Si se tipean en Google las palabras néstor y proceda los algoritmos entregan una sola opción: Bendini sube un escalón, descuelga el cuadro de Videla, se lo da a un trabajador vestido con un guardapolvo azul y la secuencia se repite con la imagen de Bignone. Son treinta segundos en los que, salvo los camarógrafos, todos los presentes son funcionarios; sin organismos de derechos humanos, ni militantes, ni exabruptos, la escena parece un escrache destilado por el Estado. La imagen, aún vista diez años después y convertida en unos pocos píxeles, conserva la vibración de los gestos que avisoran una época. Desde entonces y lejos de la frialdad interrumpida por los flashes de ese marzo de 2004 en el Colegio Militar, el asunto derechos humanos se convirtió en un torrente que desborda de secretarías, museos, mercancías culturales y discusiones.
En junio de 2005, la Corte Suprema le puso fin a la etapa de impunidad y dio inicio a un nuevo período de investigación de los crímenes cometidos por la dictadura. Entre 1983 y el fallo Poblete, hubo 34 condenados y 6 absueltos; diez años después había 592 y 53. Los procesos en curso abarcan a 1500 imputados, incluyendo a integrantes de las fuerzas armadas y a civiles, y se están realizando 15 juicios en distintos lugares del país. A pesar de los panfletos exaltados de los amigos del partido militar que denuncian un exceso de juzgamiento, el proceso está lejos de haber delimitado cada una de las acciones del terrorismo de Estado y asociarlas a cada una de las manos que las cometieron. Por ejemplo: menos del 20 por ciento de las condenas de este periodo son por el delito de homicidio, dato que fue destacado hace pocos días por el juez Rafecas en la Exma: “En cuanto a las sentencias en sí mismas, no hemos avanzado prácticamente nada en torno al esclarecimiento de la última etapa de la ‘solución final’ encarada por la dictadura: la etapa del exterminio. En términos judiciales, frente a la gran mayoría de asesinados y desaparecidos, no sabemos en concreto quiénes lo hicieron, ni cuándo, ni dónde, a veces ni siquiera cómo.”
Aunque los juicios tienen escaso lugar en la prensa -casi ninguno afuera de los medios oficiales y Página12- los derechos humanos han ocupado un espacio enorme en la agenda política, en buena medida porque la estrategia de los gobiernos kirchneristas fue embeber frondosas políticas de memoria en las programaciones culturales de la mayoría de las dependencias estatales. Se ha criticado en extenso esta “apropiación” gubernamental pero analizarla permitiría apreciar que esas políticas no han sido ni tan uniformizantes como sostienen sus detractores ni tan receptivas de las discrepancias como declaman sus promotores. Han estado, como en cualquier esfera, atravesadas por disputas y álgidas internas, de las viejas y de las nuevas, y por la circulación de dinero y protagonismo. El Kirchnerismo imprimió sus soluciones para luchas históricas múltiples y de una complejidad amplísima. Por ejemplo, hoy podríamos decir que hubiera sido más interesante juzgar a los actores del terrorismo de Estado sin al mismo tiempo privar a los exterminados de su condición revolucionaria, pero eso no parecía estar en el campo de los posibles en el momento en el que ocurrió. En el camino los últimos gobiernos también cavaron sus propios agujeros negros: la desaparición de Jorge Julio López y la rotunda falta de voluntad política para hacer una investigación seria, y la designación de César Milani como jefe del Ejército con argumentos que entran en contradicción de una manera despampanante con los pilares del proceso de justicia y sus propias políticas de memoria.
Un sector de los críticos de las políticas de derechos humanos sostiene que todo se trató de un cálculo. Acciones que no se corresponden con convicciones si no con la apropiación de beneficios. Sin embargo, si hubo una especulación fue la que llevó a reconstruir la legitimidad de las instituciones de la democracia, sanar las heridas y tramitar las disputas sociales. La lucha contra la impunidad de los crímenes cometidos por el Estado, que ocurría afuera del Estado y en su contra, no se limitaba al pasado: hacía proliferar fuerzas callejeras, irritantes, caóticas, impredecibles e incluso percibidas como violentas por los que no eran parte de ellas: el escrache y los discursos incendiarios de Hebe de Bonafini, entre las más memorables. Si el juicio, el castigo y el homenaje tuvieron efectos tranquilizadores, o favorecieron que las luchas populares contra la violencia estatal se dirigieran hacia otras urgencias, todas las fuerzas políticas bien podrían anotarlo en la lista de los haberes que heredan.
Que la forma kirchnerista de moldear legados y articular símbolos no haya sido capaz de contener todo lo que la desborda, o la contradice, no debería escandalizarnos sino entusiasmarnos con los debates por venir. Aun cuando los juicios echaron raíces en la vida cotidiana de las instituciones, el problema sigue ahí. Como en las décadas anteriores, la cuestión de qué hace la sociedad con el hecho de que en el pasado reciente -el que fue experimentado por los vivos- una parte de sí misma tuvo la voluntad de hacer una revolución (o dos) y matar a los tiranos se comportó como el agua: o corre o gotea o escurre o se transforma en manchas de humedad con formas monstruosas imposibles de resolver con pintura blanca.
Concluido el tiempo en el que eso que a falta de un nombre igual de sintético llamamos la derecha podía demandar el castigo penal de los delitos cometidos por las organizaciones armadas, la discusión volvió en forma de batalla cultural. En los últimos tiempos, esta escaramuza encontró un cauce en la industria editorial que, como suele ocurrir, promociona como novedad lo que logra capturar de lo que ya ocurría vivo y disperso en el ambiente y en la atención que le prestan los medios de comunicación a los momentos en que familiares de víctimas del terrorismo de Estado o integrantes de las organizaciones armadas dialogan con los represores o sus familiares.
Así, circulan un paquete de libros que se jactan de venir a anunciarnos que las guerrillas también asesinaron y que sus cuadros nunca revisaron sus crímenes. En verdad, la convicción de que la violencia armada era una vía para la fundación de una sociedad nueva y la cuestión de la responsabilidad por las muertes no ha dejado de ser desmenuzada en intercambios privados y públicos: casi en el mismo momento en el que Kirchner descolgaba el cuadro de Videla comenzó el agónico debate epistolar desatado por el No Matarás de Oscar del Barco y al año siguiente Pilar Calveiro publicó el ineludible libro Política y/o Violencia. Que no hayan tenido forma de periodismo narrativo moralizante no significa que los debates sobre la violencia, su relación con la transformación de un orden opresivo y su concomitancia con la ferocidad del terrorismo de Estado no hayan existido. Una de las estrellas de este retorno cultural es la película El diálogo entre Graciela Fernández Meijide, madre de un desaparecido, y Héctor Leis, montonero arrepentido, un producto de tono escolar y ninguna calidad estética que sin embargo tiene momentos densos e incluso contradictorios con la narrativa en la que se la inscribe. La película fue financiada y publicitada por el PRO, el único partido político argentino que no tiene a nadie que merezca ser tratado como héroe ni su rostro estampado en una remera.
Sin embargo, ¿hay algo de novedad en la novedad? Tal vez la haya en la preocupación por reformular consensos sobre el más antiguo de los problemas políticos: por qué, dónde, cuándo y, sobre todo, cómo un sector de la sociedad se harta de los mecanismos de representación y decide desbordarlos. El kirchnerismo no integró el método de las organizaciones armadas a su repertorio de reivindicaciones, muy por el contrario, se ocupó de glosar los ideales setentistas como si fueran externos a su modo de ejercerlos. Sin embargo, y aunque sería excesivo interpretar que la fuerza política gobernante reconoce aquella lucha armada como legítima, pareciera que todavía es necesaria una pedagogía de la democracia basada en la publicidad negativa. Sobre ese enredo se instalan la discusión actual sobre los setenta, el revival de la reconciliación nacional y el agite que busca poner en cuestión la continuidad de las políticas estatales de memoria, verdad y justicia.
Es pronto para saber si el ingreso de esta discusión al exaltado debate mediático y en 140 caracteres con emoticones tendrá alguna productividad política o se esfumará como tantas cuando se aquieten las aguas del fin de ciclo
Los derechos humanos han sido muchas cosas a lo largo de la historia: táctica, estrategia, forma jurídica, atajo. Pero sobre todo, y como práctica politizante, son un lente que hace foco en las trayectorias en las que se realiza la opresión, en la circulación del poder y su impacto sobre los cuerpos, sobre cada uno de los cuerpos en los que la violencia estatal impacta sin las mediaciones que promete la democracia. Una violencia entretejida en la organización social que probablemente en las formas de vida urbanizadas y modeladas por el consumo y la mediatización sea imperceptible o excepcional.
Para los integrantes de las clases medias de la generación de la posdictadura que no fueron marcados por los efectos del terrorismo de Estado, los no-hijos-de-desaparecidos, las experiencias vívidas de esa violencia estatal se ubican en algunos momentos delimitables. Fue entre el 19 de diciembre de 2001 y el 26 de junio de 2002 cuando sentimos la ferocidad con la que el poder estatal era capaz de dejar nuestros cuerpos destruidos y abandonados. La sensación intransferible de que podíamos hacer algo con ese dolor, algo colectivo, delineó una memoria militante que luego fue articulándose en distintas expresiones políticas, la vertiente joven del kirchnerismo entre ellas. En los mismos años, todo ha sido radicalmente distinto en las periferias, y en los rincones, donde no solamente no se fueron todos sino que se quedaron los policías y sus negocios alimentados por la precariedad y a los asesinados por las fuerzas de seguridad nos los rodea ninguna épica. Solo algunos casos extremos de violencia estatal tuvieron efectos en reformas posteriores al daño ya hecho, como el trabajo conjunto de la policías Metropolitana y Federal en el desalojo del Parque Indoamericano que acarreó la creación del ministerio de Seguridad. La prohibición de las armas de fuego para reprimir manifestantes, decidida por Néstor Kirchner en los primeros momentos de su gobierno, tiene un cumplimiento lábil. Como consecuencia, las muertes por la intervención policial en las protestas continuaron ocurriendo en distintos lugares del país y si no es sometida a un insistente control no estatal la restricción se levanta cuando les pinta a los que dirigen los operativos. En otros casos, no hubo decisiones políticas que resolvieran el fondo de situaciones en las que los derechos humanos no primaron sobre las necesidades de gobierno. El asesinato de Mariano Ferreyra, 23 años, y el proceso judicial eficaz que castigó a sus autores no alcanzó para provocar la reforma de las raíces del conflicto: la tercerización laboral y la circulación de la violencia privada y estatal cuando la precariedad es la regla. Haber encontrado a Luciano Arruga, 16 años, enterrado como N.N. durante 6 años en un cementerio público como resultado de una cadena de desprecios burocráticos no fue suficiente para impulsar cambios estructurales en cómo se tratan los cuerpos, los de los pobres, que se tramitan como si fueran una pila de fotocopias. El asesinato a golpes de Patricio Barros Cisneros, 26 años, por una banda de agentes del servicio penitenciario bonaerense no movilizó ninguna reforma de los modos de gestionar las cárceles.
La lucha contra la impunidad de estas violencias de Estado ha modelado al movimiento de derechos humanos actual que una vez más empuja la investigación y la sanción de los crímenes empezando desde cero, desde la lucha para que las víctimas sean reconocidas como tales, para que alguna cara del Estado manifieste algún tipo de afecto por aquello que les ha ocurrido. Hace pocos días, Juan Martín Yalet, 35 años, detenido por un delito contra la propiedad fue asesinado adentro de un patrullero bonaerense. El hecho no desbordó el margen de tolerancia de las instituciones ni de la mayoría de los actores políticos. La violencia institucional es a esta altura menos un legado de la dictadura que la cuota de violencia que resulta tolerable para una sociedad sobreconectada en la urbe y subdesconectada del suburbio.
Pero nada de esto está desprendido de los debates que arrastramos desde las décadas pasadas. Y si aceptamos que las cuentas con la violencia del pasado han comenzado a saldarse, se hace imprescindible hacer algo que alimente algún tipo de humanismo, de sensibilidad, que sea capaz de transformar en un problema público por qué, dónde, cuándo y sobre todo cómo el Estado decide recordarle a la sociedad que la gobernabilidad no se ha desprendido de la violencia.