Cuando se ingresa a la ciudad de Gualeguay, un cartel azul con letras de molde institucional indica que estamos en la capital provincial de la cultura. En él se hace mención a la ley 10.351 aprobada por la Legislatura de Entre Ríos el 3 de diciembre de 2014. Los argumentos por los cuales se decidió catapultar a esta ciudad entrerriana con tamaño honor se condensan en la galería de poetas que dio: Juan Lauretino Ortiz, Carlos Mastronardi, Juan José Manauta y Emma Barrandeguy. Cada uno tuvo una trascendencia tal que logró sortear los márgenes de la provincia convirtiéndose en potentes artistas que no escatimaron polémicas. Algo que no les salió gratis, al punto de que en algunos casos los empujó a padecer el desarraigo por sus posturas ideológicas.
biblioteca popular
Comenzaba la década del ’30 y ya había explotado la crisis del capitalismo. El grupo de poetas estaba afiliado al Partido Comunista. Y fue ese enrolamiento político, que se empezaba a distinguir en sus obras y acciones públicas, el que iba a encender una luz de alarma en algunos sectores de la comunidad gualeya que durante décadas fue un polo del conservadurismo provincial.
A casi un siglo de aquel esplendor literario, en el pueblo se pueden apreciar destellos de una ciudad pujante que supo tener el segundo puerto del país y convertirse en una de las principales vías navegables por el río Gualeguay para buena salud del modelo agroexportador. Personajes de la política y la historia, en la actualidad, se encargan de subrayar que si bien Gualeguay es la quinta ciudad más importante en Entre Ríos, es el departamento más grande geográficamente. La aclaración es el prólogo para enseguida jactarse de que tienen el ejido rural (productivo) que más tributa.
La Biblioteca Popular, bautizada con el nombre de Carlos Mastronardi en 1977, un año después de la muerte del poeta, fue fundada en 1891 con la denominación original de Biblioteca de la Sociedad de Fomento Educacional. Este tipo de sociedades culturales surgieron durante el último cuarto de siglo XIX y dieron origen a otras bibliotecas que tenían como objetivo promocionar la lectura, pero también el encuentro, el debate y la polémica.
Tal era el debate que las crónicas de la época narran los sermones que el sacerdote José María Quinodoz emitía desde el atrio cuando a sus oídos llegaban las ideas que circulaban en el salón central de la biblioteca. El Eco Parroquial, un pasquín que dependía directamente de la diócesis local, los reproducía semanalmente.
Inaugurada en 1912, la biblioteca contó con una donación inicial de 600 libros que aún se conservan (y que se suman los 50 mil volúmenes con los que cuenta la biblioteca en la actualidad), y al poco tiempo fue más que un templo de las letras o un lugar de consultas para sus socios. Se convirtió en una especie de buró político que alteró los ánimos de la alta sociedad de entonces, sobre todo, de la Iglesia. La jovencísima Barrandeguy era una de las plumas que se encargaba de hacer público ese ideario político. Lo hacía a través del diario Justicia, que si bien era un matutino anticomunista, ante todo era anticlerical. La poeta era también quien respondía las virulentas diatribas que lanzaba la curia sobre ese supuesto “fantasma comunista”. Una vez fue denunciada por uno de sus artículos y Mastronardi, que contaba con el título de abogado, hizo su defensa en sede judicial.
no pasarán
En aquellos años, el enfrentamiento que más relevancia tuvo, porque la sociedad entera fue testigo, refiere a las elecciones por la conducción de la comisión directiva de la biblioteca. De un lado se iba a presentar la agrupación Claridad, constituida por Juan L. Ortiz, Barrandeguy y Mastronardi. El espacio era una suerte de filial del Ateneo Claridad que habían creado unos años atrás los escritores de izquierda de Buenos Aires, César Tiempo, Álvaro Yunque y Elías Castelnuovo; todos simpatizantes de la Revolución Rusa. En la vereda de enfrente estaba, básicamente, la curia local.
Para sumergirse en esa guerra sin cuarteles que se dio en torno a la disputa, vale la pena leer el trabajo La internacional entrerriana, de Agustín Alzari, una crónica intensa y documentada sobre lo que fue la pelea por la conducción de la entidad cultural que iban a emprender los integrantes de Claridad, que semanalmente llenaban el salón central de la biblioteca para debates políticos y habituales lecturas de Marx.
En septiembre de 1932 se presentó la lista para las elecciones que iban a ser en diciembre de ese año, y en las que no votaban las mujeres. La Iglesia se convirtió en un cuartel para calumniar a los poetas. Cuenta Mastronardi en sus Memorias de un provinciano que, durante la contienda, los escritores daban réplica a la Iglesia a través de sonetos escritos por uno o varios de ellos, y firmados bajo el seudónimo común de Fray Soviet. La furia del sacerdote Quinodoz regalaba al público deliciosos octosílabos que quedaron plasmados en los diarios de ese tiempo y que la biblioteca conserva en su hemeroteca.
La campaña difamatoria eclesiástica evidentemente se impuso y los poetas fueron derrotados. Juan L. Ortiz narra por carta a César Tiempo, poco después de la aplastante derrota: “Hemos andado con Mastronardi en líos de política ‘cultural’ con motivo de la renovación de la C.D. de la Fomento ¡Cómo se hubiera reído Ud. de las cosas graciosísimas que ocurrieron por causa de su inefable (palabra ilegible) y la inclusión de Mastronardi, Méndez y yo en una de las listas! Fue una reacción de los ‘doctores’ patrocinados por la Santa Iglesia (las sotanas cobraron un dinamismo admirable) contra el mismísimo Soviet que amenazaba con tomar la dirección de un centro tan ‘serio’ de ‘cultura’ y tan propicio, desde hace un buen tiempo a las siestas seniles”. Dos años después, el trío iba a internarlo nuevamente y ahí sí, con un poco de pragmatismo y unificación de listas, se impusieron.
En una extensa entrevista en la revista crisis número 32 en diciembre de 1975, Mastronardi recuerda esos episodios. “La biblioteca de Gualeguay debe mucho al espíritu renovador de Ortiz, con quien integré dos veces la comisión de aquella. Impusimos a Proust –hablo de cuarenta años atrás– pero no pudimos hacer lo mismo con Joyce. Quién lo conoce aquí, nos preguntaban, sin ironía. Para algunos socios temerosos y ciertos miembros de la curia éramos individuos peligrosos, avanzada subversiva cuya misión consistiría en corromper a la juventud. La mejor innovación imaginable para ellos, en materia literaria, era adquirir algunos nuevos tratados sobre la siembra directa de remolacha forrajera. El control de la biblioteca se convirtió en batalla electoral, estancieros y bendecidas comisiones de señoras propusieron una lista opositora. Ningún feligrés faltó al acto eleccionario: votaron ancianos, lisiados y otras reliquias. Operada la resurrección de los muertos, Ortiz y yo debimos ceder ante la ortodoxia y, derrotados, regresamos a cuarteles de invierno”.
Durante sus dos gestiones, 1935 y 1936, la biblioteca recibió a Raúl González Tuñón, Felisberto Hernández, Atahualpa Yupanqui, Samuel Eichelbaum y Ulises Petit de Murat, entre otros muchos artistas e intelectuales de la época.
La disolución de este grupo gualeyo comenzó a raíz de una serie de hechos que encabezó la pérdida de la comisión directiva de la biblioteca a manos de los conservadores, en enero de 1937. Pero ,además, por las implicancias que tuvo una nota titulada “El comunismo en Entre Ríos. El caso Gualeguay”, escrita por José María Rosa en el diario conservador La Voz de Entre Ríos. Ahí se divulgó una lista de todos los integrantes del PC en la provincia y se los acusaba de haber cometido algunos delitos incomprobables. Toda esa narrativa tuvo su rebote en otros diarios nacionalistas y conservadores empeñados en una campaña antisemita, anticomunista y contra los “enemigos de la buena moral”.
éxodo
Ese 1937, Amaro Villanueva declaró: “Soy de Gualeguay. Lo confieso con entera vergüenza política”. La persecución fue tal que en 1941 nadie de ese colectivo cultural se quedó en la ciudad. La mayoría rumbeó a Buenos Aires y Juan L. Ortiz se fue con su amigo Villanueva a Paraná. Gualeguay no iba a volver a congregar una comunidad cultural.
Luisina Viviani es licenciada en Comunicación Social y está finalizando un trabajo de tesis para el profesorado de Historia, cuyo título es “El éxodo de los grandes escritores del Siglo XX en Gualeguay”, y que toma como base el libro de Alzari. Es sábado a la tarde y le cuenta a crisis las historias de estos poetas que se dieron cita en la biblioteca que ahora dirige. No es horario de visitas, pero las ganas de mostrar y contar dieron frutos positivos.
“Juan L. estuvo en Buenos Aires, Villaguay y vuelve para entrar a trabajar en el Registro Civil, donde se desempeñó durante 27 años. Se jubila a los 42 años y se va a vivir a Paraná corrido por ser comunista. La policía lo vivía arrestando, los diarios de la época lo destrozaron y eso que era una persona muy tranquila y de extremo perfil bajo”, dice mientras camina por la biblioteca, que mantiene el mobiliario desde su fundación creando una atmósfera verdaderamente admirable.
La tesista trabaja en su texto una pregunta no respondida y que, implícitamente, aparece como reclamo: la inexistente reflexión por parte de la sociedad gualeya ante la partida de semejantes poetas. “La ciudad tiene la obligación de saber más de ellos. Cuando me fui a estudiar a Rosario no sabía quiénes eran. Los han ocultado por comunistas, nos han privado de saber sobre ellos. De leerlos”, lamenta.
una de soviet
Juan José Manauta fue el último escritor de la estirpe. Abrazó la causa comunista desde muy joven, pero no lo hizo inspirado en los principios de la Revolución Rusa ni en los textos de Marx y Engels –eso le llegaría más tarde–, sino leyendo La madre, de Máximo Gorki, una obra que refleja el despertar de la clase obrera, luchando por los derechos fundamentales y que en esos años eran pisoteados por el zarismo ruso.
Juan L. Ortiz era su amigo y convenció al padre de que le permitiera estudiar Letras en la Universidad Nacional de La Plata. Manauta fue, de ese linaje de poetas gualeyos, quien forjó una especial sensibilidad entre el paisaje y lo social. Iba a decir su amigo mayor en 1948: “Está dicho que Manauta es un poeta con sensibilidad humana. Yo diría simplemente con sensibilidad. Y que su elegía no está solo en relación con la soledad del paisaje y con un sentimiento ya más personal, por más abierto e iluminado, de su propia soledad, sino también con el drama silencioso de los desheredados”. La novela Las tierras blancas (1956) refleja el éxodo de los campesinos entrerrianos y el desarraigo de trabajadores de su tierra, corridos por el latifundio y la miseria en el ámbito hostil de las tierras baldías, blancas, comidas por la erosión del río Gualeguay.
Se afilió a la Fede y de adulto militó en el Partido Comunista, que le costó primero la cárcel y después el destierro. De todo, pero especialmente cuentista, trabajó en diarios en la década del ‘50 y fue redactor en el diario comunista La Hora, en el semanario Nuestra Palabra, en la revista Hoy en la Cultura y durante veintiocho años escribió en el mensuario Novedades de la Unión Soviética, aunque no firmaba con su nombre, sino con seudónimos, a veces como Zrobak. Estuvo en las listas negras de la última dictadura cívico-militar y fue prohibido desde el 17 de marzo de 1977. En el listado estaba también Evar Ortiz Irazusta, el hijo de Juan L.
Hay una historia que poco se conoce. Fue en 1994. Manauta denunció a la Unión Soviética por incumplimiento de las obligaciones en materia de aportes previsionales, sindicales y asignaciones familiares. El planteo estaba dirigido a la Embajada de la Federación Rusa, como su continuadora política y diplomática. El juez de primera instancia sostuvo que no daría curso a la demanda si antes Rusia no daba su consentimiento para ser sometida a juicio. Pero eso no ocurrió. El magistrado pidió el consentimiento y la Embajada no contestó, por lo que el juez entendió el silencio como una negativa tácita a someterse a la jurisdicción argentina y se declaró incompetente.
El abogado que representaba a Manauta alegó que “el privilegio de inmunidad no debe transformarse en impunidad”. Pero la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil y Comercial Federal confirmó el pronunciamiento de primera instancia, lo que significaba que el escritor quedaría privado de la jurisdicción de los tribunales argentinos para hacer valer sus derechos y los obligaba a plantear su reclamo en Moscú.
Lo cierto es que el asunto llegó al máximo órgano de la justicia argentina, que modificó su propia jurisprudencia respecto a la inmunidad de jurisdicción e hizo lugar al pedido de Manauta admitiendo que un Estado no puede intervenir en asuntos internos de otro, pero en este caso no se trataba de un acto de gobierno sino de una obligación laboral y previsional. El cimbronazo fue tan fuerte que en mayo del año siguiente el Congreso sancionó la Ley Número 24.488 de Inmunidad de Jurisdicción de los Estados extranjeros ante los tribunales argentinos, donde reconoce que el principio general es la inmunidad. La burocracia judicial estiró la resolución por otros trece años, hasta que los tribunales argentinos hicieron lugar a la demanda por daños y perjuicios al escritor.
en busca de juanele
Sumergirse en el mundo de Juan L. nos dirige a Puerto Ruiz, lugar que fue emblema de esplendor en una época. Ubicada a 8 kilómetros de la ciudad, hoy la zona se concibe como una administración paralela de Gualeguay. Un vecino dice: “Dependemos de la administración del puerto”, como si fuese otra jurisdicción gubernamental, aunque no lo es. Son dos manzanas de casas bajas, chicas, de construcciones viejas y propias de las que se levantaban a la orilla de un río. Muchas están habitadas por pescadores cuya suerte depende de lo que el Gualeguay esté dispuesto a ofrecerles. Un caminito de tierra, con casas, algunas de ellas abandonadas, se va a llamar Juan L. Ortiz. Son apenas dos cuadras, cortas, sin veredas ni árboles. En una esquina se ve una comisaría y en la otra, un pequeño kiosco. De pronto, en una pared sin pintar, con dos puertas, una de ellas destartalada, aumenta la impresión de una escena de abandono. En el medio se pierde una placa con el resplandor del sol. Es la que buscábamos. Dice: “En el aura del sauce’. Tu voz se escucha todavía. A Juan L. Ortiz. Ofrenda de lo que fue la Sociedad de Escritores de Gualeguay”. Fue colocada allí en 1963 cuando se cumplió el bicentenario de la fundación de la ciudad. Allí vivió el poeta. Ahora vive una familia y antes lo hicieron otras. Incluso llegó a ser un kiosco. No hay registro de nada más que esa placa, que fue colocada cuando Juan L. ya vivía en Paraná, donde al año siguiente iba a ser protagonista de una anécdota junto a otro de sus amigos entrañables.
Ocurrió en 1964. En la sede de El Ateneo, un desconocido y desbocado escritor llamado Juan José Saer le cantó las cuarenta al establishment literario nacional del momento. Saer no era aún el autor deslumbrante cuando protagonizó un verdadero escándalo del que habló la prensa porteña. El episodio sucedió en el Quinto Congreso de la Sociedad Argentina de Escritores realizado en la capital provincial. “Yo había ido a Paraná a trabajar con Roa Bastos en un guión. De entrada nomás hubo algo que no me gustó. Dos o tres que estaban allí, que no podían ni lustrarle los zapatos, quisieron tomarle el pelo a Juan L. Ortiz”, así comienza narrando el recuerdo Saer sobre lo que pasó esa mañana en El Ateneo.
Juan L. estaba participando del encuentro, pero había salido para ir a recibir a un viejo conocido suyo que también llegaba a la actividad de los escritores en Paraná en vapor. Se trataba de Raúl González Tuñón. “Fue una cosa magnífica porque lo fue a esperar con su traje blanco y un sombrero de paja y a algunos tilingos de aquí, de Buenos Aires, les pareció ridículo. Bueno, eso ya no me gustó y no porque se tratara de Juan L. No me hubiera gustado con nadie”. Eso contó Saer sobre esa jornada en la que salió en defensa de su amigo, en un reportaje que le hizo Hinde Pomeraniec.
Las virtudes de Juanele en el arte plástico son poco conocidas. Quizás porque la comunidad cultural gualeya ya tenía esa cuota de placer en Cesario Bernardo de Quirós, un pintor que también cruzó las fronteras de la ciudad. Buena parte de su obra está en el Museo de Bellas Artes de Paraná. En Gualeguay, sin embargo, varios de los cuadros en los que representó al gaucho, descansan en uno de los principales salones del Club Social de la ciudad. La vieja entidad ubicada en la plaza central que solía albergar a la burguesía local no hace esfuerzos por jactarse de tener semejante obra. Ese lugar permanece cerrado permanentemente, lo que no permite verlos a cualquier vecino o turista que llegue a la ciudad.
En 2018, el historiador y escritor Gastón Fleita Moreyra, integrante de la Sociedad de Escritores de Gualeguay, había comenzado a investigar sobre la colectividad italiana de la ciudad. Durante el proceso no podía eludir la biblioteca. Inquieto, fue al sótano y detrás de unos muebles, entre libros antiguos y colecciones de diarios tapados por el polvillo, se encontró con retratos de los que se suponía que eran algunos de los fundadores de la entonces Sociedad de Fomento. Efectivamente eran retratos de quienes habían sido presidente de la institución, dato que corroboró porque tenía a mano un ejemplar del diario El Día del 12 de diciembre de 1941, donde se saludaba el 50° aniversario de la fundación de la entidad cultural y se reproducían las fotografías de Antonio Medina, Clariso Hereñu y Mateo Sola. Eran las reproducciones de los cuadros. Lo que no se sabía- cuenta Luisina- es quién era el autor porque las mismas estaban bajo un marco ovalado que tapaba la firma. Cuando se retiraron y quedaron las carbonillas al desnudo, se leyó en los ángulos inferiores de los retratos la firma y las fechas: “Juan L. Ortiz 1916” en tres de ellos y, en otro, “J. L. Ortiz 1925”. Sin polvillo ni humedad, se exponen en el salón central. Esa historia es desconocida para buena parte de la comunidad.
revivir
Hoy, una generación de 30 y 40 años ha tomado el legado de Juan L para revivirlo, reencontrarlo y reinterpretarlo. En Paraná, la Municipalidad acaba de inaugurar un centro de lectura, en plena costanera, sobre el río, que lleva el nombre de unas de las más deliciosas poesías “Rosa y dorada”. Allí se expone una muestra de fotos que se gestó en Facebook en la cuenta Fotos de Juanele. La idea fue de los fotógrafos Malala Haimovich e Ivo Betti. “Surgió hace dos años al detectar que circulaban varias fotografías del artista sin demasiada información. Empezamos a sistematizar el material existente y a sumar nuevo e inédito. Actualmente contamos con 101 imágenes difundidas a través de las redes del proyecto y hemos podido rescatar valiosas historias detrás de cada foto. Es una suerte de construcción colectiva en la que se ha transformado el archivo”, cuenta Haimovich a crisis y repasa imágenes del personaje en escenas familiares y públicas con otros escritores como Paco Urondo, Manauta y Mastronardi. “Sentimos que los retratos del poeta transmiten un aura especial y cautivante, que representa en buena medida lo que fue su figura y existencia, siempre envueltas en cierto misterio. Para quienes vivimos acá, Juan L. es alguien muy querido y no sólo su poesía es la que nos interpela; resulta muy difícil separar su producción de su vida. Ya es ícono y fetiche”.
El músico y compositor paranaense Sebastián Macchi editó, en 2005, el disco Luz de agua, en el que musicalizó poemas del gualeyo. El disco lleva un dibujo de Juan L. que supo ilustrar sus propios poemas. Gualeguay ha dado escritores, poetas, pintores, pero no se ufana de ese tesoro maravilloso. Los rostros de Juan L., Manauta, Villanueva, Barrandeguy, Quirós se cuelan en rincones de la ciudad como discretos homenajes, casi de ocasión. Uno de ellos está ubicado en el Paseo de Lectura, en una diminuta plazoleta al sur de la ciudad.
El arte del mosaiquista entrerriano Néstor Medrano quedó estampado en las paredes del Servicio Penitenciario, del lado de afuera. Ese impactante mural con los rostros de cada uno de ellos queda a la suerte de la casualidad o la inquietud específica de un visitante. Las guías turísticas no invitan a recorrer los lugares por los que anduvieron estos artistas. Sumergirse en las cotidianidades de lo que fueron estas vidas requiere de un esfuerzo casi de pesquisa o bien tener la fortuna de dar con Luisina.