Algo merodea en la madrugada de verano de 2023 por las calles solitarias del barrio Prat, en Posadas, Misiones. Los perros ladran endiablados. Los vecinos se asoman por la ventana. “Es el lobizón”, escribe una mujer por mensaje. Otra desde su casa ve cómo una figura se pierde en el monte, hacia el lago del centro de la vecindad. Demasiado grande para ser un perro, demasiado chico para ser un caballo. Y ni hablar del extraño caminar de ese algo. Los mensajes en el grupo de WhatsApp no paran de circular, lucecitas que titilan en la noche. Las nuevas tecnologías no van lo suficientemente rápido como para dejar atrás las leyendas, los cuentos de criaturas salvajes. Alguien, dizque otra mujer, corre cualquier fantasía y arriesga: “Debe ser un aguará guazú, pobrecito. Hace años en Campo Largo apareció uno, casi lo matan con garrotes”.
Todavía aflora en el noreste argentino el mito del lobizón, compartido con el nervio antiguo de las historias contadas alrededor del fuego. En todo caso, el aguará guazú podría ser un hombre lobo que quedó crudo: un intermedio entre dos seres, aunque definirlo así sería una falta de respeto para la especie, Chrysocyon brachyurus, lobo de crin, zorro grande. Un animal solitario que se mueve como en otro tiempo y espacio. Dos patas derechas en simultáneo, luego las dos izquierdas, un compás que hace sentir que el resto del mundo está en falsa escuadra. Deambula así por los campos, los montes, los bosques que quedan, siempre esquivo, casi un rayo que rasga los yuyos, los pastizales. Es más fácil sentir su olor o, a lo sumo y con suerte, su grito, un aullido roto, un lamento cortado. Hay gente que se pasa la vida con el anhelo de toparse en estado silvestre con esta joya, rara mixtura de perro, lobo y zorro, que permite con cada aparición —y también con sus ausencias— entender los modos en los que el modelo colonialista y extractivo ha devorado algo más que terrenos en su avanzar.
los aparecidos
Algo pasa en los últimos tiempos. Una pregunta interroga a los científicos y naturalistas que siguen sus huellas, su historia. Hay dos apariciones recientes que causaron sorpresa. En septiembre, uno en La Pampa, en noviembre, otro en Olavarría, bordeando el sur bonaerense. El primero salió en varios medios periodísticos y removió una historia de olvidos y conquistadores. El segundo, intrigas y debates. Este último es el que ahora, verano de 2024, está en el Centro de Recuperación de Especies (CRET) de la Fundación Temaikén, en Escobar, hasta que esté todo listo para volver a liberarlo. En el sector donde habita provisoriamente hay pastos secos, algunos árboles bajos, y una especie de mínima lagunita artificial. Se sabe que anda por ahí, pero no asoma. Se siente sí el olor de su meada pero solo eso. Hace calor en la mañana del miércoles, se escuchan de fondo el zumbido de algún abejorro, los gritos de algunos pájaros rescatados ahí cerca, cardenales que disputan poder en sus jaulas, y nuestras pisadas. Hay que hacer silencio, si no se va a esconder mejor aún, si es que eso es posible. Dar con él es un desafío: mirar y mirar lo dorado, el apenas ondular de la vegetación, pispear la quietud casi perfecta hasta que de ella surja algo. ¿Surgirá?
“Hay que ver si aparece”, dice Guillermo Delfino, coordinador de Programas de Especies. Él sabe de paciencia. Estudia los aguará desde hace doce años. Cada tanto, cuando hay alguno rescatado de un atropellamiento o encontrado en un campo, mordido por los perros, los atiende, acompaña su recuperación. También participa de las liberaciones. Pero nunca ha podido ver a uno en estado salvaje. Cuenta esto antes de llegar al lugar, mientras explica la importancia de las cámaras trampa para poder conocer las regiones que habitan. Todavía es un misterio cuántos de ellos hay en el país. Se sabe que en total hay unos 17 mil, el 90% de ellos en Brasil. En esa cartografía de avistamientos que se va armando se juegan muchas cuestiones: ciencia ciudadana, investigación, febriles peleas por clasificaciones que parecen un tag —vulnerable, en riesgo de extinción—, pero de ellas depende el cuidado de una especie.
Recorrió varios kilómetros desde Olavarría. Lo encontraron cerca del arroyo Tapalqué, en un barrio de casas bajas que linda con los parques, el campo y la llanura. A la madrugada, un vecino lo vio en un patio y llamó a la policía: “Un perro grande, un zorro, algo así”. Siguió un operativo hasta poder atraparlo. Desde allá llegó a Temaikén. Lo atendieron y supieron que era un macho joven, de unos 50 kilos, sin señales de haber sido mascotizado, no había marca de collares ni cadenas en su cuello. Eso es algo que a veces pasa, encuentran cachorros en un campo, no saben muy bien de qué especie se trata, los crían en patios. En el CRET reciben y recuperan a animales silvestres como el aguará que esperamos, y también mucho bicherío víctima del tráfico ilegal. La mayoría llegan derivados por las autoridades de fauna.
Las escenas varían en geografía pero tienen núcleos que se repiten.
Enero de 2024. Zona norte de Rosario, la policía sigue a uno a lo largo de varias cuadras hasta que logra atraparlo. Está herido. Lo llevan a un centro de rescate para que le den cuidados.
Septiembre de 2023. En Seeber, a pocos kilómetros de la laguna de Mar Chiquita, en Córdoba, uno se encuentra lastimado. Había sido atacado por unos perros. Lo llevan a la reserva Tatú Carreta. En esa zona, es el tercero rescatado en el año.
Inicios de 2022. En las cercanías de Altos de Chipión (también cerca de la Laguna de Mar Chiquita), un colectivo interurbano atropella a un aguará guazú. El cuerpo del animal es embalsamado y se lo lleva al Museo de Zoología para su exhibición. Sale en las noticias locales. El cuerpo estático se repite en los portales. Sirve para educar. Los biólogos y los ambientalistas piden carteles con la silueta del aguará para que quienes manejan sean precavidos.
Febrero de 2024, en un campo de Resistencia, Chaco. Las patas largas y temblorosas, la lengua afuera, como si hubiera cruzado el desierto. Y algo así había pasado. El calor extremo, cuenta Luis Martínez, ambientalista y baqueano del litoral, los obliga a llegar a lugares donde están los hombres. Cada vez que uno se apresencia trae tras de sí un arrasamiento: el desmonte, la frontera del agronegocio, las inundaciones. El video circuló por las redes. Al animal lo dejaron ir. Esto que en principio podría sonar a libertad a veces no lo es, de la misma manera en que tocar a un lobo marino al borde de la playa tampoco es una óptima idea. “En estos casos es bueno contar con la presencia de autoridades de fauna para constatar la buena salud del ejemplar”, dice Martínez, porque pueden estar enfermos y propagarla a otros, por ejemplo.
Belén Natalini, instalada en Corrientes desde hace unos años, pertenece al grupo interdisciplinario de Aguará Guazú. A ella le llevó tiempo también toparse con uno en libertad pero tuvo más suerte que Delfino. Durante los primeros tres años en territorio, nada, apenas pudo escuchar un aullido. Hasta que una vez, finalmente, pasó: luego de días de campamento, noches con linterna y paciencia sobre una loma, divisaron a uno. “Lo vimos a lo lejos, así con la cabecita, y fue impresionante”, dice. Natalini es doctora en Ciencias Veterinarias y se especializa en cánidos. A los aguará los llama “la especie paraguas”, porque con su majestuosidad permiten instalar la idea de cuidado para otros animales del palo, como los zorros. Es que en este reino hay influencers, así se construyen criterios de cuidado y también se instalan modelos de turismo en algunos lugares.
diáspora interespecie
Fueron desapareciendo. De La Pampa, de Entre Ríos, de Buenos Aires. Al igual que el puma, su único predador natural, el aguará guazú necesita expansión para sus recorridas, para su andar, que es huidizo, y en especial arranca de noche. “Influir sobre una especie de forma directa o mediante la alteración de su hábitat puede acarrear consecuencias totalmente inesperadas”, dice el etnobiólogo Stefano Mancuso. Este animal en Paraguay está en peligro, también en Brasil, aunque sea el que tiene mayor cantidad de ejemplares, y en Uruguay se lo considera casi extinto. Todas regiones donde la deforestación muestra índices altísimos, y también, en los casos en que ha habido reducciones de esa tendencia, fue gracias a políticas de reforestación.
En Argentina, el mapa que representa la contracción de poblaciones de esta especie y de muchas otras se centra en especial en el llamado Chaco Americano y se lee al calor de otros datos. Se trata de la región, luego del Amazonas, más rica en biodiversidad. También, la zona con mayores índices de pobreza. Y una fecha marca la profundización de esta crisis: la década del noventa, con el avance de la soja sobre el norte del país. No es casualidad que además coincida con la mayoría de los conflictos territoriales relevados a comienzos de siglo veinte, 80% en las provincias de Santiago del Estero, Chaco, Formosa y Salta. Según un informe de la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Desarrollo (APCD) de 2020, nuestro país se cuenta entre los diez con mayor pérdida neta de bosques en el mundo durante el período 2000-2015. Esa enorme resta de plantas nativas produce migraciones humanas y deja sin refugio ni sustento también a cientos de especies, que a su vez se ven obligadas a buscar otros lugares. Pero el detalle es que ya no va quedando lugar a donde ir.
Delfino suma una posible variable más para entender la presencia del aguará en Olavarría, que no era un lugar en el que se solían producir estos avistamientos: “Ha cambiado mucho la forma de trabajar los campos en Buenos Aires o en La Pampa o en Córdoba. Antes vos tenías muchos más peones, con muchos más perros. Hoy está más industrializado y todo el trabajo que antes se hacía con mucha gente ahora se hace dos o tres veces al año con maquinaria, entonces hay más campos que están vacíos, y por ahí por eso los bichos pueden animarse a avanzar”.
Enfocado en una lectura histórica y social (y natural) de los extractivismos, Horacio Machado Araoz hace unos años escribía: “La trayectoria histórica de la naturaleza latinoamericana, con sus dolorosas heridas y cicatrices largamente acumuladas en los territorios y los cuerpos, huellas estructurales de los distintos y sucesivos ciclos de explotación, muestra en carne propia la anatomía y la fisiología histórica del coloniaje. Esas marcas cicatrices permiten percibir el colonialismo como el producto histórico-político de un específico modo de producción”. Esa marca es también narrativa, produce mutaciones sutiles en los imaginarios.
en cada lugar un nombre
En el ajuar mortuorio del cacique mapuche Calfucurá, entre otras cosas, guardaron los huesos limpios de uno de sus caballos de batalla y un par de botas de aguara guazú; un modo de vestir los pies con el cuerpo de un animal considerado sagrado. Calfucurá caminó La Pampa, justamente ese territorio que hoy celebra la vuelta de la especie con bombos y platillos, porque hacía casi 200 años que no aparecía ninguno. Cuando los pastizales originales fueron dando lugar a las tierras de cultivo, a la tala de los bosques de caldén, cuando en Mendoza y San Juan se cambiaron los rumbos de los ríos, la biodiversidad menguó: no más pecaríes, ni boa de las vizcacheras; incluso, no más yaguaretés. Los últimos registros de aguará guazú son del siglo XIX y los primeros oficiales de 1806, a manos de un explorador chileno que tomó los relatos del Cacique Manquel y su compañera Puelmanc. Allá lo llamaban Oop, por el sonido de su grito. Todo esto lo cuenta Daniel Pincen, director del Museo Provincial de Historia Natural de esa provincia.
Mucho antes de las actuales cámaras trampa, que hoy por hoy guardan imágenes que constituyen toda una estética de lo natural que comenzó a implementarse para controlar la presencia de tigres en India; mucho antes del celular del baqueano que encuentra a uno de ellos en un monte, en el campo, en Santa Fe, y lo rodea con una piola hasta guardarlo en una jaula y llamar a las autoridades mientras sube el video a YouTube, la construcción de lo natural era de boca en boca, paso a paso, entre andadas y voces de locales, una práctica que, en cierto sentido, se emparenta con lo que hoy se llama ciencia ciudadana. La investigadora uruguaya Magdalena Chouhy Clulow desarrolla una serie de interesantes preguntas en un trabajo de búsqueda de relatos sobre esta especie que se creía extinta en su país: ¿qué narrativas nuevas legitiman la vida de las especies en tiempos de tecnología y conflictos forestales?
Sobre el descubrimiento tan celebrado en La Pampa, esa vuelta a esta región, Daniel Pincén explica: “Desde hace cuatro años, trabajamos en un proyecto con muchas personas que recorren los campos y sacan fotos de lo que ven y lo suben a Argentinat, una plataforma de ciencia ciudadana que tiene reconocimiento científico y contribuye a las bases de datos globales de biodiversidad. A través de este grupo comenzamos a recibir avisos a mediados de mayo de 2023, de que habían visto un animal así, así y así, del que no tenían referencia, pero por las descripciones imaginábamos que era un aguará guazú. Hasta que llegó una foto, y después llegó otra foto, y después videos. Se documentó de manera concreta, precisa y con validez científica. Por eso es que dimos a conocer la noticia. Para avisar y sobre todo pedirle a la gente que no se acerque y, fundamentalmente, que no lo mate”.
Las especies no pueden entenderse por fuera de los paisajes. En este caso, uno que ya no está. La Pampa es uno de esos lugares que han configurado un imaginario un tanto alejado de lo que era hace unos siglos. “No hay conciencia a nivel de la ciudadanía de que vivimos en ambientes muy modificados —dice Pincén—. Hay muy poca percepción de que lo que es hoy el área agrícola de La Pampa y de la Argentina en general hasta hace 150 años eran pastizales con médanos, con muchísimas lagunas y humedales”. El director del Museo es también werken del Lof Vicente CatrüNao Pincén, y agrega: “Las poblaciones y las comunidades indígenas también hacían su uso y modificación del paisaje. Había toda una red de caminos que conectaban las tolderías, que iban en todas las direcciones. Los indígenas ya desde el siglo XVI en adelante teníamos ovejas, teníamos caballos y teníamos vacas. Y también cultivábamos algunas hortalizas como zapallos, maíz, trigo y algunas frutas como las sandías y el melón. Nosotros también modificábamos el paisaje, pero nuestra lógica está más relacionada con una armonía de lo que son las necesidades humanas con el mundo natural”.
Se instala una idea de desierto. Se lo produce. Se naturaliza luego la idea de que esas especies que ya no están, esas vidas que migraron, nunca estuvieron. Se borra una memoria de lo natural. Las modificaciones también han sido simbólicas. Ahí entran varias versiones tejidas alrededor de la especie. El aguará guazú es visto en las distintas regiones con diferentes nombres y diversas mitologías. El padre de los perros, el guardián del agua, varias historias que lo ubican como una entidad sagrada y luminosa que se aleja de otro mito más criollo que muchos marcan como huella de la colonización: el del lobizón. Criatura que aparece con variantes en distintas partes del mundo, el hombre lobo, el híbrido que en luna llena desata su bestialidad, el séptimo hijo varón, pero que es parido en lugares donde habitan los lobos, una especie que en estas latitudes no tiene presencia.
“Que estos animales, estas especies como el aguará, regresen de forma natural es sumamente importante porque son animales que tienen que ver con la identidad”, dice Pincén.
¿vuelvo al bosque?
Los cinco grandes de África son famosos, una trade mark que permite preservación y turismo en algunos países de ese continente. En Parque Kruger el álbum de figuritas se completa si se ven el león, el elefante, el búfalo, el leopardo y el rinoceronte. Hay turismo de lujo que se mueve hasta esa parte del mundo para hacer estos avistajes. Es un modo también de darles visibilidad y protección (además son rentables, para qué negarlo). Un modelo que es copiado en otras partes del mundo. ¿Conocemos de igual manera que a ellos a las especies nativas? ¿El pecarí de collar o el macá tobiano? ¿Sabemos sin dudas cómo es un aguará guazú?
Natalini cuenta entonces una situación frecuente que es digna de Bambi: alguien encuentra unos cachorros de aguará (pasa también con cachorros de felinos grandes), los recoge y se los lleva, con la idea de que han sido abandonados. Pero suele ocurrir que, en las sombras, a la espera de que los humanos se fueran, se escondían las madres, que ven cómo se alejan con sus crías. Quienes trabajan en el cuidado de especies vuelven a lo mismo: no intervenir, llamar a autoridades para que se ocupen de la situación. Para eso, es necesario saber qué especie es, conocer el entorno, saber de qué se trata. Por eso profundizan en la idea de ciencia ciudadana y de reparar saberes comunes que están por lo general vinculados a la naturaleza, al entorno, a eso que se borra si no se protege.
El aguará de Olavarría tarda en aparecer en Temaikén. Finalmente, luego de media hora, alguien señala debajo de unos yuyos una sombra, algo, ¿unas orejas? que se mueven. Es él. Está echado cerca de una fuente de agua. El chasquido de una rama lo pone en alerta y finalmente ocurre: se para y comienza a andar. Setenta centímetros que se mueven a ese ritmo, un ondular extraño, que refuerza su rareza con esa crin que muchos linkean con las hienas. Ahí va entonces y avanza unos metros, mientras mira en alerta aunque sin ver, porque de él nos separan unas mediasombras que sirven para preservar su lejanía con los humanos. Las dos patas izquierdas primero, las dos patas derechas después. El lomo arqueado. El lomo en alerta. Se deja ver un rato, y después se pierde entre los pastos otra vez. En un tiempo volverá a la libertad con un collar que permitirá seguir sus movimientos, dibujando un mapa sin saberlo, una traza que muestra que a veces no todo se rompe, que a veces hay un margen, aunque sea mínimo, para reparar. Entonces, volverá a ser un fantasma en los campos, monitoreado esta vez por red satelital.