la cacería | Revista Crisis
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la cacería
El papel que tuvieron los servicios de inteligencia durante los meses anteriores y posteriores al estallido social de 2001 nunca salió a la luz. Hay indicios que siempre estuvieron para quien quisiera verlos, pero la historia oficial no los reconoce y la verdad permanece oculta. Crónica de Claudio Mardones sobre la Masacre de Puente Pueyrredón, el hecho maldito del primer kirchnerismo.
Fotografía: Pepe Mateos
15 de Diciembre de 2021
crisis #50

 

La rebelión popular del 19 y 20 de diciembre de 2001 significó una inflexión dramática para el radicalismo pre Cambiemos. El estallido coronó un ciclo de su historia con la huida del poder de Fernando de la Rúa. Pero seis meses después, la Masacre de Avellaneda del 26 de junio de 2002 marcó una inédita debilidad del peronismo en el poder después de un verano caliente en el que se sucedieron cinco presidentes. El bastón presidencial, transformado en fierro incandescente, quedó en manos de Eduardo Duhalde, ungido como presidente provisional para terminar con un vacío de poder que se regó con sangre y balas. La acefalía se terminó, pero la represión no encontró freno en los meses siguientes.

El primer vicepresidente de Carlos Menem quedó al frente de un interinato que desnudó su costado menos advertido ante la profundización de la crisis. A diferencia del 2001, la dinámica posterior estuvo marcada por la emergencia de movimientos de desocupados que habían logrado instalar una amplia agenda reivindicativa con el corte de ruta como principal herramienta de lucha. El eje de la primera mitad de 2002 fue el tenaz reclamo al gobierno de que aumentara los planes Jefes y Jefas de Hogar que Duhalde había puesto en marcha para contener la crisis.

Las numerosas y crecientes movilizaciones de febrero, marzo, abril, mayo y junio de 2002 demostraron que el paliativo implementado, a pesar de su extensión, no alcanzaba. Enfrente del gobierno había un heterogéneo movimiento de desocupados que había organizado una base social muy empobrecida, con creciente conciencia política y capacidad para sacar toda su potencia a la calle. No bastaba con ejercer ese hartazgo. Era clave visibilizar el nivel de deterioro de las condiciones de vida, pero también el ingenio colectivo para afrontarlo. Fueron lazos, debates y orígenes construidos en los rincones más postergados del conurbano bonaerense, pero especialmente en el populoso sur, la zona tan sentida desde sus orígenes para el peronismo, que configura la tercera sección electoral. Allí, en ese territorio históricamente dominado por algunos de los dirigentes más añejos del PJ, que habían mantenido su poder casi inalterable desde principios de los años setenta, comenzó a experimentarse una disputa territorial con movimientos que habían crecido para desafi ar el estado de las cosas. Todo en medio de una coyuntura extremadamente fragilizada desde que De la Rúa implantó el estado de sitio y desató una brutal represión que dejó 39 muertos en todo el país.

Los exfuncionarios de la gestión de Duhalde y de Solá que tratan de exculparse no pueden explicar cómo se diluyeron todos los caminos para saber qué pasó y cómo fue planificada la represión más violenta y mortífera después del 19 y 20 de diciembre.

 

sospechosos de siempre

El interinato de Duhalde transcurrió en estado de conmoción interna para la Policía Federal —que tenía el control total de la Capital—, las demás fuerzas de seguridad federales, las policías provinciales y el aparato de Inteligencia, que venía de estrenar la primera reforma desde la recuperación democrática, a partir de la sanción de la ley 25.520, el 27 de noviembre de 2001. La norma buscó reorganizar todo el aparato de inteligencia luego del escándalo de las coimas del Senado, donde aparecía la antigua SIDE como la caja negra que financió el pago de sobornos para aprobar una ley de reforma laboral. Sobre los restos vivos de la entonces SIDE, nació la nueva Secretaría de Inteligencia que pasó a ser la cabeza de todo el sistema, pero no alteró el autogobierno de ese aparato para realizar espionaje político, de acuerdo a los pedidos de la presidencia.

De la Rúa la promulgó el 3 de diciembre, el mismo día que se implementó la primera versión del corralito a los depósitos bancarios. Diecisiete días después presentó su renuncia al cargo. Lo hizo luego de activar el Consejo de Seguridad Interior, un mecanismo previsto por la ley de Seguridad Interior que reafirmó la debilidad del poder civil ante la autonomía de los organismos de inteligencia civiles y militares en situaciones de crisis institucional. Esa estructura, que depende directamente del presidente, es, quizá, una de sus peores atribuciones. La SIDE coordinó el acompañamiento en las calles de las fuerzas de seguridad federales y provinciales y alimentó de información a un poder civil adicto a los carpetazos, las escuchas ilegales y las hipótesis sobre “nuevas amenazas” que siempre permitieron conseguir más presupuesto y aumentar el espionaje político en nombre de la persecución criminal. Esa estructura dejó su huella entre el 19 y 20 de diciembre de 2001 y tuvo como principal brazo ejecutor a la Federal.

El dispositivo actuó con la misma letalidad seis meses después, bajo la coordinación institucional de la SIDE, durante el operativo conjunto de fuerzas federales habilitado por Duhalde para reprimir los cortes de los principales accesos a la Capital, que tuvieron su epicentro en el Puente Pueyrredón. La movilización fue brutalmente reprimida con balas de plomo. El plan represivo fue comandado por la Policía Bonaerense, coordinado por la SIDE, filmado desde el aire por la Federal y visto como un partido de fútbol en las oficinas de la secretaría de Seguridad Interior, que dependía del ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, Juan José Álvarez, por entonces uno de los principales operadores de Duhalde con las fuerzas de seguridad. “Juanjo” había sido secretario de Seguridad Interior durante el último año de De la Rúa y en febrero de 2002 juró como uno de los integrantes más influyentes del gabinete y del microclima que rodeaba al flamante mandatario interino.

El derrotero de Álvarez sería aciago años después con la publicación del legajo que tuvo en la SIDE, donde aparecía su ingreso al organismo en tiempo de la última dictadura militar, recomendado por el genocida Albano Harguindeguy cuando fue ministro del Interior. Antes de desmoronarse por su pasado, el 26 de junio se encargó de difundir la versión de que todo comenzó por una pelea entre facciones de piqueteros. Las pruebas, a pesar de los intentos posteriores por borrarlas, demostraron lo contrario: hubo una coordinación planificada desde principios de junio que ese día desató una cacería. Esta vez, a diferencia de la hegemonía que tuvo la Federal el 19 y 20 de diciembre, el despliegue fue conjunto y trabajó sobre la hipótesis de un corte total de los accesos a la ciudad de Buenos Aires. La acción había sido analizada por los movimientos en distintas oportunidades en la medida que los reclamos se iban incrementando.

 

fin de fiesta

La represión se desató después del mediodía del 26 de junio, a pocos metros del Puente Pueyrredón. El operativo, debatido tres semanas antes en el seno de ese consejo de seguridad, estuvo acompañado por Gendarmería y Prefectura. La persecución callejera corrió por cuenta de la Bonaerense. Sus efectivos, comandados por el comisario Alejandro Fanchiotti, asesinaron a Darío Santillán y a Maximiliano Kosteki (quienes participaban de los movimientos de trabajadores desocupados de Lanús y Guernica, integrantes de la Coordinadora Aníbal Verón), en el marco de un operativo que dejó 33 heridos de bala de distinta gravedad y más de 600 detenidos.

En su gran mayoría fueron integrantes de las organizaciones que participaron del corte y que no alcanzaron a escapar de la persecución que duró hasta la noche y se intensificó durante los días siguientes. Tanto, que algunos testigos que habían sido hospitalizados por la represión tuvieron que ser protegidos por sus compañeros ante un acoso policial que no cesó.

Ni siquiera cuando se confirmó la naturaleza de los asesinatos y la conmoción se había extendido como una hiedra sobre el gobierno de Duhalde y del entonces gobernador bonaerense Felipe Solá, que sobrevivió a las consecuencias políticas de la masacre y mantuvo en pie su carrera política durante las dos décadas siguientes. Fue uno de los testigos permanentes de la génesis de esa crisis y participó de buena parte de las reuniones previas que convocó Duhalde cuando estaba preocupado por la “amenaza insurreccional piquetera”. Su estrella recién se apagó este año, cuando se enteró en pleno vuelo hacia México que el presidente Alberto Fernández había resuelto despedirlo de su puesto de canciller.

Para la militancia de las organizaciones, la represión reavivó la experiencia tan cercana del 19 y 20 de diciembre. El shock por los muertos y los heridos fue un déjà vu de la tragedia política vivida seis meses antes. Otra vez el último límite de la resistencia fue el cuerpo en la ruta o en la calle y volvió a poner a prueba los aprendizajes de lucha callejera que se habían experimentado en los años anteriores. Saberes acuñados durante el segundo menemismo en las canchas, en los recitales y en los conflictos estudiantiles y gremiales: los escenarios donde la represión era reiterada, pero también cada vez más resistida.

Duhalde demoró seis días en reconocer que la masacre había herido de muerte a su gobierno provisional. Los asesinatos de Santillán y Kosteki fueron cometidos después del mediodía del miércoles 26. El martes 2 de julio el entonces presidente usó la cadena nacional durante tres minutos y anunció que adelantaba las elecciones. “He decidido que dentro de cuatro meses a partir de hoy, los argentinos elijan, en internas abiertas y democráticas a sus candidatos a presidente y a vicepresidente de la República y, 120 días después, todos decidiremos quién nos conducirá en los próximos cuatro años”, informó Duhalde para poner en marcha un nuevo cronograma electoral. La salida anticipada del interinato de Duhalde como continuación de la crisis irresuelta de diciembre de 2001 confirma la centralidad que tuvo la Masacre de Avellaneda para todo lo que vino después.

El presidente provisional definió internas para el 24 de noviembre, elecciones generales para el 27 de abril, eventual ballotage para el 18 de mayo. El traspaso de mando quedó para el 25, a la semana siguiente. En esa línea de tiempo Duhalde puso en marcha su salida del poder y construyó su panteón con los funcionarios que lo acompañaron en la planificación y ejecución de la Masacre de Avellaneda. Aceleró los tiempos para reconducir la crisis que sus propias decisiones habían empeorado.

Cuando inició ese proceso Duhalde confiaba en la postulación de Carlos Reutemann. Cuando el automovilista declinó, le propuso la candidatura a Néstor Kirchner, posiblemente el menos pensado para todo el duhaldismo, salvo para el entonces mandatario que ya le había ofrecido la jefatura de Gabinete y no tuvo rencores cuando el patagónico se negó. Un año después aceptó liderar una de las tres fórmulas presidenciales que compitieron bajo el signo del PJ. Kirchner se postuló acompañado por el entonces secretario de Turismo Daniel Scioli.

La boleta del naciente Frente de la Victoria compitió con el expresidente Carlos Menem, impulsado por un establishment espantado que añoraba un tercer mandato para el riojano. Ambos se midieron con el exministro de la Alianza, Ricardo López Murphy, a la cabeza de un nuevo partido de derecha llamado Recrear que contaba con Patricia Bullrich entre sus integrantes. También compitieron el gobernador puntano Adolfo Rodríguez Saá, por un tercer frente del PJ, y Elisa Carrió que venía de romper con el radicalismo y había fundado el partido ARI, germen de la actual Coalición Cívica. Se sumó a la disputa el radical Leopoldo Moreau que lideró la fórmula de la UCR en nombre del alfonsinismo.

Menem se impuso por el 24,45% y aventajó por 2,2 puntos a Kirchner, que llegó al 22,25%. López Murphy quedó en tercer lugar con el 16,37. El riojano declinó participar en la segunda vuelta y el bulldog no buscó quedarse con ese electorado en una decisión que sus seguidores todavía le reprochan. Kirchner fue proclamado presidente. Así se cerró el ciclo que Duhalde había decidido iniciar seis días después de la represión que había ordenado, con una convicción que los testigos de aquellos días prefieren olvidar.

 

las esquirlas del puente

¿Es la Masacre de Avellaneda un hecho maldito para el kirchnerismo? Un recorrido por los meses previos no involucra directamente al entonces gobernador patagónico, pero sí a varios funcionarios que lo acompañaron en su presidencia a partir de ese 25 de mayo.

Entre el verano caliente de 2001 y el 26 de junio Duhalde fue el primero en estrenar la nueva ley de inteligencia que De la Rúa había promulgado en vísperas de una conmoción inédita. Cuando fue designado por la Asamblea Legislativa, a partir del 2 de enero de 2002 puso al frente de la SIDE al rionegrino Carlos Soria y como subdirector nombró a uno de sus colaboradores más estrechos, proveniente de la ultraderecha del peronismo: el exintendente de San Vicente y Presidente Perón, Oscar Rodríguez. Su nombre aparece en la causa judicial que Mabel Kosteki, madre de Maximiliano, inició el 1 de julio de 2002, para reclamar que se investiguen las responsabilidades políticas de quienes impartieron las órdenes de la masacre.

Rodríguez sucedió al “Gringo” Soria, que no sobrevivió a las críticas por presuntos encuentros con jueces federales para pedirles que metieran preso al exministro de Economía y creador del corralito, Domingo Cavallo. Duhalde lo resignó ante las presiones y ascendió a Rodríguez, su amigo íntimo. Fue uno de los pocos que tuvo acceso permanente al entorno poroso de Duhalde y quedó al frente de la SIDE durante la planificación del dispositivo represivo que actuó en Avellaneda. Del otro lado del mostrador, el confidente de Duhalde se encontró con el ya por entonces incombustible Antonio Horacio Stiuso, que conducía la Dirección General de Operaciones del organismo de inteligencia y, por su manejo de la tecnología y las intercepciones telefónicas, tuvo un rol en la planificación represiva y por el que nunca fue indagado.

Cuando Duhalde le entregó el poder a Kirchner, el “espía de carrera” que conducía “la Casa” tendió puentes con el nuevo gobierno hasta que fue denunciado por el entonces ministro de Justicia, Gustavo Béliz, que reveló su identidad. La filtración no lo expulsó: el denunciante, que ahora es secretario de Asuntos Estratégicos del presidente Alberto Fernández, se fue a vivir a Estados Unidos por temor a represalias y Stiuso no perdió poder. Potenció su funcionalidad con el nuevo presidente y los aportes que pudo haber hecho desde la “base Estados Unidos” durante las represiones de 2001 y 2002 nunca fueron investigados. Con reforma de inteligencia o sin ella, nada impidió que los espías acompañaran la cacería en las inmediaciones de Plaza de Mazo en diciembre de 2001 y buscaran impedir la pérdida de control del territorio. Seis meses después harían lo propio en el Puente Pueyrredón como una fuerza tutelar de la ferocidad de la Bonaerense y de las fuerzas federales.

La lista de acusados incluye a Eduardo Duhalde, Felipe Solá, Juan José Álvarez, Carlos Soria, Jorge Reynaldo Vanossi, Carlos Ruckauf, Alfredo Atanasof, Jorge Matzkin, Aníbal Fernández y Luis Genoud, un vidrioso personaje que siempre tuvo un vínculo muy cercano con Solá y pasó del Ministerio de Seguridad bonaerense a integrar la corte provincial. Por esa misma cartera había pasado “Juanjo” Álvarez antes de quedarse al frente de la secretaría de Seguridad Interior.

Américo Balbuena es la demostración concreta del nivel de involucramiento que tuvo el aparato de espías de la Federal en el control del movimiento social y el sincericidio de Rodrigo Jara reafirma que la Bonaerense complementaba la misma misión.

 

operación diluyente

Quienes compartieron largas charlas con Kirchner cuando transitaba la última etapa de su mandato presidencial afirman que la represión del Puente Pueyrredón fue un punto de inflexión en el vínculo que tenía con Duhalde. Después de esa jornada trágica, que cambió su carrera política, el lomense estaba convencido de que era un intento para desestabilizarlo que favorecía a Menem. Quienes tuvieron acceso al primer piso de la Casa Rosada en esos días reflejan a Duhalde sin un termómetro certero de la situación social, aislado en el microclima de su entorno y envuelto en un dispositivo muy desordenado “donde opinaba cualquiera”.

“Duhalde estaba muy empujado por la coyuntura y el entorno que tenía lo condicionó para tomar esas decisiones”, dice un protagonista del primer kirchnerismo que en esos años supo de primera mano el balance que hacía Néstor sobre su relación con Duhalde antes, durante y después de la Masacre de Avellaneda.

La caracterización que le adjudican a Kirchner sobre Duhalde habla de un desencanto profundo del patagónico con el lomense durante la gestión de la crisis posterior al 26 de junio. Kirchner nunca ocultó la fascinación que le provocaba la tenacidad que tenía el movimiento piquetero pero también quería que ese fenómeno político se diluyera en la medida que se redujera el desempleo. Ya en la Casa Rosada le propuso a parte de esos movimientos que integraran su gobierno. La negativa fue rotunda pero no unánime.

Los esfuerzos que el sucesor de Duhalde puso para acercarse a los movimientos de desocupados que intervinieron en el corte del 26 de junio tuvo un correlato difuso y muy criticado por los familiares de las víctimas. Las responsabilidades políticas de la Masacre todavía son investigadas por el juez Ariel Lijo, quien durmió el expediente en el letargo luego de que los querellantes lograran desarchivarlo en 2015. ¿Será este expediente otro de los casos que fueron congelados por los brazos ejecutores de la extinta SIDE en Comodoro Py, cuando Stiuso y el auditor Javier Fernández eran los principales nexos judiciales con la cueva de la calle 25 de Mayo?

En julio de 2005, el Tribunal Oral en lo Criminal 7 de Lomas de Zamora, que investigaba a los autores materiales, citó a Kirchner para que aportara información en calidad de testigo. El entonces presidente adujo problemas de agenda por la gestión de su gobierno, contestó por escrito y se despegó del caso. Recordó que había ordenado la desclasificación de archivos de la SIDE como le habían reclamado las organizaciones. Pero quienes tuvieron acceso a ese material en la causa advierten que son más de cien páginas con recortes de diarios e informes sobre la coyuntura de ese momento que no aportaban nada nuevo a la investigación.

Los exfuncionarios de la gestión de Duhalde y de Solá que tratan de exculparse no pueden explicar cómo se diluyeron todos los caminos para saber qué pasó y cómo fue planificada la represión más violenta y mortífera después del 19 y 20 de diciembre de 2001.

El comisario Fanchiotti y el cabo Alejandro Acosta fueron condenados por los asesinatos de Santillán y Kosteki, pero nadie profundizó sobre el rol que tenía el primero como enlace de la SIDE en Avellaneda donde era jefe de la Departamental distrital.

La ausencia de voluntad política para saber cómo fue planificada la Masacre de Avellaneda también impide conocer cómo fue la metamorfosis del dispositivo represivo entre diciembre de 2001 y junio de 2002. Los indicios y revelaciones que surgieron desde entonces reflejan que existe un persistente interés para que todo quede en el olvido, aun cuando hubo casos que develaron hasta dónde había llegado el espionaje interior en ese momento. Uno de ellos es el exagente de Inteligencia de la Policía Federal, Américo Balbuena, quien ingresó al aparato de los «plumas» durante el gobierno de Duhalde y se hizo pasar por periodista para inifltrar a la agencia alternativa Rodolfo Walsh por más de diez años.

El ex oficial mayor de inteligencia de la PFA no es el único indicio sobre el nivel de despliegue de esos años. El más reciente lo aportó el exespía de la Bonaerense Rodrigo Jara en junio de este año, luego de participar como bailarín del programa que conduce Marcelo Tinelli. En una entrevista contó a qué se dedicaba hace diez años: “Fui policía, albañil, trabajé en el servicio de inteligencia de la provincia de Buenos Aires (…) trabajaba de civil, te dejaban tener tatuajes, cuando entré a trabajar habían explotado los piquetes y uno de los trabajos era infiltrarnos en las manifestaciones para que ver qué querían, quién encabezaba la marcha”, dijo Jara en un programa de chimentos.

Muchas preguntas llevan dos décadas sin respuesta y los esfuerzos oficiales por abordarlas son escasos. Los amagues fallidos de desclasificar archivos y dilucidar la cadena de responsabilidades políticas quedaron en un segundo plano.

 

Balbuena es la demostración concreta del nivel de involucramiento que tuvo el aparato de inteligencia de la Federal en el control del movimiento social y el sincericidio de Jara reafirma que la Bonaerense complementaba la misma misión.

¿Cuántos casos similares operaron entre 2001 y 2002 por parte de todas las fuerzas policiales y de seguridad?

¿A dónde iba a parar la información que recolectaban?

¿Quiénes coordinaron las presuntas investigaciones y pinchaduras telefónicas que ordenó el aparato de inteligencia para cumplir con el objetivo, mencionado por Jara, de “saber qué querían y quiénes encabezaban la marcha”?

¿Es posible que con semejante despliegue la Casa Rosada fuera ajena a la represión?

¿Qué pasó en la antigua SIDE con la ley de Inteligencia que promulgó De la Rúa y aplicó Duhalde?

¿Cómo evolucionó esa estructura ilegal de espionaje interior en los quince años siguientes?

¿Qué hizo el omnipresente Stiuso bajo órdenes del Gringo Soria y de Oscar Rodríguez?

¿Existe una relación estructural entre el espionaje interior y la cacería represiva del 2002, con la ampliación de los seguimientos en los años siguientes y las recientes revelaciones sobre la multiplicación de estaciones de inteligencia en el Área Metropolitana durante el gobierno de Mauricio Macri para investigar a unos 600 sindicatos y organizaciones sociales y políticas?

¿Es posible que en cuatro lustros de espionaje político y cerrojos represivos existan continuidades cada vez más intrusivas de ese aparato?

Todas esas preguntas llevan dos décadas sin respuesta y muy pocos esfuerzos oficiales por abordarlas. Los amagues fallidos de desclasificar archivos y dilucidar la cadena de responsabilidades políticas quedaron en un segundo plano porque las represiones de diciembre de 2001 y de junio de 2002 tuvieron una respuesta masiva de rechazo y repudio que obligaron a los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner a asumir que no había margen para responder con más represión a la masiva protesta social. Sus funcionarios tuvieron que buscar otros métodos de negociación para lidiar con los movimientos sociales.

“¿Cómo hago para creer que el presidente (Alberto Fernández) podría buscar saber algo de lo que hay en la AFI sobre la masacre? Creo que es imposible que se anime a investigar o a revelar algo que involucre a parte de su administración”, se lamentaba Alberto Santillán en el penúltimo aniversario del asesinato de Darío, su hijo. A la distancia recuerda que una de las últimas propuestas que les hizo Kirchner fue conformar una comisión investigadora, pero siempre y cuando asumieran el compromiso de no volver a cortar el puente. “Con Fernández no me quiero comer otro sapo como me pasó con Néstor. No creo que quieran abrir nada”, se atajó Santillán luego de confiar que le había mandado una carta al presidente y exjefe de gabinete de Kirchner para que lo recibiera. La respuesta nunca llegó y Santillán ya no la espera.

 

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