El golpe de estado con complicidad policial y militar contra el gobierno de Evo Morales marca un nuevo punto de inflexión en la región. La derecha organizada logró asumir la coordinación de distintas fuerzas sociales opositoras para conducirlas hacia una ruptura violenta del orden constitucional, con sus secuelas de venganza clasista.
Pero el dato más relevante del desenlace que tuvo lugar ayer es la incapacidad de los sistemas institucionales contemporáneos para ofrecer salidas que impidan la consolidación de escenarios de guerra civil. La principal causa de esta “impotencia democrática” es el cinismo de una derecha continental que no se rige por principios republicanos mínimos sino que pone en primer plano sus intereses faccionales.
La intervención de la Organización de Estados Americanos –en quien el ejecutivo boliviano, luego de cometer graves errores políticos, había depositado casi su última esperanza de mediación– fue de una irresponsabilidad tan manifiesta, que funcionó como el santo y seña de la ofensiva final. El silencio posterior de los gobiernos de la región consolidó el acto destituyente. La denuncia desde Buenos Aires de los referentes progresistas nucleados en el Grupo de Puebla sirvió como testimonio pero no logró torcer la voluntad de los actuales gobernantes. Un gesto de distinción fue propuesto por México, quien cada vez ejerce un papel más destacado en el contexto regional.
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Es difícil negar, a esta altura, que estamos ante una estrategia deliberada y coordinada para liquidar a los gobiernos progresistas, capaz de articular fuerzas heterogéneas, empleando las tácticas y acciones apropiadas según cada país. Con cada nuevo acto de fuerza, esa derecha parece envalentonarse y desplazar aún más los límites de lo posible. El impeachment a Dilma y la proscripción de Lula en Brasil, el inédito reconocimiento de un ciudadano venezolano que se autoproclamó presidente, y el golpe contra Evo de ayer son secuencias de un mismo movimiento continental en el que sin dudas opera como catalizador el gobierno de los Estados Unidos.
La pregunta más difícil aquí y ahora es cómo responder con eficacia a estas acciones de desestabilización que reclaman, para imponerse, la potestad de desconocer las reglas establecidas. En este sentido hay que valorar la decisión del hasta ayer presidente de Bolivia de no utilizar la represión estatal para defender su mando. Y contrastar ese método con los utilizados recientemente por los gobiernos vecinos de Ecuador y Chile.
Elegir el tiempo y no la sangre parece ser un criterio para distinguir entre los polos en pugna en la coyuntura actual, al menos cuando la crisis ya se ha desatado y no existen recursos institucionales para detenerla. Lula lo acaba de explicar en su discurso de Sao Bernardo do Campo, cuando recordó los motivos por los que aceptó ir a la cárcel en 2018. Esa actitud privilegia la pacificación y evita la lógica guerrera porque apuesta en última instancia, según dicho razonamiento, a la lucidez del pueblo que sabrá recomponer sus fuerzas y, más temprano que tarde, volverá a manifestar su soberanía.
La victoria electoral del peronismo en la Argentina y la reciente liberación de Lula parecen abonar esa hipótesis, pero el exitoso golpe en Bolivia de momento disuelve las ilusiones de una “segunda oleada” progresista. El proceso no será tan líneal y en la orientación del rumbo próximo la suerte de cada país estará indisolublemente ligada a la de sus vecinos.
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Suele decirse que Argentina está relativamente exenta de las irrupciones fascistas, gracias a cierta cultura democrática común a las distintas fracciones políticas, derivada de la influencia conseguida por el ejemplar movimiento de derechos humanos vernáculo. La recientes elecciones que decretaron una nueva alternancia sin sobresaltos serían la demostración de tal prerrogativa. Pero de lo que se trata es precisamente de pensar cómo afrontar un estado de excepción, un momento de interrupción de la normalidad, cuando las garantías morales e institucionales quedan suspendidas.
No existen recetas ni dogmas infalibles como creen algunos; la historia no se repite y cada nuevo recodo supone escenarios inéditos. Pero es necesario aprender y anticiparse, porque las alertas no han cesado de estallar. Los Estados Unidos, las élites locales y las derechas sociales y partidarias del continente están dispuestas a luchar por el poder sin pruritos ni formalidades. Para conseguirlo destruyen cualquier posibilidad de imaginar un destino común como sociedad y apelan al racismo y la misoginia.
El golpe de estado perpetrado ayer es un aviso para el nuevo gobierno que asumirá el 10 de diciembre en Argentina, porque también “la mecha democrática” está corta. Pero para eso aún falta demasiado y ahora es Bolivia quien está en peligro de verse arrastrado en una deriva fascista, mientras el pueblo chileno sigue intentando forzar una auténtica salida Constituyente.