Mira a un lado y al otro. El pasillo está libre. Víctor Basterra se detiene por un instante. Hay un pensamiento que lo congela. Son los gritos que ya no se escuchan, tanto se apoderó de él aquel lugar que oírlos se volvió una costumbre que ahora le falta. Intenta no pensar en eso, no hay tiempo. Se apura y mira nuevamente alrededor. Nada. Aprovecha para escabullirse entonces en uno de los cubículos que dividen el subsuelo del Casino de Oficiales. Está seguro que las llaves del cuarto de Inteligencia están ahí, escondidas en un hueco sobre la pared.
Ya lleva cuatro años secuestrado y más de dos haciendo documentación apócrifa para los marinos, lo que le permite moverse por el sótano con bastante comodidad. Con soltura mete la mano y confirma, en efecto, que ahí están. Toma el manojo e inmediatamente se dirige al pequeño cuarto de al lado al que fueron trasladados hace unos meses los legajos, las fichas y toda la información que el Tigre Acosta, Jefe del Grupo de Tareas 3.3.3, guarda sobre los detenidos. Entre ellos, hay una carpeta que a Víctor lo obsesiona. Es la número 1205. Por lo que escuchó decir a varios oficiales, es del Ejército y guarda los informes de él y otros compañeros secuestrados. Para su sorpresa la encuentra con facilidad. La agarra y cruza al cubículo más grande que oficia como laboratorio de imágenes y se ha vuelto su pequeño reino. Le transpiran las manos. Tal vez fue un error, está poniendo todo en peligro. Pero ese impulso súbito, casi torpe, que dos años atrás lo llevó a robarse las primeras fotos comenzó a cobrar otra forma ante la posibilidad de salir con vida de aquel infierno. Hace siete meses que la dictadura perdió la guerra de Malvinas y la esperanza de no terminar muerto paradójicamente lo ha conducido a tomar esos riesgos.
El silencio se hace cada vez más insoportable. Sólo se escucha el ruido constante de la lluvia que parece haberse vuelto más espesa. Sin perder un instante, Basterra toma la cámara y empieza a disparar frenéticamente. Tal como pensaba, hoja por hoja, van apareciendo los informes y las listas. Víctor se encuentra con cientos de nombres de compañeros desaparecidos. Sus manos siguen húmedas, pero el pulso se mantiene firme. No se detiene. En total, gasta dos rollos.
De pronto, un portazo le corta la respiración. Está seguro que es Peyón. Debe haber dejado las llaves a propósito, a ver si caía. Desde hace un tiempo, el pequeño teniente con joroba inventó con él un juego. Cuando puede, se aparece por sorpresa en el laboratorio y empieza a hurgar por todos lados. Al no encontrar nada, le apunta a la cabeza y escupe con bronca la misma sentencia de siempre: “Un día te vas a equivocar, y yo voy a estar ahí para matarte”. Ahora, esas palabras no paran de retumbar en su cabeza.
Poco a poco, sin embargo, logra armarse de algún valor y se asoma al pasillo. No hay nadie. Aprovecha entonces para dejar las llaves cuidadosamente en su lugar, y vuelve al laboratorio. Por un instante duda pero al final decide quedarse. El silencio, que esa noche parece no quebrarse con nada, comienza a asfixiarlo. Tal vez si le contara a algún compañero sería más fácil, por lo menos podría compartir el peso de su secreto. Pero sabe que no puede, se arriesgaría mucho y tampoco quiere comprometer a nadie… Así, congelado en una duda, permanece encerrado en el laboratorio durante dos horas. Hasta que finalmente decide asomarse y descubre la puerta del fondo abierta.
El viento de la tormenta había logrado romper el pestillo de metal, abriéndola de par en par. Víctor siente la sangre nuevamente por todo el cuerpo. Está a salvo. Sus manos dejan de transpirar, y con el aire que va llegando nuevamente a sus pulmones, se va reafirmando en él una certeza. Ya no hay tiempo, el riesgo es muy grande. Mientras sigan ahí no estará a salvo. Tiene que sacar las fotos de la Escuela de Mecánica de la Armada.
Un pequeño plan
Son las tres de la tarde de un día de 2013. Basterra, setenta años, estatura breve, calvicie conocida, se aparece con una sonrisa. Resulta imposible recordar ya la hora pautada para la entrevista. Quien lo conoce entiende con el tiempo que toda cita con él demandará siempre el mismo ritual: llamadas que tienen respuesta muchos días después y que seguramente demandan otra conversación para poder poner alguna fecha. Basterra llega al Edificio Cuatro Columnas de la Escuela Naval a una de las tantas horas de alguna de esas tantas comunicaciones.
Fue liberado de allí en 1983. Un sábado. Una semana después Raúl Alfonsín juró como presidente. Varios meses antes, cuando ni la libertad ni Alfonsín siquiera eran una opción, Basterra recuperó de la ESMA documentación y 150 fotografías, incluyendo imágenes de su interior y el retrato de 78 oficiales. Todas estaban destinadas a desaparecer y, sin embargo, terminaron por transformarse no sólo en un elemento probatorio en varias causas por violación a los derechos humanos, sino también en un testimonio que, sin ir más lejos, durante el Juicio a las Juntas sirvió para ponerle un rostro al horror. Treinta años después, ese mismo lugar se ha convertido en aquel donde pasa las tardes como parte de su labor en el Instituto Espacio para la Memoria dando testimonio de esa experiencia. Basterra eligió volver al lugar del que pudo sobrevivir. Y ahora lo cuenta con su tono afable en oraciones cortas.
-Nunca se cuenta de la misma forma, es medio intransferible esto. Involucra como cierto ejercicio de imaginación para intentar entender… O por lo menos, metabolizarlo.
Y entonces Basterra comienza contando aquello de lo que habló poco: su infancia. Porque antes de todo, a Víctor lo tocó la fe. Su padre había muerto en el 46, cuando él tenía tan sólo un año y como solía ocurrir en las familias pobres de la época, la madre tuvo que separar a los tres hermanos. Víctor era el menor y fue a parar con Elsa a un hogar de Carmelitas Descalzas. Fue así como entre rosarios y padresantos, cultivó la vocación de monaguillo. Hasta que Dios empezó a pelearse con Perón y un día por algún sabotaje divino le llegó una revelación. Como si alguna fuerza se hubiera apoderado de él, se paró en medio de las Carmelitas y sin importarle la mirada inquisidora de la monja gritó: “¡Muerte a Cristo Rey!”. Tal era el grado de misticismo que corría por sus venas, que se quedó ahí, congelado, con los ojos cerrados, esperando a que el mismísimo rayo lo fulminara. La respuesta, en cambio, llegó de una manera más terrenal, con un cachetazo de la Madre Magdalena y la posterior expulsión del hogar.
Para entonces igualmente el mandato materno había establecido que el mayor iba a continuar con sus estudios, mientras que él y su hermana tenían que salir a trabajar. Fue ahí que por primera vez se cruzó con la gráfica. Enterada de las necesidades familiares, su madrina lo ubicó en un taller al sur de la ciudad, donde empezó a cultivar el oficio. Después vendrían los años de la Federación Gráfica Bonaerense y el Peronismo de Base. Pero, casi como prólogo de esa militancia, Basterra recuerda primero las interminables trifulcas que se armaban en el taller entre sus dos compañeros: Gancedo, un rubio peronista, loco por el tango, y el “Negro” José Luis, un morocho gorilón, apasionado por el jazz. Basterra sin definir bando logró hacerse amigo de ambos. Así aprendió a cosechar una buena fama por su carisma. Así aprendió los beneficios que eso conlleva.
-Las estructuras desarrollan mucho el oportunismo- dice con su voz grave, mientras bebe un sorbo de café.
¿Por qué?
- Se montan en las peleas con otros. Yo, en cambio, siempre fui un tipo muy solo. A las marchas no iba con nadie. Y creo que eso me terminó ayudando bastante.
¿A sobrevivir en la ESMA?
-Y hay que bancarse acá. Yo tenía que lidiar con mis fantasmas, no podía estar lidiando con los fantasmas de los otros. En realidad, convertí el laboratorio de imágenes en un reducto. El laboratorio fue…
¿Qué?
-El lugar donde podía tener una vida. El laboratorio me dejaba huir.
Fue a mediados del 80. Basterra llevaba un año secuestrado. En la Armada sabían que trabajaba en talleres gráficos y lo trasladaron al sótano donde funcionaban el laboratorio de imágenes y el centro de documentación. Él entendió que eso significaba suspender su sentencia de muerte, pero a la enorme contradicción que le generaba volverse útil para sus propios verdugos, se sumaba el olor. El laboratorio funcionaba al lado de los cuartos de tortura. Fue así como Basterra descubrió que el miedo tiene olor, parecido a la transpiración pero más rancio. Es el que larga el cuerpo cuando ya no aguanta más la descarga de mil voltios.
-Con el tiempo pude neutralizarlo…
¿Cómo?
-Con el ácido acético que utilizaba en el proceso de revelado, que es igual de agrio pero más parecido al vinagre.
De igual manera, la pequeña puerta del laboratorio le sirvió como vía para abstraerse de ese universo. Se inventaba tareas como excusa para pasar ahí más tiempo. De alguna forma había logrado ganarse la confianza de los marinos, que de a poco comenzaron a dejarlo encerrarse con llave durante el proceso de revelado. El trabajo era bastante mecánico. Su función se limitaba a tomar una foto de un represor y realizar 4 copias falsas, las primeras dos para la cédula y el documento de identidad, otra para el pasaporte y una cuarta para el registro de conducir.
Hasta que un día mientras introducía el negativo en el carrete lo asaltó una pregunta. ¿Si hacía una quinta impresión, alguien se daría cuenta? Fue así como Víctor comenzó con su pequeño plan.
Graciela Estela Alberti, detenida-desaparecida
El austero
-La radio, lo que más me angustiaba era la radio. La sensación de realidad. Pensaba: “Acá somos como 60 y afuera sigue todo como si nada”. Todavía no sabía lo que era ese mundo adentro de la ESMA, ni me imaginaba que había mano de obra esclava. Pero me acuerdo que algo me empezó a dar curiosidad…
¿Qué?
-A veces sentíamos olores muy raros. Claro, imaginate. El hacinamiento era tremendo. Y, de pronto, sentías a una mujer caminando a tus espaldas, bañada y perfumada. ¿Sabés lo que te genera eso?
Carlos Muñoz fue secuestrado junto con su compañera de entonces, Ana, un 29 de noviembre de 1978. Ambos militaban en Montoneros. Al igual que Basterra, Kike –como lo conocen todos- realizó tareas gráficas para los marinos. La cosa comenzó cuando unos 15 días después de llegar al centro clandestino, una voz de mujer –esas de las que tenían perfume- decidió hablarle. ‘Soy compañera de Ana, y te quiero ayudar. Acá lo más importante es que hables con los oficiales, es más fácil matar a un número que a una cara’, recuerda que le dijo. Y ahí le contó que era obrero gráfico. Dos meses más tarde, lo separaron del grupo para hacerle una pregunta: “¿Sabés hacer esto?”. Kike tenía los ojos tapados, no tenía idea de lo que le hablaban, pero no dudó. Les dijo que sí. Después se enteró que le estaban consultando por la marca de seguridad de un pasaporte. A los pocos días de esa conversación, notó los primeros cambios. Por ejemplo, los dejaron a él y a Ana verse en un espejo. Como una suerte de metáfora monstruosa, en el centro de desaparición verse al espejo constituía un raro privilegio.
¿Cuáles fueron las cosas más difíciles que tuviste que hacer trabajando en el sótano?
-A veces las historias las altera la cabeza o se cuentan de otra manera… Jamás te van a decir que las fotos de un secuestrado las sacó otro secuestrado. Pero también eso formaba parte del trabajo como mano de obra esclava… En realidad yo intentaba establecer cierta distancia con la situación. Qué sé yo… Era la foto del legajo, todos pasábamos por ese momento. Lo tomé como parte de las cosas que tenía que hacer. No pensé que podían matar a esa persona, como cierta negación. No sé…Pero me hago cargo de las cosas que hice… Tampoco sé si tenía alguna posibilidad… No, sí tenía posibilidades. Podía mandarlos sabés dónde y que me mataran en dos minutos…
Lo que significa que no había muchas posibilidades…
-El tema es que ese sistema permitía que vos pudieras pedir a alguien para que te viniera a ayudar y de esa manera salvarle la vida… Es muy difícil de describir. A veces, incluso nos llegaban pedidos raros de los propios milicos…
¿Como por ejemplo?
-Astiz pidió una biblia calada para meter una pistola adentro.
¿Y cómo se conocieron con Basterra?
-Me acuerdo de una imagen. En el comedor había un televisor. Era blanco y negro, y cuando torturaban, por un problema de tensión, la imagen del televisor desaparecía o hacía lluvia. Con eso entonces sabíamos cuánta picana estaban dando. Cuando llegó Víctor, la tele se veía poco.
¿Cómo lo describirías?
-¿Al petiso? Era un buenazo. Creo que se manejó con una inteligencia tremenda ahí adentro. Era austero, jamás le ibas a escuchar hablar de más. Hizo algo único, que yo no…
¿Nunca pasó por tu cabeza?
-No, nunca. Lo más cercano que hice fue tirar cinco negativos a la cisterna de un archivo que tenían de argentinos exiliados en Brasil. Eran los negativos de cinco amigos míos. Fue mi mayor resistencia. Víctor siempre decía que la impresión que tuvo cuando lo bajaron para empezar a trabajar es que nos veía como una especie de animales, así como muy primarios. Me acuerdo de una escena: había una situación muy violenta entre unos compañeros, estábamos jugando un partido de paleta sobre la mesa del comedor con una pelota de ping pong. Y Víctor llegó en medio de esa discusión muy fuerte, y entonces empezó a gritar que venía un oficial. Era mentira pero así logró que se terminara la pelea.
El réprobo
Gracias al material que recuperó, la declaración de Víctor Basterra se volvió un testimonio central en el Juicio a las Juntas. En total, 833 personas pasaron por la Sala de Audiencias del Palacio de Justicia donde se llevaba el proceso contra los nueve jefes de las Fuerzas Armadas acusados por los crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado. El relato de Basterra fue el más largo. Habló cinco horas y cuarenta minutos.
Un hombre con bastón lo siguió asombrado. Le costaba entender la tranquilidad de Basterra, la sencillez con la que describía el horror. Ese mismo día, unas horas más tarde, escribió en una crónica para la agencia EFE: “Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grilletes. También de la capucha. No había odio en su voz”. Fue la primera y última vez que Jorge Luis Borges pisó esa sala.
Desde entonces, a donde iba Basterra siempre llevaba un maletín con una pequeña carpeta. Al comienzo podía pasar inadvertida, pero no porque Basterra la escondiera. Todo lo contrario, la llevaba con tanta naturalidad que la carpeta se escabullía entre el resto de sus cosas. Pero en algún momento empezaba a asomar como un dato necesario, que completaba esa ecuación que de alguna forma Basterra logró hacer de sí mismo. En realidad, se trataba de un pequeño manojo de hojas amarillentas, finitas y desgajadas por el tiempo, donde estaban impresas las imágenes que logró recuperar de la ESMA. En las primeras páginas podían verse las 78 fotos carnet con los rostros de oficiales de la Armada, Prefectura, Policía Federal y del Servicio Penitenciario. Caras robustas, firmes, mirando a cámara. Muchos afeitados, algunos con bigote. Sólo unos pocos llevaban uniforme, casi todos lucen de traje y corbata, listos para obtener su identidad falsa.
Pero al pasar las páginas aparecían otras imágenes, muy distintas a esas facciones anchas. Debajo de cada una, podía verse la inscripción con su nombre. Ida, por ejemplo, al pie de un cuerpo casi transparente, con los cordones desatados; o Nora, con sus muñecas vendadas; o Juan Carlos, con un saco de lana raído y el cabello despeinado; o Graciela, encorvada y con moretones en los ojos. A diferencia de las fotos de los militares, Basterra no tomó estas imágenes. De casualidad, un día encontró en el laboratorio una bolsa con los negativos que iban a ser quemados y logró salvarlos. Muchos eran compañeros suyos de cautiverio. La mayoría luego fueron identificados pero aún quedan retratos sin apellido y sin un destino cierto. “Elsa. Detenida-desaparecida, posiblemente liberada”, dice un epígrafe. En el papel, Elsa mantiene los ojos cerrados, lleva una falda ancha, un chaleco tejido y el cabello ondulado recogido hacia atrás.
En algunas fotos, la sombra realza los cuerpos como un aura espectral. Es el caso de Nando, donde una mancha tenue casi no deja ver su perfil izquierdo. Fernando Brodsky -como en realidad se llamaba- tiene en la imagen el rostro gris y flaco, y los ojos bordeados por unos surcos que pueden ser golpes o el cansancio del calabozo. Nando fue secuestrado el 14 de agosto de 1979, con 23 años. La foto fue tomada por esos días y se nota. Aun deja ver la juventud de su belleza, pero en la mirada clavada sobre la cámara se trasluce el encierro. Años más tarde, su hermano, el fotógrafo Marcelo Brodsky, recuperó la imagen. Tomó una foto de su mano sosteniendo la original, y la foto pasó a tener un vidrio y un lindo marco. Y recorrió galerías y muestras de arte. La vieron cientos de personas en el Tate Modern de Londres. Y se imprimió en libros y fue nombrada en ensayos académicos. Para algunos se volvió un objeto casi iconográfico.
Pero antes, mucho antes del marco, del museo y de los libros, la imagen fue otra cosa. El 30 de enero de 1980 en la casa de Sara Silberg sonó el teléfono. “Hola mamá estoy bien”, dijo una voz acompañada de otro murmullo. Después le explicó que no iba a poder llamar por un tiempo. Sara nunca más escuchó a Nando. Tras unos años, se encontró con Basterra y su carpetita de hojas desgajadas. Sara murió el 23 de febrero de 2018. La foto fue lo último que pudo tener de su hijo al que nunca pudo enterrar.
Fernando Brodsky, detenido-desaparecido
El padre
María Eva pasó su infancia rodeada de fotos, pero ninguna era de ella. Nada. Ni de sus primeros pasos, ni de cuando se le cayeron los dientes, ni tampoco de cuando comenzó la escuela. Pero a María Eva nada de eso le llamó la atención. Su papá rentaba un pequeño local y hacía fotos sociales para sumar un ingreso al salario docente de su madre, y muchas veces los negativos olvidados de los vecinos terminaban en su casa. Por eso María Eva creció mirando fotos de otros. Tenía cinco años cuando su papá, Víctor, comenzó a vivir con ella, su mamá y su hermana más chica. Hasta ese entonces lo veía muy esporádicamente, en visitas que duraban uno o dos días. Cuando llegaba, él y su madre se encerraban en el cuarto. Un día, de hecho, decidió espiarlos, y pudo ver que escondían un paquetito de nylon en el fondo del guardarropa. Pero María Eva no preguntó. Tampoco cuando su papá empezó a visitarlas acompañado de un señor enorme, al que ella le decía “Tío Luis”. Mucho tiempo después supo que era Jorge Díaz Smith, un prefecto que actuaba en los grupos clandestinos de la ESMA y que era el encargado de controlar a Basterra durante su régimen de salidas.
-Es raro. No sé cómo, pero no tengo un registro traumático de mi infancia- dice María Eva.
María Eva arranca hablando de su padre. Dice que era una persona muy solitaria; que recuerda un día en el que ella tenía tres años, o cuatro, no sabe, y la llevó al médico y después al zoológico; que a veces no la llamaba en cuatro meses, pero que siempre fue así y ella aprendió a aceptarlo; que a su hermana siempre le costó más; que en realidad él siempre estuvo; que su hija Juliana siempre le preguntaba cuándo iba a ver al abuelito Víctor; que durante años intentaron mantener el ritual de juntarse, aunque sea una vez al mes, en un viejo club en las afueras de La Plata, donde vivió toda su vida.
María Eva también habla de su madre, que siempre fue muy callada, que le pesa mucho hablar del pasado; que cuando llegó a la ESMA estaba con ella en brazos y se la arrebataron; que en ese momento pensó que no volvería a ver a su bebé; que cuando las soltaron, sin embargo, fue igual de duro; que los militares la llevaron a una escribanía y les quitaron la casa de Lanús; que en los años que siguieron tuvieron que migrar de un lado a otro…
Y, entonces, en ese preciso instante, María Eva habla de ella. De que en realidad sí, siempre le dio un poquito de envidia su prima que vivió en la misma casa hasta que se casó mientras ellos tenían que moverse de lugar en lugar; que aún tiene algunas preguntas pendientes; que odia las mudanzas; que ya no pasa sin festejar un cumpleaños. Y que se compró una cámara pero no la usa mucho. Que le gustaría tener más tiempo para aprovecharla, pero que de vez en cuando, cada tanto, se anima a sacar algunas fotos.
Enrique Néstor Ardetti, detenido-desaparecido
La escalera
Dicen que sabía manejar pero que nunca quiso tener un auto. Dicen que en cada testimonio y en cada visita guiada por la ESMA sumaba algún dato nuevo, como si conversara con su propia memoria. Nunca nadie lo vio de mal humor pero la disolución del Instituto y la pérdida de esa rutina en el centro clandestino le significaron un enorme vacío.
-Es difícil después de estar acá…- Basterra se echa hacia atrás sobre la silla.
¿Por qué?
-Y no es fácil lograr la sobrevida. ¿Por qué vos? Lográs sobrevivir por la circunstancia fortuita de que uno tiene un oficio que les sirve, porque si no hubiera sido gráfico o fotógrafo corría la suerte de Ardetti, de la negrita Villaflor o la ‘tía’ Irene… Y después está que perdés la capacidad de proyectar, entrás a ese territorio completamente extraño y adverso… Si me preguntas qué voy a hacer la semana que viene, no puedo responderte. Es como si…
¿Cómo…?
-Como si la posibilidad de futuro se me hubiera agotado ahí.
Víctor Basterra falleció el 5 de noviembre. Sus últimos años los pasó en su casa de Tolosa, a las afueras de La Plata. Un chalet gris con un patio, donde había algunas plantas y sobre la pared derecha reposaba una escalera. Una escalera alta, de pintor, algo gastada. Se confundía con la pared, parecía puesta al azar. Pero no. Si uno se detenía en ella, podía ver que daba a la única terraza lindera y tenía el ángulo necesario para garantizar que quien subiera por ella, pudiera hacerlo rápidamente y sin posibilidad de una caída asegurando una fuga rápida y efectiva.