El 50 aniversario del golpe de Estado en Chile fue una interesante cita para percibir la tonalidad política que el presente nos depara, dominado por una eficaz contraofensiva reaccionaria. Entre los ejes que organizaron la discusión pública por esos días en el país vecino hubo un enunciado particularmente venenoso: “Sin Allende no hubiera habido Pinochet”. En boca de los actuales personeros de la ultraderecha esa consigna resulta insólita y miserable. Mientras tanto, el actual gobierno de Gabriel Boric se empeña en conceder cada vez más terreno político y simbólico. Nada muy distinto a lo que sucede entre nosotros.
Ahora bien, el slogan revisionista tiene un reverso que no deja de ser certero. Y es que, más allá de su contundente convicción republicana, la apuesta de Salvador Allende fue de un formidable alcance transformador. Su “vía pacífica” era menos espectacular que las por entonces “audaces canciones” de la guerrilla, pero conducía firmemente hacia el socialismo. Esa estrategia amenazaba al statu quo y precisamente por eso, en efecto, lo derribaron. Medio siglo después, el mandatario más joven del mundo parece haber aprendido la lección del dictador pero desoye el legado del presidente-mártir.
Lo llamativo es que, en este contexto, experimentamos un extraño efecto óptico: sucede que al recordar aquel gobierno de la Unidad Popular, transcurrido entre 1970 y 1973, nos asalta la sensación de estar contemplando un futuro deseable. Como si el horizonte hubiera quedado en el pasado, mientras el porvenir se torna cada vez más amenazante. Estamos atrapados por la nostalgia. Nada muy distinto a lo que sucede en el país del tango.
No se trata simplemente de adoptar una impronta de mayor o menor radicalidad, ni siquiera alcanza con redoblar la audacia. Asistimos a una desconexión profunda entre los grupos políticos progresistas, de izquierda o nacional-populares y los sectores plebeyos o juveniles que históricamente estaban llamados a ser su principal fuente de sustentación y también de inspiración. Quizás porque cuando acceden al gobierno no logran resolver los problemas estructurales que aquejan a las mayorías. Quizás por la incapacidad para proponer imágenes de felicidad que estén a la altura de los desafíos del momento. Pero hay algo más preocupante aún: el devenir élite de las militancias emancipadoras, su complicidad con un orden consensual que reproduce la injusticia y sumerge a las multitudes en un profundo y explosivo malestar.
la vuelta al pueblo
La reconexión no será soplar y hacer botellas. No basta imitar los procedimientos utilizados por la ultraderecha, gritar más alto que ellos, inventar nuestro propio outsider. Tampoco funciona fingir demencia y apostar a un conmovedor ejercicio de autoconvencimiento (en torno a frases como “el peor de los nuestros es mejor que el mejor de ellos”), porque ese pragmatismo sin resultados lejos de conmover a quien tenemos al lado lo reafirma en su convicción de algo distinto. Aunque la alternativa sea una catástrofe. Porque lo dado es un desastre.
El desafío trasciende lo electoral y se ubica en un plano más profundo que el ideológico, allí donde lo que define son los afectos, los intereses objetivos y los estados de ánimo. Vivimos el fin de un ciclo histórico, porque está emergiendo un pueblo nuevo que se formateó en condiciones neoliberales y exige un replanteo de la superestructura política y de los téminos en que se establece la representación. Hay que poner las barbas en remojo, meter otra vez las patas en la fuente y recrear nuestras gastadas certezas sobre qué significa la virtud colectiva. No es solo encontrar un speech que funcione, o el programa acertado, necesitamos una nueva gramática para construir ese grito popular de dignidad y rebeldía sin el cual la democracia termina siendo apenas una formalidad.
Quizás la magia pueda salvarnos ahora. Y tal vez los milagros finalmente existan. En los momentos de peligro no hay por qué aferrarse al razonamiento lógico, ni encontrar fundamentos materialistas. Pero una vez que el soberano haya manifestado su voluntad, la tarea principal va a seguir pendiente, cada vez más urgente. Sin miedo. Sin victimizarnos. Sin hacernos los incomprendidos. Resistir es crear.