Madrugo y me tomo el tren a Capital. El camino incluye paso lento, paso rápido, puente sobre el Río Reconquista, la visión privilegiada del basural de CEAMSE en Campo de Mayo, las hermosas colinas escarchadas del relleno sanitario, los árboles blancos que hacen pensar en un país de nieve, los basurales brumosos de José León Suárez, y luego ya el suburbio industrial−comercial, las autopistas, el tren que se sumerge bajo la tierra en Puente Saavedra y asoma su trompa ya en la ciudad, casi tan congestionada como cada uno de los vagones que nos llevan.
Recibo la bicicleta en la estación de ecobicis de Retiro y arranco. La idea es recorrer hoy todas las ciclovías. Casi 120 km.
Antes, para no perderme, porque hace tanto que vivo afuera de la ciudad, pido la hoja de ruta. El año pasado, cuando me anoté en ecobici, el sistema de bicicletas públicas, eran bellos folletos multidoblados a todo color en papel ilustración. Y ahora, si bien conservan los colores, están impresos en más pequeñas y rústicas hojas de papel obra 80.
—¿Esto está actualizado? –pregunto
—Mh… no –dice el chico que anota–, los nuevos no llegaron.
El chico es simpático y atento, sonríe siempre. Tanto que una vez que se había caído el sistema, y no podía despachar bicicletas, llamó desde su celular a otra estación, pasó mis datos y me dio una al toque.
No importa, pienso, si al final de alguna ciclovía mal trazada caigo a un pozo sin fin, me atajarían los elefantes o tortugas gigantes que sostienen la ciudad. Además, hay un aliciente grande: “En todo estás vos”, reza el corolario último del pensadísimo objeto de propaganda que atesora este mapa desactualizado. Y uno, en definitiva, se adapta a todo. Es una gran cosa “estar en todo”. La ciudad, de golpe, te convierte en Dios. Tanto que me animo a decir, mientras empiezo a pedalear por Libertador con rumbo al Norte, cambio de bicicleta en el Regimiento de Patricios y me lanzo rumbo al vacío existencial de Nuñez, la zona más rápida de la ciudad, que esto que ahora está en mí, y que voy a contar, empieza ya en otras partes.
Hay un lindo cuento de Onetti, de 1933, por ejemplo. Se llama “Avenida de Mayo-Diagonal Norte-Avenida de Mayo”. Ahí, un tal Víctor Suaid recorre la calle Florida, ida y vuelta, entre las avenidas que anota el título. Eso es todo. Una cuadra y media, una ciudad. Y todas las percepciones y las imaginaciones alteradas del señor Suaid en su paso por la explosión de modernidad brutal que era Buenos Aires en aquel tiempo.
Hay un más lindo cuento de Romina Paula, de 2007. Se llama “Autonomía”. Y casi al principio dice:
“Creo que terminé de o empecé a apropiarme de la ciudad cuando di con mi bicicleta”. Y entonces uno ya puede ver cómo en ese recorrido por su barrio (y en su acercamiento, hacia el final del cuento, al Parque Centenario) también está esa idea de contar de qué se trata la ciudad transformada por las nuevas formas del tránsito.
Es muy emotivo lo de Romina porque cuenta todo entre ese “creo que” del principio y un acerado conocimiento de los lugares por los que ella va con su bicicleta. Y se permite pequeñas derivas que cambian un poco todo, de forma muy sutil, muy inesperada, como esa visión de los skaters que “arman circuitos y hacen peripecias” en la vereda del Instituto Leloir. Remarco la pequeña desviación: no dice “hacen piruetas”, dice “hacen peripecias”. ¿Y qué es una peripecia? Lo de Ulises en la Odisea son peripecias. Aventuras. Las primeras peripecias de Occidente. Casi todas nuestras peripecias. ¿Pero entonces, qué peripecias puede “hacer” un skater?, ¿y un bicimaníaco?
En 2007, cuando cuenta Romina, cuando ya el Parque Centenario era lo que es hoy, esa cosa reformada y poco silvestre, atravesada para siempre por la maquinaria “gobiernodelaciudad” y por la nostalgia un poco boba y un poco verdadera de los que alguna vez nos entregamos a su misterio tan frondoso y legendario, andar en bicicleta en la ciudad podía ocasionar peripecias de lo más variadas.
Yo viví algunas, muy intensas. Antes de abandonar la ciudad tuve años de ir y venir a todas partes. Andaba endemoniado, sin frenos, en contramano, sin semáforos, miles de kilómetros al año. No eran paseos como los de Romina, sino viajes desbocados. Pero todo era igual de transformador. Lo que se transformaba, básicamente, era la distancia. En bicicleta todo estaba más cerca. También cambiaba el tiempo. Uno vivía en la dimensión de la bicicleta y en la dimensión de la transpiración. Igual, una vez sí fue paseo, lo recuerdo muy bien: una tarde de sábado, igual que vos, Romina, anduve de paseo por la calle México y coincido, es una calle todo lo larga, linda y representativa que decís.
Semáforo de French y Coronel Díaz. Con la hoja de ruta en la mano me hago el mapa mental. Hay que volver al centro para poder disparar de él por Perón. Ya lo dice Guillermo Dietrich, subsecretario de Transporte, mentor de las ciclovías, mentor del sistema eco bici, mentor de tantas cosas: el sistema es radial, del centro a la periferia. Palabras más, palabras menos: no lleva a ninguna parte. No es tanto un circuito como un capricho, una motivación, una luz de esperanza para que el futuro, con o sin ciclovías, sea de los ciclistas. Así lo postula la propia página (http://ecobici.buenosaires.gob.ar/): “El Programa Bicicletas de Buenos Aires tiene como objetivo fomentar el uso de la bicicleta como medio de transporte ecológico, saludable y rápido. Este programa está en línea con las tendencias mundiales.” En definitiva: la teoría del derrame aplicada a lo que se espera del uso de la bicicleta en la Ciudad de Buenos Aires.
Y si lo que importa es fomentar, los números hablan por sí solos. Salvo que sean un dibujo, en 3 años y medio de programa el tránsito de la ciudad correspondiente a ciclistas pasó del 0,4 por ciento al 3 por ciento del total. Y Dietrich, como sabe que se puede mucho más, aspira a que en 2015 ese numerito llegue al 10. “Un récord mundial para una ciudad que arrancó en 0”, dice.
Pero ojo, Mr. D: ¡arrancamos en 0,4! ¡Yo estaba en ese 0,4! ¡Romina Paula estaba en ese 0,4! Y no digo Onetti, que más bien era de estar echado en la cama, bebiendo y fumando y leyendo, como tantos lo recordarán, pero éramos muchos los que teníamos nuestras peripecias antes de las ciclovías y de las bicicletas para todos.
Además, Mr. D (y acá el rencor, en esta mañana soleada y fría, me gana un poco), nunca conviene rebajar a 0 a los pobres diablos que mantuvimos tanto tiempo el fuego sagrado del aventurero ciclismo urbano pre cambio cultural. ¡Nunca! Le digo más: cuando usted empezó con las ciclovías muchos de nosotros las detestamos. Eso no iba a ser andar en bicicleta, iba a ser algo apenas parecido. Hubo una lucha en contra de las ciclovías. No una lucha de izquierda (como se dio), ni siquiera kirchnerista (como se dio), ni siquiera aliada a los taxistas abrumados por las nuevas complicaciones de circulación (como se da hoy en cada esquina). Fue una lucha silenciosa en la que muchos decidimos no usarlas. Yo dejé herrumbrar mi bicicleta, por ejemplo. Y muchos siguieron andando, pero fuera de las ciclovías, volviéndose mucho más salvajes que antes. Pero sabemos que este último coletazo de una cultura que moría, o que tenía que convertirse, y que en definitiva terminó por convertirse, como me pasó a mí, fue nada, inverosímil, menos que 0, solo lo traigo acá porque alguien tenía que dejar constancia y porque la Historia reclamará alguna vez este episodio.
Lo que viene bien, en mi sencillo plan, es la posibilidad de cambiar de bicicleta en cada estación, y descansar. Así que así se hace. Los problemas son un poco los de siempre. En el plano, las estaciones son una gran estrella violeta que apenas informa sobre la ubicación real del lugar, por eso uno a veces tiene que dar muchas vueltas para encontrarla, perder la ciclovía, retomar. Supongo que habrá algún medio más preciso que la hoja papel obra 80. Llamémoslo GPS, o alguna aplicación para smartphones. Desconozco. Desconoceré. Lo mío siempre es dar vueltas hasta que la estación aparece.
Ejemplo en Plaza Vicente López:
–La estación está en la otra punta, cruzá la plaza porque la ciclovía se corta antes –me dice una chica rubia con auriculares verdes, también en bici, casi al pasar.
–¡Gracias!
Nunca pensé que en el camino podría enamorarme, pero Mr. D tiene razón otra vez: andar en bicicleta ayuda a relacionarse. Y las ciclovías no solo son nuevas formas de relacionarse con el espacio público sino que también generan nuevas formas de relacionarse con los otros. No es algo generalizado, no hay orgías callejeras. Los autos siguen siendo autos chocadores y desesperados. Y los peatones, el jamón del medio. Pero los ciclistas (casi peatones, jamón del costado) al menos tenemos el favor de sentirnos dentro de una misma logia secreta. Y simples hechos como encontrarnos un segundo, cruzar miradas en un semáforo, cosas así, nos hacen olvidar que alrededor sigue el apocalipsis, y todo es más bello, y todo es amor.
La chica se va canturreando ese tema de No doubt, tan famoso, ¿cómo se llamaba? ¡”Don´t speak”! ¡La pasan 2x3 en FM Aspen! ¿Los 90 son la pesadilla de la Historia, o el sueño?
Despierto de eso y pedaleo siguiendo las órdenes de mi chica Aspen. Y cruzo la plaza y no hablo porque hablar, como dice la canción, es inútil: ella sabe lo que yo estoy pensando, todos lo saben.
A la altura del gomero del medio, silbato firme. Silbato otra vez. Y otra más. No me doy vuelta para mirar. ¿Viejito de Barrio Norte amasijado?, ¿robo de auto?, ¿crimen de lesa humanidad en puerta? Nada de nada. Cuando llego a la estación se me acerca la cuidadora del parque.
–¡No se puede andar en bicicleta en la plaza!, ¿no escuchaste el silbato?
–Mh… no.
–La próxima te quedás sin bici.
Siento que vuelvo a ser un nene.
Un enamorado. Un nene, ¿algo más? Tendría que concentrarme en completar mi recorrido…
El chico de la estación se ríe por lo bajo. Cuando me da la bicicleta de recambio aconseja:
–Te conviene entrar por el otro lado.
Cerca de Plaza Mafalda, en los confines del Palermo movido por el Distrito Audiovisual, muy escondida, al fin encuentro mi próxima parada. Es la última estación de la zona norte y esta vez mi guía es Ramona, una señora que se vale del sistema ecobici para hacer delivery. ¿Qué reparte? Viandas. Va y viene llevando en bicicletas públicas las viandas que ella misma prepara en su casa para oficinistas y comerciantes de la zona.
–¿Conoce mucha gente que haga esto?
–Somos varios. Algunos tienen su propia bicicleta, pero ahora para qué. Estas siempre están, más acá, que nadie nunca encuentra la estación y siempre hay bicis libres. ¡Y no tenés que arreglarlas!
Ramona se disculpa y se va, apurada. Cuando la veo doblar en la esquina se me ocurre que tendría que haber aprovechado para pedirle una vianda para mí. Ya no va a poder ser.
Pasa el día. Cerca de Parque Chacabuco el cansancio es devastador, pero sigo porque no hay estaciones cerca y ya se me vence el plazo de devolución así que vuelvo por donde vine hasta Carlos Calvo y Loria. Repaso mi mapa. Detecto que recorrí bastante terreno, pero no tanto recorrido. Estuve en todas las puntas del sistema radial, pero evité idas y vueltas y conexiones raras y endiabladas que no siempre parecen seguras. Y además veo, con ternura, que estoy a unas pocas cuadras de la calle México. Y veo que es una calle libre de ciclovías. Y veo que volver por ahí hasta el bajo significaría un reencuentro entre dos momentos que ahora se pueden complementar. Mis años de ciclista explosivo y hoy.
Por México se puede andar como antes, libre y desnudo. Y se puede recordar que no es necesaria una ciclovía para acceder a los lugares donde el plan maestro de Mr. D falla, que son las Universidades, los Hospitales, casi siempre sueltos en medio del sistema.
Así que bajo por México –oh, viejos tiempos vengan a mí!– hasta Azopardo y encaro por la accidentada ciclovía del bajo hasta Parque Lezama. Un lindo final en ese lugar tan extraño y sin remozar. Esta vez nadie me reclama por andar por el parque en bicicleta mientras busco la estación. Quizá me tapan las subidas y las bajadas, las estatuas al paso, y la agente del silbato no me ve, o es de las que todavía entienden que los parques, a pesar de los nuevos manuales, también son para andar en bicicleta.
En la estación, dos tipos revisan bicicletas y las reparan. Otras las cargan en un camión. Arriba del camión, además, hay un pato.
–¿Y eso?
–Un pato –dice David, el reparador de bicicletas.
David es el jefe del taller que se ocupa de todas las reparaciones. Hombre bici de la primera hora, cuando el universo bicicleteril era de apenas 50 bicicletas y 3 estaciones y él operaba en la estación de Retiro. Hoy trabaja a jornada completa en el taller y en la calle, estudia para ser guardaparque y tiene un alto compromiso con todo lo que lleva el prefijo eco. De hecho, organiza visitas nocturnas a la Reserva Ecológica. Una vez por mes, las noches de luna llena. Desde hace un tiempo hace las visitas también con Auca, uno de los mecánicos del taller, el mismo que lo acompaña hoy en esto de arreglar bicicletas al paso y levantar las que requieren más dedicación o cambios de piezas. Auca es jujeño, hablante de una de las últimas lenguas Aymara, y en determinado momento de la noche de lobizones en la Reserva, de la nada, hace su número en la visita guiada, que es empezar a hablar en su lengua en medio de la oscuridad. Luego explica, traduce, reivindica las lenguas perdidas, cuenta de su proyecto de componer un diccionario, una gramática.
–¿Y el pato?
–Lo encontramos acá a dos cuadras.
–…
—Ahora dejamos las bicis en el taller, que es a la vuelta, y después lo llevamos a la Reserva.
Y allá van, con las 60 bicicletas que reparan por turno, cada día. Auca va a reparar unas 10, en su turno. Quizá les hable en su lengua, para exorcisarlas frente a futuros daños indeseados. Quizá también le hable así al pato, ahora que se van juntos en el camión, para calmarlo, para convencerlo de que su vida en la Reserva va a ser mejor que andar a los saltos por Avenida Huergo.
Pido una nueva bicicleta. Si empecé en Retiro, tengo que volver hasta allá, y tomar el tren hasta casa.
Mientras pedaleo pienso en David y en Auca, y en la moraleja del final.
Las lenguas nuevas y las viejas están sobre el ring. Se dan con todo. Sangran. Una gana y la otra queda rota, es inevitable. Pero en los guantes manchados con sangre, en los cuerpos, en las caras manchadas con sangre, las sangres quedan mezcladas; y eso también es inevitable.