¿por qué sube el precio de los alimentos en argentina? | Revista Crisis
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¿por qué sube el precio de los alimentos en argentina?
En este informe nos vamos a ocupar del precio de los alimentos, una de las causas fundamentales del aumento de la pobreza y la indigencia en la Argentina. Por eso nos sumergimos en el fascinante mundo del Mercado Central de Buenos Aires, corazón logístico del sistema de distribución y quizás el último proyecto de modernización en la materia que pensó la intelligentsia nacional. Una pregunta nos condujo hasta el centro de abastecimiento ubicado en La Matanza: ¿cómo puede ser que, en un escenario económico tan deprimido como el impuesto por la cuarentena, la inflación siga por las nubes empujada por el valor de la comida?
Fotografía: Pepe Mateos
23 de Julio de 2021
crisis #48

 

“¿Vos qué ves acá?”, le pregunta Isaías a Pepe Mateos, mientras contemplan uno de esos enormes playones donde pululan tan temprano que todavía es de noche las miles de personas que mueven la rueda diaria de la distribución de alimentos frescos en el país.

Nuestro fotógrafo, que recién comienza uno de sus obsesivos recorridos por el Mercado Central, de los que saldrán las imágenes para este informe, responde:

—Veo gente laburando, cajones de verduras, hortalizas y frutas, camiones que vienen de lejos…

Isaías, que tiene unos 30 años y a los 17 ingresó al Mercado como changarín, y luego viajó por América Latina y ahora trabaja como arrendador de los mismos carros que antes empujaba, aunque no es el dueño sino el empleado, le responde:

—Yo acá veo plata. Todo es plata acá.

Su sueño es ser operador. Dice que los puesteros se llevan entre 2 y 3 millones de pesos por semana. Y al principio no quería, pero finalmente accede a posar para la foto.

 

Son 540 hectáreas, ubicadas estratégicamente entre la Avenida General Paz, el Riachuelo y el aeropuerto de Ezeiza, que alojan una de las infraestructuras públicas más grandes del mundo destinadas a la comercialización de alimentos. Si queremos entender qué comemos y cómo, de dónde sale el alimento que va a parar a nuestros platos y por qué cuesta lo que cuesta, caminar por las calles internas de este lugar puede ser un buen comienzo.

Pallets apilados, cajones de frutas, pasillos en donde los olores se mezclan: cebolla, papa, zanahoria, bananas, naranjas, lechugas, condimentos. Montones de bolsas, balanzas colgantes, ristras de ajo. Una paleta que cambia de tonos según la estación pero que no descansa en su oferta y variedad. Un fresco de lo que somos. Un ring con muchas peleas que no siempre se ven.

El Mercado Central es un nexo entre productores y consumidores, que concentra el 20% del comercio frutihortícola de todo el país y el 60% de lo que se compra y vende en el área Metropolitana de Buenos Aires. 106.000 toneladas de frutas y hortalizas se transan por mes en ese predio, donde hay 900 puestos repartidos en 18 pabellones, a los que ingresan 700 camiones diarios, y unas diez mil personas van y vienen como hormigas cada jornada No es el único: en toda Argentina hay más de 60 mercados concentradores, pero éste es el más importante. Y se ubica como referencia de los 28.500 productores de frutas y los 19.000 horticultores de todo el país, que son los responsables de la oferta. También para las 11.800 verdulerías, los 5200 supermercados chinos y las 1500 sucursales de las cadenas de supermercados que se encargan de la venta minorista.

Si, como les especialistas afirman, la intermediación es el eslabón perverso de la cadena de precios, en La Matanza deberíamos poder hallar respuestas. Pero no basta con monitorear los índices y volúmenes. También hay que analizar los circuitos y conductores. Las temporadas de cultivo y las incidencias climáticas. Las disputas políticas y gremiales al interior de la institución. Y los cálculos y expectativas de aquellos sujetos económicos que mueven la rueda. Como Isaías.

 

El presidente del Mercado Central, Nahuel Levaggi, nos recibe en su oficina del quinto piso del edificio administrativo, que es un homenaje al hormigón. En la ventana hay plantas aromáticas, en las paredes gráficos con volúmenes de verduras comercializadas, sobre la mesa un plato de uvas. “El Mercado, desde que nació hasta ahora, se conformó como un gueto cruzado por la política y los negocios: todos los actores aquí llegaron por algún acuerdo”, dice. Y ese “todos” al que se refiere Levaggi son unos cuantos.

Comenzando por el Directorio, donde conviven un representante del Gobierno porteño, otro de la Provincia de Buenos Aires y un delegado del Ejecutivo Nacional. Si bien formalmente la presidencia debería rotar cada año, es el alfil de la Casa Rosada quien ejerce el comando real. Institucionalmente depende de la Secretaría de Comercio a cargo de Roberto Feletti, quien a su vez reporta al ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas. Pero Levaggi, coordinador nacional de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), quizás el movimiento campesino más dinámico de la última década, fue aupado en el cargo por Máximo Kirchner. El arte del loteo.

La plantilla de la “Corporación del Mercado Central de Buenos Aires”, tal la denominación exacta, ronda los 700 laburantes agrupados en dos gremios: ATE y UPCN. La Asociación de Trabajadores del Estado tiene a su vez dos líneas enfrentadas, que reproducen la fractura en el gremio a nivel nacional: la Verde, de Hugo “Cachorro” Godoy, y la Verde y Blanca, de Daniel “el Tano” Catalano. Pese a su mayor afinidad ideológica con estos sectores, las nuevas autoridades tienen mejor vínculo con la Unión del Personal Civil de la Nación, conducida a nivel nacional por Andrés Rodríguez.

El principal actor del Mercado son los casi 600 mayoristas que operan los puestos ubicados en las grandes naves. No conforman un sujeto homogéneo y tampoco están del todo organizados, aunque hay varias entidades que asumen su representación gremial. La más bullanguera es la Cámara de Operadores Mayoristas Frutihortícolas (Comafru), presidida por Fabián Zeta, un empresario papero de la primera hora, que hizo buenas migas con Guillerno Moreno cuando estuvo al frente de la Secretaría de Comercio de la Nación, y hoy ejerce una intensa oposición contra las autoridades del Mercado. Una tipología de trazo grueso distinguiría a los intermediarios tradicionales, de aquellos operadores “más grandes” que además son productores, como Saveiro, Ibañez o Mollo. Acá también la conducción del Mercado teje alianzas contra natura y se entiende mucho mejor con los empresarios de mayor porte. La gestión te da sorpresas, diría Rubén Blades.

Otro jugador relevante son las Cooperativas de Carga y Descarga, que en la mitología son “los más pesados” o la “runfla histórica”. Serán unas treinta de las cuales menos de diez están registradas. Tienen dos referentes principales: de un lado, “Los Pablo”, con un pie en la barra del Club Almirante Brown, y el grupo de Javier Passo, vinculado al peronismo matancero. “Lo de cooperativas es un decir, porque en realidad son empresarios muy prósperos”, cuenta un operador que prefiere mantener el anonimato.

En la foto hay que sumar también a los changas libres, un sector muy masivo que llega a contarse de a miles los días más álgidos, pero no tienen ningún tipo de organización y están hiperprecarizados. En realidad, los changarines dependen de los carreros, que les alquilan los carros –cien pesos el día– con los que van y vienen de los puestos a estacionamiento –por bulto cobran entre 15 y 20 pesos.

Finalmente, están los concesionarios, empresas que han echado raíces en el predio del Mercado Central y pagan un alquiler casi siempre muy favorable. Desde los mega como Mercado Libre o Coca Cola, hasta el puestito parrillero, las remiserías, farmacias, sucursales bancarias y mucho más. Cada uno hizo un acuerdo a medida y en algunos casos las tarifas son irrisorias. El unicornio de Galperin, por citar un ejemplo, pagaba en 2019 un canon de 2,78 pesos el metro cuadrado. Aunque, aclara el informante, eso incluía el compromiso de construir un centro logístico que luego quedaría para la Corporación. “Es una práctica institucionalizada: el arreglo que hizo Mercado Libre durante el macrismo lo hizo Coca Cola con el gobierno anterior, y de ahí para abajo”, dice Levaggi.

 

La cadena de un producto comienza en el momento en el que se planifica la cosecha y termina cuando una persona compra en la verdulería. Y aunque se trata de una dimensión clave para el bienestar social y la estabilidad política, el Estado conoce poco o casi nada sobre sus recovecos. Luego, cuando la inflación se torna galopante, los medios chillan y la gente se enoja, las autoridades terminan interviniendo de apuro, con herramientas toscas y efímeras.

Nahuel Levaggi dice: “No hay en el Ministerio de Agricultura, no digo una Secretaría, tampoco una Dirección; ni siquiera una oficina existe, que planifique cómo podríamos organizar la producción de verduras y frutas en el país, para que el pueblo pueda comer bien y barato. Todo eso está en manos del mercado, que hace lo que sabe hacer: negocios”.

Para la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), 2021 es “el año de las frutas y verduras”. Pero 2021 también es el año en el que la pandemia modificó hábitos de consumo, lo cual elevó la demanda de alimentos frescos en un 20% –más tiempo en casa, más disponibilidad para cocinar–, mientras los precios de las frutas y verduras se dispararon alcanzando picos por encima del 60%.

La pandemia, además, expuso las enormes inequidades sociales y, para que no queden dudas sobre la ineficacia del sistema, logró profundizar esa desigualdad. Según el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, la inseguridad alimentaria creció a nivel global un 40%, producto del aumento en el precio de los alimentos. En Argentina, los números reflejan lo mismo: el 42% de la población es pobre y, según el último informe del Instituto de Investigación Social, Económica y Política Ciudadana (Isepci), el 42,1% de los niños, niñas y adolescentes que asisten a comedores y merenderos presentan signos de malnutrición.

Pero la narrativa de la seguridad alimentaria, institucionalizada por la (FAO), esconde más de lo que enseña. Porque el problema no es circunstancial, ni tiene como fundamento una catástrofe: la causa de este drama es estructural. Como afirman las organizaciones nucleadas en la Vía Campesina, un movimiento de alcance planetario con fuerte presencia de productores del sur global, la solución no pasa por asistir a las personas que carecen de acceso regular a alimentos nutritivos. Lo que resulta cada vez más evidente es que hay que modificar el modo de producción y distribución de la comida, y por eso proponen como alternativa el concepto de soberanía alimentaria, a la que adhieren con efusión las actuales autoridades del Mercado Central, más no necesariamente las distintas y heterogéneas corrientes internas del Frente de Todos.

Y es que todo plato es político, sea vacío o lleno, con frutas y verduras o con carnes, un guiso elaborado o con procesados, y la soberanía alimentaria quiere discutir su conformación. ¿Quién decide lo que comemos? ¿Cómo se define el precio de los alimentos? ¿Da lo mismo que sean sanos o que contengan químicos?

No son discusiones abstractas, como quedó demostrado cuando el presidente Alberto Fernández deslizó la idea, quizás sin comprenderla del todo, en aquella fallida conferencia de prensa donde anunció la expropiación de Vicentin en junio de 2020. La sola mención de “recuperar la soberanía alimentaria’’ causó un escándalo tal entre los poderes agroexportadores, que confirma la pertinencia de un debate cada vez más urgente.

Por el contrario, las limitaciones con que se toparon las transferencias extraordinarias de ingresos hacia los sectors populares instrumentadas por el Gobierno Nacional durante la pandemia están directamente ligadas a la hegemonía de una industria alimenticia concentrada y transnacional, que captura esos recursos interrumpiendo su circulación virtuosa. Como afirma en este mismo número de crisis el ministro de Economía Martín Guzmán, ha sido necesario morigerar la distribución de ingresos entre los más pobres porque esta erogación termina impactando en el tipo de cambio, y por esa vía en la inflación. No se trata de una fatalidad técnica, sino de la acción de sujetos orientados a maximizar sus ganancias y no a brindar soluciones sociales.

 

Federico González Ocantos está a cargo del “Compromiso Social de Abastecimiento”, anunciado por la actual gestión del Mercado Central para fijar precios de referencias. “No hay una lista. Se anuncian a viva voz”, dice y explica: tampoco hay estudios que permitan determinar cuáles serían los costos y la rentabilidad razonable. Lo que se busca es generar un mínimo de previsibilidad.

Todos los jueves al mediodía, algunos operadores se reúnen para consensuar los precios. La dirección del Mercado actúa como interlocutor, pero sin autoridad para intervenir en los acuerdos. Demasiadas lluvias, mucha sequía, el costo de los combustibles, el dólar que sube, son algunas de las causas que suelen in uir en el encarecimiento de la comida.

González Ocantos confirma: “No tenemos manera de componer la cadena desde el lote donde se produjo hasta el consumidor. Estamos haciendo esfuerzos para estar más en contacto con los productores, pero al ser una cadena informal no sabemos lo que va a venir al mercado, nos enteramos recién cuando ingresa. Tampoco sabemos si van a una verdulería o a un supermercado ni a qué precios. Eso es información privada. Sí hacemos un relevamiento interno desde la división de precios, que va a los puestos más representativos de todo el Mercado dependiendo de la especie que se esté relevando, y se hace una encuesta de cuánto está la mercadería y cuánto fue la ronda comercial hasta su cierre”.

En las naves unos 600 mayoristas compiten entre sí. “El tomatero más grande no mueve más del 1,5% del tomate que se maneja en el Mercado, por lo que no tiene incidencia en el precio al que se va a vender”, explica González Ocantos. Entre esos mayoristas, algunos, los más grandes, traen sus propios productos, pero la mayoría de los operadores son intermediarios: compradores que van a las quintas y negocian con los productores la mercadería que luego ellos distribuyen.

 

Mientras toma un café con facturas, un puestero de la Nave 6 describe el mapa: “El folklore de la compra de las verduras pasa por acá, pero hoy en las ciudades hay varios esquemas de comercialización. Por derecha, las grandes corpos: Carrefour, Disco, Jumbo. Y por izquierda, la agroecología y el puerta a puerta de bolsones. Nosotros tenemos que ser superadores si queremos sobrevivir con el Mercado”.

La clave es la necesidad del consumidor, continúa: “El supermercado en los noventa entró como gran actor comprando acá y pasó a ser un paraguas de precios. El verdulero boliviano cambió la lógica cuando se puso en frente de Disco y vendía un 10% más abajo de ese paraguas. Antes los italianos o los portugueses llenaban el local, atendían ellos y si tenían que vender por debajo del costo lo hacían, porque en el abanico de productos lo absorbía”.

María Rosa y Celeste son hermanas y tienen una verdulería en Paternal, desde hace cuatro años cuando llegaron a Buenos Aires desde Bolivia. Su padre trabajaba en una quinta y cobraba por día de trabajo. Acá se encontraron con un monstruo que poco a poco fueron dominando: el Mercado Central. Cada madrugada van con su combi, cargan y vuelven al barrio para acomodar la verdura por la mañana. María Rosa es exigente y negocia. Como es curiosa, pregunta, pelea precio, y poco a poco armó su recorrido: sabe dónde conseguir buena mercadería. Su competencia, una verdulería que se instaló a cincuenta metros, despliega una estrategia diferente. “Cada verdulería tiene sus decisiones, dice. Nosotras elegimos tener buena fruta y verdura, que no podemos vender al precio de la otra”. Hoy, por caso, ellas venden un kilo de mandarinas a 60 pesos, mientras el verdulero de la misma cuadra promociona 3 kilos por 120 pesos. Celeste dice que lo ha visto en las madrugadas del Mercado: “Compran sin seleccionar, por cajón. Yo elijo las verduras. No es lo mismo una manzana etiqueta negra que una etiqueta azul, o una manzana sin etiqueta. No todas son deliciosas”. En el Mercado Central, ese día la página del Compromiso Social de Abastecimiento anuncia un precio de 40 pesos el kilo por bulto en la venta por mayor, y sugiere 70 pesos por kilo en verdulerías y supermercados. Coto vende la mandarina nova a 69 pe y Día a 75.

 

El Laboratorio de Frutas y Hortalizas del Mercado Central tiene esos grandes ventanales que le dan un aire prístino a todos los interiores científicos. Sobre las mesadas, una manzana y varias hojas de lechuga rompen el blanco que predomina en el sitio, donde se verifica el cumplimiento del Límite Máximo de Residuos de Plaguicidas. El análisis se realiza con los parámetros que dicta el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa).

Durante años la pregunta por los químicos aplicados en la producción de frutas y verduras era apenas levantada por libros e investigaciones como Malcomidos, de Soledad Barruti, o La Argentina Fumigada, de Fernanda Sández: Acetamiprid, Clorotalonil, Carbaril, y sigue la larga lista de fungicidas e insecticidas usada con demasiada frecuencia. Pero la nueva gestión del Mercado Central, cuyos cuadros técnicos provienen de los movimientos campesinos y tienen como horizonte a la agroecología, está tratando de cambiar, de a poco, ciertas prácticas ya mineralizadas.

Marisol Troya, gerenta de Control de Calidad y Transparencia, cuenta que armaron una rutina diferente: “A diario se hacen muestreos de las verduras y frutas de las naves, pasan por análisis de calidad, de microbiología y presencia de plaguicidas. Todo eso se sistematiza y la información se comparte con Senasa. Antes no se investigaba de esta manera”.

A pesar de que las normas delineadas por el Senasa son, según varios especialistas, excesivamente laxas, muchísimas veces los alimentos que ingresan al Mercado Central no califican. Hay tóxicos prohibidos, combinaciones no permitidas, de todo se puede encontrar. En esos casos la gerencia de Troya procede a confiscar el lote al que pertenecía el producto inspeccionado. Y terminan en el Ceamse.

Sin embargo, la idea no es desplegar un control de tipo policial, sino tender a concientizar a los operadores para que respeten los parámetros establecidos, y a mediano plazo convencer a los productores sobre la conveniencia de la agroecología. La prédica tiene un alto grado de utopismo, reconocen sus propios impulsores, pero ya está dando resultados especialmente entre los empresarios más grandes que ven cómo hay mercados internacionales que empiezan a rebotar cargamentos y exigen parámetros ambientales más elevados. Dentro de una década, azuzan las autoridades, ya nadie les va a comprar los alimentos con tóxicos. Transicionar es la consigna, aunque más no sea porque lo pide el mercado.

 

La joyita de la "gestión Levaggi" es el programa de Reducción de Pérdidas. Noelia Vera, coordinadora de la Unidad de Alimentación Sana, Segura y Soberana, cuenta que “antes se tiraban miles de kilos de alimentos, que iban a parar al Ceamse, lo que significaba, además de una dinámica irracional, un costo alto para la Corporación. Los operadores descartaban todo lo que no podían vender en contenedores que están al lado de las naves y venía la gente sin recursos a llevarse lo que podían rescatar. Ahora estamos recuperando en invierno unos mil kilos de alimentos por nave por día y en verano puede llegar a tres mil kilos”.

La novedad que introdujeron fue el reciclaje, en dos sentidos. Por un lado, descubrieron que muchas veces, demasiadas, hay alimentos que no se pueden vender, aunque están en perfecto estado para ser comidos. ¿Por qué? Los minoristas compran mercadería que les dure dos o tres días, por lo menos; por eso, lo que hoy está bien pero mañana o pasado podría deteriorarse va directo a la basura. Allí interviene el nuevo dispositivo que selecciona el alimento en buen estado bien temprano, se lo envía a Acción Comunitaria para armar bolsones durante la mañana, que son entregados a una red de 650 comedores populares de distintos barrios del AMBA para su consumo ese mismo día. Por otra parte, todo aquel alimento que no esté apto para ser ingerido va a parar a unas inmensas montañas de compost que será empleado en la producción agroecológica.

Camila tiene 19 años y a su lado hay unas cajas de morrones que con rapidez separa: algunos los pone en otro cajón, el resto van al gran volquete que tiene a su lado. Hace seis meses que trabaja como “repasadora”. Su tarea es filtrar la verdura que puede salvarse de la que tiene como destino el compostaje. Camila cuenta que solía buscar comida en los contenedores del Mercado, hasta que la contrataron para trabajar en el Programa de Reducción de Pérdidas como monotributista. Reciclar es reparar.

 

“Garantizar alimentos sanos a precios justos para el consumidor no tiene que ver con una intervención al final de la cadena, tiene que ver con una labor en toda la cadena”. La frase pertenece a Nahuel Levaggi y fue pronunciada en la presentación del Plan Nacional de Abastecimiento Frutihortícola, en junio de este año. La propuesta apunta a un abordaje integral: no hay un único culpable del aumento de los precios, el problema es estructural. Apretar las clavijas de un solo eslabón puede tener, con suerte y viento a favor, eficacia momentánea; pero el problema subsiste, incluso se agudiza, y vuelve a emerger, inevitable.

El Plan fue elaborado por las autoridades del Mercado Central, pero incluye aportes provenientes de la UTT, y del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). El punto de partida supone un diagnóstico en sí mismo interesante, del que seleccionamos tres variables:

  1. si uno toma la serie histórica de precios del rubro frutihortícola, se observa cierta estabilidad hasta el año 2007, cuando comienza una escalada vertical que casi cuadriplica esos valores en apenas una década, con picos de encarecimiento en 2015 y 2019;
  2. la producción de frutas y hortalizas se mantiene estable desde comienzos de siglo, estancada en un total de 10 millones de toneladas anuales, de las cuales la mitad es consumida por los hogares y la otra mitad se exporta o es empleada por la industria;.
  3. en el mismo período el consumo per cápita de la población argentina descendió de 450 gramos por persona por día, a 350 gramos.

 

El objetivo principal es garantizar el abastecimiento a precios populares, para lo cual se precisa duplicar la producción, planificar la logística y transparentar la cadena comercial. Hay un elemento que no suele tenerse en cuenta pero a la postre resulta decisivo: la educación ciudadana en lo referido al consumo, que forma parte de la famosa batalla cultural, donde la potencia publicitaria de las marcas gana por goleada –aunque la aprobación de la ley de etiquetado es un zapatazo al arco de la industria. Otro aspecto destacado tiene que ver con “descalzar la producción del dólar”, para lo cual es fundamental desplegar tecnologías propias y sustentables.

Se trata de re-anudar esa cadena cuyos eslabones desdibujados y mal ensamblados saltan a la vista cuando uno observa el panorama desde el Mercado Central. ¿Acaso sabemos que la banana se cosecha de mayo a diciembre en Formosa, y entre agosto y abril en Salta? ¿Por qué entonces importamos de Ecuador y Bolivia casi la totalidad de las 81mil toneladas comercializadas en 2020? ¿Que la naranja llega en un 8% de Entre Ríos? ¿Que la cebolla viene principalmente de la provincia de Buenos Aires, y hay todo el año, pero no pasa lo mismo con la manzana, que se cosecha de enero a marzo? No se trata solo de cambios de colores en los cajones, sino de comprender (y ajustar la dieta de lo que consumimos) que cada verdura, cada fruta tiene su zona, su temporada.

 

El Plan Nacional logró plasmar una estrategia posible, a partir del arribo de una organización social al comando de una arteria clave de la maquinaria. Pero entonces viene lo más interesante: el juego de la política.

Dentro del Mercado, el principal opositor es Fabián Zeta, el papero que intenta representar a los operadores mayoristas, impulsor de distintas protestas contra las nuevas autoridades, que incluyen profusas denuncias mediáticas. Su prédica es contra cualquier tipo de descentralización logística del abastecimiento: “El compañero Arroyo se equivoca”, dice en relación con el intento del Ministerio de Desarrollo Social de armar una red de mercados populares de cercanía. Zeta prefiere centralizar: “somos 840 módulos, desconcentrar significa 840 módulos dispersos. Al Estado le conviene la concentración. Si concentrás, armás la oferta y manejás la demanda”. También reprocha “la ideología agroecológica”: “es un verso para vender más cara la mercadería”.

Pero no solo están quienes resisten, sino que también hay mecanismos de ralentización de las transformaciones. Para llevar a la práctica un Plan de estas características se precisa el compromiso constante y sonante de al menos dos Ministerios Nacionales, para el caso Agricultura e Interior. Y un nivel de ejecución y coordinación tal, quizás sea mucho pedir, no solo para el gobierno de Alberto Fernández. Algo más: Levaggi aceptó asumir la conducción del Mercado Central luego de un debate al interior de su organización, en el que decidieron proponer dos condiciones. En primer lugar, sumarse a la gestión no implicaría la renuncia por parte de la UTT a su autonomía política. En segunda instancia, exigieron la aprobación de la Ley de Acceso a la Tierra propuesta por el sector de la agricultura familiar, uno de los pilares para combatir la informalidad y la precariedad que agobia a los productores más chicos, que son precisamente los sujetos del cambio. Promediando la mitad del mandato, el bloque liderado por Máximo Kirchner todavía no presentó la normativa en Comisión para su tratamiento.

“Todo es plata acá”, dice Isaías, mientras mira con los ojos brillantes una panorámica de los dominios del Central. Y, sin saberlo, señala cuál es el cogollo del asunto: mientras la comida sea ante todo un negocio, la especulación seguirá primando por sobre el derecho a la alimentación.

 

línea del tiempo

60s: afrancesar el amba

Navidad de 1962: un artículo en la revista Primera Plana cuenta que cierto productor de hortalizas, imposibilitado de llegar al mercado de Abasto por la aglomeración, malvende sus productos en una de las famosas trenzas de las inmediaciones del edificio. Las trenzas que rodeaban al mercado de la calle Corrientes eran una de las causas del aumento del precio de las frutas y verduras, que desde entonces beneficia a los intermediarios. Y el combo de caos vehicular y altos precios aparecía como una papa caliente para la intendencia de la Capital.

La pregunta se tornó pronto insoslayable: ¿cómo ordenar esos veinte mercados mayoristas desde donde se abastecían los ocho millones de consumidores que vivían en el AMBA?

Entonces se crea el Plan Regulador de Buenos Aires, a cargo de la Municipalidad porteña, con el objetivo de desplazar la actividad comercial mayorista de la ciudad. Y en 1963 nace el Ente Realizador del Mercado Central de Buenos Aires, cuya fuente de inspiración es el Mercado Internacional de Rungis –ubicado en los suburbios sureños de París. Pero nada es tan simple: el área donde se construiría el portento estaba en jurisdicción bonaerense, donde las autoridades capitalinas no podían dictar normas ni regular la operatoria. El costo de la obra, proyectado en algo más de 200 millones de dólares desde el inicio, fue otro argumento de peso que explica cierta letanía durante la corta presidencia de Arturo Illia. También el presunto atentado contra la libertad de comercio, que implicaría la concentración obligatoria del abasto de alimentos.

Finalmente, en 1967 se funda la actual Corporación del Mercado Central, para incorporar al emprendimiento a los gobiernos de la Provincia de Buenos Aires y de la Nación, inaugurando así el comando tripartito vigente a día de hoy. Expropiadas las tierras en La Matanza, la piedra basal surge de un acuerdo entre militares interventores: el gobernador Francisco Imaz y el coronel Eugenio Schetini. Empieza la etapa de proveer la financiación. Y de dictar las leyes.

 

70s: la guerra de las proteínas

En 1971 la Ley 19227 de Mercados de Interés Nacional establece el carácter público de la comercialización mayorista de alimentos y habilita el monopolio: los productores deben vender en el Mercado Central y los minoristas abastecerse ahí. En la Ciudad de Buenos Aires y los 24 municipios del conurbano toda mercadería que ingresa para venta mayorista debe hacerlo a nombre de un operador del MCBA.

Durante los cincuenta años de su vigencia, esta normativa fue siendo cascoteada por diversos actores y circunstancias. La compleja trama de jurisdicciones y la megalomanía misma de la estrategia, explica sus idas y vueltas: autoridades municipales que quieren tener mercados concentradores en sus territorios, supermercados combatiendo contra al monopolio, verdulerías interesadas en comprar más cerca, y la lista sigue.

La dictadura saliente llamó a concurso para el diseño de las naves de comercialización. Y el “tercer peronismo” propuso lineamientos contradictorios: de un lado incorporó a las ferias mayoristas que existían al registro de Mercados de Interés Nacional, mientras por el otro promovió al Mercado Central como instrumento concentrador ideal.

En el “Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional”, presentado en diciembre de 1973, se estimaba que para 1976 el MCBA estaría funcionando, aunque nunca se asignó la inversión necesaria. Es el tiempo en que Perón sigue de cerca la guerra por las proteínas y sueña con producir 200 millones de toneladas de trigo y planteles de 150 millones de vacas, atento al precio mundial de los alimentos que por esos años tocan un techo.

La última dictadura le da un nuevo impulso, pese a su cruzada por terminar con el “intervencionismo estatizante”. Según los investigadores Joaquín Pérez Martin y Andrés Barsky, entre 1976 y 1980 se registra el pico histórico de financiamiento: casi 600 millones de dólares, que representan el 80% de lo invertido en la construcción del Mercado.

 

80s: con la democracia se come caro

Con las autopistas 25 de mayo y Perito Moreno inauguradas, a fines de los años setenta estaban dadas las condiciones para comenzar a operar. Pero ni siquiera un enamorado de las topadoras como el intendente de facto Osvaldo Cacciatore logra imponer el monopolio logístico. El disenso al interior del gobierno castrense sobre el corte estatista del proyecto explica el delay en la inauguración: de un lado los defensores de la libertad de trabajo, contra quienes quieren aniquilar la intermediación parasitaria.

La guerra de Malvinas interrumpe todo, pero en 1983, veinte años después del alumbramiento de la idea, se planifica la apertura en tres etapas. En mayo arranca la operatoria en los rubros papas, cebollas y ajos, por lo que cierran el Mercado de Casa Amarilla, en la Boca, y el de Valentín Alsina, en Lanús. En agosto inaugura el área de pescados y mariscos, absorbiendo el Mercado Concentrador del barrio de Barracas, hoy reciclado como Centro Metropolitano de Diseño. El estreno final programado para diciembre deberá postergarse por amenazas y tensiones, que incluyen el intento de secuestro de uno de los integrantes del directorio de la entidad.

Luego de la asunción de Raúl Alfonsín la “patria verdulera” lleva a cabo un lockout contra el Mercado Central, coordinados desde los municipios de Beccar y Avellaneda, cuyas intendencias eran radicales. Sin embargo, el 15 de octubre de 1984 queda finalmente inaugurado el MCBA con un acto donde el flamante presidente de la República dice que “hay que poner el hombro a una obra que facilitará el desarrollo de la lucha contra la inflación”. A los pocos meses los volúmenes comercializados llegan a los niveles de hoy. Pero hacia finales de la década el país se estrola contra la híper.

 

90s: privatización y patotas

Antes de su privatización, Ferrocarriles Argentinos implementa los llamados “trenes de la economía”, que por 340 australes (un dólar estaba a 1800) llevan a les compradores hasta el interior del Mercado Central. No solo eso: les esperan, y devuelven a casa. Y es que el diseño original incluyó el trazado de vías ferroviarias, hoy en desuso. En 1990 también se habilita la instalación de actividades afines y complementarias, consolidándose el perfil inmobiliario de la institución. Desde entonces, la mayor parte de su extenso territorio se alquila a otras empresas.

Un año más tarde, el famoso Decreto de Desregulación Económica (2284 de 1991) desactivó el perímetro de protección (“déjanse sin efecto todas las restricciones al comercio mayorista de productos alimenticios perecederos”) y en 1993 se permite la comercialización directa entre productores y minoristas. Es la época en la que los supermercados ganan posiciones en el mercado alimentario y la canasta de fruta pierde el lugar que supo tener en la mesa de muchos hogares.

También durante esta década se conocen los episodios de violencia que aún hoy funcionan como un estigma para el Mercado Central: los muchachos del intendente matancero Alberto Pierri (devenido próspero empresario de las telecomunicaciones) golpean y amedrentan al periodista Hernán López Echagüe por investigar las conexiones del poder político con el Mercado Central, dando cuenta de un tipo de operatoria que poco tiene que ver con el abaratamiento de la comida. A poco de husmear, López Echagüe escucha que el verdadero negocio estaba en otro rubro: el narco.

El remedio resulta peor que la enfermedad, cuando en 1993 el genocida Luis Patti se hace cargo de la primera intervención dictada desde el Poder Ejecutivo nacional, que proclama a los cuatro vientos sus ínfulas privatizadoras y reduce drásticamente el personal del Mercado. Al excomisario de la Bonaerense le sigue Ricardo Re, también interventor, quien entrega la gestión al gobierno de la Alianza, en 1999. Promediando la década, la desocupación estalla y se multiplican las personas que llegan al MCBA en busca de alimentos descartados para comer.

 

2000: la unidad básica de Moreno

El nuevo siglo comienza con la licitación de un Plan Maestro que promete la modernización del Mercado Central, para que sea una plataforma logística integrada con el puerto y el aeropuerto. Pero las denuncias cruzadas en torno a la adjudicación (al consorcio Mercabarna español) hacen caer el proceso licitatorio. Luego, una escena pinta el panorama de aquellos días: en enero de 2002 se enfrentan changarines contra cientos de piqueteros de la Corriente Clasista y Combativa que desde la madrugada bloquean el ingreso de camiones y piden cajones de verdura. Las escenas capturadas por la televisión muestran a los piqueteros en retirada por la autopista Ricchieri. Por esos días el ajuste llega al directorio del MCBA, y en lugar de dos representantes por jurisdicción se pasa a uno por la Provincia, otro por la Capital y un tercero por la Nación.

En octubre de 2007, Cristina Kirchner (CFK) cierra su campaña presidencial en el Mercado Central. A partir de ese año Guillermo Moreno ejerce el rol de secretario de Comercio y tiene en el Mercado de Villa Celina una base de operaciones especial, que no parece traducirse en la contención del aumento de los precios de los alimentos.

Carlos Martínez será una pieza constante en el Directorio durante los gobiernos de CFK. Excomisario de a bordo del Tango 01 con el menemismo, llegó al Mercado Central por pedido del gobernador Daniel Scioli y, con la anuencia de Moreno, fue entronizado como Presidente, cargo que dejaría en 2015. A lo largo de esos años chocó de manera constante con el empresario de la carne Alberto Samid, por entonces vicepresidente del MCBA, impulsor de proyectos siempre cercenados que proponían abrir sucursales del Mercado Central en distintos distritos.

Empresas como Quilmes, Cruz del Sur, Coto, Diarco y La Lonja, entre otras, se instalaron en el predio pagando cánones muy beneficiosos, y ocupando la mayoría de las 540 hectáreas que hacen a la ciudad comercial.

 

2010: la modernidad trunca

En el año del Bicentenario se establece un acuerdo con el Ministerio de Defensa, para el abastecimiento de las Fuerzas Armadas en todo el territorio argentino. A partir de entonces, esta será una de las principales fuentes de financiamiento del Mercado Central, que cobrará un diezmo por su tarea de intermediación. También en 2010 se inaugura Femsa, la enorme planta embotelladora de Coca Cola que ocupa un terreno de 105.000 metros cuadrados, con un depósito de 22.000 metros cuadrados.

En diciembre de 2014 se utilizan las vías del tren que ingresan al corazón del Mercado Central: llegan manzanas y peras desde el Alto Valle de Rio Negro. Queda demostrado que sí se puede, pero es evidente: no se quiere.

En enero de 2016 el flamante gobierno macrista ubica a Fabián Miguelez al frente del MCBA, que a fin de año festeja el superávit y promete un mercado inteligente. Luego exhibe mejoras en la iluminación, en el bacheo y en algunos cerramientos. Y también tiene su “master plan”: un render hermoso con un Mercado hipermoderno que nunca nadie llega a conocer. Pero la modernidad sí arriba de la mano de Mercado Libre, que en 2019 instala su monumental Plaza Logística en un área de más de veinte hectáreas, por la que paga un alquiler minúsculo.

Miguelez es eyectado en septiembre de 2018 acusado de irregularidades y conflictos de intereses. Lo reemplaza Belisario Álvarez Toledo, de corta gestión. El 24 de marzo de 2020, mientras comienza la cuarentena, el principal referente de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), Nahuel Levaggi, se instala como nuevo presidente del Mercado Central. ¿Logrará romper la inercia?

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