En 2010, el censo de población contabilizó casi 700.000 trabajadores y trabajadoras empleadas en el campo. Deberemos esperar los resultados del próximo censo para recalibrar este dato. No hay otro modo de saberlo: la mayor parte de los vínculos salariales del sector agropecuario nacional no pasan por los registros de la seguridad social. Es decir, son informales. Se desarrollan cotidianamente por fuera del radar de la legislación y los derechos laborales, y naturalmente, del sistema estadístico.
Los datos del Ministerio de Trabajo de la Nación sólo exponen los empleos agrarios que sí fueron formalizados. Y hace diez años que ese registro canta alrededor de 340.000 trabajadores y trabajadoras rurales. Si esto es así, el cotejo entre los 700.000 empleados rurales contados por el censo y las 340.000 “altas” laborales del Ministerio, nos indicaría que existe una brecha de 360.000 trabajadores y trabajadoras agrarias sin registrar. Es decir, poco más de la mitad de quienes se emplean en el campo.
De mínima, se trata de un sector de la economía donde el empleo no registrado supera al registrado, y que con su 51% de informalidad le gana por mucho a la media nacional de 34 por ciento. Algunas estimaciones van más allá: sostienen que el censo de población se quedó corto y que en realidad existen al menos un millón de trabajadores y trabajadoras empleadas en el sector. Si esto fuera así, en el campo el empleo informal llegaría a 650.000 trabajadores (65%) y pasaría directamente a duplicar al empleo registrado (35%). En cualquier escenario es un montón.
Junto con acuerdos de salario que desde 2017 vienen firmándose por detrás de la inflación y por debajo de la línea de pobreza, el trabajo informal acaso constituya la principal problemática social del agro argentino. Es que las y los asalariados constituyen la mayoría demográfica de quienes se ocupan en el campo: dos de cada tres personas que laburan la tierra lo hacen en relación de dependencia.
Todo el otro tercio minoritario de actores lo constituyen figuras autónomas, con problemáticas muy diversas y hasta opuestas entre sí, que ocupan el grueso del imaginario público sobre el campo y suscitan distintos tipos de solidaridades en la ciudad: campesinos, agricultores familiares, productores de diversa escala o grandes propietarios de tierra y capital. A espaldas de ese microclima universalizado, se erige este elefante de cientos de miles de trabajadores y trabajadoras informales, que laburan sin efectivizar sus derechos, y que sólo reciben por su trabajo productivo remuneraciones muy por debajo de la línea de pobreza.
Además de constituir una silenciosa mayoría demográfica, las y los trabajadores rurales en relación de dependencia componen la principal “fuerza productiva” del campo. Concentrada como está la producción de alimentos y commodities en manos de grandes empresas, estos empleados y empleadas son la verdadera contracara y los principales productores directos del propio agronegocio. De modo que su rol es estratégico: a caballo, en tractor o con sus propias manos, mueven la rueda de un sector económico que alimenta en pesos los estómagos de nuestra sociedad y en dólares las ganancias de la cúpula agroexportadora del capital. Sin embargo, compartiéndoles un triste 13%, es el sector de la economía con menor participación de las y los trabajadores en la distribución del valor agregado sectorial. Son el subsuelo de la patria agroexportadora.
Plan empalme
Desde hace alrededor de cincuenta años, uno de los elementos que permitió al capital pasar a extorsionar de modo más eficaz al trabajo fue la posibilidad técnica y económica de deslocalizar la producción. Esta relativa movilidad del capital y fijeza del trabajo contribuyeron a una nueva flexibilidad del mundo laboral.
¿Es este un factor que juega también en el campo argentino? Curiosa y definitivamente, no. Aquí es la producción la que se mantiene anclada a un territorio y son los trabajadores los que se deslocalizan. No es posible cultivar manzanas o soja en cualquier lado ni en cualquier momento. Así, las rigideces de tiempo y espacio asociados a la naturaleza que aún pesan sobre la producción agraria encuentran su contracara en la flexibilidad de tiempo y espacio de las y los trabajadores. Son ellos y ellas quienes circulan por el territorio, armando rompecabezas de cosechas en distintos puntos y en distintos momentos, procurando constituir un ingreso anual con los retazos de sus empleos temporarios en cada uno de esos lugares cambiantes.
Estos trabajadores y trabajadoras temporarias pueden pensarse grosso modo en dos grandes subgrupos: el de aquellos que migran encadenando distintas cosechas en diferentes lugares –entre los cuales, hasta donde podemos conocer, predominan los varones-; y el de las y los trabajadores que permanecen básicamente en su área de residencia, pero combinando distintos tipos de empleos y trabajos temporarios en el campo o la ciudad. En este último grupo es en el que más presencia femenina se registra.
El hecho es que esta “permanente impermanencia” en los empleos, así como las necesidades de origen que la motivan, dificultan y desestimulan el registro de las relaciones laborales. El escaso tiempo que transcurren en un empleo no alcanza el lapso mínimo como para que le lleguen algunos de los beneficios básicos de la formalización, como la obra social. O bien para cuando se asienta el trámite de su ingreso, ya no trabajan más allí. Pero más importante aún es que, al menos hasta hace poco, la formalización de sus relaciones de dependencia temporarias los excluía automáticamente de la asistencia estatal que recibieran de modo permanente, como la AUH.
Así, para percibir y sumar ambos ingresos de baja densidad, la estrategia de las y los trabajadores temporarios fue la de permanecer deliberadamente invisibles para los sistemas de seguridad social como posibles aportantes de fondos y la de visibilizarse como sujetos que necesitan recibirlos. En rigor, estos trabajadores alternan entre las dos condiciones. Pero la asistencia social es anual y el trabajo agrario temporario. Así, los tiempos de tortuga de los sistemas de la seguridad social versus la velocidad de liebre de estos vínculos laborales termina por inclinarlos a aceptar la informalidad, en un punto de coincidencia triste pero racional con las estrategias de abaratamiento de costos y reducción de riesgos de los empleadores. En algunas zonas, las y los trabajadores han protestado contra los operativos de fiscalización del Estado que no atendían a esta particularidad.
Para 2021, las remuneraciones de este tipo de trabajadores habían caído tanto que una mínima combinación de distintos programas de asistencia representó ingresos mayores que los percibidos una temporada de zafra. Naturalmente, casi nadie se presentó a cosechar. Los empresarios, por su parte, sacaron una conclusión a la medida de sus intereses: las y los zafreros “no querían trabajar” y era necesario “eliminar los planes sociales”. Pocos interpretaron estas verdaderas “señales del mercado” de trabajo: las remuneraciones estaban siendo muy bajas, y ante la rigidez de las altas y bajas de la asistencia social, los trabajadores optaron por mantener esta última.
Ante este cuadro, el Estado intervino de un modo que admite muchos debates: permitió que las y los empleados temporarios que se registraran pudieran mantener sus ingresos de asistencia social. Por un lado, esto asumió la realidad de una situación y habilitó nuevos abordajes. Pero por otro, mantuvo los salarios privados igual de bajos. Y en vez de que el empresariado agroexportador cargase con el costo de pagar salarios a la altura de la canasta básica, sería el Estado, invirtiendo cuotas de su déficit en lugares donde había recursos genuinos para resolver el problema, el que garantizaría la supervivencia de este colectivo de trabajadores sumando programas sociales a sus magras remuneraciones.
De algún modo, se pasó a subsidiar a empleadores que exportan en dólares y que se manifiestan cotidianamente contra la “asfixia impositiva” del Estado. Aún no se conocen los resultados de este experimento en términos de registro del empleo. Pero ya fue presentado como un ejemplo de “empalme entre planes sociales y trabajo genuino”.
Patrón de conducta
Los grandes contingentes de mano de obra temporaria antes presentados circulan alrededor de cultivos que demandan trabajo literalmente manual, sin máquinas ni herramientas, y durante períodos acotados de tiempo (frutas, tabaco, yerba, etc.). Si la estrategia empleadora de informalidad en esas tramas se basa en la movilidad-desarraigo del trabajo y en la inaccesibilidad de la figura patronal, en las producciones extensivas –como los granos o la ganadería vacuna- se apoya en todo lo contrario: la sobre-personalización de los vínculos laborales y los mercados de trabajo, la proximidad física del patrón –en el lugar de trabajo y fuera de él-, y en la fijeza-arraigo de las y los trabajadores a un territorio bajo el control político e ideológico de los empleadores en los “pueblos del interior”, donde cada cual acarrea consigo algún tipo de etiquetado público que facilitará o bloqueará sus posibilidades de empleo.
En este cara a cara dentro y fuera del espacio laboral, en esta personalización que comprende pasado, presente y futuro de su inserción ocupacional en el territorio del que se es parte, las y los trabajadores no pueden compensar la asimetría de la relación salarial con el poder de su número o su movilización organizada. En la simetría personal del uno a uno, se desnuda la asimetría impersonal del capital y el trabajo.
Hay mucho más para decir acerca de la personalización de los vínculos laborales, cuya lógica hunde sus raíces en los códigos de honor de gauchos y estancieros tradicionales. Pero basta con dejar sentado que estas condiciones dificultan doblemente la emergencia de reclamos o el registro de la relación laboral, ya que en su forma y su contenido –racional, cuantitativo, abstracto e impersonal- no sólo tienen pocas posibilidades de éxito dada la asimetría real entre el capital y el trabajo, sino que rompen códigos culturales constituyentes, compartidos por ambos polos del vínculo.
Como parte de lo mismo, se trata de empleos al tope del ranking de tareas agrarias masculinizadas, de fuerte desestima del trabajo productivo femenino cuando lo hay, y donde no casualmente son ellas –fuera de los conos de silencio propios de esos códigos entre varones- las que más empujan a sus maridos a realizar reclamos o sacan provecho de su invisibilización organizando redes propias por fuera de los reflectores de la vigilancia patronal.
Carnaval del Momo
Fijeza del capital y movilidad del trabajo, personalización de vínculos y mercados laborales, y otra excepcionalidad más del mundo del trabajo agrario nacional: a diferencia de lo sucedido con muchos otros colectivos de trabajadores bajo el signo del neoliberalismo, durante los años ’90 la organización sindical de las y los trabajadores rurales se fortaleció significativamente. En efecto, fue refundada a principios de esa década con el nuevo chip del sindicalismo de servicios y negocios, imbricándose con el proselitismo electoral en el mundo del peronismo.
El liderazgo de este proceso refundacional estuvo a cargo de Gerónimo “Momo” Venegas, que en esta clave política y sindical comenzó una notable campaña de “blanqueo” de trabajadores y trabajadoras que entre 1991 y 1999 aumentó la cantidad de aportantes de 15.000 a 240.000 personas. Ya bajo la presidencia de Duhalde –hilo rojo de las alianzas del dirigente en el peronismo nacional y bonaerense- se le concedió a Venegas su sueño de una suerte de “mesa” con las patronales el campo en la que su sindicato tuviera carta de ciudadanía como institución respetable del mundo agrario: “Somos la quinta entidad” diría en 2008.
Esa mesa es el Registro Nacional de Trabajadores Rurales y Empleadores, RENATRE, un ente autárquico que aún está en funciones, cuya tarea es impulsar el registro de trabajadores agrarios, fiscalizar el cumplimiento de la normativa laboral y administrar parte de los aportes de la seguridad social de los trabajadores y un fondo especial de desempleo. Se trata de algo absolutamente extraordinario en el mundo del trabajo nacional: la tarea de resolver el trabajo informal y de administrar parte de los fondos de la seguridad social, se encomienda a un ente donde el Estado no participa, y que está formado por el sindicato y los propios empresarios del sector, representados por la Sociedad Rural Argentina, CRA, CONINAGRO y FAA.
El resultado es clarísimo: a partir de los años 2000 el registro de trabajadores y trabajadoras rurales se estancó alrededor del mismo número. No llegó más lejos que las campañas de “blanqueo” de UATRE en los ’90. Naturalmente, la alianza con los empresarios autolimitó la labor del RENATRE. El sindicato, no obstante, se fortaleció aún más con la administración de esos fondos. Y con el RENATRE amplió el espectro de negocios y alianzas posibles: pasó de cernirse al peronismo político-estatal de los ’90, a ampliarse al mundo del empresariado agropecuario nacional en los 2000.
El resultado es paradójico, aunque lleno de lógica: un sindicato que, como organización y unidad de negocios, se hizo extremadamente rico, poderoso y con un extensísimo alcance territorial; y una masa de trabajadores y trabajadoras rurales pobre, que participa muy poco en la distribución de la riqueza sectorial, y cuya tasa de informalidad duplica la media nacional.
Círculo vicioso
El conflicto por las retenciones móviles de 2008 cambió todo. El entramado político-económico condensado en el RENATRE quedó enfrentado al kirchnerismo. Esto pesó en la derrota oficial de las elecciones legislativas de 2009. Como parte del abanico de medidas con las cuales pavimentó el camino al 54% de Cristina Fernández en 2011, el gobierno respondió con una bomba de profundidad: impulsó un cambio histórico en la legislación sobre trabajo agrario y logró aprobar la Ley 26.727, que reemplazó al viejo decreto-ley 22.248, impuesto en 1980 por la última dictadura.
La nueva legislación se adecuó a las transformaciones del mundo del trabajo agrario para garantizar derechos laborales en nuevas condiciones históricas. Y en relación al registro del empleo y la fiscalización de la normativa, lo más importante es que creó un nuevo ente autárquico que reemplazaba al RENATRE y que pasaba a quedar bajo control estatal: el Registro Nacional de Trabajadores y Empleadores Agropecuarios, RENATEA. Este nuevo ente autárquico mantenía al sindicato y los empleadores adentro, pero bajo la supervisión y la dirección del Estado, que nombraba a su director.
El RENATEA funcionó así entre 2012 y 2015, bajo la conducción de Guillermo Martini. En ese breve período mostró resultados muy resonantes. En primer lugar, tuvo una política de fiscalización activa que barrió 1.780 establecimientos y permitió formalizar a 31.542 trabajadores. En segundo lugar, apuntó a establecimientos concentrados –que empleaban también las mayores cantidades de trabajadores-, y en ese camino descubrió casos de trata laboral en campos de representantes patronales del viejo RENATRE, como el entonces titular de la Sociedad Rural Argentina, Luis Miguel Etchevehere. Por último, esta promoción y fiscalización de la formalización laboral habría arrojado –según el propio RENATEA- un balance de 154.574 nuevos trabajadores registrados en total y un aumento de la recaudación mensual de $15 millones a $54 millones con la nueva gestión.
Así, bajo la dirección del Estado –con la orientación política del Estado en ese momento- utilizando los recursos que antes tenía el RENATRE y apuntando contra los representantes patronales que había en el propio organismo, el RENATEA amplió el registro y, por lo tanto, la propia capacidad económica del ente, invertida ahora en decenas de sedes en el territorio, vehículos para fiscalizar, publicidad y promociones especiales, líneas telefónicas de atención, fondos de asistencia para víctimas de trata laboral, espacios de contención para hijos e hijas de trabajadores para evitar el trabajo infantil, capacitaciones, investigaciones propias y aumento de la planta de personal. Es decir, un círculo virtuoso que, a través de la propia registración, aumentaba las capacidades del organismo encargado de registrar.
La revancha no se hizo esperar. En noviembre de 2015, a caballo del triunfo electoral de Cambiemos, la Corte Suprema dictaminó la “inconstitucionalidad” del RENATEA y restituyó las funciones y los fondos del ente al viejo RENATRE y sus miembros: la Mesa de Enlace y la UATRE, sin el Estado. Las cosas para las y los trabajadores volvieron a empeorar. Se paralizaron las fiscalizaciones y como parte del mismo proceso general sus salarios se fueron pique, tanto en relación a su poder adquisitivo y como a las ganancias y rentas extraordinarias del agro entre 2015 y 2019.
En 2017, Gerónimo “Momo” Venegas murió en funciones. En 2020 falleció su sucesor, Ramón Ayala, también en funciones. Desde entonces, José Voytenco lleva las riendas de la UATRE con una orientación distinta que puede costarle la cabeza en su propio sindicato: a poco de asumir, planteó que las patronales debían irse del RENATRE y que el Estado debía tomar parte en el asunto. El planteo no pasó de una serie de declaraciones, y la crisis interna en el gremio aún no permite pronosticar si se impondrá esa orientación, o todo lo contrario.
Sin embargo, la sola puesta en debate del tema sugiere que la experiencia del RENATEA dejó un antecedente muy potente para el abordaje del trabajo informal en el sector agropecuario, del mismo modo que exhibió el rol regresivo que cumplían el formato y los protagonistas de RENATRE para la misma problemática.
Comérselos crudos
La trama social del trabajo agrario en la Argentina contemporánea dificulta la emergencia desde abajo de liderazgos, organizaciones colectivas y conflictos manifiestos.
Por un lado, por la dispersión en el tiempo y en el espacio sus trabajadores y trabajadoras: en los cultivos intensivos por la estacionalidad, la eventualidad y la movilidad territorial del empleo; y en las producciones extensivas, por una baja demanda de empleo que habilita el control vía personalización de los vínculos y los mercados laborales.
¿Acaso esto pudiera compensarse con organizaciones sindicales que rearmen en el terreno subjetivo lo que los procesos de trabajo y las modalidades de empleo desarman en el plano objetivo de la producción? ¿O que compensen las asimetrías entre el capital y el trabajo en un espacio laboral aislado, con garantías colectivas que salvaguarden a las y los asalariados cualquiera sea su situación específica?
Es lo que lograban las primeras organizaciones sindicales de trabajadores rurales a principios del siglo XX. Y es lo que sucede en algunos nichos puntuales de organización colectiva donde el trabajo temporario no implica desplazamientos en el territorio, y donde las y los trabajadores logran nuclearse de modo estacional pero regular a lo largo de los años: en los frutales del Valle de Río Negro; en las tierras limoneras de Tucumán; en los tabacales de Salta o en los yerbatales misioneros.
Sin embargo, son la excepción a un modelo sindical que se transformó en otra lápida más para la organización colectiva y la formalización del empleo. Desde el Estatuto del Peón de 1944 al armado del RENATEA en 2011, la presencia estatal ha sido determinante para la superación de estas problemáticas. Pero al mismo tiempo, la orientación de la intervención pública se opera muy lejos de las posibilidades de acción de esta mayoría silenciosa y dispersa, y también con independencia de ella.
Salvo en las excepciones antedichas, el grueso de las y los asalariados agrarios no supera esta condición de objeto de políticas y tiene serias dificultades para constituirse en sujeto político. En un sector entre los más rentables de la economía nacional, los salarios de convenio se siguen pagando alrededor de la línea de pobreza y la informalidad laboral duplica la media nacional. Al capital, si lo dejás solo, te come crudo.