sobre niños héroes y tumbas sin nombre | Revista Crisis
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sobre niños héroes y tumbas sin nombre
Un western protagonizado por una pareja de documentalistas, una road novel a través del desierto del sur de los Estados Unidos, una denuncia sobre las muertes de niños en manos del control migratorio, una crónica de disgregación familiar que de pronto se convierte en la reescritura alucinada de El guardián en el centeno. Algunas razones por las cuales Desierto sonoro, de Valeria Luiselli, fue una de las novelas más interesantes que se publicaron en 2019.
Ilustraciones: Panchopepe
24 de Junio de 2020
crisis #42

 

Durante 2019 me cansé de ver en mi feed de Instagram fotos con la tapa de Desierto sonoro, la novela de Valeria Luiselli publicada en Argentina por la Editorial Sigilo, con exquisita traducción de Daniel Saldaña París –si bien la autora es mexicana, está radicada en los Estados Unidos y escribe en inglés. Muchos la etiquetaban como la novela del año, y tras haberla leído creo que aquel entusiasmo no era exagerado. Luiselli logra construir una novela profunda y ambiciosa sobre un tema urgente como es el de la cacería y deportación de personas migrantes en Estados Unidos, antes de que Donald Trump fuera presidente. Exhibe las continuidades de sus políticas con las de Barack Obama. Y, en gran medida, su trabajo adquiere una nueva vigencia ante las nuevas formas de segregación que se producirán en el escenario pospandemia.

No se trata, sin embargo, de una clásica novela de denuncia. La organización de los capítulos y de las fuentes se orienta a que leerla sea como hurgar en un archivo, con la elasticidad y el dinamismo propios de un juego de cajas chinas llenas de historias de carretera, una dentro de la otra, hilvanadas con un mecanismo prodigioso. Boris Groys dice en alguno de sus libros que el arte contemporáneo se orienta a un trabajo con la documentación de los proyectos fracasados. Desierto sonoro explora esa posibilidad y no se priva de interrogarnos con una historia que cautiva e identifica.

Casi todo acontece durante un viaje en automóvil de una familia ensamblada a través de las autopistas del sur de los Estados Unidos rumbo al desierto que ocupa buena parte de Arizona y de Nuevo México. La narradora y protagonista va en busca de material de archivo para documentar el genocidio de niños migrantes indocumentados que, tras filtrarse en el territorio estadounidense con la ayuda de los famosos “coyotes”, buscan ser encontrados por las fuerzas de la policía migratoria para obtener asilo político. Su marido, en espejo, busca material sonoro para testimoniar los ecos de la presencia en la zona de los últimos nativos americanos que vivieron en libertad. Ambos tienen horizontes e intereses similares pero no convergentes, y ninguno está dispuesto a sacrificar su proyecto por la unidad de la familia que crearon.

Si la pareja en estado de disgregación se dedica a negociar los términos de la inminente ruptura en base a silencios, los niños, desde sus asientos traseros, se dedican a imaginar y a cuestionar. En la tradición de cierto realismo norteamericano, estamos ante seres que intentan brindarse amor pese a intuir que todo está perdido. El desenlace será casi trágico.

La organización de los capítulos y de las fuentes se orienta a que leerla sea como hurgar en un archivo, con la elasticidad y el dinamismo propios de un juego de cajas chinas llenas de historias de carretera, una dentro de la otra, hilvanadas con un mecanismo prodigioso.

 

perfección

¿Existe la novela perfecta? Más bien, existen formas en que ciertas novelas tienden a la perfección. El desasosiego unido a la madurez narrativa de Luiselli, su dosificación de los climas y de cierta resignación iluminada y poética ante la brutalidad del mundo, llenan sus “cajas de archivo” de iluminaciones como esta:

“El niño nos guía entre las multitudes y nos lleva directo al tanque principal, donde está Calipso, la tortuga gigante de una sola aleta. Nos hace quedarnos ahí parados, observando ese animal hermoso y tristísimo, que nada en círculos alrededor de su jaula acuática. Parece el alma de una mujer embarazada: habitada, fuerte pero fuera de lugar, atrapada en el tiempo”.

En una cuerda paralela, una novela (casi) perfecta no necesita de la sustentabilidad de sus premisas ni de un ritmo armónico. La (in)verosimilitud de una pareja de sonidistas con hábitos de consumo de especialistas en literatura, la de una aventura infantil que roza el surrealismo, o la engorrosa irrupción de un registro narrativo algo solemne que la novela despliega por momentos y que la autora parece haberse encaprichado en incluir, no impiden un cierre estético superior a la suma de sus partes. Esto se parece a la magia y es digno de celebrarse. Existe un punto en donde el lector siente una empatía estética profunda con la propuesta del escritor, y esta identificación suele ocurrir por senderos siempre sinuosos y acaso laberínticos, imposibles de predecir. Desierto sonoro lo consigue y este es uno de sus principales méritos.

Hay un tercer nivel de la experiencia de lectura donde se juega un elemento vinculado a la existencia social de la novela: su vocación de honestidad. Las novelas no pesan en páginas sino en las huellas del esfuerzo de los autores por aportar algo de verdad, forjando una ética al calor de una estética. Desierto sonoro es de momentos demasiado perfecta porque se le nota un desbocado esfuerzo por evitar cierto retorno de lo reprimido que, en mi particular forma de ver las cosas, es lo que aporta un efecto de sellado a las novelas. No obstante, este costado frío de la narración se compensa con un compromiso poco usual con los materiales. Hay que escribir un libro como Los niños perdidos (publicado por la autora en 2016) y volver a intentarlo incriminándose otra vez de manera personal. Este esfuerzo se nota y es otra de las cosas que los lectores deberíamos agradecer a Luiselli.

 

portaequipajes

Hasta aquí la novela y su solidez. Pero como hablar de literatura no consiste solo en hablar de organicidades, estéticas o procedimientos, no podemos dejar de mencionar a otra caja que quizás viaja en el techo del automóvil que representa a la novela. Esta caja aparece rotulada por los paratextos que nos presentan su edición en español: una serie de referencias, alusiones y citas a instituciones de mecenazgo universitario que terminan componiendo una sobreactuación profesionalista y meritocrática. Quizás este fue el principal motivo que propició ciertas lecturas partisanas que la novela recibió. Por más que la semblanza de la sociedad estadounidense es tan dura como certera y no se esquivan definiciones tajantes como la implicada en la palabra genocidio al referirse al conflicto migrante, se criticó un supuesto compromiso superficial y acomodaticio con el problema, muy a tono con la buena voluntad cosmopolita del liberal progresismo neoyorquino.

En este punto se hace necesario hacer un alto. El problema no es que se elija a la Vanity Fair o al New York Times como espacios de consagración más que legítimos, ni la inútil profusión de referencias bibliográficas –que recuerdan a una suerte de monografía escolar. El verdadero problema tiene que ver con los contextos de recepción posibles para esa gestualidad. El trabajo profundo y comprometido jamás debería ser cuestionado. Sin embargo, las reglas para la vida muchas veces no aplican a la hora de leer la ficción. En Estados Unidos, la estrategia de Luiselli, su vocación de escribir en inglés, pueden resultar irreverentes y casi profanatorias. Leídas desde países endeudados y profanados por el mercado estadounidense, con problemas humanitarios muchísimo más urgentes que la crisis migrante de los Estados Unidos, es natural que despierten suspicacias.

Tiendo a preferir que los libros no tengan una versión diferente de acuerdo a cada mercado. Añoro una literatura donde un profeta pueda serlo en su tierra y también en el imperio y quizás un poco más allá. Pero, dejando de lado la irresoluble tensión entre triunfar en las metrópolis culturales y ser coherente en el plano de la política –y no creo que haya personas que lo sean en un cien por cien–, resta otra inquietud que me resulta aún más difícil de elaborar que la cuestión de los contextos de recepción. La pregunta sería: ¿se puede comparar el genocidio estadounidense de sus pueblos originarios con el genocidio ejercido contra los migrantes? ¿No es la traslación de estas dos cuestiones, de a momentos, demasiado lineal? ¿No se borran así bajo un manto estético un sinfín de coordenadas geopolíticas e históricas que merecerían un análisis un tanto más profundo, complejo, con mayores herramientas? ¿Hacía falta este paralelismo?

Trazar correspondencias históricas es una estratagema del pensamiento dialéctico y una herramienta de la retórica militante. Lo que no puedo terminar de responder es si estos movimientos son un hallazgo en el montaje de la novela o un artilugio para sortear problemas mucho más difíciles.

Permitiéndonos una lectura holística, podríamos decir que Luiselli apuesta a elaborar una refl exión original sobre la relación entre la pulsión documental que atraviesa a la cultura contemporánea y la instantaneidad cada vez más fragmentaria de nuestra experiencia formateada por timelines algorítmicamente digitados.

 

ecos

Podría pensarse que el eco es la huella de los sonidos, y que toda huella tiene una existencia fantasma. Desierto sonoro es una novela donde se persiguen fantasmas de relaciones pasadas y donde los fantasmas, a su vez, salen a cazar. Quizás esto podría decirse de otros libros de Luiselli: Los ingrávidos es casi literalmente una novela de fantasmas. Si la literatura es un diálogo con los muertos que se lee como una invocación, si por otro lado la poesía es la forma en la que intentamos recuperar un pasaje que nos reconcilie con la naturaleza –y por eso, justamente, la poesía no comunica–, y si la política es una forma de imaginar la reconciliación profana entre los hombres a través de las cosas –y por eso la política deja de ser interesante cuando no hay teología política–, Desierto sonoro es una indagación específica por la relación entre la literatura, la poesía, la política y el sonido.

Permitiéndonos una lectura holística, podríamos decir que Luiselli apuesta a elaborar una reflexión original sobre la relación entre la pulsión documental que atraviesa a la cultura contemporánea y la instantaneidad cada vez más fragmentaria de nuestra experiencia formateada por timelines algorítmicamente digitados. Recuperar la brutalidad del sonido es llevar la pulsión documental al extremo en el que no puede ser capturada por la industria. Y requiere, en este contexto, una serie de operaciones específicas. Los protagonistas de la novela trabajan intentando clasificar y archivar sonidos. Pero uno de ellos, él, es documentólogo y otro, ella, es documentalista. La diferencia entre ambos, según la novela, es que el documentólogo se parece más a un bibliotecólogo (por su flema de archivar lo dado) y un documentalista a un alquimista (por su debilidad por el montaje). Registrar y mezclar sonidos, pero también captar lo inasible, lo que ya no va a existir, los fantasmas.

El desierto es un laboratorio donde los sonidos pueden enfrentarse, podría decirse, a cielo abierto. Existe otra novela extraordinaria sobre los sonidos y el desierto estadounidenses: Limbo, de Agustín Fernández Mallo. Pero mientras que Fernández Mallo puede conservar cierta ingenuidad sobre su desierto porque lee a los Estados Unidos desde cierta fascinación naif con su industria cultural, Luiselli lo trabaja como una gran tumba donde aún resuenan las voces de los muertos políticos. La literatura puede ser, al menos, el eco de esos muertos. Y si los muertos son niños, lo sabemos, esas muertes duelen más.

Uno sale aturdido de Desierto sonoro, pero se trata de un aturdimiento que nos hace mejores. La sensación es la de haber hecho un duelo en cámara rápida subido a una cápsula del horror y de la luz. Se trata de una obra necesaria y estoy seguro de que sus ecos están destinados a perdurar en el desierto de Netflix y la propuesta audiovisual basura con la que, sé que no soy el único, suelo empacharme durante estos primeros meses de pandemia.

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