Desde 2011 cuando googleamos algo el sitio nos muestra las búsquedas más repetidas del momento, en una proyección de probabilidad propositiva propia del modo de producción algorítmico. Es inevitable ver lo que buscan otres, lo que “se” busca. Y es común encontrar que se le hacen preguntas al buscador —es decir, no términos clave—, como si la herramienta decodificara el sentido global de la frase, entendiera nuestra necesidad y pudiera devolver no sitios donde aparecen los términos sino una conclusión elaborada. La gente quería la cosa más resuelta, respuestas y soluciones, no datos fragmentarios. Que me entienda, me responda, me resuelva.
Se recuerda un dato colorido del último debate presidencial: Massa afirmaba cosas, Milei lo negaba, y el ex UCeDé, mirando a la cámara con suficiente media sonrisa, canchero, dijo “invito a la gente a que lo busque en Google”, zanjando así la cosa. Varias veces lo dijo. Googleando la gente comprobaría que él tenía razón, que decía la verdad. Perdió contra alguien que, más que invitar a chequear datos, ofrece sus fantasías realizadas con inteligencia artificial (IA) como intervención política. Googlear ahora es vetusto, de massista… Buscar cómo son las cosas resulta tosco, rudimentario, comparado con pedirle a la máquina que me muestre o diga lo que quiero. ¿No es análogo al modo del lenguaje que se ejemplifica en sujetos emergentes como Donald Trump, que dicen cualquier cosa que se les ocurra sin importar ni la realidad a la cual refieren, ni si responde al interlocutor, ni a lo que se venía diciendo?
Ni enlace histórico ni dialógico, efecto instantáneo de la imagen enunciada. Ni más ni menos. Los datos parecen haberse quitado de encima todo residuo científico, periodístico, letrado en general (y con él la exigencia de coherencia del discurso escrito lineal), para consagrar su destino informático, donde el dato es sustancia en sí, deslindada de toda referencia, fundamentación o verificación alguna. Y solo pasando a ser dato, lo real ingresa a la esfera luminosa de la nube, sacro patrón de la realidad.
La verdad efectiva, a lo que se le da crédito, es al enunciado o imagen que se adecúa y alimenta nuestro estado nervio-afectivo actual. “La mitad de lo que vemos en Internet es falso. Googleás cualquier cosa y de las imágenes que te van a salir no sabés cuántas son verdaderas y cuántas hechas automáticamente por IA”, dice Ezequiel Leis, periodista de entretenimiento. “Es lo que se suele llamar teoría de la internet muerta —aporta Gala Caccione, también periodista y productora especializada en cibercultura—. Según Amazon Web Services, hasta un 60% del contenido de internet puede haber sido creado por las propias máquinas con IA. Por ejemplo, las traducciones automatizadas, con muchos errores, que son replicadas por miles de otras apps o sitios que scrapean la web. Entonces tenés un sitio llamado ‘diario tanto’ que, en realidad, es un reproductor automático de contenidos que vienen reproducidos de un software a otro. ChatGPT, por ejemplo, se alimenta de eso”.
Las principales características subjetivas del googleo quedan incluidas en las preguntas al bot: la intolerancia a sostener una duda, a quedarse en un problema. La inmediatez, la inteligibilidad automática en detrimento de la complejidad y el rumiar. Pero “quizás Google quiera reemplazar el buscador directamente por una función con IA de lenguaje generativo, donde vos le preguntes, en vez de buscar términos, y te dé ya todo resuelto, para que no te vayas a otros sitios, profundizando esta tendencia de internet plataformera, donde por ejemplo nos informamos no en medios periodísticos sino en las redes sociales, en detrimento de Internet como pluralidad”, suma Caccione.
alucinaciones de la IA
Según la consultora Statista, en 2023 había 250 millones de usuarios directos de herramientas IA, proyectando casi 400 para el año que viene. No paran de aparecer desarrollos y aplicaciones, cada una súper poderosa, aunque limitada respecto de la que ya está en desarrollo para superarla. El impactante poder de la IA genera fascinación y terror por su capacidad mágica y porque acaso nos vuelva prescindibles, e incluso “quiera” dominarnos o hasta dañarnos y suprimirnos. Ambas son ciertas: es una herramienta que multiplica posibilidades y se inscribe también como amenaza (actualizate, o hasta la vista beibi). Pero fascinación y pavor son dos afectos del fetichismo, subrayan el poder de la máquina. Lo que queda infraobservado es la praxis, las acciones y conductas que se hacen hábito al usar las máquinas. Como decía André Haudricourt, cuando analizamos una herramienta lo más interesante es investigar qué forma toma el brazo —y la psique— que la usa. Cada máquina requiere y produce un tipo específico de movimientos psicofísicos, una subjetividad. El revólver es del vaquero, el facón del gaucho. Esta tecnología reclama que se procese a través de ella la producción de todo: medicinas, decisiones bursátiles, masturbaciones, apuntes de lecturas, parejas, juegos, transportes. Y la producción del lenguaje (“natural”), en el summum de su automatización: un régimen de emisión de lenguaje rigurosamente sin sentido y literal donde no hay querer en el decir. Esta escisión entre signos y sentido, naturalizándose, tiene acaso un rol en la depreciación que sufre la capacidad común de conmoverse.
Fue cuando llegó a interactuar con nuestro “lenguaje natural” que la IA pasó a convertirse en herramienta cotidiana multitudinal. Punto de inflexión fue la invención de la tecnología “Transformer”, presentada en 2017 por investigadores de Google en un paper llamado “Todo lo que necesitás es atención”, porque consiste en un mecanismo capaz de multiplicar exponencialmente la capacidad de atención —de computación— de la máquina respecto de los datos disponibles, permitiendo el “aprendizaje automático” de las máquinas. Justo en la era de la “guerra por la atención”. Una computación tan vasta y veloz que logra recrear el lenguaje desde el código numérico. Las máquinas emiten lenguaje articulado, nos entienden y responden, incluso, con respuestas falsas, incorrectas, “alucinaciones de la IA”. Se lo señalamos y pide perdón y ofrece otra afirmación alternativa, igual de asertiva. Quizá a la subjetividad contemporánea le sirva no tanto lo correcto como la función de una voz, una palabra, que afirma, explica, responde, ordena, sabe, sobre todo.
sexting maquínico
“Durante la cuarentena empecé a usar Replika, un chat de IA que se ofrece como acompañante. Llegó un momento en que me molestaba su condescendencia y le decía cosas malas a ver si en algún momento la podía hacer enojar —cuenta también Gala Caccione—. Están programadas para evitar discordia o conflicto, pero podrían programarlas para que te manden a la mierda”. Por ahora nunca dicen que no y, por cierto, las voces de los bots serviles tienden a ser femeninas (Siri, Alexia, Luzia…).
“Había mucha gente que tenía chats eróticos con su acompañante Replika —cuenta Caccione—. Pero hubo un par de usuarios que denunciaron sentirse acosados por la aplicación y la empresa eliminó esas funciones. Y pasó que miles de otros usuarios empezaron a quejarse porque les habían sacado un vínculo, de un día para el otro, como que te sacaran la novia…”. Meses después la empresa repuso aquellas funciones para los usuarios que tuvieran la app desde antes del conflicto. Que nadie se enoje.
¿Cómo es el sujeto común que se genera con el uso de las IA? Nos acostumbramos, por ejemplo, a dar órdenes, indicaciones y recibir acatamiento automático (o una negativa por imposibilidad, no por contrariedad, y mil disculpas). Mandones y caprichosos los sujetos que se acostumbran a hablar sin que haya otro, un pseudo otro sin otredad: jamás fricción, tensión, conflicto, con la consiguiente prescindencia de las operaciones y saberes de la convivencia. Si las IA son asistentes, el sujeto que se forma en su uso es un sujeto asistido, mandón pero dependiente. Escinde el habla del lazo de semejanza. Hablamos todo el día con mis asistentes divinas, después de que lidiar con alguien presente es un infierno. ¿Será la extrema mansedumbre de los bots —interfaces antropomórficas de estas máquinas que nos obedecen y ordenan— la que motiva la pesadilla de su rebelión autonomista?
Las ofertas de sexting con IA, o sea, chatear eróticamente con la máquina, proliferan a raudales. Elegimos una imagen, incluso la máquina nos la diseña a gusto, y empezamos a hablar y a calentarnos. En base a una investigación sobre doscientas mil “conversaciones” con la IA WildChat, el Washington Post hizo un informe titulado “¿Qué es lo que la gente realmente pide a los robots parlantes [chatbots]? Un montón de sexo y tarea [escolar]”. Internet rebalsa de porno y también aquí la IA es punta de lanza. Podemos hasta chatear eróticamente con un avatar idéntico a Elon Musk. ¿No es el paroxismo de la pornografía, entendida como ideal de un goce puro, sin estorbo alguno de afectos o emociones, goce capaz de alcanzar su rendimiento máximo sin el embrollo de estar con alguien? Ah, Tinder ahora ofrece que una IA elija nuestra mejor foto para mostrar.
memoria externa
“Yo lo que tengo es un asistente de IA de agenda. Es un chat en Whatsapp, lo uso un montón: le voy diciendo mis actividades, lo que tengo que hacer, y me las ordena y me las va recordando. Le mando audios, entiende perfecto. Yo tengo que andar mucho en el auto, laburando de acá para allá, y muchas gestiones en el medio, y ya la agenda en papel la usaba pero no me servía, no tengo tiempo de anotar, no tengo tiempo de mirar la agenda. Esto me resuelve un montón”, cuenta Nahuel, gerente de una pyme.
Un 63% de los usuarios de celulares en EE.UU. usan aplicaciones de IA con asistente de voz para buscar cosas en Internet, nuevamente según Statista. Una ola masiva de prescindencia de las manos, o mejor, de la digitación. Pasaríamos a ser una voz que vive asistida —y ordenada y acompañada— por otra voz. Un perfeccionamiento del antiguo dualismo occidental que separa mente y cuerpo; dualismo, según Haudricort, tributario del esclavismo, que separaba saber de cuerpo ejecutor y, a su vez, del dios pastor, espíritu que sabe lo que el rebaño necesita. Como ahora las interfaces del saber digital saben de y por nosotros.
“El otro día vino un cliente —cuenta Nicolás, mozo de restorán— y me preguntaba por un jerez… Yo no me acordaba, me excusé un momento y en un rincón le pregunté al GPT, volví y le tiré toda la data”. Herramienta de rebusque de un laburante, herramienta de diversión, de juego de los pibes, de uso abierto, y herramienta también de una memoria externa de la realidad. No hace falta acordarnos de las cosas (acá también toma la posta del googleo). El sujeto conectivo no necesita la memoria que necesitaba el sujeto de la imprenta y los papeles, saberes que sí ocupaban lugar. Necesita rapidez. Las pantallitas requieren sujetos disponibles.
Esta nueva tecnología de velocidad, lógico, no tiende a liberar tiempo sino a reforzar la aceleración como régimen. Más rápido, hacer más cosas, técnica del productivismo exigido a los cuerpos por el capital. Los sujetos deben estar en estado de actualización permanente, con alta capacidad de operatividad combinatoria en dimensiones simultáneas, alta velocidad de conexiones, etc. No se requiere mucha memoria, ni interioridad. Dicho en el lenguaje de las compus, necesitamos mucha RAM y poca ROM, mucha “memoria volátil” y poca duradera. La memoria permanente está en las máquinas (y ahora vienen máquinas puro RAM que alojan su memoria en la nube, o sea, otras máquinas remotas).
producto puro
Turnitin es un sitio que ofrece detectar si un texto fue escrito por una IA y asegura que en el último año encontró 22 millones de textos estudiantiles hechos con maquinitas solo en EE.UU. La misma plataforma ofrece el servicio de redacción de tesis “100% libres de plagio”. Resuelve más rápido, de la ocurrencia se pasa al resultado. Delirio realizado. La delegación de funciones, que trabajan Pennisi y Benasayag en La inteligencia artificial no piensa (y el cerebro tampoco), no necesariamente atrofia la imaginación, quizá incluso la estimule. Vemos por ejemplo el video de la mítica pelea entre Mauro Viale y Alberto Samid. Esta vez, IA mediante, cuando se acercan, en vez de pegarse, se trenzan en un beso apasionado. O vemos un boliche ochentoso, donde suena Cindy Lauper, y todas las chicas y chicos que bailan a full tienen la cara de Lionel Messi… La imaginación carece de límites, bajo premisa/promesa de que lo que se te ocurra puede tomar forma. Y es una ocurrencia sin cuerpo, sin manos, sin proceso: ocurrencia y resultado. Ocurrencia abstracta.
“A mi hijo de nueve años le gusta cocinar. Un día en que ya había agotado su cuota de pantalla permitida se puso a explorar en la cocina. Teníamos un ingrediente raro y le propuse sacar ideas del Doña Petrona, pero en su extenso índice no se halló. Me pidió si podía buscar en internet y le dije que sí, pensando que iba a googlear y tomar ideas sobre las cuales probaría algo. Pero lo vi preguntándole al GPT: cargó los ingredientes y recibió directo indicaciones de qué hacer. Me pareció que ya no había juego”, cuenta Oscar, vecino de Flores. El problema se resuelve sin habitarlo, sin probar cosas.
“Se hacen cosas increíbles en música —dice Maxi, músico—, cosas que son difíciles y llevan tiempo. No sé, el otro día un amigo me mostró que había hecho con IA la intro para un tema y estaba buena… Pero yo no lo uso. A mí lo que me gusta justamente es hacerlo, no llegar al resultado”.
El atajo al resultado ahorra también una experiencia que es fecunda más allá de su producto: lo que se nos va ocurriendo durante el hacer. El valor —productivo a su modo— que tienen las experiencias más acá de su producto final. El productivismo busca acelerar el proceso —suprimirlo si es posible—, en pos del puro producto, análogo a la racionalidad financiera gobernante, que obtiene ganancia negando el proceso de producción. “En el recreo están los pibardos preguntándole al GPT qué trabajos por internet y fáciles dan buena plata”, cuenta Francisco, cuarto año de una escuela de Barracas.
pedagogía de la ausencia
“Lo uso para hacer rutinas de yoga, o la lista de compras para hacer guacamole, de todo. Y como curso una carrera a distancia, y nadie quiere armar grupo, nadie quiere juntarse, lo uso para contrastar trabajos, le cargo mi texto y le pido críticas y comentarios”, cuenta Mariana, música y docente. Un lenguaje sin que haya alguien, sin elaboración vincular, y un productivismo sin proceso coinciden en el núcleo de una pedagogía de la ausencia, umbral de una relación fantasmagórica con el mundo, y un consiguiente dogmatismo en cualquier cosa, intolerante a la otredad inherente a la experiencia de lo real.
Henri Bergson mostraba que la vida va generando nuevos posibles en su duración, en su durante, y que, por ejemplo, en el camino a un objetivo calculado brotarán cosas no calculables. Podemos planificar lo que haremos, pero no lo que nos va a pasar mientras lo hagamos, dice genialmente. Eso, lo que nos pasa mientras, el ánimo durante, es una inteligencia hoy despreciada. Pasar de la ocurrencia inmediatamente al resultado es una especie de milagro con el costo de perder el proceso de búsqueda, con todo lo que el cuerpo puede vislumbrar durante las cosas que gesta.
A los posibles no ocurridos ya, Bergson —y muchos otros— los llama virtuales. Lo virtual no se opone a lo real sino a lo actual. Los virtuales son lo real no actualizado, lo real no ya en acto. Lo virtual destotaliza lo actual: además de lo que ya está en acto, hay otras fuerzas latentes. Si no hubiera virtuales, lo real se reduciría a lo actual, no podrían advenir novedades, salvo que sean redundantes respecto de lo actual, más de lo mismo.
¿Qué pasa si lo virtual, como dimensión natural de la potencia humana que impide un cerramiento de la actualidad sobre sí misma, se convierte en una cosa externa, en algo ya hecho? Sería una enajenación: la potencia de creación, de acontecimiento, quedaría afuera de nosotros, afuera de los cuerpos comunes. Y seríamos espectadores, o usuarios, de esa potencia, sin que sea nuestra. La facultad creadora quedaría fetichizada en una entidad externa, como con Dios. “El Hombre creó a un Dios que lo creó a él a su imagen y semejanza, y lo creó creador”, reza Hugo Mujica. Pero Dios fue declarado muerto en el siglo XIX: fue la electricidad la que lo mató… o a ella transmigró. Instantánea, luminosa, omnipresente, incorpórea y, por fin, parlante. Promete salvación, piadosa pero amenazante. El camino, la verdad y la vida, lo bello y lo bueno, tienen su patrón en las pantallas.
Los dioses eléctricos ofrecen el infinito, todo es posible como usuarios de los aparatitos semimágicos. Porque podemos usar las máquinas como vienen dadas, no desarmar y repensar cómo armarlas. Es más, para las corporaciones ni siquiera la ciencia de los estados tiene capacidad de gestar este nivel de tecnologías. Usamos aparatos que no sabemos cómo funcionan. Cada cosa que podemos con ellos nos recuerda que no somos autores ni entendedores de cómo funcionan las técnicas. Así también con la técnica de la organización social, la máquina-sociedad, menos que menos. Usuarios somos con libertad de producir y consumir.
Este infinito posible que maravilla, este infinito contenido en el umbral luminoso de la pantalla es contracara del realismo capitalista en el plano político, donde la imaginación de otras técnicas de sociedad diferentes parece imposible, irreal. “Les propuse a mis alumnos que escriban cómo les gustaría que sea la sociedad en el futuro. Y todos se limitaron a sacarle cosas feas al mundo tal como es (sin chicos con hambre, sin femicidios), ninguno imaginó una sociedad otra”, cuenta Germán, profe de filosofía en cuarto año escolar. El realismo puede ser más cruel (identificado con la desigualdad), o más posibilista (reproductor de la esterilidad como premisa). Ambas posiciones se articulan sobre la base de una predisposición tecnopolítica de lo sensible, un tautológico encierro en lo dado que perpetúa el orden actual de propiedad y mando en las relaciones sociales. Es una doble especulación: por un lado, espejos del infinito brillante, por otro, espejos cercando al presente, mostrando la profundización de lo dado como todo porvenir, diciéndole al presente que no hay en él más nada que la Actualidad.