La literatura es otra historia | Revista Crisis
crisis eran las de antes / julio de 1988 / ficción y realidad política
La literatura es otra historia
Las relaciones entre literatura y política se muestran hoy más complejas que en los años anteriores a la dictadura. Preguntas básicas necesitan ser reformuladas y las respuestas delimitan intenciones de muy variada orientación. Tomás Eloy Martínez, Osvaldo Soriano, Juan Carlos Martini, José Pablo Feinmann y David Viñas analizan las formas de vinculación entre la escritura y la historia de nuestro país.
12 de Mayo de 2022

 

“Siempre he pensado –dice Julio Cortázar- que la literatura no nació para dar respuestas, tarea que constituye la finalidad especifica de la ciencia y la filosofía, sino más bien para hacer preguntas, para inquietar, para abrir la inteligencia y la sensibilidad a nuevas perspectivas de lo real”. Si la literatura argentina se ha preguntado casi invariablemente por la historia, durante la década de ’60, en un proceso generalizado de politización de los diversos espacios sociales y culturales, el vínculo entre literatura y realidad política se estrecha y se afianza, no solo a través de nuevas propuestas estéticas sino también mediante la redefinición de los lugares sociales del escritor y el lector. El impacto de la revolución cubana, la reflexión entre atrasada y culposa sobre el papel de los intelectuales frente al peronismo, el desencanto que sobrevino a las expectativas del frondizismo, la militancia política cada vez más generalizada –entre muchos otros factores que sería necesario incluir- permitieron naturalizar las relaciones entre política, experiencia histórica, y literatura, aunque ellos implicara a veces, una subordinación de lo estético a lo político que fue derivando a confundir “facilidad con eficacia”.

Por aquellos años Rodolfo Walsh no sólo tituló uno de sus relatos periodísticos con una pregunta (¿Quién mató a Rosendo?), sino que con­formó una amplia zona de su producción en el intento de responder interrogantes que inauguraron un nuevo espacio para la literatura. La investigación de lo real no es en Walsh sólo un proyecto li­terario sino, esencialmente, un proyecto político: buscar otras respuestas para la sociedad que desde el poder se ocultan o se tergiversan. Escribir, a partir del silencio, la sospecha y la oscuridad, otro relato de la historia.

En la producción literaria más cercana, la pregunta sobre la experiencia histórica puede leerse como el intento de dar cuenta de un tiempo singular condensado en los contrastes violentos de los años 70’: de la utopía como motor de transformaciones revolucionaria, a la represión y la dictadura. Las ficciones de estos años formulan entonces –mediante estrategias diversas- interrogantes que tratan de buscar sentidos en la experiencia de lo vivido. Aquella relación naturalizada entre la literatura y la historia se va replanteando hasta establecerse en términos de preguntas que se formulan explícita o implícitamente, a la hora de la escritura. En primer lugar, ¿se debe, se puede contar la historia? Y en todo caso ¿qué historia contar? Pero también ¿cómo contar la historia? ¿Para qué? ¿Para quién? Las diversas respuestas a estas preguntas, o, en algunos casos, el modo de formularlas literariamente, pueden diseñar los perfiles de la literatura de estos años e inclusive prefigurar las elecciones y los desdenes de nuestra sociedad con su propia historia.

Una zona de esta producción narrativa parece aún en las posibilidades del realismo convencional. La representación de lo cotidiano en el lenguaje, el imaginario y los tópicos de los años 70’, se proponen como una estrategia para captar la complicidad inmediata de una amplia zona de lectores. Las novelas de J. Asís y particularmente su novela más leída Flores robadas de los jardines de Quilmes, son un ejemplo significativo de esta modalidad que promueve un mutuo reconocimiento con el lector, del que a su vez se distancia con un tono irónico que permite recorrer sin dramatismos las dudas, las contradicciones, la derrota de una generación que queda cristalizada en el fracaso y en el escepticismo.

En el otro extremo, una amplia zona de la narrativa de los ’70 y los ’80 trama sus relaciones con lo real mediante estrategias de representación elíptica o alegórica. Ya sea por las condiciones sociopolíticas –la censura, el exilio- o por elecciones estrictamente estéticas, la historia reaparece en estas novelas en forma marcadamente elusiva. Gran parte de la narrativa de estos años parece escribirse entonces, a partir de un presupuesto: ante la desmesurada complejidad de lo real, ante la experiencia desordenada y confusa de lo vivido, la literatura solo puede construir historias fragmentarias, parciales, contradictorias que constantemente se vuelven sobre si mismas para interrogarse sobre las posibilidades y los modos –cada vez más inciertos- de establecer relaciones con la realidad. La narrativa de R. Piglia, J. J. Saer o J. C. Martini, por citar solo algunos nombres, puede servir de ejemplo y abre nuevos problemas, por cuanto queda por definir una cierta persistencia de lo elusivo –claramente comprensible para las condiciones de producción bajo la dictadura- que hoy parece revivir imaginariamente aquellas circunstancias de represión y riesgo.

Cierta narrativa reciente, escrita por los escritores más jóvenes, parece haber saldado sus cuentas pendientes con la historia. La parodia de la parodia, la gratuidad autocomplaciente de la escritura, o en todo caso la frecuentación exclusivamente lúdica de géneros marginales, parecen trazar los perfiles de una literatura que entre placeres y desdenes se coloca despreocupadamente más allá de la literatura como espacio de reflexión crítica, de puesta en juego de valores. Una opción que subraya la preeminencia de lo individual sobre lo social, elimina una instancia de discurso crítico y desarticula el circuito entre escritores y lectores, reemplazándolo por un sistema de ofrendas y consagraciones entre pares.

Para quienes aún convengan en la necesidad de un debate crítico sobre nuestra historia reciente, volver a preguntarse qué puede decir la literatura acerca de la historia, puede significar un modo más de la reflexión.

 

Tomás Eloy Martínez

El poder escribe la historia

La historia parece haber ingresado en forma visible en la literatura argentina reciente. ¿Qué puede decir la literatura acerca de la historia? Una pregunta que, de algún modo, debió responder La novela de Perón.

-Creo que la reflexión sobre la historia inmediata es casi inherente a la literatura argentina desde los orígenes. Ya está en el Facundo, en Ranqueles, en Martín Fierro y como prefiguración de la historia en Los siete locos. Aquí no hay ninguna invención, la historia brinda siempre la versión oficial de los hechos. El poder escribe la historia. La literatura busca abrirse una fisura, trata de engendrar un discurso, a partir de la historia, en el cual se dé una versión que se superponga a la de la historia oficial y triunfe. Esa es la apuesta de la literatura. A mí ese duelo entre versiones narrativas entre la ficción y la historia me pareció particularmente rico cuando Perón me dicta su autobiografía por un hecho totalmente azaroso. En doce entrevistas, Perón me cuenta su vida. Del montaje de esas entrevistas surgen esas memorias que Perón avaló como su memoria. Eso se publicó en Vida de Perón en la revista Panorama. Ahora bien, esta legitimación de la historia tenía lagunas, oscuridades, que siempre son iluminaciones. Perón había construido su autobiografía para la historia. Es decir: “este es el mármol, este es el legado que, como poder, dejo asentado en la historia”. Mi versión es: aquí hay huecos, oscuridades, contradicciones. Veamos cómo se llenan.

En La novela de Perón se confunde esa verdad de documentos, cartas, voces de testigos, memorias, con el lenguaje de la imaginación. ¿Cómo funciona este privilegio de ser el único capaz de decidir el límite entre la ficción y la realidad?

-Es un efecto derivado de la ambigüedad del título. La palabra nivela dice “no lea esto como historia”, pero la palabra Perón opone “he aquí un personaje histórico”. Una vez más, el peso de la palabra Perón, o del personaje Perón, es el que marca el efecto de lectura. En cualquier novela hay efectos de realidad que operan sobre la ficción, o formas de la experiencia que se vuelcan de un modo u otro sobre la novela. Mi preocupación ética era hasta qué punto el uso del nombre Perón era legítimo. Advertí que mi cuenta ética estaba saldada al haber dado a la publicación lo que él quiso que publicaran anteriormente. Y entonces, me sentí con libertad para trabajar. Lo que yo descubrí es que si buscás la verdad de un personaje a través de conjeturas que se desprenden de las mismas huellas que deja, te podés acercar a su verdad central más certeramente que a partir de documentos. En los documentos, en los restos de historia que cada uno deja de sí, hay zonas que deliberadamente quedan a oscuras; verdades profundas que si te acercás narrativamente a través de una serie de conjeturas, podés ver de un modo inesperado.

¿Por qué, frente al peso histórico de Perón, privilegiar, para reconstruirlo, el Perón de la intimidad? Ese primer plano, ¿no desplaza la otra historia?

-Si lo que una novela narra son acciones de seres humanos en conflicto, en movimiento, no podés trabajar con la imagen externa. Hay una imagen secreta, indescifrable de Perón y yo la desconozco. La conjeturo, que es lo que la novela hace con la realidad. Lo que me interesaba era acercar la lente lo más posible al personaje y su intimidad para comprender un proceso histórico general. Y, de algún modo, entendí dos o tres cosas.

Es difícil o absurdo vaticinar el futuro, pero ¿Qué resoluciones a este conflicto historia-ficción parecen perfilarse hoy en la literatura argentina?

-Yo soy escéptico respecto de los caminos que está siguiendo la novela argentina. Creo que esta asfixiada por la desesperación de responder a un reclamo critico que no es un reclamo narrativo. Esto está angostando la novela. Aun narradores de muchísimo talento están cayendo en la tentación de escribir novelas para que se las elogie la crítica, y después se molestan mucho cuando el lector no se las lee. Marcaría una línea muy clara, cuya cabeza visible es Saer y cuyas perversiones se están dando en las imitaciones de Thomas Bernhard y del nouveau roman. Por otro lado, una línea cuya figura más notoria es Asís, en la cual entran la Biblia y el calefón. Desde gente que hace del desaliño en la escritura un mérito, hasta gente rica como Fogwill, tipos muy imaginativos, como Laiseca. Hay una tercera línea, que podríamos llamar de los posmodernos, que suponen que hay que burlarse de todo, que nada tiene sentido, cuya figura central seria Aira, y donde están Guebel, Dippy, etc. Es en gran medida el terror al referente concreto, a la identificación con la realidad. Creo que por el contrario, el conflicto historia-ficción se está dando en forma acentuada en toda la narrativa latinoamericana. García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes, Roa Bastos, los peruanos, los brasileños, están trabajando en eso. Los únicos que estaríamos fuera de esa onda general seríamos nosotros.

¿Nosotros iríamos como a contramarcha de esta tendencia latinoamericana?

-Sí, mientras nosotros tratamos de parecernos a Bernhard, los latinoamericanos están tratando de pensarse a sí mismos a través de la historia. La preocupación central ahí es: pensémonos. Aquí hay un trabajo centrado en la autorreferencialidad y en vez de pensar qué somos, se trata de pensar qué es la novela.

 

Osvaldo Soriano

“tomar cosas que la sociedad prefiere no sentarse a discutir”

La experiencia de la dictadura trastor06 todos los espacios de la sociedad, ¿cuáles fueron los efectos de los escritores?

-Cada uno de los escritores ha vivido de una manera distinta las suertes de las diferentes dictaduras. No es lo mismo para Saer, que hace 20 años que vive en Francia y no puede haberlo vivido como David Viñas, que se pasó ocho por Alemania, Suecia, México, con los hijos desaparecidos. No pueden esperarse de ellos cosas similares, y a mí me parece que esto es bueno porque tiende a diversificar la literatura. Si en lugar de que cada sector crea que hay una sola manera de escribir, más contemplativo, se ve que estos cruces y diversidades enriquecen. No creo que se pueda reprochar a aquellos que no escriben contra los milicos. Quizás hayan vivido la dictadura de una manera menos humillante. Yo siempre la viví de una manera muy humillante y supongo que tenía que devolver en la literatura las marcas que me hicieron. Sentí siempre y lo siento todavía: a mí Videla y sus amigos me deben diez años de mi vida, como a tanta otra gente. La mía es una literatura de vivencias personales, y cuando vuelvo al interior, a la memoria, tropiezo con milicos y milicos. Con opresiones y censuras. Sobre todo la interdicción, la idea de "rojo" que no tiene cabida en la sociedad.

El lugar social de los escritores parece ir modificándose de acuerdo con cada experiencia histórica, ¿cuál era ese lugar en los '70 y cuál es el actual?

-Aquella era una Argentina del conflicto. Walsh, Urondo, muchos intelectuales entendieron la política de su tiempo como una militancia activa e ingresaron a las organizaciones. Sus poemas, sus cuentos no habían logrado penetrar en la sociedad de manera tal que indujeran a algún tipo de cambio. Había que entrar físicamente porque la obra no alcanzaba en una sociedad muy sorda y en la que los intelectuales -salvo los de la derecha- nunca tuvieron organicidad. Hoy, de algún modo, la militancia democrática pasa por hechos nuevos, como fundar un diario, o que la izquierda tenga muchos medios. Esto es nuevo. Pero hay algo por lo cual los mensajes no pasan. No es que yo escriba A sus plantas... o que Ricardo Piglia escriba Respiración artificial y se generen debates o mesas redondas por todos lados y esto movilice socialmente. No. Esto se comenta en un diario y el asunto queda liquidado. Por eso tal vez con un artículo periodístico se sacude un poco más. Pero no significa que se movilice a nadie, porque esta sociedad sigue muy enferma.

En No habrá más penas ni olvido se reconoce una reducción de enfrentamientos que tenían carácter intencional, a una situación puntual en un pequeño pueblo bonaerense. ¿Qué efecto buscaba esa localización? ¿No era un modo de simplificar experiencias que aún hoy se viven como sumamente complejas?

-Claro que sí. Es esquemática. Pero ¿quién ha escrito algo menos esquemático y que al menos pueda dar lugar a la discusión? Lo que la novela suscitó -y que la película después amplificó-­ fue la discusión sobre qué había pasado. Pero de algún modo, los que fuimos cuestionados por esta manera de la ficción, contribuimos a que esas cosas no se repitieran. En aquel tiempo había una frase que estaba todo el tiempo en el aire, y que es la que abre el libro. Se decía: "es un infiltrado". ¿Trabajabas en una tienda y hacías mal una cuenta? Eras un infiltrado. En una ciudad como Buenos Aires ese circula de una determinada manera, se procesa, pero a mí me interesaba analizar ese mensaje cuando llegaba a un lugar donde eso no podía decirse, una ciudad pequeña, donde las relaciones entre las personas son más transparentes. "Cómo, si acá nos conocemos todos. Hace treinta años que conozco a Fulano y siempre fue peronista." Por eso imaginé Colonia Vela. Me impresionaba la operación que se hacía de "desbautizar'' peronistas de toda la vida y "bautizar" a los nuevos peronistas. No me proponía analizar al peronismo, y de ahí lo esquemático del planteo para algunos.

En esa intención de reconocer formas que condensan conflictos de la sociedad, parece organizarse todo un proyecto para tu literatura. ¿Las ficciones serían modos de preguntarle a la realidad qué es lo que está pasando?

-Las tres novelas que siguieron a Triste, solitario y final fueron tomando cosas que la sociedad prefiere no sentarse a discutir, o que en ese momento estaban en una discusión tapada. Como si fuera mejor jumamos a cantar "Unidad-Unidad” y que eso cubra todo. Pero así el conflicto no se anula, sigue ahí. No jodamos, en A sus plantas rendido un león el tema es la izquierda y la utopía, y lo que más irrita es hacerlo desde la izquierda. "Cómo. ¿Te cambiaste de lugar?" No, desde acá te estoy diciendo qué hacemos. Frente a un hecho literario terminamos hablando de política, pero me preocupa mucho el cambio de banderas. ¿Por qué el adversario tiene las que eran mías? ¿Qué pasó? ¿Quiénes eran los que reivindicaban el progreso, el cambio? Reflexionar hechos pasados puede advertir movimientos de la sociedad que van a dar algún resultado. Pensamos como sujetos de la historia. ¿Por qué somos tan atrasados? ¿Qué es lo que dejamos por el camino?

 

juan carlos martini

“la novela sigue siendo una investigación acerca de lo real”

¿Cómo ingresó la historia de estas últimas décadas en la narrativa argentina? ¿Qué relaciones se traman entre la ficción y la realidad?

-Tengo la sensación de que la dictadura tiene tal magnitud en el honor que produce en la masa social que algunos escritores, de una u otra manera, nos sentimos capturados en la necesidad de dar cuenta de ese horror. En cuanto al problema de estas relaciones entre la producción novelística y los acontecimientos de la realidad, suscribo una afirmación de Piglia, cuando dice que lo real ya está ficcionalizado. En consecuencia el problema principal para mí -en tanto novelista-­ es tratar de ser muy consciente en esto: de qué forma esa ficción entra en la ficción, en el caso de que yo quiera escribir sobre esa ficción, otra.

¿Qué efectos puede producir la literatura en la reflexión sobre la historia?

-Yo soy muy poco optimista en cuanto a los efectos inmediatos que un texto literario llega a producir en el conjunto de un tejido social. Si partimos del supuesto de que eso que llamamos his­toria son relatos, ficciones, podríamos llegar a una hipótesis de trabajo de que existen tantas historias como relatos de esa historia se hagan. En consecuencia, la idea que un escritor tenga de la historia es bastante parcial, bastante subjetiva. Depende de qué relatos de esa historia ha leído, de los sistemas de interpretación para producir relatos histó­ricos a los cuales haya adscripto o no. Aún en la anécdota más trivial, la novela sigue siendo una investigación narrativa acerca de lo real, y desde ese punto de vista la novela también puede dar cuenta de una historia. Será otro relato de la historia. Por otra parte, creo que la lengua, más allá de la conciencia que cada escritor pueda tener de sus relaciones con el tiempo en que vive, da cuenta, inevitablemente de la relación que el escritor establece con lo real, incluso a su pesar, contra sus propósitos. A veces el lenguaje va organizando un texto, más allá del proyecto voluntario, más allá de los sentidos propuestos. El tema allí estaría en ser permisivo con esos sentidos aun cuando sean desconcertantes, temibles. A veces, esos sentidos son, desde el punto de vista de la historia, más ciertos, más pertinentes que los que el escritor se ha propuestos.

¿Se podrían reconocer diferentes líneas, diferentes modos de resolución de este ingreso de la historia en la ficción? ¿En cuál de ellas se insertaría tu proyecto narrativo?

-Cada escritor parte de concebir sus relaciones con lo real de formas diferentes y parte de distintas reflexiones acerca de la lengua con la que trabaja. En este campo, entre las novelas argentinas recientes hay un poco de todo. Textos que no se proponen, dentro del realismo canónico, más que un relato testimonial de lo que ese escritor considera que es o ha sido la historia tal como él la ha vivido. Yo no condeno esos textos, porque no soy nadie para condenarlos. Tenemos puntos de partida diferentes. También hay textos más periodísticos. Me parece tan evidente su voluntad de oportunismo comercial que no merecen comentarios. En lo personal, sigo sintiéndome más cerca de los proyectos narrativos que de una u otra manera, no siempre al pie de la letra, coinciden con las preguntas que yo hago a la hora de escribir. Siguen interesándome los textos que parten más de interrogaciones que de afirmaciones.

Se afirma que la historia se ha convertido en un conjunto de fragmentos incomprensibles y por lo tanto la literatura no podría dar cuenta de esa historia, darle sentido. ¿A qué atribuís esta especie de condena al fragmento?

-Cada vez que aparece la palabra "fragmento” hay personas que se irritan un poco y comienzan a hablar de escritura, de la escritura no­ -vela de la novela, etc. No hay un relato de la historia que pueda tomarse como el verdadero. Esto nos pone directamente ante la pregunta de si es posible escribir una historia, una novela digamos, que construyese un sistema de saber absoluto acerca de la historia. A mí me parece que no. Creo que de lo que se trata en el fondo, es de un proceso sumamente penoso de puesta en crisis de los sistemas de conocimiento e interpretación de la historia. Toda esta vague posmoderna -que yo no necesariamente suscribo- creo que sí describe algo de lo real. Efectivamente, de la única manera en que se puede ser héroe de un libro -no en el sentido tradicional, sino en el sentido moderno- es partiendo del desconocimiento de la propia historia personal y de la historia social en la cual está inmerso, de la que apenas se conocen fragmentos, discursos, zonas. La imposibilidad de construir una novela totalizadora parte de eso, de la conciencia que ha dado el siglo XX de que los relatos que se hacen de la historia son estrictamente parciales. El escritor sin embargo, tiene un saber y ese saber está en la lengua. Lo que no hacen nuestras novelas es contar la historia tal como la contaban los realistas del siglo XIX, sino tal como hoy se las puede contar, partiendo del interrogante de que nos Interesa escribir novelas que interroguen de qué historia se trata y cómo la contamos. Esto sí es una puesta en evidencia de un sinceramiento de las formas narrativas.

Sin embargo, en cierta literatura reciente hay una apuesta ética a la literatura que pareciera estarse diluyendo. Hay diversos modos de indagar lo real. Uno de ellos, bastante más cómodo consiste en no indagar absolutamente nada al menos nada que cuente.

-Sí, creo que es para mirar con cierto cuidado do algunos intentos narrativos, que no sólo se producen en Argentina, quizás excesivamente abiertos a una suene de desilusión posmoderna, donde todo estaría permitido. Y con esto en principio yo no tengo nada, pero sí pondría ciertos textos en una situación de absoluta gratuidad. Sigo creyendo que la producción literaria en general es bastante poco efectiva en términos sociales, pero hay una diferencia entre una posición ética frente a la escritura y ante qué contar y cómo contarlo, y por otro lado una suerte de alegre pasar por la escritura, a veces con virtuosismo incluso, pero sin ningún tipo de reflexión respecto de la mayoría de los temas que venimos tratando, y que produce, o puede llegar a producir, textos verdaderamente innecesarios. Ante los cuales yo no tengo una actitud de condena, porque es tal el desconcierto por el que estamos pasando en este fin de siglo, que todos los caminos que en principio se exploren, quiero creer, pueden llegar a sernos útiles.

 

David Viñas

La monumentalidad de Sarmiento

Mansilla es un ejemplo considerable, me parece, cuando se babia de distancia que va de lo referencial, histórico y concreto, en dirección hacia la elaboración literaria. El punto de partida de Una excursión es un informe burocrático al general Arredondo; y lo que caracteriza a ese docu­mento es el "esfuerzo estilístico" por pasar inadvertido. Cuando la producción retórica de Mansilla se pone en movimiento, nos desplazamos hacia la aventura del texto que deliberada y explícitamente por ahí, apunta a "llamar la atención sobre sí”.

Un rasgo de seducción. Al fin de cuentas, la seducción es un recurso retórico como el suspenso o la teatralidad de Mansilla que con su "teatrismo". Incluso, íntimamente nexado con el manejo que hace Mansilla de la traición. Digo, respecto de los lectores: algo así como Roberto Arlt cuando, al hablar de Silvio Astier en El juguete rabioso nos va insinuando una suerte de "historia de un joven pobre", honesto y trabajador. Pero que, cuando el lector se complica en esa versión previsible, edificante, Arlt bruscamente, despiadado, nos revela que Silvio es un traidor. Un traidor por partida doble: respecto de su mejor amigo, el Rengo, su confidente y cómplice, en primer lugar. Y en una vuelta vertiginosa, traidor en rela­ción a las expectativas de moraleja que puede ha­ber acumulado el lector bienpensante. El distanciamiento brechtriano, si se quiere, como ejercicio de la ironía respecto de lo referencial; una especie de conjuro para no quedar "pegoteado"; una suerte de "economía de efecto"... Pero que se juega, en función del cruce de dos coordenadas cartesianas, con el modelo mimético, identificatorio, a lo Stanislavsky, digamos. Ironía/Superposición. En el cruce de esas dos líneas de fuerza, habría que ubicar el sitio del aleph. Quiero decirle, del agujero que tradicionalmente se hacía en los telones de boca para espiar al auditorio: ese agujero, en ese lugar es donde se verifica la ecuación más legítima, validatoria, entre lo referencial, lo histórico, y la estilización poética.

El Facundo es el aleph de 1845, el trabajo que, apoyado en un ancho humus temático, ideológico, resultado de una producción social, grupal o generacional, da cuenta con mayor rigor del complejo que planteaba Rosas, el rosismo y la Argentina de aquella circunstancia... Pasa algo análogo con Relojero o la Babilonia de Armando Discépolo en relación a los años del "radicalismo clásico"... Ese fue, también, el intento de Scalabrini, hacia 1931, con su Hombre solo. Que, a su parasociológica vez, tenía como soporte productivo la secuencia, digamos, que va del Hombre importante de Gerchunoff, pasando por El hombre que ríe y aplaude, o por los numerosos Hombres de esa deseada tipología porteña que esboza Arlt, también, en sus Aguafuertes.

El salto cualitativo entre el sustrato ideológico y temático -referencial- representaría el trabajo poético. Como ocurre, una vez más, con el Borges de Fervor de Buenos Aires: él, en esa escritura que se superpone con su andadura barrial, vacilante, casi alucinada, se va despegando "poéticamente" de ese material compartido con el barrialismo de Girondo hacia el barrio de Flores; de Blomberg en dirección al puerto; de Raúl González Tuñón por los alrededores del Bajo; de Yunque, incluso en las proximidades de Tierra del Fuego; del mismo Manuel Gálvez que se sobreimprime con Quinquela Martín en su desciframiento de la Boca. Y así sigue siendo.

Girondo hacia 1925, no sólo propone un "nuevo lugar de lectura" -como podría ser un tranvía-, sino que sugiere y practica, incluso, un inédito lugar de escritura en los años veinte: las paredes, los muros donde se van pegando las revistas de vanguardia.

Hay otro lugar de escritura y de lectura en ese momento, el que insinúa César Tiempo mediante su Clara Beter: el espacio clandestino, del baño; allí no sólo se eluden "las cuentas" propuestas por el Padre, sino que se escriben cuentos al eludir a esa mirada controladora. Allí dentro se lee a escondidas el estilo de "lo prohibido".

Otro ejemplo: el joven Mansilla descubierto por su padre cuando está leyendo a Rousseau durante la tiranía de Rosas... Conmovedor. Entrañable: un chico de diecisiete años que lee las Confesiones. Y que su padre lo pone ante el dilema de seguir leyendo a ese "obsceno" e irse de la Argentina. O quedarse, sumiso, bajo la mirada de ese Jehová familiar que era el llamado "tatita" -domésticamente- don Juan Manuel.

Palermo es lugar de confluencias entre lo referencial-histórico y lo específicamente literario. Digo, como salto cuantitativo. Como mutación entre "lo natural', la naturaleza, y la producción literaria, "el arte"... En la casa de Rosas, en Palermo, en 1852 se superponen varias líneas fundamentales: mencionábamos a Mansilla. Pues bien, es Mansilla quien cuenta en sus Siete platos de arroz con leche la infinita lectura que le hace su tío, Rosas, del mensaje que tenía que leer en la asamblea legislativa al día siguiente. Lectura que va siendo ritmada por las entradas de Manuelita con los sucesivos platos de arroz con leche destinados a su primo Lucio Vé. Una escena... La segunda: Sarmiento, después de Caseros, lo primero que hace es correrse hasta la misma casa de Rosas en Palermo, entrar, sentarse frente al escritorio de Rosas y usar la pluma de don Juan Manuel para escribir su "triunfo" a los viejos amigos de Chile. Escena que se puntúa con las alusiones al dormitorio de Manuelita, bárbaro por su falta de decorados, en relación al "dormitorio-templo-burgués" de Amalia. todo forrado, separado de las brusquedades de la realidad cotidiana, y subrayado en su marco civilizado por los colores fríos, religiosos, del azul, el blanco y el oro... Y esa doble escenografía se cierra, presumo, con la presencia de las señoras aseñoradas del Buenos Aires de 1852 que van a espiar las intimidades de Palermo. Esto es: una suerte de "casa tomada" que va expulsando los emblemas de los antiguos habitantes...

¿Me apasiona Sarmiento? Lo envidio... No. Lo leo y lo defiendo frente a la versión excesivamente historicista, documentadísima, que hace Tulio Halperín Donghi: al prologuista de la Campaña le irritan, presumo, las deficiencias informativas del Sarmiento historiador. A mí, me entusiasman: son los momentos en que el sanjuanino “se zarpa”: y empieza a cabalgar por una pampa santafesina con la que por primera vez se topa. En realidad, no lo envidio a Sarmiento. Discuto con él. Al historiador Halperín Donghi, me parece, le preocupa el texto de la aventura en Campaña o Facundo; a mí me quita el sueño “la aventura del texto"...

Halperín dice que en el momento de la "Campaña" las categorías eficaces del Facundo ya no servían. De ahí las deficiencias de ese texto en términos documentales...

De acuerdo, pero, con matices: el espacio argentino correlativo al Facundo era un escenario inmóvil, inmovilizado, quietista. Era el resultado del autoritarismo de Rosas. Algo coagulado y visto desde lejos, desde la óptica del exilio, era relativamente fácil -digamos- de descifrar. No así la Argentina-bisagra del momento de Caseros: en que dejábamos de producir carne para esclavos de Cuba, Brasil y Sud África, para empezar -en el proyecto "modernista" de entonces- a producir carne para gentlemen. Más movido era ese nuevo escenario argentino... Además, Sarmiento venía alterado por lo que había visto en Europa hacia 1848. Quiero decir: era mucho más fácil producir una biografía inmoral como el Facundo -en la serie Aldao y el Chacho-, que dar cuenta del desplazamiento que implicaba Urquiza...

Presumo que Sarmiento es un modelo -o un referente excepcional- en el orden del desplazamiento entre la historia y la literatura. Sobre todo que si, polemizando con Ricardo Piglia -o complementando, quizás, algo que él propone- inscribo su famosa inscripción al cruzar los Andes, según la cual -y en francés- "las ideas no se matan", con la secuencia de inscripciones sarmientinas en la piedra: las de Argelia o, mejor aún, la de la isla Martín García, resulta una forma de sobre escritura enfática, exacerbada si se quiere. Una introducción a la monumentalidad de Sarmiento del propio Sarmiento. Una crispación de la escritura victorhuguesca del siglo XIX. Un equívoco vistazo a "la gloria”. O con palabras más suntuosas: un ensayo de su propio epitafio.

 

José Pablo Feinmann

“el que cree en la posibilidad de hacer la historia, es acusado de solemne”

Los discursos políticos o filosóficos configuran modos propios de tramarse con la historia de su tiempo. ¿Qué relaciones se establecen entre la literatura y la experiencia histórica?

-Pienso que no hay ninguna visión inocente de la historia. La exaltación de la historia objetivista aquí nace con la exaltación de Mitre en la historia de San Martin y Belgrano. Mitre, que quemó los archivos de la Confederación Argentina en el patio de su casa. ¿Esto qué quiere decir? Que todo historiador elige documentos y “quema” otros. Hay aquí un acto de elección que es, en última instancia, un acto de creación del objeto a tratar. Aquel que adopta un punto de vista para narrar la historia es un creador de ficciones, porque crea un objetivo que no existía antes de su mirada, y ese objeto es lo que él llama historia. La historia nace en la Argentina desde la literatura. El primer gran texto de historia militante, que modifica la historia argentina o que contribuye a configurarla es el Facundo. Sarmiento dice: “Yo inventé anécdotas a designio". Y efectivamente. Sarmiento desde la ficción crea el personaje que su praxis política necesita. Luego, si la política consigue imponer ese personaje como verdad de la república, esa verdad se impone.

Y en la literatura de los últimos años, ¿cómo se trama esa relación?

-Se da en un doble juego de enriquecimientos. La literatura de los últimos años asume este dato que ningún escritor lúcido puede hoy desechar: no existe una materialidad constituida más allá del sujeto o al margen del sujeto. Con esto se desecha toda posible teoría del reflejo: la conciencia no es una conciencia pasiva que refleje la realidad ya constituida, lo que hace el escritor es organizarla, darle algún sentido, es decir, ficcionalizarla. Nunca trabajamos con la realidad virgen, porque no existe; está entrecruza y enriquecida por infinitos relatos.

¿Cómo incidiría esta ficcionalización en la reflexión sobre la historia?

-Creo que la literatura es totalmente improductiva, no puede arrojar ningún provecho a la historia. Nuestra generación le rindió culto a la política y la literatura vivió frente a la política una situación menesterosa, culposa: hacemos literatura pero el mundo se debate en la política. Este es el momento de decir, no orgullosa pero sí sensatamente, la literatura no va a transformar el mundo ni lo va a reflejar. Lo que sí puede hacer es descubrir aristas no revelados, exaltar elementos silenciados, descubrir nuevos puntos de vista. En todo caso, lo peor que puede hacer la literatura es reflejar la realidad en el modo de la inmediatez con que se nos intenta imponer compulsivamente. Las novelas de Asís o de Medina, creo, trabajan sobre esta gnoseología del reflejo.

¿Como entra la trama histórica referencial en tus propias ficciones?

-Últimos días de la víctima es del 78. Las referencias son mínimas, pero que la novela hablara del crimen por encargo, del asesinato como primacía de la realidad, no era un gesto inocente. En Ni el tiro del final las referencias son mínimos. Se habla de los engañados por arriba y por abajo, se dice que si algo aprendimos en este tiempo es que la historia la hacen los delincuentes. El interior de historizar es mucho menor en El ejército de ceniza donde la historia está para ser burlada prácticamente. El desierto de la novela no es el de la frontera sur, evidentemente. Es un espacio mítico donde no existe la geografía. Horacio González y la geografía va muy unida a la historia. Horacio González dijo que es una metafísica de la historia basada en el western y en Lúkacs. Creo que es así, los problemas en la novela son metafísicos:  la nada, la locura, la muerte, enmarcados en la epopeya trunca.

No se trata entonces de la historia como metáfora del presente, una marca bastante frecuente en una zona de la narrativa argentina.

-No, no es esa la intención, aunque algunas arengas del coronel Andrade son parecidad a las del general Videla, y eso está hecho en forma deliberada. Simplemente porque me pareció que el lenguaje de los militares se parece en todos los tiempos en el sentido del profundo desprecio por la vida: se es heroico en la medida en que no se teme a la muerte, idea hegeliana, aunque los militares no lo sepan.

¿Cómo inciden los debates teóricos, políticos y filosóficos contemporáneos en la producción literaria argentina?

-Vayamos a los ejemplos. La posmodernidad en la literatura argentina: GIosa, descentralización del sujeto, ese es el tema. No hay un punto de vista privilegiado. no hay un sujeto que totalice, que instaure un sentido. La descentralización del sujeto implica la carencia de un sentido único; esto es típico de la posmodernidad. Contrariamente a esto está la novela policial, por ejemplo, Crimen en el Expreso de Oriente. Visiones parcializadas que le son expuestas a Poirot. una conciencia privilegiada que totaliza los sentidos dispersos establece "el sentido"; unifica los testimonios de las conciencias fragmentadas. Podríamos seguir, Juan Carlos Martini: Composición de lugar: la imposibilidad del sujeto de asumirse desde el pasado, no hay historicidad que pueda entregarle una identidad al sujeto. O en El fantasma imperfecto: el sujeto se enfrenta al caos de hechos y no puede establecer sentidos. O en El ejército de ceniza, la epopeya no se cumple, los sentidos que los rastreadores siguen no conducen a nada o son contradictorios, la ausencia de la totalidad, la no realización del sentido. Más allá de los ejemplos, de la importación o no de los debates teóricos, podríamos pensar en el hecho de que venimos del 70’, donde la revolución, la transformación del mundo en totalidad fueron llevados adelante como estándares de lucha. Ahora es razonable que surjan novelas de lo fragmentario, de la imposibilidad de la conciencia o de la historicidad. ¿Cómo no van a surgir cuando la historia se destruyó en la Argentina? La historia, digo, como utopía realizar, como campo posible de la transformación social. Este es un país de experiencias muy ricas y creo que en su literatura se está haciendo esa reflexión. Ahora bien, yo planteo que no hay una relación de continuidad entre opción política y creación estética. Es obvio que la política penetra a la literatura, lo que no quiero es la literatura sometida a las leyes de la política. Las categorías de la posmodernidad se pueden instrumentar en un sentido estético, aunque fuera de la literatura tengan un sentido reaccionario. Porque ¿cómo no va a ser reaccionaria la fragmentación de la historia si para actuar sobre ella hay que totalizar?

Pareciera que, embarcados en la posmodernidad, se puede naturalizar un cierto escepticismo generalizado, o a veces una celebración de lo gratuito. ¿Lo ético en la literatura se está pasando de moda?

-Es un momento difícil, son años de la derrota, de "la vuelta de Martín Fierro". Esta es la época de recibir los consejos y obedecer. Los escritores se han vuelto obedientes también, en el modo de la diversión, el pasatiempo. El que se toma las cosas en serio. el que milita, el que piensa, el que cree en la historia o al menos en la posibilidad de hacerla, es acusado de solemne. Si la historia es fragmentaria, si no podés establecer totalidades parciales, no podés actuar. Mientras tanto, el imperialismo traza sus totalidades constantemente y actúa respecto de ellas.  ¿Y nosotros? ­ Estamos en la maravillada contemplación del fragmento, como cuando Kant abría la ventana y miraba el cielo estrellado.

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