había dicho a un hincha de River, en el Monumental, durante la final estropeada. «Bienvenido sea, porque es un líder histórico de la barra», respondió en España cuando le preguntaron por el posible viaje de Di Zeo. Sus familiares también lo exponían a cada rato: su esposa vistió de fantasmita a su hijo Felipe, de 3 años, para el partido en la Bombonera, y su hermano retuiteó la cargada de una página partidaria que les pedía a los hinchas de River, cuando el piloto les dijera que se prepararan para el descenso en Madrid, que «no le peguen a las azafatas y no tiren piedras, que es un procedimiento habitual y no está vinculado con el 2011».

Es imposible imaginar a un declarante como Benedetto —y está lejos de ser una valoración futbolística— en un plantel dirigido por Gallardo, lo que no habla tanto del delantero de Boca como del técnico de River: el Muñeco y sus guardianes en el campo de juego, Maidana y Ponzio, son los líderes de un equipo al que no se le recuerdan declaraciones irrespetuosas hacia el rival —y esa diferencia, aun con sus momentos de cabreo, también sería aplicable a las dirigencias de los dos clubes durante la interminable serie—. A esa unidad de grupo también debería aferrarse River para dar vuelta una serie que, por tercera vez, le quedaba cuesta arriba.

 

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El entretiempo, el único momento de la noche en que nos sentamos, fue desolador: si lo hu