C omencé a registrar las pintadas en los años noventa. No sé si la primera pero sí la más significativa fue una sobre la pared de piedra gris del edificio Los Gansos de la avenida Las Heras, en el barrio de Palermo. Yo trabajaba como repartidor de pizza y la distinguí por varios detalles. En una columna habían escrito “Montos FAR” y el “Perón Vuelve” histórico debajo (la P sobre la V), pero en otra de las paredes habían escrito “Libertad a Quieto y Caride. JUP Regional 1”. Carlos Caride y Roberto Quieto. Información pura de una época. El pedido de una libertad concreta. Por esa avenida, a doble mano, pasan y pasaron a diario varias líneas de colectivo que desembocan en el Jardín Zoológico o el Botánico, van rumbo a la Facultad de Derecho, al viejo Italpark o a Retiro.
Desde los setenta la piedra de esa pared nos informa la existencia de Montos y FAR, luego fusionados, pero que en esa pintada mantenían su doble identidad. Ese primer hallazgo me abrió los ojos y fui por más. Cada vez más. Me gustaba recorrer la ciudad con el objetivo de encontrar, casi fosforescentes para mis ojos, las marcas de una odisea del pasado: como si la ciudad del presente fuera en blanco y negro, y en cambio esas pintadas tuvieran colores, sobresalieran.
Un ejercicio arqueológico: aprender a mirar, a entrecerrar los ojos. Así apareció por ejemplo, en la curva del puerto de La Boca, sobre la calle Coronel Salvadores al 600, donde cortaba la avenida Montes de Oca, casi sobre el Riachuelo, la insólita y grandiosa pintada que pedía “Perón Presidente”. Ahí estaba, entre los árboles, intacta. No podía no ser de la campaña de 1973, trascartón de Cámpora, cuando Perón arrasó. Pero la pintada ya no tenía la urgencia del aerosol. Estaba hecha con pintura, con tiempo, con paciencia, con buena letra. Con custodia sindical. El sindicato APON.
Hay algo que vuelve completamente distinguible una pintada de los años setenta: la velocidad con la que fue escrita. Una velocidad cuyo primer carácter es el uso de la letra cursiva, lo que permite técnicamente no dejar de apretar nunca el aerosol y redactar más rápido.
Escribir las paredes no nació en los setenta, y de hecho el origen ancestral del grafiti se puede rastrear en los muros romanos, la sátira popular contra el poder. Pero en los setenta la pintada forma uno de los subgéneros de esa novela épica y coral: la insuficiencia de la prensa partidaria por llevar el mensaje a todos, el cepo mediático que imponían las dictaduras o la censura lopezreguista, frente a lo cual se suponía que esa “intervención” urbana era parte esencial de la comunicación política. Y esa práctica tenía su estilo: había medidas de seguridad, estaban los que hacían de campana, tenían que escribir de madrugada, elegir zonas (una fábrica, un cementerio, las calles del centro, una avenida, un vagón de tren, una estación). Salir a pintar, volantear la puerta de una fábrica, desarmar un policía, poner un caño, y así. Una suerte de costumbrismo lado B de la ciudad de los setenta. El subsuelo de Rolando Rivas (la vida de su hermano).
Con el tiempo, las pintadas setentistas formaron una de las capas más antiguas de la porosidad urbana, los garabatos de los años que vivimos en peligro. Y algunas ahí están, en la saga de su larga extinción granítica: testimonian el paso de la guerra. Luego, vinieron los grafitis festivos, artísticos, de amor y fútbol, o “hiphoperos”, de los años ochenta y noventa, y una primera distinción que los hizo sobresalir: tenías “todo el tiempo del mundo” para hacerlos, salvo que no hubiera permiso, pero ese permiso también se podía negociar, ya que el arte urbano es otra de las “gestiones culturales” del orden democrático.
Y más luego vinieron el boom inmobiliario, la memoria oficial, el crecimiento a tasas chinas y el ordenamiento del espacio público promovido por el PRO (la “modernidad” menemista fue más selectiva: construyó solo un barrio, Puerto Madero, y se monumentalizó en sucesivos shoppings que derramaron lento a su alrededor, como el del Abasto) se borraron las pintadas y se fueron a los libros para siempre. De lo que guardo registro, entonces, es de las pintadas políticas reconocidas hasta el año 2006. Pintadas que, muchas de ellas, se esfumaron en las paredes de viejas casas vendidas para hacer torres.
La elaboración melancólica del pasado político me llevaba a un estereotipo de mi generación: aquel que vivía un poco a expensas de una narrativa heredada. Soy de la quinta que leyó los tres tomos de La Voluntad, la biografía de Galimberti, las novelas de Miguel Bonasso o los estudios serios de Luis Mattini sobre los hombres y mujeres del PRT. Lector obsesivo también, lo que fue una primera anotación de pintadas encontradas de casualidad pasó a ser una rutina de placer etnográfico: recorrer la ciudad en bicicleta y anotarlas en una libretita que llevaba conmigo. Después sumé a Sebastián Mignogna, un amigo con quien compartíamos mirada y obsesión, es decir una “estructura de sentimientos”. Y después a Guido Mignogna. Pasamos sábados enteros recorriendo la ciudad de norte a sur, de este a oeste. Sebastián comandó el arte con su cámara e hicimos todos los registros posibles de esas pintadas. Ya éramos tres, seis ojos, para la vigilia: andar a ciegas como cazadores, el ojo clínico y radiográfico, cartógrafos que sabíamos aproximarnos y “descubrirlas”.
La expansión de la búsqueda en las redes modestas de conocidos nos traía “información”. Un amigo me había acercado la foto de una pintada de Montoneros en el cementerio de Pergamino donde sobre un muro anotaron los precios del pan, la leche... y un “Gracias Isabel”. El país de 1975 y la sangría de su consumo popular en el cementerio.
¿Cómo sabemos si una pintada fue hecha en los años setenta y no décadas después, cuando muchas de aquellas organizaciones seguían siendo reivindicadas por otras organizaciones, ya en democracia? En primer término: por la historicidad de cada “pieza”, la densidad informativa de lo escrito no dejaba lugar a dudas. Veamos algunos ejemplos al boleo: la movilización contra una reforma penal impulsada por Perón en 1974 tras el ataque al regimiento de Azul, el llamado a votar a Cámpora en el 73, la inscripción de agrupaciones que fueron disueltas y de algún modo tristemente olvidadas (como la Juventud Radical Revolucionaria —JRR, los balbinistas amigos de los Montos—, o la agrupación trotskista de secundarios conocida bajo la sigla TERS), el insulto a figuras en ese momento vigentes como Osinde, López Rega, Lanusse, Manrique o Isabel. Eran piezas contingentes.Pero no eran solo consignas: había algo más, un plus informativo que daba cuenta de que esas paredes servían también como plataforma de comunicación, como circulación y mensaje de madrugada para el amanecer vecinal. También hay pintadas cuyo contexto puede adivinarse: los que pintaban mientras se marchaba, en la urgencia por hacerlo sin perder el paso de la columna. Se pintaba todo: un colectivo, un puesto de diarios, un puesto de flores, una vidriera. Pero las paredes retienen más. Graban.
Con el paso del tiempo, y de la acumulación de registros, las pintadas comenzaban a reconstruir su diálogo entrecortado. Y un dato esencial se imponía: la derecha también pintó paredes. Las paredes eran democráticas, en el sentido más bárbaro. Estaban todos. El mítico “Osinde soldado de Perón” sobre un muro gris de la calle French, en negro, French y Austria. Y a ese Osinde “santo de la picana”, respondía la JP sobre una de las paredes del Palacio de Tribunales, en la calle Tucumán: “Osinde asesino”. O en la calle Beruti, entre Pueyrredón y Ecuador, en la cuadra donde vivió Frondizi, frente al hospital Alemán, había escrito la JP: “López Rega asesino”. Y como una promesa cumplida en una pared de San Cristóbal, a pocas cuadras de la sede de la Unión Ferroviaria, dejaron escrito: “Isabel jefe leña a los rebeldes”. Hubo leña. En el barrio del Abasto (Sánchez de Bustamante al 600), y donde termina la avenida Belgrano, al 5000, encontré las dos únicas pintadas del ERP. En ambas dibujaron la impecable estrella de cinco puntas bajo la cual grabaron la sigla del Ejército Revolucionario del Pueblo.
Es difícil borrar el aerosol. Incluso cuando se pinta por encima, sobrevive un trazo borroso. Lo destacable de esa verdad material es que muchas de esas pintadas sobrevivieron no solo al tiempo sino a qué tiempos: a la dictadura, sin más. Palabras que no se podían decir, ni escribir, ni gritar, estaban ahí, sobre las paredes. Muchas se borraron, se taparon, los carteles se arrancaban, pero la fuerza del aerosol las mantuvo. Y en los años ochenta también sobrevivieron pero esta vez al boom de la reocupación del espacio público: cuando era común la visibilidad juvenil en consignas no solo políticas (aunque también hay una capa alfonsinista, del MAS, de Lúder-Bittel, del pobre Herminio, del viejo PI de Alende), sino también en ciertas marcas de una ocupación autoconsciente en esas frases escritas y que hacían época: “No somos nada” o “Es indispensable bailar”. Colectivos del grafiti poético en el post punk dictatorial. Si el signo de escritura rupestre de los setenta era la valuación de que “toda pintada es política”, el deslizamiento democrático hizo una valuación peor: “todo es arte”. Así, de la ciudad política-insurgente a la ciudad “contemporánea”.
Quisiera que no se olvide ninguna. En mi memoria las recitaría: la pintada de Anchorena al 200 que decía “Montoneros”, la de Manrique y la Juventud Federal de Agüero al 1100, la de “Viva Chile obrera” del PC en Viamonte al 1900, la de Uruguay al 200 que gritaba “No al Proceso Militar – UOM”, la simple y colosal de la esquina de Catamarca e Independencia: “FAP”. La de la “UES” de Alsina al 400. O la que vi esfumarse tapada primero por grafitis que decía “Contra los asesinatos de Trelew”, en la esquina de Cabrera y Agüero, firmada por la juvenil “TERS”. La de “Cámpora Leal para la Liberación Nacional” en Salguero y Tucumán, sobre la pared blanca de una planta baja que ya se pintó. En la calle Rondeau: un viejo “Perón Presidente”. O más abajo, sobre la calle Zabaleta hacia Amancio Alcorta, el “Balbín presidente”. O el llamado al “Paro en defensa de Isabelita” sobre la pared disputada del viejo edificio Alas. O sobre Alberti, antes de cruzar bajo la autopista, con aerosol verde “Nasser = Perón”, con la firma de “Patria peronista”. O “VIVA PERÓN FAP 17”de la calle Catamarca. O sobre Humberto Primo, ya en los estertores del “Proceso”, una que firmaba la JP y apenas se podía leer por su cursiva sinuosa: “Aparición con vida” y al lado una silueta dibujada, esas siluetas en las cuales se volvían a escribir los nombres de los desaparecidos en el deshielo militar. Otra decía en aerosol rojo “PC MAOÍSTA” y abajo indicaba un “LEA” y ya no se leía lo que pedían que se lea. Y en Palermo, sobre la calle Gorriti, ni bien se cruzaban las vías con rumbo al centro, la JP había convocado a la plaza contra la “Reforma del Código Penal”: decía “El 22 todos al Congreso contra la ley Represiva”, después que Perón se enfureció por el cagadón del ERP en Azul.
Si la historia la escriben los que ganan, como escribió Eduardo Mignogna, los que perdieron la escribieron en las paredes. Por supuesto que esos vencidos del setenta, como se dijo, a la larga fueron “vencedores culturales” ("la hegemonía cultural de los vencidos”), pero lo que esas pintadas testimonian es el instante de su guerra y fragilidad salvaje. Por eso emocionan. Muchas más vimos, muchas más que no pudimos fotografiar, siempre persiguiendo el dogma: que fueran de “aquellos años”, eludir la capa que nacía en los albores de la recuperación democrática (a excepción de ese “Aparición con vida”). En lo personal, significaba encontrar las marcas de guerra de un tiempo ya ahogado de relatos. Algo real. Hoy sobreviven en la indiferencia, matadas por el sol o la lluvia, o bajo amenaza de volar cuando el mercado inmobiliario lo disponga.
La Historia es así: una nueva ciudad sepulta las viejas ciudades. Las declararía patrimonio histórico, pero nadie con buen tino firmaría un proyecto así. No hubo patria peronista, ni socialista, ni palomas, ni reforma: hubo leña para todos. Llegó la democracia y el capitalismo: la copa y mover la copa, el juego de la copa. Y nuestra copa un poco la levantamos a la salud de esa memoria que se empieza a ir. Porque recordar es tener la sangre en el ojo.