Se acercan las fiestas y los suplementos culturales de la prensa masiva −o lo que queda de ella− suelen realizar una encuesta sobre cuáles fueron los libros del año. Leer las respuestas de escritores, críticos o intelectuales −mantengamos también la ficción de que esos sustantivos comunes todavía significan algo− puede ser un material más que educativo si uno puede tomar la distancia correcta y plantearse el ejercicio de trazar una cartografía impresionista de lo que está sucediendo en esa otra gran representación colectiva, ni viva ni muerta, llamada por tradición campo literario.
Siempre me gustó la vocación orgánica y organizadora de aquellas encuestas. Esta nota tiene un objetivo mucho más evanescente: delinear algunos fructíferos caminos que la literatura argentina contemporánea parece haber elegido tomar en 2018. Ya que casi todo lo que leo me parece de una calidad extraordinaria, y que la novedad es un valor que ya fue commoditizado por las empresas de tecnología, voy a elegir concentrarme en cuatro libros que elaboran ciertos núcleos traumáticos a los que se enfrenta el estatuto de la ficción literaria en los aciagos tiempos de neoliberalismo extractivista, posdemocracia, gobierno financiero e industria cultural reformateada por las plataformas de extracción de datos.
Estos libros no se limitan a funcionar como “literatura” sino que bocetan derroteros posibles para la experiencia literaria. Aunque, de una forma u otra, la dimensión utópica proyectada por estas cuatro novelas se cifra más en las preguntas y en los campos de experimentación que abren que en las respuestas que proponen, las elegí porque sostienen una vocación de interferencia en lo público que caracteriza a la literatura que más me interesa.
el Martín Fierro deconstruido
La literatura argentina se ha dedicado a celebrar, viviseccionar, analizar o cuestionar sus mitos literarios, pero de lo que se trata es de transformarlos. Y para transformarlos no alcanza el usual teatro de operaciones literarias, sino una subversión radical de las identidades que estos mitos petrificaban. Esa parece ser la hipótesis de trabajo de Gabriela Cabezón Cámara en Las aventuras de la China Iron, una novela (de 2017) donde las tensiones entre civilización y barbarie, la pregunta sobre la violencia y sus representaciones en la literatura argentina y los mitos de origen vinculados a lo nacional −por cierto interrogados de modo brillante en el también reciente ensayo de Carlos Gamerro Facundo o Martín Fierro− reciben una descarga de ácido en la cara. Se trata de una road movie onírica pero antes que nada lírica, con una prosa encantada y casi milagrosa que no reniega de la evocación gauchesca pero la insufla de vitalismo místico: una mirada sobre la pampa, sobre el polvo, sobre la sangre y sobre los ríos que trabaja en los límites entre lo humano y animal, entre el movimiento y la quietud, entre el ser de la pampa y el acaso trágico acontecimiento de su domesticación.
La China Iron, madre de los hijos de Fierro, fue adoptada por la negra cuyo marido-dueño Fierro acuchillaba en la versión de José Hernández. Víctima de nuestro gaucho nacional, que había asesinado a su amor primigenio y la violaba y tiranizaba, la China es rescatada por Liz, una inmigrante inglesa que entre otras cosas le enseña los placeres del amor entre mujeres. Así la China inicia una travesía en la que, además de repasar su vida y de construir una nueva identidad deseante, acompañará a su benefactora en busca de su marido y de unas supuestas tierras compradas a los militares. En el camino formará una nueva comunidad junto a su querido perro Estreya y a Rosa, otro gaucho fugitivo y rebelde. El convoy de Liz irá a parar al falanasterio estanciero modelo de José Hernández, el autor del poema nacional travestido en personaje de ficción. Se trata de un borrachín paternalista y represor, a quien Thelma y Louise terminarán robando y estafando para luego huir e integrarse con una tribu aborigen que, anfibia, decidirá alejarse de las duplicidades de la civilización occidental para fundar una nueva mitología: la de una sociedad rizomática y mística, reconciliada con la naturaleza.
La novela no se pretende una versión femenina ni queer del poema de José Hernández; mucho menos una “reescritura de la historia” desde la voz de las oprimidas. No hay una “ida” ni una “vuelta” que borra con el codo lo que había escrito con la mano. Tampoco hay una “denuncia” de la operación triunfante de Hernández por sobre la población gaucha y su apoyo al capitalismo de amigos basado en la promiscuidad entre estancieros y militares −bueno, quizás sí haya un poco de eso. Lo central es que en este puro viaje, en el puro devenir que propone el viaje de la China, asistimos a un caleidoscopio donde los cuerpos y los afectos, el paisaje y el lenguaje establecen una relación de poliamor narrada por la encantada voz inocente y maravillada, recorrida por la multiplicidad idiomática, de la narradora. Sin estridencias pero sin pacatería, con un dispositivo hiperliterario y al mismo tiempo entretenido, Cabezón Cámara nos deja picando una serie de intrigas políticamente urgentes: aquellas vinculadas al derrotero de las manadas micropolíticas y su vinculación con las instituciones, su estatuto al devenir mayorías, su relación con las armas, con el estado y con la técnica.
unidos y dominantes
Ezequiel Zaidenwerg es poeta, académico y traductor. Desde 2005 administra zaidenwerg.com, una página que fue un blog y hasta la fecha muestra una vitalidad inusitada, donde Zaidenwerg, un obsesivo de la métrica y de las publicaciones digitales, traduce desde el inglés y publica una amplia variedad de poesía. Pero en 50 estados. 13 poetas contemporáneos de Estados Unidos nada es lo que parece. Primero porque no se trata de un libro de poesía o, si lo es, nos encontramos frente a una antología ficcional de poetas norteamericanos seguida por entrevistas a esos poetas. Una antología que pregunta sobre cuatro cuestiones principales: el encuentro con la poesía, las opiniones y las decisiones estéticas de los poetas −sus mecanismos y procedimientos-, su vinculación con las instituciones literarias y su evaluación del mundo de la poesía norteamericana. ¿Pero qué significa que estemos ante una antología ficcional? Significa que todos los poetas son heterónimos de Zaidenwerg. Zaidenwerg, el autor, es el difuso campo de posibilidades, preguntas, obsesiones, sentimientos, resonancias y “uso de los fierros” −métrica, lenguaje, sistemas de imágenes− que surgen de la lectura conjunta de los 13 heterónimos. Pero también, y esto es lo que me parece más interesante, es el investigador que interroga a esos poetas. Que en general son poetas estadounidenses reales que respondieron para el libro haciéndose pasar por sus heterónimos.
Poeta, investigador, organizador de confluencias donde se legisla en un territorio intersticial, tal como propone la tradición de la estética relacional. El libro nos dice que el escritor es hoy un activista literario. Pero a diferencia de lo que sucede con este tipo de experimentos conceptuales, en 50 estados las hipótesis de trabajo arriesgadas no conspiran contra la densidad de los poemas, sino que la potencian. Porque las voces de los heterónimos de Zaidenwerg traslucen, más allá de las texturas y de los estilos, un profundo amor por el lenguaje. Y las respuestas a sus preguntas dejan sentir una honestidad mucho más profunda que la de las narrativas del yo. Quizás 50 estados sea la novela argentina más importante de 2018. Es poesía, pero también es un sampleo que podemos bailar todos, y es una investigación sensible sobre sus condiciones de posibilidad como objeto estético, social y político. Es un libro que homenajea pero que también saquea a la poesía. Vampiriza a la tradición. Esta dimensión antropofágica se vincula a que, además de una antología, una investigación y una performance, el libro de Zaidenwerg es una tesis sobre la traducción. Porque todos los poemas tienen su versión en inglés, alineada verso a verso en lo que debe haber sido un trabajo intenso para los editores de Bajo La Luna. Y leer y comparar las versiones en inglés y las versiones en castellano es una provocación pero también es una autopista perdida hacia el lugar donde los misterios del lenguaje se entremezclan con la bruma de la geopolítica. Se sabe: el inglés es el idioma del poder.
La política no es esquivada ni confundida con un malditismo formalista, anacrónico y agotador. Aunque casi no lo nombran, todas las entrevistas y varios de los poemas hablan de las fuerzas que llevaron a Trump al poder. Y hablar de Trump hoy es hablar de su éxito económico y también de la academia como un mercado esponja capaz de absorber, pasteurizar, seccionar y domesticar cualquier impulso de transformación social. En este sentido “Declaración de Independencia”, el poema de Taylor Moore que cierra la antología, funciona como una declaración de principios políticos y estéticos. Como un personaje de los documentales de Errol Morris, Zaidenwerg tardó más de diez años en escribir este libro incómodo para los nostálgicos del siglo XX, estimulante para los lectores del presente y acaso profético para los del futuro.
polvo de estrellas
La otra novela que me impactó durante este año tampoco es exactamente una novela, o al menos aparece en una colección que tiene el curioso nombre de “Biblioteca de la memoria” de Anagrama. Se llama Plano Americano y la escribió la ¿cronista? ¿periodista? ¿antologadora? ¿perfilista? ¿escritora? Leila Guerriero. El libro consiste en veintiséis perfiles de “personalidades de la cultura” latinoamericanas que desarrollaron sus carreras entre principios del siglo XX y principios del siglo XXI. Entre ellos podemos contar a los poetas chilenos Nicanor Parra y Claudio Bertoni, a las artistas argentinas Marta Minujín y Nicola Costantino, al joyero Marcial Berro o a las escritoras Hebe Uhart y Aurora Venturini.
En sus textos Guerriero se comporta como una investigadora que es al mismo tiempo una psicoanalista. Sin embargo, en lugar de buscar la cura de sus pacientes quiere quitarles la esmeralda de su verdad, los perfumes del rapto inconsciente, el canto mudo de sus acciones. Estamos ante una asesina paciente y tímida, que con buen pulso y economía de recursos construye atmósferas muchas veces inolvidables. Una saqueadora en busca del santo y multifacético grial de la condición contradictoria, alucinada y visionaria de los creadores que elige para sus perfiles. Hay momentos de iluminación en los encuentros que sostiene, en sus formas de perfilar manías sin caricaturizarlas, en su intento de forjar empatía con sus sujetos/objetos de análisis. Guerriero siempre va hacia el límite indecidible donde el perfilado es un genio, un idiota, un canalla y un santo a la vez. Huye antes de que su hallazgo centellee, con la esperanza de que germine en la mente del lector.
Se podría decir que ese tipo de procedimiento fue típico de buena parte del realismo literario del siglo XX. De hecho, en los paratextos al libro no faltan los intentos de “jerarquizar” la labor de Guerriero en tanto “periodista” o “cronista”, acudiendo al dudoso sintagma de “crónica narrativa”. En uno de los blurbs Mario Vargas Llosa, precursor de la alt-right, dice que el periodismo puede ser una de las bellas artes sin renunciar a “informar”. En fin. Mi hipótesis de lectura, y el motivo por el que considero que el de Guerriero es también un libro imprescindible, pasa menos por su estatuto literario que por el resultado al que arriban sus pesquisas. Voluntariamente o no, la suma de los perfiles de la novela, desde Idea Vilariño a Roberto Arlt, logran que el personaje principal de su novela no sea otro que el clima moral de la cultura de las artes de América Latina en el siglo XX. El lector va conquistando la certeza de que este personaje, que se proyecta en la vida de los “artistas” y los debilita, es venal, es misógino y, por encima de todas las cosas, es miserable (el hecho de que pocos de los perfiles de Guerriero hayan sido publicados en medios argentinos vendría a darle tintes dramáticos a esta idea). El siglo XX fue épico, es cierto, pero también bastante deprimente. ¿Hay sin embargo algo que añorar? Probablemente muchas cosas. Pero Plano Americano es honesto e imprescindible porque va en busca de una llama sagrada y lo que encuentra es un montón de polvo. Y lo muestra. Sarah Connor nos tira el polvo de estrellas en los ojos, y no sabemos si lo que se escucha de fondo es la risa del patíbulo o el llanto de los cisnes.
el siglo del yo
La cuarta indagación literaria que elegí es una compilación de ensayos de Diego Vecino, titulada La felicidad según Coca Cola y publicada por Ediciones Paco. El libro está conformado por un conjunto de textos que salieron publicados en la web y atraviesan diferentes problemas que podrían ser anudados como un intento por bocetar una contra-historia de la democracia occidental. La estrategia es pensarla menos desde los colectivos sociales o las organizaciones políticas que desde dos vectores estructurantes: las oscilaciones del capital financiero global, por un lado, y los discursos performativos de las marcas de consumo masivo como su contrapartida. El fracaso del cambio de la fórmula de Coca Cola a mediados de los ochenta, las telenovelas patrocinadas por Procter&Gamble, la filosofía de Phil Knight, el creador de Nike, el ocaso de los megamillonarios del supuesto milagro brasileño y el modus operandi de los fondos de adelgazamiento financiero que toman control de las compañías, el fútbol entendido como un negocio de exportación de commodities y la sensual y antimoderna belleza de los pañuelos Hermes son algunos de los temas que Vecino recorre con una tesis provocadora: ante la contracción de la economía capitalista desde la crisis del petróleo, las empresas que producen bienes de consumo masivo están viendo reducidos sus márgenes de ganancia por la incorporación de nuevos jugadores surgidos en economías periféricas. La incorporación de estos jugadores absorbe más cuota del negocio que la que aportan sus propios mercados internos. Como consecuencia los fondos financieros representados en Argentina por personajes como el expresidente del BCRA Luis Caputo empiezan a tomar el control y la gestión y esto genera dos tendencias: las megafusiones por un lado (el caso de las cerveceras podría ser testigo, y hay palabras dolidas de Vecino sobre lo que AbInveb hizo con Quilmes) y la proliferación de marcas baratas, de baja calidad, periféricas y globales, destinadas cada vez más a un infraproletariado sobrante en épocas de extinción paulatina pero sostenida de las clases medias.
En esta suerte de retorno al siglo XVIII sin el fantasma del comunismo, un mundo sin movilidad social ni utopías igualitaristas, las marcas, grandes mascarones de proa de las corporaciones de consumo masivo, se desdibujarían y eso es leído por Vecino como una amenaza. Porque la segunda parte de la hipótesis de su libro, la que más se extiende en forma arborescente a lo largo de los ensayos, consiste en destacar que son las marcas, y no la política, las encargadas de producir narraciones sociales y mitos pregnantes sobre el buen vivir, las metamorfosis en los afectos y, a fin de cuentas, la felicidad. Para Vecino, uno de los efectos de la secularización es que las marcas no son fachadas que enmascaran la apropiación de la plusvalía sino entidades híbridas que, informadas por la contracultura y siempre en tensión con los valores hegemónicos (basta recordar lo que Virginia Slims hizo por el primer feminismo) matizaron los impulsos más brutales del capitalismo occidental y construyeron valores en tensión con las vanguardias artísticas, políticas y culturales. ¿Fueron individualistas? Seguramente, pero el comunismo no lo fue y quizás por eso resultó básicamente
incapaz de construir imágenes perdurables de felicidad colectiva. El lento declive de las marcas en manos de la lógica financiera en un mundo severamente estratificado sería el pasaporte seguro a un sistema de valores muchísimo peor del que nos toca vivir. Para Vecino, hoy, y en su desesperación por sobrevivir ante un ancien regime que se quiebra, las marcas son las únicas organizaciones capaces de transformar la realidad. La literatura, mientras tanto y cada vez más, se resiste a otorgarles batalla mientras la religión se obstina en valores residuales.