Es veinte de enero en Washington DC. Llovizna con viento y cinco grados. Nada mal para la época, pero así y todo Alex, delegado sindical de la Comunication Workers of America, me recibe en Union Station con las manos rojas del frío. Cuenta que estuvo desde las seis de la mañana organizando a sus compañeros, que hay focos de protesta por todos lados pero poca coordinación entre sí. La ciudad está tomada por las manifestaciones y totalmente militarizada por los casi treinta mil efectivos policiales y el ejército, tanques de guerra incluidos. Se siente olor a goma quemada producto del incendio de un auto lujoso por parte de un grupo de activistas un par de horas antes. Alex lanza una advertencia a quienes nunca estuvimos en una protesta en territorio norteamericano: “Hagan lo que diga la policía que a la tercera advertencia, van presos”. Los más de 200 detenidos con que terminará la jornada darán la razón a las advertencias del joven sindicalista.
La tensión es palpable con los que llegan para presenciar la asunción de Donald Trump y lucen orgullosos sus gorras rojas con la leyenda Make America Great Again. Mientras la mayoría trata de que esa tensión no se traduzca en conflicto, algunos se deciden por la confrontación. En sólo veinte minutos de recorrer los alrededores de Columbus Circle, donde se concentran algunas agrupaciones de izquierda para marchar hacia las inmediaciones de la Casa Blanca, tres personas insultaron a la multitud. “Gasté mucho dinero en venir hasta acá y ustedes están arruinando nuestro festejo. Nosotros ganamos, ustedes perdieron. Acéptenlo y váyanse a sus casas”, increpa a los gritos un señor de unos cincuenta años a los manifestantes. Unos pasos más adelante, las provocaciones se revierten. Un joven consigue una de las gorras rojas y la quema delante de un contingente de republicanos recién salidos del evento de traspaso de mando.
vivir con lo nuestro
A sólo unos metros de distancia de las protestas, en el Capitolio, el presidente de la Corte Suprema John Roberts le toma juramento a Donald Trump, el magnate neoyorquino que logró convencer a 63 millones de estadounidenses (tres millones menos que Hillary Clinton pero mucho mejor repartidos) que no es parte del establishment, a pesar de ser una de las personas más ricas del planeta.
A lo largo de su disertación de quince minutos, uno de los más cortos de la historia de los discursos inaugurales, asegura que todas sus políticas se harán pensando en los trabajadores estadounidenses. Pone siempre el énfasis en el gentilicio. “Seguiremos dos simples reglas: comprar estadounidense y contratar estadounidense”. Como diría el economista argentino Aldo Ferrer: “vivir con lo nuestro”. La dificultad que tendrá en este punto Trump no será sólo poner en marcha un plan de deportaciones masivas de trabajadores de todo el mundo, algo que ya hizo su antecesor Barack Obama con más de dos millones de extranjeros. Además, tendrá que arreglárselas para mantener los salarios en un nivel aceptable para los empresarios nacionales, sin la nada despreciable ayuda de los inmigrantes que tironean los sueldos para abajo. El candidato que ganó las elecciones prometiendo crear nuevas fuentes de empleos en el sector industrial en pleno auge de la robotización, no la tendrá fácil para cumplir sus promesas.
Minutos más tarde, David, un chef mexicano morrudo, de pelo largo y ojos casi negros, sostiene un cartel de Black Lives Matter, el movimiento que nació a partir de los asesinatos de afroamericanos a manos de la policía, que también aumentaron como nunca en los últimos años. Cuenta que viajó desde Nueva York a las protestas de Washington aprovechando su único franco semanal en el restaurante del lujoso hotel boutique The Mark, allí donde se alojaron Mauricio Macri y Juliana Awada la última vez que visitaron la Gran Manzana. David tiene una de las visas de trabajo que Trump prometió dar de baja durante la campaña y gana doce dólares la hora menos impuestos. Cobra lo mismo cuando trabaja domingos y feriados, pero aun así es más de lo que podría ganar al sur del Río Bravo. Sus compañeros son casi todos inmigrantes latinoamericanos pero los pocos “gringos” que cocinan a su lado cobran más que él aunque tengan menos antigüedad y formación. Todo un modelo de meritocracia.
Esa noche me abren las puertas de su casa Jimmy y Susan, quienes se preparan para asistir a la Marcha de las Mujeres al día siguiente. Jimmy es un legislador del Estado de Maryland de 74 años que se define como socialista, “un poco a la izquierda de Bernie Sanders”. Como el senador de Vermont, Jimmy tuvo que presentarse a elecciones por el Partido Demócrata a pesar de no sentirse parte del mismo. Fue uno de los delegados que votó por Sanders en la Convención Nacional Demócrata de junio pasado y, al contarlo, su voz se llena de orgullo y resentimiento a la vez. Era la primera vez que un candidato que lo convencía llegaba tan lejos. Ahora, dice, el lamento es doble porque “todos pensábamos que Bernie era el mejor candidato para enfrentar a Trump”. Susan, una profesora de música que milita por los derechos civiles de la mujer desde los años sesenta, recuerda con cariño su militancia y asegura que es la primera vez que, el mismo día de su asunción, cree que un presidente no va a terminar su mandato.
no we couldn’t
El “sí se puede” (yes we can) fue el leitmotiv de campaña de Barack Obama en 2004, cuando fue elegido gobernador de Illinois; y en 2008, cuando sorprendió al mundo convirtiéndose en el primer hombre negro en llegar a la Casa Blanca. Antes de eso, había derrotado a Hillary Clinton en las primarias demócratas, superándola en cantidad de delegados pero no en votos. Sí, la ex primera dama tropezó dos veces con el peculiar sistema electoral yanqui. Sin embargo, mucho antes el “sí se puede” había sido utilizado por César Chávez, el líder sindical de Arizona, como slogan del combativo sindicato de campesinos.
Ahora, ese mismo canto es entonado por la multitud en una de las pintorescas estaciones de subte del centro de Washington D.C., ocho años después de la elección que consagró a Obama como presidente y un día después de la jura de Donald Trump. Es que a muchos les da la impresión de que no se pudo demasiado, o que se pudo mucho menos de lo esperado. Las promesas por parte de Obama acerca de un país más justo, se vieron opacadas por una desigualdad que no paró de crecer (tendencia que permanece igual desde 1973), sumado a un recrudecimiento del racismo, la violencia policial, la pobreza y el endeudamiento durante su gestión. Dicha desigualdad se profundizó especialmente en los últimos ocho años para algunos colectivos, como los afroamericanos, cuyo patrimonio neto es ahora trece veces menor que el de los blancos y su media de ingresos anual, casi la mitad.
Las mujeres de la —por ahora— principal economía mundial, a las que les tocó liderar la primera marcha masiva contra Donald Trump, no gozan de un derecho tan básico como el de la licencia por maternidad. Eso tampoco se pudo con Obama y, aunque Ivanka Trump haya mencionado el reclamo durante la campaña de su padre, las primeras medidas del magnate devenido en presidente no parecen ir en el sentido de ampliar los derechos de las mujeres. Prueba de ello es que en su primer día en funciones, Trump ordenó el desmantelamiento del Obamacare (la política de la gestión Obama mejor valorada por todos los norteamericanos), que beneficia a más mujeres que hombres, y el desfinanciamiento de las oenegés que mencionen el aborto como consejo de planeamiento familiar. Además, Trump puso en cuestión durante la campaña el fallo “Roe vs. Wade” de la Corte Suprema (la que Trump deberá renovar parcialmente), que reconoce el aborto en los Estados Unidos como un derecho tan constitucional como la portación de armas de fuego.
cambiaron
Al salir del subte, a metros del memorial de Abraham Lincoln, la marea de personas que recorre las calles de Washington es inconmensurable. Imposible chequear en el celular cuántos son (luego se sabrá que más de medio millón allí, y casi tres en todo el país), porque la red de internet está colapsada. Pero la sensación de infinitud es concreta. Para cubrir la cabeza del frío, pero también como símbolo de la protesta, tanto mujeres como hombres llevan puestos los pussyhats, unos sombreros de lana rosa con orejas de gato que conforman un juego de palabras con los dichos de Donald Trump acerca de agarrar a las mujeres por la vagina sin su consentimiento. Esa última filtración que todos creíamos que lo habían dejado sin chances de ganar la elección.
Joclyn, una enfermera de unos treinta años, viajó desde Carolina del Norte (a 400 kilómetros de Washington D.C.) especialmente para la marcha de mujeres con su hija de tres años y algunos amigos. “Mi razón para estar acá es esta nena que tengo en brazos. Ella tiene una enfermedad preexistente del corazón y necesita una medicina de por vida que incluso con ACA (Affordable Care Act conocido también como Obamacare) se me hace muy difícil pagar, por lo que estoy muy preocupada acerca de lo que puede pasar con eso”, comenta Joclyn. Lejos de tildar a los votantes de Trump de xenófobos y racistas, sostiene que el resultado de las elecciones se dio porque las personas suelen comprar soluciones fáciles y rápidas para problemas complejos. “Los votantes de Trump estaban enojados y sólo querían un cambio, aunque ni ellos mismos sabían qué quería decir ese cambio”, concluye.
Muchos de los cantos que se escuchan a lo largo de la marcha tienen origen en los agitados años que marcaron el fin de la década del sesenta, cuando se le reclamaba a Nixon el fin de la incursión estadounidense en Vietnam. Lo que habla a las claras de que hacía mucho no había un factor aglutinante de tantos colectivos a la vez en los Estados Unidos. Donald Trump es ahora ese factor, aunque algunos reclamos vienen madurando desde hace años.
oportun crisis
“We are the 99” gritan muchos de los convocados en los alrededores de la Casa Blanca, ya cuando empieza a caer el sol. En ese momento Tom, un delegado del sindicato gastronómico de Nueva York, explica que la consigna surgió durante el movimiento Occupy Wall Street, cuyos reclamos en el distrito financiero de Manhattan apuntaban contra el uno por ciento más rico del país y contra el poder financiero. Para Tom, que a los veinte años supo armar comisiones internas en el Starbucks de su Queens natal, el proceso abierto con dicha ocupación derivó en la sorprendente adhesión que despertó un candidato como Bernie Sanders años después, “quien atacaba a Wall Street en todos sus discursos y los responsabilizaba de la creciente desigualdad. Ahora, con Trump en el poder y la derrota de Hillary como representante del ala conservadora del Partido Demócrata, hay una nueva oportunidad para ese tipo de posiciones”.
No sólo Tom ve una oportunidad en el nuevo gobierno de Estados Unidos, repleto de empresarios y republicanos ultraconservadores recién bajados del freezer, como Rudy Giuliani. El nuevo aislacionismo norteamericano que parece pregonar Trump, encuentra ilusionados y decepcionados por igual en distintos rincones del planeta. Aunque todavía es una incógnita qué papel jugará Rusia en el nuevo orden que asoma, es bastante probable que Trump seduzca a Putin para competir con China y romper un posible eje chino-ruso, lo cual coloca al Kremlin en una posición potencialmente estratégica.
En el otro extremo del continente americano, algunos como Argentina y Chile, ya empiezan a pegar volantazos ante el resquebrajamiento de la Alianza del Pacífico y otros, como Rafael Correa, ven en la llegada de Donald Trump a Washington una oportunidad para el resurgir de las izquierdas en Latinoamérica y fortalecer la región en términos económicos y políticos como sucedió durante la presidencia de George W. Bush. Habrá que vivir con lo nuestro, o ver cómo hacer para pagar lo de ellos.
Lo que sí parece seguro es que la marcha que lideraron las mujeres el último sábado parece ser sólo el principio de un período de alto voltaje social que tendrá su epicentro durante los próximos años en Estados Unidos, pero que promete sacudones fuertes en el resto del planeta. Si se trata de un cuestionamiento profundo al sistema político y al capitalismo en su conjunto, o sólo una lógica reacción ante el inesperado peor escenario, todavía es una incógnita.