
León Rozitchner se animó a pensar con valentía esos momentos límite de nuestra historia reciente que marcan a fuego la experiencia social. Por eso quizás sea el filósofo argentino contemporáneo más revulsivo. En 1982, durante las primeras semanas del conflicto en Malvinas, escribió un texto sobre “el punto ciego de la crítica política” en el que catalogó como un “delirio colectivo” la decisión popular de apoyar “una guerra limpia” impulsada por los mismos generales que habían conducido la “guerra sucia” genocida. La categoría corre el riesgo de psicologizar la mente colectiva, reduciendo lo que es una multiplicidad compleja a un comportamiento individual coherente. Pero lo que nos interesa hoy es ir más allá de las explicaciones electorales para registrar la existencia de ciertas conexiones profundas que le dan vigor a la ultraderecha, contra toda lógica aparente.
El gesto de León nos permite mirar de frente el mensaje de ayer en las urnas, una vez más inesperado y que se nos presenta como inexplicable. Podríamos desdramatizar con argumentos válidos, como que en la elección de medio término de 2017 el triunfo del macrismo fue muy similar y el crédito le duró nada porque pocos meses después la crisis y la conflictividad social se devoró al experimento amarillo. O apelar a la hipótesis siempre disponible de una manipulación conductista de las masas, ahora instrumentada desde las redes sociales y los medios de comunicación, eficaces instrumentos de engaño que convierten a la democracia en un simulacro. Podríamos incluso aceptar que la política es una actividad demasiado equívoca y pervertida como para producir soluciones reales, y asumir que la búsqueda debe tramitarse en espacios alternativos, bien alejados de las impuras disputas de poder. Pero sabemos bien que esos recursos retóricos nos alejan de la verdad. Para decirlo claro: no vale sacarle el culo a la jeringa.
La victoria libertaria fue categórica y alucinante. Es difícil explicar cómo un oficialismo sumido en una crisis casi terminal, con ministros que renunciaban en desbandada ante la inminencia de la catástrofe eleccionaria, y que solo llegó vivo al comicio gracias al respirador inédito proporcionado por el gobierno yanqui, termina siendo rescatado por el apoyo de una importante porción de la sociedad que viene siendo afectada, incluso agredida, por ese mismo gobierno. El pasmo crece ante lo sucedido en la provincia de Buenos Aires, donde la lista encabezada por un candidato narco que había abandonado pero igual figuraba en la boleta, logró remontar la paliza recibida hace apenas un mes para ganar en el bastión del peronismo.
Existen razonamientos más politológicos que tienen lógica pero se quedan cortos: septiembre funcionó como una alerta al voto gorila que se abstuvo antes y ahora acudió a sufragar; las expresiones de centro se hundieron permitiendo que la ultraderecha canalice todo el voto antiperonista; el desdoblamiento en las provincias finalmente impidió que las maquinarias territoriales se movilizaran en octubre. Por otro lado, ningún actor del extenso campo popular queda exento de la derrota y los pases de factura ante la magnitud del desafío son tan inevitables como insuficientes. Es hora de aguzar en serio la imaginación, porque las bases mismas del análisis político hacen agua. Ya no solo las encuestas pifian: el conjunto de nuestras herramientas de lectura del proceso social parecen estar perdiéndose algo esencial.
una batalla tras otra
“Trazar los meandros de un delirio colectivo que arrastró su propia destrucción en su coherencia alucinada”. Tal es la tarea que acomete Rozitchner y quisiéramos emular aquí y ahora, muy modestamente. Se trata de identificar las articulaciones del sentido común sobre las que se erige una voluntad popular reñida con sus propios intereses, capaz de premiar a su verdugo. La operación es compleja porque supone reconocer la validez del pronunciamiento, aunque nos repugne. Explicitar nuestro rechazo, pero sin ponernos a salvo. Solo así podremos torcer un destino que amenaza deglutirnos. Para decirlo con las palabras de una lectora que nos escribió al conocer los resultados del comicio: “el pueblo siempre tiene razón, pero está en una”.

Todo parece indicar que la democracia, en su fuero más íntimo, vuelve a estar sometida a procedimientos extorsivos de fuste. Como en los años de la posdictadura, el combo de chantaje económico y falta de una alternativa política consistente impone el beso de su ley. El ejercicio de la soberanía se parece cada vez más a la servidumbre voluntaria. Un colaborador muy escuchado por nuestro colectivo editorial propuso otra hipótesis a modo de balbuceo: había que optar entre los bancos y los barcos, en alusión al mensaje demasiado explícito de la Casa Blanca para el Cono Sur. Quizás ese haya sido el subtexto decisivo de la elección de medio término: dólar o cañón. Patio trasero o invasión.
La sociología política ha comenzado a hablar de “peruanización” para fundamentar el lazo representativo entre las nuevas subjetividades laborales y la prédica liberal del emprendedurismo primero y el anarcocapitalismo después. Pero tal vez haya que recordar la eficacia del viejo “voto cuota” que otorgó una larga y dolorosa sobrevida a la convertibilidad menemista. Las cifras de endeudamiento y morosidad arribaron a niveles pocas veces vistos, atormentando a una población que hace dos años deseó que explotara todo y hoy prefiere caminar por la cuerda floja, ya sea por temor o vocación de sacrificio.
Pero no es solo coerción. Hay un vector que sigue otorgándole consenso al proyecto de ultraderecha y es la poderosa desafección de la subjetividad contemporánea respecto del lenguaje de la política profesional. El segundo dato más relevante del comicio no fue la derrota del peronismo, sino el récord de abstención. La de ayer fue la elección con menor participación que se recuerde. Casi un tercio del padrón no fue a sufragar, el 32.08%. Si se lo calcula en relación al conjunto de los votantes y no al total de votos válidos, la primera minoría apenas consiguió el 26,15%. El fenómeno no deslegitima al ganador, pero muestra el nivel de fragmentación que aqueja al sistema en su conjunto. La sangría de votantes emula a la fuga de cerebros, a la deserción escolar, guarda analogía con el desfondamiento de la sociedad salarial. La crisis de representación hizo metástasis y no hay reparación posible. Ni promesa que haga pie. Milei logró mantener la conexión con ese sentido común nihilista, aún desde el gobierno. Al menos por ahora, logra el oxímoron de representar a la antipolítica. Y se afirma en un slogan que mantiene su expresividad: la casta definitivamente no va a volver.
Hay momentos en que la dinámica institucional está bloqueada y deja de metabolizar los dolores y las aspiraciones de la población. No tiene respuestas, porque ni siquiera logra escuchar las preguntas. Su funcionamiento entonces se torna delirante. En esas condiciones, la única forma de recobrar algo de cordura es sumergirse de lleno en el trauma, para recobrar la sabiduría. En la calle, en las comunidades, en los mundos interiores donde se gesta una fuerza de rebelión. Como un sensei.




