Jorge Luis Borges: “Yo querría ser el hombre invisible” | Revista Crisis
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Jorge Luis Borges: “Yo querría ser el hombre invisible”
María Esther Gilio va al encuentro, esta vez, de Jorge Luis Borges. Y muestra los matices de ese entrevistado de expresión “vagamente feliz”. El resultado: un Borges niño jinete, algo machirulo, que ofrece respuestas de quien se sabe al descubierto. Con mucha actualidad, la charla pasea por la educación y las diferencias sociales en la infancia, los modos de pensar la ficción y la poesía. Salió en la crisis #13 y es de esos diálogos que no se sueltan hasta el final.
Fotografía: Jazmín Tesone
30 de Abril de 2021

 

Jorge Luis Borges desayunaba. Había un rutilante mantel individual, con el diseño de la bandera inglesa, bajo el café. Su madre, una mujer frágil y pálida, lo contemplaba con expresión ensimismada o ausente.

Borges se puso de pie y me extendió su mano, que pasivamente se dejó apretar.

“Tener que vivir 97 años, no se lo deseo a nadie”, dijo la madre.

A mí me gustaría vivir muchos años.

-Cuando uno depende de otros para vivir, vivir no es agradable. Es un gran sacrificio, dijo, y se encaminó hacia el balcón con pequeños pasos vacilantes. “Me dicen que camine, yo no quiero caminar; no quiero caminar más”.

“Vaya ahora al balcón, madre”, dijo Borges, y se sentó. Tenía la expresión vagamente feliz que le conozco ya de otros reportajes y que podría sintetizarse: “No me incomoda hablar, más bien me divierte”.

Desde la calle, entre voces, chirriar de frenos y bocinas, subía discontinua la melodía de un tango. “No se puede vivir aquí con tanto ruido”.

¿No le gusta el tango?

-Detesto el tango -dijo enfáticamente-. Tan sentimental. Cuando pienso en los orígenes infames del tango, inventado en los prostíbulos de la calle Junín del año ochenta, o quizás en los prostíbulos de la calle Yerbal en Montevideo, en la misma fecha. Tiene un origen infame que se nota.

El origen de las cosas… ¿quién piensa en eso? Además poco tiene que ver este tango con aquél.

-Este es peor que aquél.

¿Piazzolla no le gusta?

-¡Oh, Piazzolla! Piazzolla qué tiene de tango, es lo último que puede haber… Bueno, en realidad, yo he tenido problemas con él.

¿Qué le pasó?, ¿le hizo alguna letra suya?

-Sí, desgraciadamente le puso música a una milonga, pero de milonga no tiene nada.

Cuénteme de su infancia.

-Bueno -dijo, y quedó pensativo-. Recuerdo mis largos veraneos de entonces. Algunos en la quinta de mi tío Francisco Haedo en Montevideo en el Paso del Molino, en la calle Lucas Obes, sobre un arroyo que se llamaba Quitacalzones. Mis veraneos en las estancias. Cuando chico era bastante jinete, bueno como todo el mundo.

Como todo el mundo que pertenece a su clase.

-¿Ser jinete?

Seguro, los chicos no son jinetes salvo que sean del campo o de clase alta. Los chicos de la ciudad juegan al fútbol.

-Eso es verdad, pero cuando yo era chico la palabra fútbol era desconocida salvo en los colegios ingleses. En cambio a casi todo el mundo le gustaban las riñas de gallos.

¿Veía, de niño, riñas de gallo?

-Niños y mujeres no iban a las riñas. Vi más tarde.

 

Mientras habla se pellizca las manos, se aprieta los dedos en un gesto que repite interminable, inevitablemente. Son los gestos que corresponderían a un nervioso. Sin embargo están realizados con una tal lentitud y hay tanta desconexión entre ellos y la expresión serena, un poco ajena a todo, de su rostro, que manos y rostro parecen pertenecer a personas diferentes.

¡Qué manos tan chicas tiene! -dije acercando las mías. Con un gesto sobresaltado retiró las suyas.

-Sí. sí… chicas.

Y de golpe:

-Me gusta el campo.

Recuerda con placer, ¿verdad?

-Sí. Me gustaba nadar. Aprendí en el arroyo Ramallo. Mis recuerdos… bueno, tengo esos recuerdos comunes a todo chico. Las vacaciones en el campo, los peones.

¿Estaba con ellos, escuchaba sus conversaciones?

-Los peones son muy parcos. Posiblemente porque se sienten distintos -dijo, y quedó pensando.

Era un niño feliz.

-Si, tal vez. El otro recuerdo importante para mí es la biblioteca de mi padre. Una gran biblioteca con una mayoría de libros ingleses porque su madre era inglesa. Él me dejaba leer cualquier cosa.

¿Veía bien de niño?

-Veía mal, pero los miopes ven lo que está cerca. Acercaba bien los libros y leía -dijo, y acercó las manos a la cara como si se tratara de un libro-. Yo me he educado en la biblioteca de mi padre. Como dijo Bernard Shaw: «Mi educación fue interrumpida por mis años escolares». Tal vez la educación de todos los niños es interrumpida por los años escolares, ¿no?

Otra vez debo recordarle su clase.

-¿Usted cree? ¿Por qué?

Porque a las escuelas van los hijos de todo el mundo. En la mayoría de los casos el maestro está en mejor situación para educar un niño que sus padres.

-Me parece horrible aplazar a alguien.

¿Por qué pensó en eso?

-No sé. Yo soy profesor de literatura inglesa y en veinte años sólo reprobé a dos alumnos.

¿Sería en definitiva el sentimiento de que uno no puede ser juez de otro?

-Sí… puede ser eso.

¿O es el dolor que le da producir dolor a otro?

-Es, tal vez, la sensación de que cada uno debe salvarse a sí mismo, y aquí vuelvo a Bernard Shaw. Cuando él oía decir que Jesucristo era Dios que había tomado forma humana y se había hecho crucificar, decía: «Un caballero no puede aceptar la salvación que le ofrece otro, tiene que salvarse él mismo» -dijo y se tentó, con esa risa que nunca es mucho más que un proyecto, que muere apenas nacida- Disculpe si la estoy escandalizando. Yo no creo en el cielo ni en el infierno, y no creo que un hecho ajeno pueda salvarme o condenarme, porque si fuera así yo sería culpable de todos los crímenes que se cometen también. Volviendo a mi infancia, esos son mis recuerdos fundamentales, la biblioteca de mi padre… Nosotros vivíamos en ese entonces en un arrabal: Palermo. El de los cuchilleros y payadores.

¿Ese mundo de cuchilleros y payadores usted lo veía, lo imaginaba, o era una cosa sobre la que oía?

-No, no, no. Todo eso estaba muy cerca, y por demasiado cerca no me interesaba. Evaristo Carriego era amigo nuestro y venía a casa todos los domingos, pero a mí no me interesaba su poesía, me interesaban más los cuentos de Stevenson o Las mil y una noches.

¿Qué edad tenía cuando empezó a leer?

-Yo no me acuerdo de mí mismo cuando no sabía leer. No podría decirle cuándo empecé a leer. Si no supiera que a los tres años no pude haber leído diría que siempre leí. Tanto en inglés como en español porque… ¿posiblemente estoy aburriéndola? Yo tenía una abuela criolla.

De origen español.

-No, no, de origen criollo, a los españoles no podía verlos. Los llamaba “los godos”. Y tenía también una abuela inglesa. Yo sabía que tenía que hablar de dos modos diferentes. De cierto modo con mi abuela criolla y de otro con mi abuela inglesa. Al cabo de un tiempo me fue revelado que esos dos modos de hablar, entera o casi enteramente distintos, eran la lengua castellana y la lengua inglesa. Mi abuela criolla sabía la Biblia de memoria.

¿Fue educado en alguna religión?

-Voy a explicarle. Mi madre era católica como todas las señoras argentinas, es decir, sin entender absolutamente nada de religión. Mi padre era librepensador, como todos los señores argentinos también. Como Spencer. Mi abuela paterna era muy religiosa, protestante. Cuando llegó el momento de la primera comunión, mi padre me dijo: «Mirá, para mí es una ceremonia absurda, pero para tu madre es muy importante. ¿Querés hacer la primera comunión o querés esperar a haber llegado a alguna conclusión sobre estos hechos? Mi hermana eligió hacer la primera comunión y es católica, yo elegí no hacerla y soy libre pensador todavía, aunque eso parezca anticuado.

¿Considera que hay algún hecho en su infancia que lo ha marcado de alguna manera a usted o a su literatura?

-Muchas cosas. Las espadas de mis abuelos por ejemplo.

¿En qué sentido?

-Provocaban mi fantasía. También el retrato de mi bisabuelo, el coronel Suárez, me impresionaba mucho. Él ganó la batalla de Junín. Salió de Buenos Aires con San Martín a los dieciséis años. Cuando volvió a los veintisiete la familia no lo conocía. Y mi abuelo Borges que inició su carrera militar defendiendo la plaza sitiada de Montevideo, la plaza sitiada por los blancos de Oribe, y tenía en ese momento catorce años. Luego tomó parte en la batalla de Caseros, en la división oriental de César Díaz, y tenía dieciséis años. Después ya vino una larga carrera militar: dos balas en la guerra del Paraguay, las campañas con…

Usted tiene una gran añoranza de todo eso. ¿Le hubiera gustado?

-Sí, sí, sí. Pero no sé si hubiera servido.

Aparte de que hubiera servido o no. Tal vez su añoranza es también de no haber servido. Se ve en sus cuentos, en “El sur” por ejemplo. Ese personaje es usted mismo.

-Sí, sí. Ese es un cuento autobiográfico, en parte.

Ahí está eligiendo su muerte. Preferiría morir acuchillado en la llanura que morir en un quirófano.

-Sí. Matar o ser muerto acaso no sea peor que envejecer, morir en la cama o sufrir la noche, dije alguna vez.

Sufrir la noche. ¿Sufre realmente la noche? Porque leyéndolo, a veces, uno tiene la sensación de que usted siente cierta felicidad no viendo, de que eso no le pesa, e incluso al contrario. En el cuento sobre Homero, el héroe descubre que ha dejado de ver. Usted dice: “Sintió como quien reconoce una música o una voz”, y luego: “Lo había encarado con temor, pero también con júbilo, esperanza y curiosidad”.

-No, una cierta felicidad no. Pero yo nunca viví en un mundo visual. Por ejemplo… -dijo, y quedó callado por tan largo rato que pensé que se había olvidado de mí.

¿Qué quiere decir con que nunca vivió en un mundo visual?

-Por ejemplo, yo sé que tengo, lo ha asegurado mi madre que no me engaña, dos corbatas. En otras épocas habré tenido más, pero nunca he sabido cuántas.

Me parece que eso tiene más que ver con otras características suyas. Usted dice: «Nunca viví en un mundo visual». Tampoco táctil. Usted no sabe cuántas corbatas tiene porque no le interesan las corbatas, simplemente.

-Yo no sé cuál es el color de la ropa que llevo. Por ejemplo me ha sucedido de estar enamorado de una mujer, muy enamorado, este… este… y no poder imaginármela bien.

Explíqueme qué quiere decir exactamente.

-Imagino el ambiente de ella, la felicidad de estar con ella. Eso sí lo imagino. Pero si me preguntan el color de sus ojos, la forma de la nariz o de su boca, yo no sabría contestar.

¿Entonces lo que le llega de una mujer qué es? ¿Su manera de hablar por ejemplo?

-¡Ah, no! pero… pero…

Otra vez volvió a distraerse. Le dije:

Estábamos hablando de las mujeres. De las mujeres que lo enamoran.

-No, pero es que yo creo que hay algo misterioso ahí, aun en el tema de la inteligencia. Uno va a una reunión, uno conversa con varias personas. Entre esas personas hay una que hace observaciones agudas y hay otra que no dice nada o que dice trivialidades. Al salir uno piensa: fulana de tal es una imbécil y la otra es inteligente.

¿Cuál es la inteligente, la que dijo las cosas agudas o la otra?

-No, la que no dijo nada. Uno ha sentido la inteligencia de un modo misterioso. En cambio una persona puede decir cosas inteligentes y dejar la impresión final de que es idiota. Posiblemente eso ocurra porque una persona brillante es fácilmente una persona vanidosa, entonces uno siente antipatía por ella, ¿no? ¿Qué le parece si dejamos?

¿Así de golpe?, ¿por qué?

-Me parece que estoy hablando demasiado.

A mí me gusta oírlo. Lo que usted no quiera que diga no voy a decirlo. ¿Quiere que borre todo lo que acaba de decir sobre las mujeres?

Muy fastidiado:

-Usted puede decir lo que quiera.

 

Bueno. ¿Quiere seguir?

-¿Usted prefiere?

Por supuesto.

-Siga entonces.

Me decía que no podría describir físicamente a la mujer que ama.

-Sí. Eso es todo.

Veamos algunas de las constantes de su literatura: las bibliotecas. Usted ha vivido la mayor parte de su vida entre bibliotecas, la de su padre, la Nacional… ¿en qué momento escribió esas historias de bibliotecas?

-Mientras trabajaba en la de Almagro. En la Nacional comprobé que estaba rodeado de novecientos mil libros, un paraíso de libros que me estaba negado porque no podía leer. Sólo leía las carátulas, los títulos. Ahora ni eso. Lo único que veo son sombras, bultos, luces, el color blanco y el color amarillo.

¿Cómo se sintió cuando se dio cuenta que no podía leer más?

-Cuando sentí eso fue allí, en la biblioteca. Un día me di cuenta de que sólo veía las letras muy muy grandes. Entonces recordé una frase del filósofo alemán Steiner: «Cuando algo concluye -no sé, una mujer lo deja a uno, o lo que sea, o se pierde la vista- uno debe pensar que empieza algo nuevo». Claro que ese consejo es un poco inútil porque uno sabe lo que ha perdido y no sabe lo que comienza. Con todo, yo dije: «Aquí va a empezar «algo».

¿En el momento en que sintió que había perdido la vista?

-Sí.

Usted lo relata en el cuento de que le hablaba: “Una terca neblina le borró las líneas de la mano, la noche se despobló de estrellas”.

-Sí, hablando de Homero. Entonces volví estudiar anglosajón, inglés antiguo. Más tarde comencé a escribir con una amiga un libro sobre Spinoza y además, ahora, estoy corrigiendo mi obra que Emecé publicará completa. Tengo 74 años y mis facultades imaginativas e inventivas están mermando.

Usted siente eso. ¿O lo dicen sus críticos?

-No, no. No sé. Tal vez lo dicen mis críticos. Yo siento eso. Bueno, voy a hacer algo que no requiera esas facultades.

¿Qué entiende por corregir sus obras?

-Lo que en general se entiende por corregir. Además pienso dejar caer ciertas cosas que no me gustan.

¿Qué cosas? Cosas enteras no.

-Sí, cosas enteras sí. Estoy tratando de hacer un libro que me desagrade menos que los anteriores. Hay ciertas composiciones que voy a dejar caer del todo porque me parecen muy sensibleras, muy tontas.

¿Qué, por ejemplo?

-No, no es cuestión de hacerles propaganda. Libros enteros voy a dejar caer, porque no me gustan, me parecen ridículos.

¿Será un buen crítico de usted mismo?

-No sé, pero soy el único crítico de que dispongo.

Por lo menos con un criterio que usted respeta…

-Bueno, después de todo yo escribí esas cosas con mi criterio también. Suponga que yo estoy escribiendo y se me ocurre hacer alguna modificación. ¿Por qué no voy a usar ese mismo criterio dos años después? Eso es propiedad mía y yo mismo no me voy a hacer ningún pleito.

¿Cómo se siente cuando piensa que dejará una obra tan vasta?

-De esa obra se encargarán el polvo y el olvido.

¿Está seguro que va a ser olvidado?

-Estoy totalmente seguro.

¿En serio?

-Pero si lo que yo he escrito no vale nada -dijo, y su afirmación tuvo el acento de la sinceridad y la humildad no fingida.

¿Pero usted está hablando en serio?

Impaciente:

-A mí no me gusta lo que yo escribo. Tendré algunos cuentos que son buenos porque habrá algún eco de Kipling, por ejemplo.

Pero, ¿por qué no le gusta lo que escribe? ¿Nunca le gustó o ahora mira para atrás y no le gusta?

-No sé, uno escribe lo que puede y no lo que quiere. Uno no toma la decisión de ser Shakespeare.

Pero toma la decisión de ser Borges, y hay toda una generación que lo aplaude en varios idiomas. Una generación de críticos, de lectores.

-Ese es un criterio estadístico.

Sí, es un criterio estadístico, pero me parece válido. No conozco un solo crítico que lo impugne. Para manejarnos hoy no tenemos muchas otras pautas objetivas.

-Con ese criterio tendríamos que aceptar todos los gobiernos que se eligen por mayoría.

Usted, como liberal, tiene que aceptarlos.

-¿Quién dice que soy liberal? -dijo con aire quisquilloso y por un largo rato quedó callado.

 

No le pregunté nada. Esperé silenciosa a ver qué sacaba del ignoto pozo de su memoria. Y cuando habló lamenté largamente no haber podido seguirlo a través de sus singulares asociaciones. Dijo:

-Estoy seguro de que no hay nada después de la muerte. Esté segura de que no hay; puede estar tranquila.

¿Qué lo llevó a pensar eso ahora?

-Oh.

¿Usted piensa que si hubiera otra vida caería en el infierno?

-No, ¡cómo voy a caer en el infierno! Ni en el infierno ni en el cielo. Yo no merezco ni castigo ni recompensa. He vivido como he podido. Tratando de ser una persona justa, razonablemente justa. Hay tantas cosas en el sentido contrario que yo no entiendo… Por ejemplo, la venganza no la entiendo.

Sin embargo usted en sus cuentos suele referirse a la venganza y es posible pensar que le causa placer.

-Sí… mis cuentos… pero si una persona que me ha hecho una injuria y yo tengo motivos de resentimiento la olvido casi enseguida, de modo que yo no estoy peleado con nadie, no le deseo mal a nadie. A nadie.

Esa es una forma de despreciar al otro…

-Ah, puede ser, pero… pero…

Es más útil. ¿Le parece más útil? ¿Socialmente más útil?

-¡No!, ¡qué socialmente! Porque si usted está pensando en una persona, odiándola -todo esto está escrito, estoy plagiándome a mí mismo- usted depende de la otra, es un poco esclavo de la otra. Es su sirviente. Como un hombre cuando una mujer lo deja, lo único que puede hacer es olvidarla, porque si no se condena a sí mismo a la desdicha. Sobre todo si se vuelve sensiblero, si busca encontrarse con ella, si vuelve al barrio en que ella vive. Todo eso es molesto para la otra persona que lo sabe y desdichado para uno. Desde luego, el valor no es tan fácil. Pero cuando pasa el tiempo, el valor llega, ¿no?, porque llega el olvido. Porque la vida trae otras cosas. La realidad es muy inventiva, la realidad le trae a uno intereses nuevos y personas nuevas. Claro que para una persona a mi edad es bastante difícil; a los 74 años no es fácil esperar novedades, entonces uno tiene que inventarlas. En el 55 yo inventé el estudio del anglosajón y después del escandinavo antiguo.

¿Para leer qué?

Vacila, masculla, dice dos o tres palabras ininteligibles.

Esa pregunta no le gustó, ya veo.

-No, no, no. Sí, me gusta. Desgraciadamente de todas las naciones germánicas de la Edad Media la que produjo una literatura más rica es la escandinava. La literatura anglosajona, la inglesa, es rica. Pero no sabían escribir en prosa. Cuando llegué a Islandia se me llenaron los ojos de lágrimas. Me sentía tan conmovido de pensar que estaba en Islandia.

¡Qué extraño! ¿Por qué lo conmovía tanto Islandia?

-Hablan la lengua como hace siete siglos. Desprecian a los noruegos y a los suecos porque su lengua se ha deformado. Fui en otoño, el sol estaba muy bajo en el horizonte. La luz era la que correspondería a nuestro atardecer. Además es un país de clase media. No hay ni grandes miserias ni grandes fortunas. Para mí la clase media es una clase superior. La aristocracia es muy parecida al pueblo.

¿Sí?

-En todos los países.

¿En qué se parecen?

-Son muy nacionalistas y el pueblo también lo es. Les da por las mismas cosas. Les interesa el lujo, las carreras.

¿De veras? Pero, ¿qué es lo que le encuentra de bueno a la clase media? Es la clase que tiene más miedo a los cambios. La que está más llena de trabas, la más conservadora.

-¡Y está bien que sea conservadora! Cuando me invitaron a México -dijo, y cayó en la distracción más total. Al cabo de treinta o cuarenta segundos volvió a hablar.

-Yo… si pudiera irme…

¿A dónde?

Cambiando la voz:

-No sé… para otra parte.

¿Le gustaría irse a vivir a otro lado?

Muy pensativo:

-No, me gusta Buenos Aires, porque viajar… para un ciego…

Pero querría irse.

-Yo creo que voy a terminar quedándome aquí.

¿Sí?

-Sí, yo quiero mucho a Buenos Aires, aunque es una ciudad tan fea.

Buenos Aires no es fea; es muy parecida a París.

-París es muy fea y Buenos Aires también. Mire Florida, con esas tinas que le han puesto en el medio. En México, por ejemplo, la gente es mucho más educada que aquí.

Esa debe ser una impresión de viajero.

-En México nadie levanta la voz. En una reunión había una señora que hablaba a gritos, me acerqué: argentina. Noticias policiales casi no hay.

Pero, ¿cómo me va a decir eso?

-Además, ¿usted cree que allá se comen picantes?

Sí.

-No, ellos comen a la manera americana -dijo, y otra vez se distrajo. Finalmente:

-Me acuerdo del reto que me dio mi padre el día que le conté que había estado en el mercado del Abasto y había comido chinchulines y parrillada. Me dijo: “¡Pero no te da vergüenza a vos?, ¡un criollo comiendo esas cosas! Esas cosas se reservan para los mendigos y para los negros. Ningún señor come esas cosas”. La verdad es que son inmundas. Son las vísceras de los animales, la parte más innoble.

Es muy interesante lo que decía su padre. Conocer a los padres de alguien puede a veces aproximarlo a uno a explicaciones de cosas que parecían incomprensibles.

-Bueno, pero estamos apartándonos del tema, ¿en qué estábamos?

Usted me contaba de cuando dejó de ver.

-Yo era un buen latinista, y siento haber perdido el latín, es una lástima, un idioma tan lindo, y actualmente no lo sé. Sin embargo debería insistir, ¿no? -murmura algo ininteligible y dice «¿Qué estamos haciendo? Estamos hablando una especie de cocoliche del latín, el idioma español es una especie de cocoliche del latín».

Pero a esta altura nuestra lengua ya tomó su camino.

-Yo pertenezco a la Academia y es muy malo eso de amontonar palabras. Cuanto menos palabras tenga un idioma mejor.

¿Ah sí?

-¿Qué ventaja puede haber en que tenga muchas palabras?

Las palabras dan matices.

-Es que no dan matices.

¿Cómo que no?

-Solamente acumulan nomás. En América tenemos una ventaja y es que, fuera del Brasil, hablamos el mismo idioma. Lo que debería hacer la Academia es eliminar diferencias: no incluir ni americanismos ni andalucismos.

¿De qué serviría? A la lengua no le importa la Academia.

-Los que están echando a perder el idioma son los diarios. Hablan de una misma persona y la llaman de un modo diferente: el señor fulano en una línea, el primer mandatario en otra, el señor presidente en otra. Si la persona no ha cambiado, por qué hacerse el genio nombrándola de maneras diferentes. Yo estuve en México y no tuve ninguna dificultad de entenderme con nadie. Hablaba con todo el mundo, todo el mundo me entendía. En cuanto a todo eso de «chamaco, mira tú» está sólo en las películas. Sin embargo la Academia se pasa incorporando argentinismos y americanismos. Una vez le echaron en cara a Roberto Arlt su ignorancia total del lunfardo. Bueno, dijo él, yo me he criado en Villa Luro, allá en los arrabales, junto a la gente pobre, entre malevos, y no he tenido tiempo de estudiar el lunfardo. Imagínese que alguien en la conversación dijera: «Fulana era un mosaico diquero» o «La rantifusa milonguera». Yo he sido amigo de muchos orilleros, hasta de cuchilleros también, y jamás les he oído decir una palabra en lunfardo.

De pronto como con un golpe de impaciencia:

-Bueno, ¿qué otra cosa quiere saber?

Cómo se da la situación de escribir entre dos. No le pregunto por libretos, porque me parece más fácil. Digo un libro serio.

-La única manera de hacerlo es olvidar que son dos.

¿Cómo puede ser eso, cómo puede olvidarse?

-Si uno tiene amistad con la otra persona, acepta la idea del otro cuando es mejor y no quiere imponer la propia por vanidad. Uno piensa simplemente en la otra idea. Si usted me pregunta a mí cuál frase de los libros hechos con Bioy es mía o de él, yo no sé. Él tampoco sabe.

Pero en la práctica, ¿cómo ocurre eso?

-En la práctica dedicamos dos o tres noches a estudiar el argumento.

¿Nunca va saliendo a medida que escriben?

-Ah, no, no.

¿Y cuando el cuento lo escribe solo?

-Cuando yo escribo un cuento solo, sé muy bien cuál es el principio y cuál es el final, lo que ocurre en el medio me va siendo revelado a medida que escribo.

Usted siempre utiliza la palabra revelado. “Me fue revelado”, como si una voz ajena a usted le dictara.

-No, es como si el cuento ya existiera y yo fuera viéndolo cada vez más cerca. Al principio lo que veo es una forma general vaga, con más claridad en las dos puntas.

Onetti me dijo una vez: “Sé lo que va a pasar, no sé cómo va a pasar”.

-Viene a ser lo mismo. A veces me ha ocurrido con un cuento que he escrito dos páginas y de golpe me doy cuenta de que las cosas no sucedieron así. Entonces las borro y vuelvo para atrás.

¿Cuánto le lleva escribir un cuento?

-Mucho, mucho. Escribo muy lentamente. De un tirón hice uno que se llamaba… espere … espere… El cuento de un hombre que sueña con otro…

“Ruinas circulares”.

-Sí, ese cuento lo hice en una semana, lo cual para mí es una gran velocidad.

¿Qué le pasa con la poesía?

-La poesía la trabajo mucho. Cuando termino un cuento o un poema lo dejo, no los nueve años que recomendaba Horacio, pero sí nueve días. A mí me cuesta mucho escribir.

¿Nunca se propuso escribir novela?

-Novela no, no. No; sé que es un esfuerzo inútil, pues antes del capítulo cuarto la abandonaría. No se pueden escribir trescientas páginas valiosas. La novela terminará por desaparecer. La mejor novela tiene largas parrafadas inútiles, destinadas simplemente a servir de puente entre un episodio y otro, verdadero relleno.

¿Usted cree que el problema de su vista ha influido en sus temas?

-No en la elección. Ha influido en otros sentidos. Ha influido en la mayor sencillez con que escribo. Hay palabras que uno se atreve a escribir y no se atreve a dictar porque las considera rebuscadas. Yo creo escribir ahora de un modo más sencillo. Con una sintaxis que se parece más al lenguaje oral. Claro que eso cambia según las personas. En el caso de Henry James, él se acostumbró a dictar y como era un conversador brillante se le ocurrían frases larguísimas.

Su problema determinó en definitiva modificaciones de tipo formal.

-Sí. Yo soy una persona muy torpe para la expresión oral, por eso tengo tendencia a abreviar, en cambio Henry James no. Era un hombre que hablaba muy pomposo, entonces cuando caminando de una punta a la otra de la pieza se sentía…

Genial.

-Sí, genial, le salían párrafos de media página.

Nunca pensé que una circunstancia exterior pudiera modificar un estilo. Cuando yo le hice la pregunta me refería más bien a su visión del mundo que se refleja en sus obras. Pensé que sus obsesiones literarias eran las de alguien a quien se le fue cerrando uno de los accesos al exterior.

-No, no.

Recuerdo una conferencia suya; usted dijo: “Las casas son para mí laberintos”…

– Sí… pero siempre fueron laberintos, no sólo cuando dejé de ver.

Su mundo literario con espejos, tigres…

-Cuchillos.

…cuchillos, ¿no es el específico mundo que recrea alguien que sólo ve luces, sombras…?

-No, no, no. ¿Usted sabe? Actualmente trato de huir de ese mundo para no parecerme demasiado a Borges; cuando hago una frase muy característica mía la tacho.

¿Por qué?

-Para que no digan: acá está Borges, repitiéndose a sí mismo.

También pueden decir: “Acá está Borges en la búsqueda de algo nuevo que no puede compararse, evidentemente, con lo anterior”.

-Bueno, eso no me importa. Se han escrito no sé si cuarenta o cincuenta libros sobre mí. De esos cuarenta o cincuenta libros yo he leído uno solo.

¿Realmente no le importa lo que dicen de usted?

-No me importa.

¿Así que este reportaje no lo va a leer?

-No lo voy a leer -dijo, y me preguntó si podía volver al día siguiente, pues eran ya las dos de la tarde.

Sí, puedo, pero mañana es Navidad.

-¿Pero puede venir?

Puedo, sí.

-Entonces venga.

 

Cuando llegué, al día siguiente, Borges se despedía de un amigo. Mientras esperaba, recorrí lentamente los muebles construidos con viejas maderas ya casi desconocidas u olvidadas: raíz de caoba, nogal, haya. Porcelanas, seguramente inglesas, ocupaban su sitio en los estantes, parecía que desde siempre y para siempre. Su madre, como una sombra indecisa, caminaba en uno y otro sentido por el corredor. Una irredimible melancolía, que no aventaban el sol ni los ruidos alegres del verano, llenaba la casa hasta todos los rincones.

El amigo se fue y yo me senté. Así recomenzó la absurda ceremonia.

¿En cuál de sus historias le parece que usted está más presente de una manera consciente? Ya me lo contestó, pero quizás, quiera extenderse.

-En todas ellas. Aun en las fantásticas porque en ellas me siento más cómodo. Estoy narrando una historia que sucede en otra época, en otro país, puedo soltarme. El lector no tiene por qué suponer que hay allí nada personal. En cambio si estoy hablando de un hombre de ahora y lo describo parecido a mí, el lector puede rastrearme a mí mismo y yo me inhibo.

Es decir que a través de lo fantástico usted puede dar rienda suelta a lo que quiere decir.

-Sí, yo creo que en definitiva todo lo que uno escribe es finalmente autobiográfico. Sólo que eso puede ser dicho, «nací en tal año, en tal lugar» o «había un rey que tenía tres hijos».

En varios de sus cuentos, en “El ajedrez” o en “El condenado a muerte”, aparecen pesadillas e insomnios. ¿Tiene eso relación con su vida concreta?

-Sí, yo tengo ahora pesadillas casi todas las noches.

¿Pesadillas? ¿Usted tiene pesadillas?

-Usted me acaba de preguntar por las pesadillas, ¿de qué se sorprende?

Pensé que me iba a decir: “nunca he tenido pesadillas”.

-No era lógico.

¿Cómo son esas pesadillas?

-Contadas no son horribles, pero soñadas sí lo son.

Cuénteme.

-Noches pasadas soñé con un señor alto, rubio, muy paquete, a la manera del siglo XIX. Y yo sabía que él era inglés, como uno sabe las cosas en los sueños. Ese señor tenía melena y una cara que era casi la de un león. Un semicírculo de personas que tenían un poco cara de leones, aunque menos que él, lo rodeaban.

A mí me parece un sueño bien extraño.

-Y él vacilaba. Todo eso estaba fotografiado en un gran cuadro y abajo decía: «Leones». Y había otro señor, de espaldas a mí, que gesticulaba y daba testimonio de todo lo que pasaba en el cuadro. Él era judío y yo lo sabía, como uno sabe las cosas en los sueños, sin que se las digan. Ese señor estaba en el medio, así, enamorado.

¿Enamorado?

-Sí, y alrededor de él ese semicírculo de personas todas vestidas como él, con melenas y barbas. Algunos, yo me di cuenta, casi no tenían cara de leones. Simplemente buscaban ese puesto y se habían caracterizado. Eso contado no tiene nada de particular.

¿Y qué será lo que lo angustia tanto, entonces?

-Bueno, eso es lo que yo no sé, pero me desperté temblando.

¿No le buscó una explicación?

-Como usted ve, en sí ese sueño, es disparatado, pero no terrible. A mí no me amenazaban esas figuras. ¿Cómo? ¿Cómo?

No, nada. Yo no dije nada. Quisiera saber qué es lo que le resultaba tan terrorífico. ¿Qué interpretación le daría usted al sueño?

-¿Yo? Ninguna. Yo creo en lo que decía Coleridge, el poeta inglés, que en la realidad los hechos producen emociones. Por ejemplo, si entra aquí un león uno siente miedo, o si se le apoya un animal en el vientre, siente opresión. Pero en los sueños uno empieza por una emoción, luego de un modo dramático inventa una explicación.

Que es el sueño.

-Sí. Es decir que yo dormido por alguna razón sentí miedo o sentí horror, y entonces inventé esa explicación disparatada.

El sueño sería una explicación a su miedo.

-Sí.

Que usted mismo se da.

-Sí, yo le podría contar muchos otros sueños.

Cuénteme, entonces.

-No, no, no. He elegido éste porque precisamente, en sí mismo no es terrorífico, es disparatado. Imagínese el desatino de una persona que tiene cara de león y busca un acompañante parecido a él.

La verdad es que yo no lo encuentro tan inocente, lo encuentro bastante terrorífico.

-No, no es terrorífico. Simplemente es raro. Posiblemente si uno viera un cuadro…

Esos tipos, con caras de leones vestidos de personas…

-¡Es que eran personas! Lo único que tenían de leones era la cara. Y este señor tenía un bastón muy lindo, estaba vestido de negro, creo que de frac, no estoy seguro de ese detalle. Este sueño en sí no es horrible, sin embargo cuando lo soñé era una pesadilla, y cuando desperté estuve unos minutos aterrado, hasta que pensé que ante todo el sueño no era terrible, que además era un sueño. En cuanto me di cuenta de eso me quedé dormido a los cinco minutos.

¿No sufre de insomnio?

-He sufrido mucho de insomnio y he escrito un cuento que refleja eso.

Por eso le preguntaba. Pensaba en “Funes el memorioso”.

-Ese cuento… voy a contarle un detalle que quizás pueda interesarle. Yo padecía mucho de insomnio. Me acostaba y empezaba a imaginar. Me imaginaba la pieza, los libros en los estantes, los muebles, los patios. El jardín de la quinta de Adrogué, esto era en Adrogué. Imaginaba los eucaliptus, la verja, las diversas casas del pueblo, mi cuerpo tendido en la oscuridad. Y no podía dormir. De allí salió la idea de un individuo que tuviera una memoria infinita, que estuviera abrumado por su memoria, no pudiera olvidarse de nada y por consiguiente no pudiera dormirse. Pienso en una frase común: «recordarse», que es porque uno se olvidó de uno mismo y al despertarse se recuerda. Y ahora viene un detalle casi psicoanalítico: cuando yo escribí ese cuento se me acabó el insomnio. Como si hubiera encontrado un símbolo adecuado para el insomnio y me liberara de él mediante ese cuento.

Como si escribir el cuento hubiera tenido una consecuencia terapéutica.

-Sí.

¿Qué soporta mejor, su oscuridad de antes o su situación de ahora con medallas, honores, los periodistas que lo acosan?

-Recuerdo que cuando yo era chico mi padre me regaló El hombre invisible de Wells y me dijo: “Aquí tenés este libro que es muy bueno. Yo querría ser el hombre invisible”.

¿Dijo él?

-Sí, y además lo soy, dijo, porque nadie me conoce. Yo siento eso.

¿Qué es lo que siente?

-El deseo de ser el hombre invisible.

¿Le molesta la fama entonces?

-Sí… Yo he vivido diez días en Escocia. Uno de los países que más quiero. Viví en casa de un poeta amigo mío. Entonces yo conocí a sus amigos. Salimos a caminar a la orilla del mar. Uno sabe que del otro lado del mar está Noruega. De algún modo fui un ciudadano escocés. Pero estando una semana en México he participado en mesas redondas, en reuniones de periodistas, en conversaciones con políticos, y a mí no me interesa la política…, no sé hasta dónde puedo decir ahora que conozco México. Probablemente no lo conozco nada, además estando ciego… México es un país muy culto donde nadie alza la voz. Y en Montevideo, ¿usted ha observado que cuando habla por teléfono y pregunta: “¿Hablo con la familia tal?”, le contestan: ”Es verdad”.

Sí.

-Porque decir les parece demasiado brusco, breve. ¿Usted no ha visto que entre paisanos o entre malevos, la manera de negar algo, y eso ya es bastante fuerte, es «Usted lo dice»?

Como diciendo…

-Usted lo dice, yo no me responsabilizo. Parte por cortesía y parte por el deseo de no decir cosas violentas.

Sí, seguramente. En su literatura hay psicologías muy bien relatadas que se refieren a personajes fantásticos.

-Usted lo dice.

Yo lo digo. Pero cuando se trata del hombre real la descripción es más somera, ¿a qué atribuye eso? Es como si el hombre real siguiera siendo una invención.

-No sé, puede ser, no sé. No había pensado en eso. Tiene cierta lógica eso. Es natural que sea así. Yo le digo a usted: Fulana de tal caminaba por la calle Chacabuco. No precisa que se la detalle porque usted conoce la calle Chacabuco. Si yo elijo hacer una escena fantástica preciso ser un poco detallado.

Bueno, fíjese que al contestarme eso está corroborando indirectamente lo que acabo de decirle. Yo le hablaba de personas, no de cosas.

-Puede ser, pero en todo caso es inconsciente.

 

¿No habrá alguna forma de lejanía entre usted y sus contemporáneos? ¿Alguna incapacidad de acercamiento?

-No, yo no creo. Soy un hombre que tiene muchos amigos.

Yo no dudo de eso, pero es muy claro que usted está realmente ajeno a los problemas de la sociedad en que vive.

-No tengo la vanidad de creer que puedo resolver los problemas de mis contemporáneos.

Esa vanidad le crearía obligaciones que seguramente no desea asumir.

-Mi escepticismo me impide crearme tales obligaciones. Usted debería ya saber que soy un escéptico; un escéptico no se propone vaguedades tales como salvar a sus contemporáneos. ¿Qué otra cosa quiere saber?

¿Usted se ha dado cuenta de que en su obra hay una gran ausencia de mujeres?

-Será porque he pensado tanto en ellas, en realidad.

Quiere decir entonces que no se debe a una actitud de misoginia.

-Noooo, yo le doy demasiada importancia a las mujeres, demasiada.

¿Sí?

-No, a ellas no. A ella, a una en particular.

A una cuyos ojos no puede describir.

Una niñita que acaba de llegar atraviesa la terraza y se detiene en la puerta del living.

Ahí tiene un lindo ejemplar de cuatro años.

-No la veo. ¿Dónde?

En el balcón.

-No la veo, no la veo.

Casi no hay mujeres en sus cuentos.

-Les he escrito cientos de poemas.

Escribirles poemas serviría para negar su misoginia, pero no su particular visión de las mujeres. Son muy pocas, y cuando las hay, cumplen roles adjudicados regularmente a los hombres. Estoy pensando, por ejemplo, en la mujer que va a matar a su patrón.

-Ese cuento me lo dio Cecilia Ingenieros, ella inventó el argumento y yo lo escribí. Aunque a mí no me gustan las historias de venganzas porque la venganza me parece horrible. La venganza es un error, no sirve de nada la venganza. El pasado no se modifica, y entonces ¿para qué? Los hombres vengativos para mí tienen algo de femenino. La gente vengativa no es gente fuerte. El olvido es lo único, y el olvido al mismo tiempo es una forma de perdón, porque si se perdona y se recuerda no se perdona del todo. Si usted le perdona a una persona algo y está pensando todo el tiempo en la ofensa, no es verdad que perdonó.

Los problemas del perdón y la venganza le preocupan mucho. Ya me habló, por lo menos, dos o tres veces del tema.

– Hum…

Ahora, creo que siempre se refiere al perdón y la venganza en una relación de amor.

-Hum.

Sube desde la calle un ruido de campanillas de Navidad mezclado con gritos y bocinas. Por un momento quedamos en silencio.

-De Quincey dijo que la Navidad es un día particularmente triste porque obliga a la gente a simular alegría. Ahora, ¿por qué le hacen caso a la Navidad? no sé. Con el tiempo quizás desaparezca.

¿Por qué le atrae tanto la novela policial?

-Actualmente ya no me atrae.

¿No le atrae porque decayó o porque usted personalmente no se siente interesado?

-No, no, no. Porque no me siento interesado en los problemas de la novela policial. Porque no puedo sentirme interesado.

¿Qué es lo que le atraía antes, entonces?

-Lo que me atraía de la novela policial era que de alguna manera estaba defendiendo lo clásico, el orden. Mientras que la literatura de cierta época y quizás también la de ahora tienden al caos. Piense que Ionesco es considerado un gran dramaturgo. En una novela policial el autor no puede permitirse juegos con el tiempo, incoherencias, o contar dos historias simultáneamente. Como Faulkner en Las palmeras salvajes. ¿Qué es lo que él consigue con este inocente juego?

No sé, creo que busca alguna forma de paralelismo.

-No sé si existirá alguna forma de paralelismo. Si eso es lo que buscaba lo hecho de una forma más sutil que jugando con un medio tipográfico. Volviendo a la novela policial, ésta estaba a su modo, salvando ciertas reglas clásicas. Ahora cualquier persona escribe una novela diciendo: «Fulano de Tal se levantó, se sentía un poco triste. No sabía por qué. De pronto recordó: era por lo que había ocurrido entre él y Fulana en la víspera». Después, por ejemplo, lo hacen encontrarse con amigos. Describen dos o tres meses. Al cabo de un tiempo hay uno de ellos que hace una caminata por la ciudad. Otros han tenido conversaciones sobre temas políticos con los amigos y ¡hasta puede haberse suicidado alguno! Y de ahí sale una novela. Una novela que no sirve para nada, un mamarracho. En cambio en una novela policial todo está ordenado. De cualquier modo, luego empecé a sentir lo que dice Stevenson, que la novela policial deja la impresión de un mecanismo, que puede ser ingenioso pero que, al fin de todo tiene algo muerto. Y lo único posible es salvarla mediante los caracteres, pero entonces de la novela policial se pasa a lo psicológico y se pierde el género. Actualmente creo que ya no toleraría una novela policial. Porque ocurre, entre otras cosas, que hace un tiempo fundamos con Bioy Casares el Séptimo Círculo. Con ese motivo tuvimos que elegir los cien primeros volúmenes y para eso leímos una cantidad enorme de novelas policiales. Bueno, hasta que se dieron cuenta de que no nos precisaban. Yo le había dicho a Adolfito: «Mira, el día que se den cuenta de que el “Time’s Literary Suplement” tiene una sección dedicada a la novela policial, que no tienen más que buscar allí a los autores que ya han publicado para encontrar material, nos van a echar. Y eso fue lo que sucedió. Ellos han seguido haciéndolo y lo han hecho muy bien. Aunque ahora está sustituido por la ciencia-ficción.

¿Le interesa la ciencia-ficción?

-Sí, pero lo mejor creo que es lo más viejo.

¿Bradbury?

-No. Wells. Los primeros hombres en la luna, La máquina del tiempo, El hombre invisible, La isla del doctor Moreau.

¿Conoce a Bradbury?

-No solamente lo he leído, sino que prologué la traducción de su novela Crónicas marcianas. En Bradbury lo más importante como invención mágica es su tristeza. El tedio, la melancolía, la inutilidad. Bueno, pero en general yo creo que sucede con todo. Pienso en Wells. Wells era un pobre muchacho desconocido, tuberculoso, de familia muy humilde. Y tuvo la sensación de que no estaba rodeado de seres humanos sino de fieras. Eso lo llevó a la invención de la novela. Es decir que la invención fantástica deriva de su experiencia personal. Yo creo que, en general, cualquier forma literaria, cualquier cuento tiene su parte imaginativa, pero siempre es una proyección de estados de alma.

Toda obra de arte sería, en definitiva, una confesión.

-Claro, ahora es mejor que no se note y que sea aceptado como una invención. Es decir que si uno en un poema romántico dice que se siente solo y que la humanidad es feroz, eso es…

Una lata.

-Sí. En cambio inventando toda esa idea de un individuo que llega a una isla y nota algo raro en los hombres y descubre finalmente que esos hombres han sido animales transformados en hombres, eso ya tiene otro valor. ¿No estoy hablando mucho?

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